Dos

 

Marc Glenville maldijo la lluvia. No entendía que tuviese que diluviar justo cuando iba a caballo camino de Londres. Salvo que los dioses del tiempo estuviesen del mismo humor que él. Nunca le alegraba volver a Londres. Sin embargo, no podía hacer otra cosa. Ya había terminado lo que tenía que hacer en Escocia. El caballo se resbaló y su cabeza se inclinó hacia atrás. Un chorro de agua le cayó por la espalda.

Lo que tenía que hacer en Escocia. ¡Ja! Eso era lo que les contaba a sus padres y a todos los que le preguntaban dónde se metía durante esos meses interminables, pero no era la verdad. Había estado en Francia, en París y en el campo, mezclándose con los bonapartistas y otras personas descontentas con el regreso de Luis XVIII al trono. Había estado intentando averiguar si ese descontento podía acabar en una insurrección. Todo por el rey y la patria. La inquietud no estaba muy extendida. Los franceses, como los británicos, estaban cansados de la guerra. Él había redactado los informes y ya no le pedirían nada más. Era el momento de hacer frente a cuestiones más personales, de afrontar que su hermano no volviese a sonreírle desde el otro lado de la mesa y que su mejor amigo no volviese a visitarlo jamás. Cuando fingía ser monsieur Renard, un ciudadano de a pie francés, casi podía olvidarse de que Lucien, su hermano, había fallecido hacía cuatro años y Charles, casi tres. El dolor que sintió fue como un rayo en las entrañas. Necio Lucien. Temerario Charles. Habían muerto innecesariamente.

Levantó la cara para que la lluvia le sofocara los sentimientos. Era preferible dominar los sentimientos. Cuando estaba metido de pleno en el espionaje, eso podía salvarle la vida, pero, una vez en Londres, podría salvarle la cordura.

¿Esa lluvia gélida estaba inspirándole pensamientos sombríos como estaba empapándolo hasta los huesos? Tenía que concentrarse en el camino y en su pobre caballo. Abrirse paso por esos caminos embarrados era una batalla hasta para ese animal tan vigoroso. El caballo resopló.

—Fatigoso, ¿verdad, Apolo?

Dio unas palmadas en el cuello del caballo. Había esperado llegar a Peterborough al anochecer, pero era impensable con ese tiempo. Tendría suerte si llegaba a un pueblo, fuera el que fuese, y había una posada con una cama limpia. La lluvia los había apartado de la ruta principal y se abrían paso por los caminos que seguían transitables. El retraso no le importaba gran cosa, no había nadie esperándolo. No había avisado a sus padres de que iba volver, quería que fuese una sorpresa. Siempre temía la visita a la familia, pero había llegado el momento de que ocupara su lugar como heredero una vez que el deber no iba a reclamarlo en ningún sitio. También visitaría a Doria Caldwell, la hermana de Charles, y haría oficial lo que había sido implícito desde que murió su amigo. Se lo debía a Charles. Además, la familia Caldwell, que en ese momento estaba formada por ella y su padre, era tan respetable y racional que le gustaría formar parte de ella.

Se oyó un trueno y el cielo se iluminó con un rayo. ¿Iba a alcanzarlo un rayo de verdad en vez de uno metafórico?

Tenía que estar cerca del pueblo, ya llevaba bastante tiempo cabalgando. Miró hacia delante con la esperanza de ver tejados o una señal que indicara que había un albergue cerca, pero la lluvia formaba una cortina gris que le impedía ver a unos metros de distancia. Además, parecía como si esa cortina avanzara con él envuelto en la oscuridad. Otro rayo resplandeció y le pareció ver a alguien en el camino. Aguzó la vista hasta que vio una figura entre la cortina de lluvia. Era una mujer a pie y que no oía a su caballo que se acercaba por detrás.

—¡Hola! —gritó él—. ¡Hola!

La mujer, cubierta con una capa oscura, se dio la vuelta y agitó las manos para que se detuviera. Como si un caballero fuese a pasar de largo… Se acercó y desmontó.

—Señora, ¿adónde se dirige? ¿Puedo ayudarla?

Ella lo miró. Era una joven hermosa, aunque tenía el rostro desencajado por la angustia y el agotamiento.

—Quiero ir a Tinmore Hall —contestó ella aunque tenía que hacer un esfuerzo para hablar.

—Indíqueme el camino. La llevaré en mi caballo.

Ella negó con la cabeza.

—Imposible. Todo inundado. No puedo llegar. No puedo llegar al pueblo —contestó ella con una voz temblorosa por el frío.

—Venga —él le ofreció una mano—. La montaré en mi caballo.

Tenía la capa empapada y el sombrero había perdido la forma. Peor aún, tenía los labios amoratados.

—Encontraremos un sitio donde pueda secarse.

Ella asintió con la cabeza, pero sus ojos claros no tenían ninguna expresión. Le entregó un paquete, también empapado, y él lo guardó en una de las alforjas. Luego, la montó en Apolo y él se montó detrás de ella.

—¿Está cómoda? ¿Se siente segura?

Ella volvió a asentir con la cabeza y tembló de frío. Él la rodeó con los brazos, pero no le alivió gran cosa el frío. Tomó las riendas y el pobre Apolo, con más peso todavía, empezó a avanzar otra vez.

—No soy de aquí —comentó él en voz alta para que lo oyera entre la lluvia—. ¿A qué distancia está el pueblo más cercano?

—Perdida —ella giró la cabeza—. Yardney… no puedo encontrarlo…

Yardney tenía que ser un pueblo de los alrededores.

—Lo encontraremos.

Él llevaba más de un hora repitiéndose que encontraría un pueblo.

—Frío —ella volvió a temblar—. Mucho frío.

Tenía que encontrar un refugio y secarla enseguida. La gente se moría de frío. Ella se dejó caer contra él con los músculos relajados. Siguieron avanzando hasta que encontraron un cruce con una señal que señalaba hacia Kirton.

—¿Lo ve? —gritó él señalando la señal—. Kirton.

Ella no contestó. Un poco más adelante, el camino estaba cortado por el agua. Dio media vuelta, volvió al cruce y tomó la dirección contraria. Esas tierras estaban cultivadas y tendría que haber alguna casa. Aunque no podía verla entre la lluvia. El camino fue estrechándose hasta que se convirtió en poco más que un sendero pedregoso. Lo siguió con la esperanza de no estar perdiendo un tiempo precioso y buscó con la mirada algo que tuviera paredes y tejado. Entonces, una casita apareció delante de ellos. No se veían velas encendidas por las ventanas y la chimenea no humeaba. Tendrían suerte si estaba seca por dentro.

—¡Mire!

Ella no dijo nada. Apolo reunió fuerzas y trotó ante la perspectiva de un refugio. Al acercarse, también vio un pequeño establo y dirigió a Apolo a su puerta. Desmontó con cuidado y ella cayó en sus brazos. Se la echó a un hombro, abrió la puerta del establo y Apolo entró inmediatamente. Marc dejó a la mujer en un trozo se suelo que estaba seco.

—Frío… —murmuró ella haciéndose un ovillo.

Al menos, estaba viva. Él volvió con el caballo y le dio unas palmadas en el cuello.

—Ella va primero, amigo. Estaré contigo en cuanto pueda.

Salió del establo y fue apresuradamente hasta la puerta de la cabaña. Llamó, pero no contestó nadie y la puerta estaba cerrada. Miró por una ventana, pero el interior estaba oscuro. Rebuscó en el bolsillo del capote y sacó un manojo de llaves maestras, ¿qué espía que se preciase de serlo no tenía un juego de llaves maestras? Intentó varias hasta que una giró y abrió el cerrojo. La luz del exterior no iluminó mucho el interior, pero pudo ver una chimenea y un camastro con unas mantas dobladas encima. Era suficiente. Volvió corriendo al establo y Apolo relinchó.

—Vas a tener que esperar un poco más, amigo.

Volvió a tomar en brazos a la mujer y ella gruñó cuando se la echó a un hombro y fue hasta la puerta de la cabaña entre la lluvia. Lo primero que tenía que hacer era quitarle la ropa mojada. La dejó en un sitio donde no importaba que la ropa dejara un charco, se quitó el capote y cortó los lazos del vestido y el corsé hasta que se quedó desnuda. Ella intentó taparse, pero no fue por pudor.

—Frío… —se lamentó ella otra vez.

Era hermosa. Tenía unos pechos abundantes y turgentes, una cintura estrecha y unas piernas largas y bien formadas. Tragó saliva, pero solo se permitió mirarla muy fugazmente antes de cubrirla con una manta.

La llevó al camastro y la envolvió con la segunda manta. Ya se había acostumbrado a la penumbra y vio un montón de leña y astillas y un cesto con carbón. Encima de la chimenea había velas y pedernal. Una vez encendido el fuego, se puso el capote y volvió con Apolo. El establo tenía cepillos y paños secos. Secó lo mejor que pudo al caballo y lo tapó con una manta. También había heno, que Apolo comió con voracidad, y una bomba de agua para saciar la sed del caballo.

—Bueno, amigo, esto es todo lo que puedo hacer por ti —acarició el cuello de Apolo—. Con un poco de suerte, dejará de llover pronto y nos pondremos en camino antes de que anochezca. Por el momento, come y descansa. Volveré más tarde.

Volvió corriendo entre la lluvia incesante, entró en la cabaña y comprobó el estado de la mujer. Afortunadamente, sus mejillas tenían algo de color y su piel parecía algo más caliente. Además, estaba dormida y con el rostro más relajado. Resopló con alivio y, por primera vez, se dio cuenta de que él también tenía frío y estaba mojado y cansado. Se quedó solo con la camisa y las calzas y se acercó todo lo que pudo a la chimenea. Debería colgar la ropa para que se secara, pero la calidez del fuego era demasiado tentadora y miró a la mujer.

Era preciosa, pero ¿quién era? Tenía un rostro fuerte con los labios carnosos y una nariz elegante. Las cejas se arqueaban atractivamente y tenía unas pestañas tupidas. La ropa no le indicaba su categoría, pero ¿qué clase de mujer iría andando en la lluvia? Había mencionado Tinmore Hall, ¿era la residencia de lord Tinmore? Quizá sirviera allí… Si pudiera ver sus manos, podría adivinar algo más. ¿Serían ásperas por el trabajo? Sin embargo, las tenía debajo de la manta. El pelo estaba recogido en un moño, como el que se haría cualquier mujer para ir al pueblo dando un paseo, pero no se le secaría nunca así. Se acercó, le quitó las horquillas y le deshizo el moño. Extendió el pelo por encima de la almohada y se apartó un poco. Parecía una diosa clásica. Afrodita, quizá, la diosa del amor, la belleza y el placer. ¿Desearía algo de placer cuando se despertara? La sangre le hirvió y eso lo calentó más por dentro que el fuego.

 

 

Tess se despertó por un trueno y el constante repiqueteo de la lluvia. Se acordó de haber estado andando y de que la lluvia le empapaba la ropa. ¡La ropa! Se incorporó. Estaba cubierta por una manta y nada más.

—Se ha despertado —comentó la voz de un hombre.

Él se sentó en una silla. Efectivamente, un hombre a caballo… Entonces, lo había visto de verdad.

—¿Dónde estoy? —preguntó ella con la garganta seca—. ¿Dónde está mi ropa?

—La he colgado —contestó él señalando detrás de ella.

Ella se dio la vuelta y vio la capa, el vestido, el corsé y la camisola colgando de una cuerda que cruzaba la habitación. Al lado de su ropa había un capote, una levita y un chaleco de hombre.

—Estamos en una cabaña en algún sitio de Lincolnshire —siguió él—, pero no sé dónde. Cayó víctima del frío. Tuve que secarla para que entrara en calor o…

Él se encogió de hombros.

—¿Usted me ha traído aquí?

¿Y le había quitado la ropa? Las mejillas le abrasaron solo de pensarlo.

—Era un refugio, estaba seco y tenía leña y carbón.

Ella parpadeó y miró alrededor. Era una cabaña pequeña con algo parecido a una alacena en un rincón. También tenía una mesa, unas sillas, en una de las cuales él estaba sentado, y una cama junto a la chimenea. Tess se dio cuenta de que tenía calor. El hombre cambió de posición y el fuego de la chimenea le iluminó el rostro. Su pelo era oscuro como el ala de un cuervo y tenía unas cejas del mismo color y una barba incipiente. Los ojos, en cambio, eran de un azul penetrante. Nunca había visto un hombre como él y solo llevaba la camisa y las calzas. Incluso estaba descalzo. Se quedó sin aliento.

—¿Quién es usted?

La manta se le cayó de un hombro y volvió a subírsela. Él se levantó. Era más alto que su hermano y Edmund medía un metro y ochenta y muchos centímetros.

—Soy Marc Glenville —él se levantó e inclinó la cabeza—. Para servirle a usted —él arqueó las espesas cejas—. ¿Y usted…?

Tess tragó saliva.

—Soy la señorita Tess Summerfield.

Ella frunció el ceño. Debería haberse presentado como la señorita Summerfield. Lorene ya era lady Tinmore y ella era la mayor de las hermanas solteras. Se llevó la mano al pelo. ¡Estaba suelto! ¿Qué le había pasado a su pelo?

—Yo le quité las horquillas —el señor Glenville volvió a sentarse—. Yo la desvestí, señorita Summerfield, pero fue porque estaba quedándose helada. Le doy mi palabra de caballero de que fue necesario. Una persona puede morirse de frío.

Era un caballero. Su acento y su porte eran los de un caballero.

—No recuerdo nada —replicó ella sacudiendo la cabeza.

—Es una consecuencia del frío e indica la urgencia de que entrara en calor.

Tenía una voz aterciopelada y tranquilizadora. Debería estar más aterrada por estar desnuda en un sitio desconocido y con un desconocido, pero había sido mucho más aterrador haber estado dando vueltas durante horas y empapada por una lluvia gélida.

—Se lo agradezco —murmuró ella—. Al parecer, le debo la vida.

Él miró hacia otro lado como si quisiera quitarle importancia.

—Fue suerte. Encontré esta cabaña de casualidad. Debe de ser la cabaña de un guardés y solo la usa cuando trabaja en esta zona de las tierras.

Ella miró alrededor otra vez y él volvió a levantarse.

—¿Tiene hambre? Tengo preparado un hervidor de agua para hacer té.

—Me encantaría un té —reconoció ella asintiendo con la cabeza.

Él colgó el hervidor encima del fuego y recogió lo que le pareció una alforja.

—¡Su caballo! —exclamó ella al acordarse.

—Apolo —le aclaró él con una sonrisa.

¿Estaría el animal en medio de la lluvia?

—Tiene que traerlo adentro.

—No tema —él hizo un gesto tranquilizador con una mano—. Apolo está seco en un establo y tiene agua y heno abundantes. Lo dejé muy contento. Iré a verlo otra vez dentro de unos minutos.

Llevó las alforjas a la mesa, rebuscó dentro y sacó una lata y un paquete impermeable. Cuando él se dirigió hacia la alacena y le dio la espalda, ella se levantó de la cama, bien tapada con las mantas, y fue a comprobar su ropa. El vestido seguía mojado, pero la camisola estaba casi seca.

—Señor Glenville…

Ella descolgó la camisola de la cuerda, se la llevó al pecho y él se dio la vuelta.

—Sí…

—¿Le importaría quedarse de espaldas? Yo… Yo quiero ponerme la camisola.

Él volvió a darse la vuelta sin decir nada y miró por la ventana.

 

 

Marc miró el reflejo en el cristal. No estaba bien hecho por su parte, pero no pudo resistir la tentación. Su figura era tan hipnótica de espaldas como de frente. No pasaba nada por mirar un poco, salvo que todo su cuerpo se estremeció por dentro. Volvió a buscar las tazas y una tetera. Encontró la tetera, pero tuvo que conformarse con dos jarras con forma de persona.

—Ya puede mirar.

Ella lo había dicho en voz baja. ¿Sabría lo seductora que había sido?

—¿La camisola ya está seca?

Él lo preguntó intentado parecer despreocupado, no como un hombre que hacía un esfuerzo por dominar sus instintos más primitivos.

—Está un poco húmeda, pero me siento mejor con ella puesta.

Ella seguía tapada con la manta y él levantó las jarras.

—Tendrán que servirnos para el té. Vaya usted a saber qué hacen aquí —él las dejó en la mesa—. ¿Le importa esperar un momento? Debería ver cómo está mi caballo.

—¿Apolo? Claro que no me importa, me sentiría fatal si su caballo sufriese por mi culpa.

¿Era un sarcasmo? Él la miró fijamente, pero solo captó preocupación en su rostro. La consideración por su caballo era casi tan seductora como su reflejo en el cristal y la voz susurrante. Tomó el capote de la cuerda y se lo echó sobre los hombros.

—Será un momento. Me ocuparé del té cuando vuelva.

Una vez fuera, el barro bajo los pies descalzos era dolorosamente frío, pero lo prefería a las botas empapadas aunque pudiera ponérselas. Llovía menos, pero el sol ya estaba bajo y los caminos no mejorarían antes del anochecer aunque dejara de llover. La señorita Summerfield y él pasarían la noche juntos. Sería una noche larga y ardua. No se aprovecharía de ella independientemente de lo que le exigiera su cuerpo. Además, sabía muy bien que un hombre tenía que dominar sus pasiones. Aunque si ella se insinuaba… Apolo relinchó.

—¿Qué tal estás, amigo? ¿Tienes calor?

Acarició el cuello del caballo. Apolo y él habían vivido aventuras más peligrosas que esa, pero él lamentaba haber sometido al caballo a un esfuerzo más. Repuso el heno y el agua antes de marcharse. Cuando volvió a abrir la puerta de la cabaña, la señorita Summerfield le entregó una toalla.

—He encontrado esto. Puede secarse los pies.

—Ha encendido candiles —comentó él al ver la cabaña iluminada.

—Solo dos, para preparar el té —ella fue hasta la mesa—. Estaba a punto de hervir.

¿Había preparado el té?

—Venga, podemos sentarnos —añadió ella.

Todavía llevaba la manta, pero se la había puesto como una túnica y se la había atado con una cuerda como cinturón.

—Se ha hecho un vestido.

Ella se dio la vuelta, sonrió y su rostro fue más hermoso todavía.

—Encontré la manera de que la manta no se cayera si quería utilizar los brazos. Supongo que debería dejar una moneda para pagar por los agujeros que he cortado en la manta para meter la cabeza y los brazos.

—Diría que es muy resolutiva —comentó él mientras colgaba el capote.

Ella volvió a sonreír.

—Gracias.

Él se sentó a la mesa y ella le sirvió té en una de esas jarras.

—No he podido encontrar azúcar —siguió ella.

—No importa.

Sus dedos rozaron los de ella cuando fue a tomar la jarra. Le miró las manos y no vio nada que indicara que trabajaba con ellas. Ella también se sentó y se sirvió té.

—Nunca había bebido té en jarras como estas. Nunca he bebido nada en jarras con formas de personas, aunque he visto algunas en la tienda del pueblo.

Él frunció el ceño. Una joven de buena familia podría no haber usado una jarra así, pero una sirvienta, tampoco. ¿Quién era la señorita Tess Summerfield? Dio un sorbo de té.

—Cuando la encontré, dijo algo sobre Tinmore Hall. ¿Está empleada allí?

—¿Empleada…? —preguntó ella con desconcierto—. No, vivo allí. Bueno… Nosotras, mis hermanas y yo, nos hemos mudado ahí hace poco —ella hizo una pausa como si no supiera si decir algo más—. Mi hermana Lorene es la nueva lady Tinmore.

Sin embargo, eso no tenía sentido.

—Creía que al anciano lord seguía vivo. ¿Tiene un nieto?

—Lord Tinmore sigue vivo y no tiene nietos —ella lo miró a los ojos—. Mi hermana se casó con el anciano lord.

—¿El anciano lord? —preguntó él arqueando las cejas—. Tendrá setenta y tantos años.

—Casi ochenta —ella levantó la barbilla—. ¿Por qué conoce a lord Tinmore?

Él dio un sorbo de té.

—No lo conozco. He oído hablar de él. Mi padre fue al colegio con su hijo y recuerdo que dijo algo de su muerte. Fue repentina, si no recuerdo mal —el hombre la miró fijamente—. ¿Su hermana se ha casado con un hombre de setenta y tantos años?

—Sí —contestó ella sin parpadear.

Si su hermana era la esposa de lord Tinmore, ella no era una doncella. El viejo conde no se casaría con nadie de una categoría inferior, la mayoría de los caballeros eran lo bastante prudentes como para no hacerlo.

—¿Quién es Tess Summerfield para que un conde se case con su hermana?

—Soy la segunda hija del difunto sir Hollis Summerfield, de Yardney.

¿Sir Hollis…? Sí, había oído hablar de él. Mejor dicho, había oído hablar de su esposa. Se decía que su esposa tenía tantos amantes que sus hijas eran de distintos padres, y que ninguno era su marido. Aun así, debieron de criarlas como jóvenes respetables y en ese momento estaban bajo la protección del conde de Tinmore. Se frotó la frente.

—Eso cambia las cosas. Tenemos que tener cuidado de que no nos descubran juntos.

Ella se sentó más recta todavía.

—¡No tengo la más mínima intención de que me encuentren con usted! Le aseguro que espero marcharme en cuanto deje de llover.

Él no tuvo al aplomo para decirle que, probablemente, anochecería antes.

—Lo siento, señor Glenville —ella dio otro sorbo de té—. No quería parecer desagradecida. Pudo haberme dejado en el camino.

Él abrió los ojos y la miró. Su expresión era delicada y encantadora.

—No me ha parecido desagradecida, señorita Tess Summerfield.

Él se deleitó con el sonido de su nombre y ella se sonrojó como si le hubiese leído el pensamiento.

—Sé lo que hizo por mí —añadió ella en voz baja—. Me rescató. También me doy cuenta de que estar en esta cabaña sola con usted, sobre todo tan poco vestida, es una situación muy comprometedora.

Era directa y él lo agradecía.

—Solo quería decir que no quiero que su reputación quede por los suelos —le explicó él.

—Solo necesito encontrar el camino a Tinmore Hall. No le diré a nadie dónde he estado ni con quién. Si puede ayudarme a encontrarlo, puede estar seguro de que no diré nada de esto, jamás.

—Me ocuparé de que vuelva sana y salva —como había pensado siempre—. Además, yo tampoco diré nada.

Ella tendió la mano por encima de la mesa.

—Cerremos el trato.

Él estrechó su manita con una mano grande y áspera.

—Trato hecho, señorita Summerfield.