Nueve

 

Marc no podía dormir. Ardía por dentro. Tess había estado impresionante esa noche, como una joya tallada y pulida a la perfección. Sus ojos no habían dejado de buscarla, pero, al menos, había mantenido la compostura. Había querido agarrarla de un brazo, sacarla de la casa de los Caldwell, llevarla allí y hacer el amor con ella. Cuando el lechuguino de Welton se acercó a ella, había querido tumbarlo de un puñetazo. Había conseguido disimular sus sentimientos desbocados hasta que estuvieron esperando el carruaje. Entonces, había estado a punto de besarla. ¿Qué habría sentido al abrazar a la mujer con la que estaba prometido y al adueñarse de su boca? Las palabras de su padre le retumbaban en la cabeza. «La tristeza pisa los talones del placer…». ¿Salía algo bueno de perder absolutamente la cabeza y actuar por pasión?

Para su padre, no, desde luego. Ni para su hermano ni para Charles. ¿Qué resultaría de casarse con ella? Al fin y al cabo, ella no quería casarse con él, se había visto obligada. Ella quería un marido que la amara. Él sabía que el deseo abrasador que sentía por ella no era amor, que era algo mucho más primitivo, algo que había privado a su padre y a su madre de la felicidad y que había privado a su hermano y a Charles de sus vidas. Tenía que dominarlo antes de que lo dominara a él.

Miró por la ventana. No había estrellas en el cielo. Si hubiese amanecido, se vestiría y se iría a galopar con Apolo por el parque, pero todavía faltaban algunas horas para que amaneciera.

Fue de un lado a otro por la habitación. Había querido una vida apacible y sin escándalos, ¿no? Había querido casarse con Doria. Los dos se apreciaban y admiraban. Casarse con ella habría sido tranquilo y sensato, sin ese deseo abrasador que no lo honraba en absoluto.

El recuerdo de los ojos de color avellana de Tess se presentó en su cabeza. Tenía unos ojos con una expresión preciosa. ¿Cómo serían dominados por la pasión? Volvió a la ventana y la abrió. El aire frío fue como una bofetada. Todo eso era un disparate. Tenía que dejar de pensar. Volvió a cerrar la ventana y se dirigió hacia la puerta. Salió del dormitorio y fue a la sala. Una frasca de brandy podría aliviar esa locura y quizá pudiese dormir. Abrió el armario. La frasca estaba llena. Se sirvió una copa y la vació allí mismo. Tomó la frasca y la copa y volvió a su cuarto. Dos copas después, estaba más inquieto todavía. Recordó el reflejo de su cuerpo en el cristal de la ventana cuando se había quitado la camisola. Recordó su piel tersa y blanca, sus pechos abundantes y su cintura estrecha.

Se sirvió otra copa y se la bebió de un sorbo. Solo había una solución. Cancelar la boda. Si Tinmore dejaba sin un penique a su hermana y a su hermano, él podía compensarlos. Podía mantener a Tess si ella quería. Podía darle una asignación y una dote, podría casarse con un hombre al que pudiera amar. ¡Lo haría!

Tiró la copa al suelo, quería oír cómo se hacía añicos, pero, en vez, rebotó en la cortina y rodó por la alfombra. La recogió, la llenó y se acabó la frasca. ¿Por qué no había pensado antes en eso? Les daría dinero, liberaría a Tess y se libraría él de esa locura.

Se lo diría en ese momento, era un momento tan bueno como cualquier otro. ¿Por qué no? Su cuarto estaba a unos metros de su puerta. Dejó la copa vacía en la mesa y salió con cuidado del dormitorio, aunque con paso vacilante por el brandy. Descalzo, llegó a la puerta de Tess y levantó una mano para llamar. No, despertaría a toda la casa.

—Tess, ¿estás despierta? —preguntó en voz baja—. Quiero hablar contigo.

Él oyó levemente su voz a través de la puerta cerrada.

—¿Marc…?

—Déjame entrar. Tengo que decirte algo.

Se tambaleó y se apoyó en el marco de la puerta.

—Espera un segundo.

La cabeza le dio vueltas, pero no le hizo caso. Entonces, ella abrió la puerta.

—¿Qué pasa?

Ella parecía poco más que una sombra a la tenue luz del aplique del pasillo. El olor a lavanda que desprendía lo embriagó más que el brandy. La lavandera siempre perfumaba la ropa de cama con lavanda. A partir de ese momento, siempre que se metiera entre las sábanas, pensaría en ella. Ella también estaba descalza, como en la cabaña. El recuerdo de su cuerpo cálido se adueñó de él.

—¿Puedo entrar? —preguntó él en voz baja.

Ella abrió más la puerta y retrocedió. La única luz que iluminaba la habitación era la de la chimenea. Su bata y su camisón eran de un blanco espectral, como si fuese una aparición, un sueño muy agradable. Sacudió la cabeza y observó a la aparición que encendía una vela larga y fina en la chimenea y la usaba para encender un quinqué.

—¿Qué pasa, Marc? —le preguntó ella después de apagar la vela.

Era preciosa, se parecía mucho a la mujer de la cabaña y a la belleza que había ido a la fiesta vestida de verde. Todos sus sentidos se despertaron por el deseo, pero ¿por qué había ido a su dormitorio? Intentó recordarlo. Solo podía pensar en hacer el amor con ella, parecía una mujer que necesitaba que la amasen bien. Sacudió la cabeza otra vez y lo recordó. Había ido a hablar de dinero. Se acercó un poco a ella.

—Quería decirte…

Volvió a captar el olor de la ropa de cama y las palabras se esfumaron. Le acarició un hombro y le tomó un mechón de pelo entre los dedos.

—Estás preciosa, Tess.

¿Qué sentiría si bajaba la mano a lo largo de su cuerpo para recorrer esa tersura que había debajo del camisón? Recordó sus formas cuando estuvieron juntos en el camastro de la cabaña. Ella dejó escapar un sonido de incomodidad.

—¿Has venido para decirme algo?

Él asintió con la cabeza. La bebida le afectaba y no podía permanecer de pie sin tambalearse. No podía pensar.

—Tenemos que casarnos, Tess.

—¿Has venido para decirme eso? —preguntó ella quedándose inmóvil.

No, seguramente, había ido para sentir su pelo entre los dedos y para paladear sus labios. Se inclinó hasta que casi pudo rozarle esos labios. Ya había estado a punto de paladearlos antes. Si la besaba, ¿sofocaría esa avidez? ¿Qué sabor tendría si introducía la lengua en su boca? ¿Y si se introducía él mismo en ella? Estarían casados dentro de unos días. Cerró los ojos y la cabeza se le despejó un poco. Se apartó de ella y ella retrocedió un paso.

—Creo que deberías volver a tu cuarto, Marc.

Él asintió con la cabeza y empezó a alejarse sin dejar de mirarla.

—Nos casaremos —repitió él con la mano en el picaporte.

Salió y cerró la puerta antes de cambiar de opinión y dejarse arrastrar.

 

 

Tess se quedó mirando la puerta con el cuerpo temblando. ¿Qué había pasado? Evidentemente, él había bebido. ¿Qué significaba que se hubiese acercado tanto y le hubiese acariciado el pelo y el brazo hasta despertarle los sentidos? Se estremecía solo de pensar en su contacto.

¿Había querido acostarse con ella? ¿Antes de casarse? Su institutriz les había advertido a sus hermanas y a ella para que tuvieran cuidado con los hombres que habían bebido demasiado vino o brandy. Según la institutriz, beber demasiado hacía que los hombres y las mujeres se acostaran unos con otros. Era verdad. Ella había visto a su madre beber vino con un caballero que había ido a visitarla. Ella estaba en la salita privada de su madre, un sitio al que tenía prohibido entrar, y se había escondido detrás de las cortinas. Por una rendija entre las cortinas, los había visto besarse, desvestirse y… y… Nunca se lo había contado a nadie. Sin embargo, en ese momento, solo podía pensar en que Marc había querido hacer eso con ella. Debería sentirse escandalizada, aterrada. En cambio, había querido sentir el pelo de él entre los dedos y poner la mano en su hombro. Había querido tumbarse en la cama con él como había hecho su madre con aquel caballero. Quizá se pareciera más a su madre de lo que había llegado a imaginarse.

Apagó el quinqué y volvió a meterse en la cama. Iba a costarle dormirse cuando le abrasaban todos los rincones de su cuerpo. ¿Eso era lo que había sentido su madre cuando los caballeros se le acercaban? Ella no había sentido eso cuando el señor Welton le estrechaba la mano o se acercaba un poco. Eso era algo carnal, algo con fuerza propia, algo que ella deseaba.

Era imperdonable que Marc hubiese ido a su dormitorio en ese estado, ¿no? Intentó sentir rabia, furia o, al menos, bochorno, pero, incluso en ese momento, deseaba que él volviera. Si Marc Glenville volviera a su cuarto en ese momento y quisiera tener un contacto carnal con ella, no se lo impediría.

 

 

A la mañana siguiente, Marc durmió hasta más tarde de lo habitual. Cuando se levantó, le dolía la cabeza y tenía el estómago del revés. Se lavó, se afeitó y se vistió mientras esperaba que Staines no se diera cuenta de que estaba intentando no vomitar.

Una vez en el comedor, el olor a pescado ahumado y a queso le revolvió las tripas. Tomó una tostada, se sirvió una taza de café y se alegró de estar solo. Aunque no por mucho tiempo.

Tess entró. Pensó que él tenía que tener un aspecto espantoso, pero ella estaba fresca como el aire después de una tormenta. Tenía el pelo recogido en lo alto de la cabeza con un peinado muy sencillo. Llevaba un vestido de muselina azul y blanca con flores azules bordadas en los hombros y en el dobladillo. Se detuvo y lo miró.

—Buenos días, Tess —le saludó él levantándose.

—Buenos días.

Ella no lo miró y fue directamente al aparador. Entró un sirviente, pero solo el tiempo justo para llevarle una tetera. Él estaba bebiendo café, litros de café. Tess no se sentó a su lado, sino todo lo lejos que pudo y no apartó la mirada de la rebanada de pan y la mermelada.

—Te debo una disculpa, Tess.

Ella lo miró fugazmente.

—Anoche fui a tu cuarto.

—Lo sé —dijo ella mirándolo fijamente por fin.

—Fue imperdonable por mi parte que te despertara y fuese a tu cuarto. Había bebido demasiado.

—¿Por qué fuiste? —preguntó ella.

Él no quería contarle su plan, inspirado por el brandy, de darle dinero para liberarla. No habría dado resultado. Habría sido un escándalo mayor para ella, le habría arruinado la reputación y la habría dejado con muy pocas posibilidades de casarse de forma respetable.

—No me acuerdo —contestó él sacudiendo la cabeza.

Ella arqueó las cejas.

—Te diré que no tengo la costumbre de beber demasiado —siguió él—. No volverá a repetirse.

Ella asintió con la cabeza y volvió a mirar la comida. Entonces, entró un sirviente.

—Lord Northdon desea verlo en la biblioteca, señor.

Una llamada de su padre nunca significaba nada bueno.

—Gracias. Iré ahora mismo —él se levantó—. ¿Qué piensa hacer hoy? —le preguntó a Tess.

—Tu madre quiere llevarme de compras otra vez —contestó ella mirándolo.

—¿Te importa?

No todo el mundo sentía la misma pasión por las compras que su madre.

—No, me lo paso bien.

Él no se quedó muy convencido de que estuviese siendo sincera, pero esa amabilidad con su madre significaba mucho para él.

Se acercó a ella porque necesitaba tocarla un poco antes de marcharse. Le puso una mano en un hombro.

—Deberías tener dinero propio para tus gastos. Me ocuparé de que tengas algo antes de que te vayas.

Ella se quedó inmóvil bajo su mano.

—Gracias.

Él levantó la mano, pero sus dedos todavía sentían su calidez. Inclinó la cabeza, salió del comedor y fue a la biblioteca.

 

 

Cuando entró, su padre de dio la vuelta en su butaca.

—Ya era hora. ¿Por qué has tardado tanto?

—Estaba desayunando.

Y tocando a Tess.

—Tienes mal color —su padre lo miró de arriba abajo—. ¿Estás enfermo?

—No —no iba a explicarle que se había bebido una frasca entera de brandy y que casi había seducido a su prometida—. Me has llamado…

Su padre tomó un documento enrollado y se lo ofreció a Marc.

—Un mensajero trajo esto hace un rato. Es tu permiso de matrimonio especial.

A él se le revolvieron las entrañas, pero tomó el documento y lo desenrolló.

—Parece que todo está bien —él tomó aliento—. Tengo que decírselo a Tess —se dio la vuelta hacia la puerta.

—¡Espera! —gritó su padre con una expresión crispada—. Nadie lo sabe. Si necesitas más tiempo…

—No hace falta esperar —replicó él.

Él no quería esperar y ese mismo día buscaría un clérigo que celebrara la ceremonia lo antes posible.

—¿Puede saberse por qué vas a casarte con esa mujer, Marc? —preguntó su padre casi con desesperación—. ¿Por qué tienes tanta prisa sin no está esperando un hijo? No tiene sentido. Estás ocultándome algo.

Su padre se merecía saber la verdad dicha por él.

—Hay algo más —reconoció él con la esperanza de que el desayuno se quedara donde estaba—. Cuando volvía de Escocia, me encontré con Tess en el camino y en medio de una tormenta. Estaba empapada y helada. Encontré una cabaña y la llevé allí para que entrara en calor. Nos vimos obligados a pasar la noche ahí, pero, por la mañana, unos hombres que había enviado lord Tinmore nos encontraron y Tinmore afirmó que la había… comprometido.

Su padre se puso rojo por la ira.

—¿La comprometiste? ¿Cómo pudiste ser tan necio?

—No hice nada que tú pudieras reprocharme —contestó él mirándolo fijamente—. Si no la hubiese llevado a la cabaña, habría muerto de frío.

Su padre apartó la mirada, pero volvió a mirarlo con escepticismo.

—Tiene que haber algo más.

Que Tinmore había amenazado con dejarles sin un penique a su hermana, a su hermano y a ella, pero ¿de qué serviría que su padre lo supiera?

—Estoy obligado, por mi honor, a casarme con ella.

—¿Cuántas personas lo saben? ¿No podría haberse silenciado?

—No. Tinmore tenía invitados en su casa. Con un poco de suerte, casi todo se habrá olvidado cuando esos invitados y Tinmore lleguen a la ciudad, pero podría haber habladurías.

—Más habladurías… —dijo su padre más a sí mismo que a Marc.

—Lo siento, padre.

Él lo decía sinceramente.

Nunca había querido que su familia fuese objeto de habladurías.

—Entonces, tienes que hacerlo —reconoció su padre en un tono más resignado que autoritario.

—Sí, papá.

—Si por lo menos procediera de una familia mejor —su padre se levantó de la butaca—. Sus padres…

—No digas ni una palabra sobre sus padres —le interrumpió él.

Su padre tenía que saber que era una hipocresía quejarse de los padres de ella. Su padre se acercó a él y lo agarró de los brazos.

—No me refería a eso. Me refería… Bueno, creía… creía que ibas a casarte con ella porque es guapa —miró a Marc con una expresión seria—. Temía que fueses a cometer el mismo error.

—¿El que cometiste tú con maman? —Marc se soltó los brazos—. Ya me has contado muchas veces que te arrepientes de haberte casado con mi madre. No quiero oírlo otra vez.

—Concédeme que quería evitarte el dolor.

—Ahora dices que el matrimonio con mi madre te causa dolor —Marc hizo una mueca de disgusto—. Tú también la causas dolor a ella, ya lo sabes.

Su padre lo miró como si lo hubiese abofeteado.

—Lo pienso todos los días —replicó su padre con una expresión de preocupación—. No quiero que tú te arrepientas de nada, hijo mío. Si le hubiese dicho esto a tu hermano, quizá… —su padre no terminó la frase, agitó una mano y señaló el permiso de matrimonio—. Déjame que guarde el documento en un cajón. Podemos pensar una manera de solucionarlo.

—Me casaré con ella, es la única solución.

Volvió a enrollar el permiso especial y se lo guardó en el bolsillo interior de la levita.

—Nos casaremos en cuanto pueda organizarlo —añadió Marc.

Su padre asintió con la cabeza. De repente, le pareció más bajo y viejo que unos minutos antes. Él le dio unas palmadas en la espalda.

—Se solucionará, papá. No es lo mismo que con Lucien.

Él quería casarse con Tess y no tenía nada de impulsivo. Tenía que casarse con ella para que su reputación no se resintiera y, además, no había ningún motivo para que no les fuera bien juntos. Sobre todo, si sofocaba la pasión y la dominaba con mano de hierro. No había ningún motivo para que su matrimonio no pudiese ser tan racional como el que había pensado tener con Doria… si podía sofocar la pasión y dominarla con mano de hierro.

Salió de la biblioteca y fue a conseguir algo de dinero para Tess. Esa misma mañana iría a buscar un clérigo que celebrara la ceremonia.

 

 

Esa mañana, más tarde, Marc paseaba por Mayfair de vuelta a la casa de sus padres. Había pasado horas buscando un clérigo, hasta que, por fin, había encontrado uno en St. Clement Danes que había aceptado celebrar la ceremonia al cabo de tres días. No debería haberle costado tanto, pero resultó que a muchos religiosos no les hacía gracia celebrar un servicio para el hijo de lord y lady Northdon. No sabía por qué debería haber esperado otra reacción, al fin y al cabo, así lo habían tratado toda su vida.

Entró en la calle Berkeley y decidió pasar por la tetería Gunter’s para comprar unos dulces para su madre, su hermana… y Tess. Entró y ¿quién si no iba a estar allí mirando las vitrinas que mostraban delicias de todo tipo y colores? Doria acompañada por su doncella. No había esperado verla tan pronto… ni haberla visto siquiera. Ella lo miró y sonrió.

—Marc, qué sorpresa.

—Desde luego —él se acercó a ella—. ¿Qué tal estás, Doria?

—Bien —contestó ella sin dejar de sonreír.

Se miraron hasta que el miró la vitrina.

—He venido a buscar unos dulces.

—Como yo.

Se acercó una dependienta y ella hizo su pedido mientras otra atendía a Marc. Les prepararon los paquetes a la vez, salieron juntos a la calle, con la doncella justo detrás, y se quedaron en la puerta.

—¿Qué has elegido? —le preguntó ella.

—Caramelos de jengibre, pastas glaseadas y turrón de chocolate francés. A mi madre le encanta el turrón de chocolate francés.

Ella señaló hacia la doncella que llevaba sus paquetes.

—Y mi padre adora los bombones de licor.

—Quiero darte las gracias otra vez por haber invitado a mi familia a tu cena. Creo que Amelie no hablará de otra cosa durante semanas.

—Me alegro —comentó ella.

Se apartaron para que un hombre y una mujer entraran en la tienda.

—La señorita Summerfield me pareció encantadora —siguió ella.

Él no supo qué hacer o decir.

—Me alegro de que te lo parezca.

Ella miró hacia la plaza donde había bancos para que los clientes de Gunter’s comieran helados durante el verano. Ese día, estaban casi todos vacíos.

—¿Te sentarías un minuto conmigo? —el preguntó ella—. Me gustaría decirte algo.

—Naturalmente.

Cruzaron juntos la calle y la doncella se sentó a una distancia prudencial mientras el compartía un banco con Doria. Ella pareció prepararse para algo complicado.

—Creo que te das cuenta de que todo el mundo esperaba que me pidieras…

—Nunca hablamos de ello —le interrumpió él—. Nunca te dije que fuera a casarme contigo.

—Es verdad —ella levantó una mano—, ya lo sé. Sin embargo, lo di por supuesto durante un tiempo.

—Lo siento, Doria.

—Espera —ella cambió de postura—. Es difícil decirlo. Quiero que sepas que te habría rechazado.

Él arqueó las cejas sin disimular la sorpresa. Ella frunció el ceño y bajó mucho la voz.

—La verdad es que me recuerdas demasiado a Charles. Cada vez que te miro, me acuerdo de que ha muerto. Mi padre estaba deseando que me casara contigo, pero él y yo tenemos que pasar la página de la muerte de Charles. Sé que no podemos hacerlo si tú… si tú estás presente todo el rato.

Él le tomó una mano.

—Yo también echo de menos a Charles —le soltó inmediatamente la mano—. Quiero que sepas que, independientemente de lo que oigas, quiero casarme con Tess. Nos casaremos dentro de tres días —él esbozó una leve sonrisa—. Eres la primera en saberlo.

Ella volvió a tomarle la mano.

—Me alegro sinceramente por ti.

 

 

Tess miró por la ventanilla del carruaje mientras Amelie y su madre comentaban lo que iban a hacer con las telas que habían comprado. Nancy no se perdía ni una palabra. Ella no podía prestar atención. Estaba cansada después de tantas compras y de haber pasado una noche intranquila. Habían visitado a una corsetera y le habían encargado distintos tipos de corsés. Además, habían ido a otra tienda de telas donde Nancy encontró una tela de seda de color marfil y aseguró que era perfecta para el vestido de novia. Para el inmenso placer de Nancy, lady Northdon y Amelie estuvieron completamente de acuerdo.

Ella pensó en Marc. ¿Qué sentía cuando estuvo tan cerca de ella, cuando la tocó, cuando sus ojos azules la miraron de tal manera que ella supo que quería acostarse con ella? ¿Un hombre que no quería casarse con ella podía querer acostarse con ella? Tenía que haber sido la bebida, era la única explicación posible.

El carruaje pasó lentamente por una de las muchas placitas que había en Mayfair. Se acordaba de que esa era la plaza de Berkeley. Afortunadamente, ya estaban muy cerca de la casa. Era una plaza preciosa con árboles que empezaban a echar hojas, con hierba abundante y con bancos para que la gente se sentara. Un hombre y una mujer estaban sentados en uno de los bancos con las manos agarradas. Se quedó boquiabierta. Eran Marc y la señorita Caldwell.