Trece

 

 

Junio de 1815; tres meses después en Bruselas, Bélgica

 

Tess, acompañada por Amelie, miró por primera vez el Parc de Bruxelles y se quedó boquiabierta.

—¡Es magnífico! —exclamó Amelie.

En cuanto llegaron a Bruselas, Amelie hizo todo lo que pudo para ver el parque. Por eso, mientras lord y lady Northdon descansaban en sus habitaciones del hotel Flandre, Amelie y ella fueron dando un paseo hasta el parque, que, desde luego, era magnífico. Era un jardín inmenso entre rejas de hierro y rodeado por el palacio real y otros edificios públicos grandiosos. Dentro, los caminos de gravilla se cruzaban para formar dibujos simétricos. Entre los caminos, sobre zonas de césped, crecían grandes árboles, setos verdes y flores. Por todos lados se podía ver algo interesante como estatuas, fuentes y bancos. Además, hombres con uniformes de todos los tipos y colores paseaban con mujeres elegantes o charlaban en grupos de dos o tres. Ella pensó que era un disparate estar allí.

Cuando Napoleón estaba exiliado en Elba, los ingleses acudieron en masa al continente, adonde no habían podido viajar durante tanto tiempo. Bruselas, sobre todo, se había convertido en un destino que estaba muy de moda y en un sitio donde vivir lujosamente con mucho menos dinero que en Londres. Sin embargo, en ese momento, las cosas habían cambiado. Napoleón había reclamado su imperio y los británicos, prusianos, austriacos y rusos habían declarado la guerra, no a Francia, sino al propio Napoleón.

La guerra inminente había llevado más gente todavía a Bruselas; miles de soldados, sus oficiales y otras personas con obligaciones oficiales. Los aliados estaban planeando entrar en Francia cualquier día. Sin embargo, no había ningún motivo para que ellos estuviesen en Bruselas. Lord Northdon no tenía un cargo oficial ni, desde luego, tenía que ahorrar. Lady Northdon y él habían ido a Bruselas solo para complacer a Amelie.

Amelie se había enamorado de un joven capitán de los Scots Greys que le habían presentado en una de las fiestas de Londres. Los Scots Greys, un prestigioso regimiento de caballería, estaban en Bruselas para preparar la batalla contra el ejército de Napoleón. Amelie no soportaba estar separada del capitán Fowler y lord Northdon accedió a que todos lo siguieran allí.

Allí, en el Parc de Bruxelles, la gente parecía tan despreocupada como si estuviera en la Temporada de Londres. ¿Era ella la única que estaba preocupada por el motivo por el que los soldados estuviesen allí?

—¿No sería increíble que me encontrara con el capitán Fowler en el parque? —preguntó Amelie sin disimular la emoción—. ¡Podría estar aquí en este momento! Papá dijo que le mandaría un mensaje cuando llegáramos, pero ¿no sería emocionante que nos encontrara antes de leer el mensaje? Estoy segura de que nos visitará en cuanto pueda.

Ella también miró por el parque, pero para buscar a Marc, no al capitán Fowler. Marc también podía estar en Bruselas. La única carta que había recibido de él en tres meses había llegado desde Ostende, el puerto al que ellos habían llegado el día anterior. La carta había llegado unos días antes de que se marcharan y se limitaba a decir que estaba bien, pero que iba a quedarse en el continente. Si Marc había estado en Bélgica cuando mandó la carta, en ese momento también podría estar entre los ingleses que visitaban Bruselas. Al parecer, ya no estaba en los Alpes. Lo más probable era que no hubiese estado allí en ningún momento. Le había mentido sobre su viaje. Si realmente hubiese pensado recorrer las montañas andando, no se habría llevado a Apolo.

Su paradero debería darle igual, pero el dolor por su abandono no había disminuido, aunque había aprendido muy bien a no demostrarlo. En Londres había tenido muchas ocasiones para practicar el disimulo. Lo había hecho en todos los actos sociales a los que había tenido que asistir. No sabía si había sido porque lord Tinmore había organizado las invitaciones o porque el éxito que Amelie había tenido en la fiesta de los Caldwell la había convertido en una invitada muy codiciada. Amelie tenía éxito allá a donde iba. Ella, en cambio, recibía miradas de compasión entre susurros. Al menos, no le daban la espalda como le hacían algunas veces a lady Northdon, quien siempre mantenía la cabeza muy alta y no se amilanaba por ese trato despiadado. Ella la imitaba. Había llegado a apreciar mucho a lady Northdon y esta la trataba como si fuese otra hija. Lord Northdon no era tan generoso. Sospechaba que le reprochaba a ella que Marc se hubiese marchado de repente. Sin embargo, ninguno de los dos hablaba con ella de que Marc la hubiese abandonado.

Tinmore llevó a sus hermanas a Londres, como había dicho que haría, y se encontraban a menudo en los mismos actos sociales. Sus hermanas sí se empeñaban en que les dijera por qué se había marchado Marc. Ella solo les contó lo que le había dicho Marc, pero no era suficiente para Lorene. Lorene le echaba un sermón sobre que tenía que haberse amoldado mejor a su marido o se lamentaba de que su matrimonio no fuese el que quería para ella. No era el matrimonio por el que se había sacrificado su hermana mayor. Genna discutía con las dos por esperar que un matrimonio solucionara sus problemas. Ese era otro de los reproches que ella podía hacerle a Marc. Al abandonarla, había abierto más la brecha entre sus hermanas y ella. Si se hubiese quedado, al menos habrían podido fingir que su matrimonio había salido bien. No tendría que soportar el dolor de sus hermanas porque había convertido su vida en un erial. Sus hermanas y ella no se visitaban casi y, sobre todo, se encontraban en actos sociales donde también estaba lord Tinmore. Ella podía imaginarse lo que ese hombre pensaba sobre el abandono de Marc.

El señor Welton también apareció en algunos de esos actos y fue directamente a por Genna, quien lo mandó a paseo igual de directamente. ¿Por qué Genna podía ver las intenciones de Welton y ella no había sido capaz? Ella ya no podía confiar en su criterio sobre nadie. Se había equivocado espantosamente con Marc. Como hizo el amor con ella, creyó que la amaba. Sin embargo, quería estar a un continente de distancia de ella. Nadie volvería a hacerle ese daño. Se había puesto una coraza para protegerse y para que nadie viera lo destrozada que estaba por dentro.

—¿Paseamos un poco? —le preguntó Amelie sacándola de su ensimismamiento.

—Como quieras —contestó ella con una sonrisa e intentando parecer contenta.

Pasearon por los senderos y todos los hombres que se cruzaban se detenían un instante para mirar a Amelie. Amelie la tomó del brazo.

—Vamos a ver el estanque con peces.

Según la guía, en el centro había un estanque muy grande con peces dorados y plateados, pero, para llegar, parecía como si tuvieran que pasar entre un batallón de hombres que las miraban.

—No entiendo que puedas estar tan tranquila. Todos los caballeros se vuelven para mirarte —comentó Tess.

—No me miran a mí —replicó Amelie sin inmutarse.

¿Estaba ciega u ofuscada? Era una belleza. Amelie aceleró al paso cuando se acercaron al estanque.

—¡Tiene peces!

Ella la alcanzó dándose perfecta cuenta del interés que despertaba su amiga y mientras rodeaban el estanque, miró solo los peces para no tener que mirar a los hombres que miraban a Amelie.

—¡Santo cielo! —exclamó Amelie de repente—. Está ahí. Mira, mira.

Amelie salió corriendo. ¿Había encontrado al capitán Fowler? Ella miró al otro lado del estanque y se quedó petrificada. Allí estaba Marc. Debió de verla en el mismo momento que ella lo vio y la miró a los ojos. Su hermana llegó hasta él y lo rodeó con los brazos.

—¡Marc! ¡Marc! ¿Estás aquí?

Él también abrazó a Amelie, pero no dejó de mirarla a ella. Cuando la soltó, Amelie se dio la vuelta.

—¡Tess! —la llamó desde el otro lado del estanque—. ¡Mira, es Marc!

Ella se dirigió lentamente hacia ellos.

—Marc —dijo ella intentando que su voz no reflejara ninguna emoción.

—Tess… —susurró él.

—¿También has venido a Bruselas? —le preguntó Amelie—. Deberías habernos dicho que estabas aquí. Nosotros hemos llegado hoy. ¿Dónde estás alojado? Papá nos ha reservado habitaciones en el hotel Flandre y mamá solo ha hablado francés desde que llegamos. Está impaciente por ir a magasins. Todas las tiendas se llaman Magasin de… algo, según ella…

Marc siguió mirándola mientras Amelie parloteaba, pero, de repente, volvió en sí.

—Perdonadme, hay otras personas que querrían saludaros.

Estaba con tres hombres y una mujer. La mujer salió de detrás de uno de los hombres.

—Señora Glenville, Amelie… —era Doria Caldwell y parecía tan serena como siempre—. Menuda sorpresa. Espero que hayan tenido un buen viaje.

Ella clavó la mirada en Marc. ¿Le había mentido acerca de Doria Caldwell después de todo?

Amelie fue a tomar la mano de la señorita Caldwell.

—¡Doria! ¡No teníamos ni idea de que también ibas a venir a Bruselas!

—Pidieron a mi padre que viniera —la señorita Caldwell sonrió—. Está asesorando a uno de los diplomáticos —desvió la mirada hacia Tess—. No encontramos con Marc hace un par de minutos.

El señor Caldwell se acercó a Amelie.

—Estás tan guapa que pareces sacada de un cuadro. Qué placer verte —se volvió hacia Tess—. Y a usted, naturalmente, señora Glenville.

—¡Qué coincidencia! —exclamó Amelie con desenfado—. Es casi como si estuviésemos en Londres.

Ella, de repente, sintió náuseas. Su marido estaba allí, hablando con la mujer con la que quiso casarse una vez, y se alegraba tanto de verla a ella como ella a él. Se aferró a la coraza para quedarse allí cuando quería volver corriendo al hotel y encerrase en su habitación.

—Buenas tardes, señor Caldwell —le saludó ella.

—Estoy siendo un maleducado —intervino Marc dándose la vuelta bruscamente—. Os presentaré a mis dos acompañantes.

Ella se fijó en los dos hombres que estaban al lado de Marc. Uno vestía como un caballero, como su marido, y el otro de uniforme de oficial. Marc los presentó y ella se olvidó acto seguido de sus nombres, pero captó su sorpresa cuando la presentó.

—Son mi esposa, la señora Glenville, y mi hermana, la señorita Glenville.

Sin embargo, ellos centraron su atención en la hermosa Amelie. El señor Caldwell y su hija se alejaron discretamente y se quedó para hablar a solas con Marc.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó él en un tono hosco.

Ella levantó la babilla.

—Estoy en Bruselas solo porque tus padres quisieron que viniera. Ellos han venido porque tu hermana tiene un pretendiente aquí. Él es el motivo.

—¿Un pretendiente?

Era preferible hablar del pretendiente de su hermana que pedirle que le explicara por qué estaba él en Bruselas en compañía de la señorita Caldwell.

—Es el capitán Fowler, de los Scots Greys —contestó ella.

El hombre de uniforme la oyó.

—¿Scots Greys? Es un regimiento muy prestigioso.

—¡Sí! —exclamó Amelie—. El capitán Fowler lo considera un honor.

—¿Tienes un pretendiente? —le preguntó la señorita Caldwell a Amelie.

Amelie bajó las pestañas y quedó más atractiva todavía.

—Sí, creo que podría decirse que es mi pretendiente.

Empezó a contarles a la señorita Caldwell y a Marc cómo lo había conocido y ella se dirigió al hombre de uniforme porque no quería participar en la conversación de la señorita Caldwell.

—¿En qué regimiento está?

—En el 28, señora —contestó el hombre inclinando la cabeza.

—¿El 28 está aquí? —preguntó Tess con los ojos como platos y olvidándose de Marc y la señorita Caldwell—. Mi hermano está en el 28. ¿Conoce al teniente Edmund Summerfield? ¿Está aquí?

—Lo conozco, señora y, efectivamente, está aquí.

¡Eso era increíble!

—¿Podría decirle que su hermana Tess está en el hotel Flandre? Dígale que me haga una visita y pregunte por la señora Glenville.

¡Su hermano Edmund estaba allí! Con él, no se sentiría tan desesperantemente sola. Sin embargo, la alegría se desinfló. Edmund estaba allí para luchar en otra guerra contra Napoleón. Podría morir.

—Será un placer decírselo, señora —contestó el oficial inclinando la cabeza otra vez.

El otro hombre le dio una palmada en la espalda.

—Vámonos, dejémoslos tranquilos con su reunión.

Los dos hombres les desearon buenos días. Amelie se agarró al brazo de su hermano y apoyó la cabeza en su hombro.

—No puedo creerme que estés aquí. ¡Y Doria y el señor Caldwell también!

Marc miró directamente a Tess.

—Este sitio no os conviene. Los aliados están preparándose para la guerra. Estar aquí podría ser peligroso.

¿Estaba intentando asustarla para que se marchara?

—Díselo a tu padre, no a mí. Yo no tomé la decisión de venir.

La señorita Caldwell intervino.

—Pero, Marc, los soldados no van a luchar aquí. Irán a Francia —ella se dirigió a su padre—. Es así, ¿no, papá?

—Sí, eso es lo que se espera —contestó él.

—¡No pensemos en la guerra en este momento! —exclamó Amelie—. Ven con nosotras al hotel. ¡Papá y mamá se alegrarán muchísimo de verte! —se volvió hacia la señorita Caldwell—. Tu padre y tú tenéis que venir también. ¡Cenaremos juntos!

—No… —replicó el señor Caldwell—. No queremos entrometernos en vuestra reunión, pero envíanos un mensaje al hotel Belle Vue si tus padres quieren de verdad que comamos juntos.

Marc pareció vacilante, como si no quisiera por nada del mundo ir con Amelie y ella… ¿o sería que no quería que estuviese ella?

—Mandaremos un mensaje —confirmó Amelie—, pero tú sí vendrás con nosotras, ¿verdad, Marc?

—Claro —él sonrió a su hermana—. Iré con vosotras ahora.

 

 

Marc le ofreció el brazo a Tess, pero ella actuó como si no se hubiese dado cuenta y se limitó a caminar a su lado, en silencio. Amelie tomó su otro brazo y habló del viaje, del capitán Fowler, de todo lo que había hecho en la Temporada… Nunca había visto a su hermana tan contenta y tan rebosante de vida. Un contraste enorme con la mujer que evitaba tocarlo y hablar con él. Estaba muy guapa a la luz de ese precioso día de junio en Bruselas, pero era como un sueño lejano. ¿Podía hacer o decir algo para cerrar ese abismo que había abierto al abandonarla? Además, que lo hubiese encontrado con Doria no facilitaba las cosas.

 

 

Cuando llegaron al hotel, Amelie salió corriendo por delante para contárselo a sus padres. Marc y Tess siguieron más despacio y sin hablarse. Él le había hecho un daño inmenso y no podía explicarse.

—¿Qué tal en los Alpes? —le preguntó ella con sarcasmo.

—Bastante bien —tuvo que mentirle él otra vez.

Ella lo miró con mucho escepticismo y él deseó poder decirle la verdad.

A los dos días de la reunión con Greybury en Londres, llegó a Calais y se dirigió hacia París. Su misión era localizar a Napoleón, enterarse de sus planes y determinar si los franceses iban a apoyarlo o no. Los franceses, descontentos con Luis XVIII, recibían bien la vuelta de Napoleón y Napoleón tenía pensado gobernar Francia. Comunicó a los aliados que renunciaría a su imperio si lo dejaban en paz. Como si los aliados fuesen a creérselo. La información que reunió se distribuyó mediante la red de agentes repartidos por todo el continente. Él se enteró de que Napoleón había juntado un ejército de doscientos mil hombres completamente equipados. En realidad, casi lo habían alistado en ese ejército. Había tenido que huir de Francia para evitarlo.

Napoleón estaba preparándose para la batalla y estaba decidido a vencer. Él llegó a Bruselas e informó a su contacto de todo lo que sabía. Su contacto informó al duque de Wellington, quien había sido nombrado mariscal de campo de todos los soldados ingleses, alemanes, holandeses y belgas que se habían reunido en Bruselas. El plan de los aliados era orquestar una invasión coordinada de Francia. Él no tenía datos sólidos, pero creía que Napoleón no esperaría la invasión y temía que se dirigiera directamente hacia Bruselas.

En ese momento, su familia y Tess estaban allí. Tenía que convencerlos para que se marcharan, pero ¿cómo? ¿Por qué iba a creerle su familia? Desde luego, había perdido la confianza de su esposa, que ni siquiera le permitía que la tocara.

Tess y él entraron en un pasillo y vieron que Amelie abría la puerta de las habitaciones de sus padres.

Maman! ¡Papá! —gritó ella—. ¡Mirad a quién hemos traído con nosotras!

Sus padres lo saludaron con asombro y placer. Su madre lo besó en las mejillas y su padre le dio un abrazo después de estrecharle la mano.

—¿Por qué no nos dijiste que estabas en Bruselas? —le preguntó su padre.

—Sé que no soy muy aficionado a escribir cartas.

Eso era verdad, pero tuvo que contestar muchas preguntas más con mentiras y evasivas. Tess estuvo todo el rato sentada a cierta distancia, rígida y con el rostro como una piedra. Marc los cortó en cuanto pudo.

—Estoy seguro de que os veré mucho y de que tendremos tiempo para hablar… de lo que queráis hablar. Sin embargo, en este momento, me gustaría estar un rato a solas con mi esposa.

—Claro —su padre se levantó y se dirigió a Tess—. Tess, lleva a Marc a tu habitación. Luego os veremos a los dos —se dirigió a Marc—. ¿Cenarás con nosotros?

Él tenía planes, trabajo, mejor dicho, pero podía dejarlo para después de la cena.

—Papá —intervino Amelie—. Me lo has recordado. ¿A que no sabes a quién más nos hemos encontrado durante el paseo?

Tess se levantó mientras Amelie contaba que los Caldwell también estaban en Bruselas. Marc fue con ella y no le quedó más remedio que llevarlo a su habitación. Ella se comportó como si estuviese yendo al patíbulo. Cuando llegaron, ella abrió la puerta y su doncella dejó de deshacer el equipaje.

—¿Ya ha vuelto, señora? —entonces, vio a Marc—. ¡Señor Glenville! —exclamó haciendo una reverencia precipitada.

—Nancy —él sonrió a la muchacha—. Me alegro de verte. Tienes muy buen aspecto.

Nancy los miró con una curiosidad evidente.

—Gracias, señor.

—Nancy, ¿te importaría dejarnos solos un rato? —le pidió Tess en un tono tenso.

—No, señora…

Nancy dejó la ropa doblada que tenía en los brazos y se marchó de la habitación mirando a Tess.

—Tess… —empezó a decir Marc.

Ella retrocedió como si le hubiese dado una bofetada, pero él siguió.

—No sé qué decirte.

—¿Acaso importa lo que digas? —preguntó ella sin mirarlo—. He perdido la capacidad de creerte —ella fue hasta la ventana—. ¿Se lo pasó bien Apolo trepando por las montañas?

—¿Apolo?

—Sí, tu caballo —contestó ella en un tono cortante—. Reconozco que no sabía que los caballos treparan por las montañas.

Ella daba supuesto que le había mentido acerca de los Alpes y él no podía defenderse contándole la verdad sobre dónde había estado y lo que había hecho. No tenía más remedio que representar el papel que se creó el día que la abandonó.

—Puedes pensar lo que quieras —replicó él con firmeza—. Quería marcharme, estar lejos. Es posible que vuelva a quererlo en el futuro.

—Estás diciendo que quisiste abandonarme.

Él hizo un esfuerzo para mirarla con rabia.

—Estoy diciendo que saldré y entraré a mi antojo. Te aconsejo que te acostumbres a esa costumbre que tengo.

—He tenido algunas semanas para acostumbrarme —replicó ella devolviéndole la mirada.

Él quiso preguntarle si lo había pasado muy mal, pero ella nunca se creería que le preocupaba eso.

—Te guste o no, estamos casados y estamos juntos en Bruselas. Tenemos que comportarnos como un matrimonio mientras estemos aquí.

—No esperes que cumpla con mis obligaciones maritales. Lo hice una vez y me abandonaste.

Él lo entendió sinceramente. Tuvo que haber sido desgarrador abrirse tan íntimamente a él y que la abandonara, pero no podía decirlo.

—Hablaremos de eso otro día. En este momento, estoy alojado en otro hotel y no te exigiré que te vayas de aquí.

—¡No me lo exigirás! —gritó ella.

Él levantó una mano para que se callara.

—No hace falta decir que aparentaremos que somos un matrimonio bien avenido, aunque solo sea porque si no seríamos objeto de habladurías y disgustaríamos a mis padres y Amelie.

—Estoy acostumbrada a las habladurías —replicó ella con la barbilla temblorosa—. Ya he soportado muchas.

Eso fue como un sable que se le clavara en el pecho.

—Entonces, acabemos con ellas.

Seguramente, Tess pensaría que quería librarse de ella si hacía que su familia y ella se marcharan de Bruselas lo antes posible. Además, su padre jamás se marcharía al día siguiente de haber llegado. Tomó aliento.

—Dentro de dos días va a celebrarse un baile. Asistiremos juntos. Me ocuparé de que Amelie y tú recibáis invitaciones. Mis padres también, si puedo conseguirlo. Y el capitán Fowler.

El duque de Richmond y su secretario también eran agentes de Greybury y él podría conseguir las invitaciones.

—¿Y la señorita Caldwell y su padre? —preguntó ella con sorna.

—No los incluyo —contestó él intentando que ella lo mirara—. Me encontré con ellos tan inesperadamente como contigo, Tess.

—Aunque, seguramente, te alegró más.

Él no quería que ninguna persona a la que quería estuviese en Bruselas en ese momento.

—Irás conmigo al baile —le ordenó él—. Será el sitio indicado para que nos vean.

Cuando los vieran juntos en el baile de la duquesa de Richmond, las habladurías se acallarían. Era lo mínimo que podía hacer por ella.