Cuatro

 

El hielo crujía bajo los pies descalzos mientras iba hacia el establo. Le dolían los pies de frío mientras se ocupaba de Apolo. ¿Por qué no se habría perdido en junio en vez de en febrero? Sin embargo, no le molestaba solo el frío, la conversación con la señorita Summerfield también lo había molestado. Le tocaba muy de cerca. Todo eso del amor y el matrimonio… Sus padres se habían enamorado, pero ¿adónde los había llevado el amor? A los gritos, las acusaciones, los reproches, al deseo de no haberse conocido jamás. Había oído una y mil veces que se habían destrozado sus vidas. Además, también estaban Lucien y Charles. ¿Adónde los había llevado el amor a su hermano y a su amigo? Él no iba a enamorarse, había dominado ese sentimiento desbocado.

—Es lo sensato, ¿verdad, Apolo?

El caballo resopló y él apoyó la cara en su cálido cuello. Encontró otra manta para que Apolo no pasase mucho frío e intentó no pensar en el martilleo helador que sentía en los pies.

—Nos marcharemos por la mañana —murmuró él—. Tranquilo, amigo.

Encontró algunos maderos por el establo, pero arderían enseguida. La señorita Summerfield y él iban a pasar mucho frío, lo sabía por experiencia. Había pasado muchas noches heladoras en el campo de Francia mientras se escondía de hombres que sospechaban de él. Apretó los dientes, volvió a cruzar el barro helado y entró en la cabaña. Ella estaba agachada junto al fuego y vertía agua del hervidor en la tetera.

—He encontrado algo de leña.

No era bastante, pero la dejó al lado de la chimenea y se acercó a ella.

—Pensé que quizá quisiera más té —ella lo miró—. Estará más flojo todavía, pero entrará un poco en calor.

—Agradeceré mucho un poco de té.

Los ojos de ella mostraban desasosiego y él quiso tocarla para que no se preocupara, pero fue a colgar el capote en la cuerda. Los pies le dolieron más todavía cuando la sangre empezó a correr por ellos. Volvió apresuradamente a su silla junto al fuego y se envolvió los pies con la manta.

—¿Qué pasa? —preguntó ella mirándole los pies.

—El frío —contestó él frotándose los pies—. Creo que, a estas alturas, mis botas mojadas son preferibles.

Ella se levantó y fue hasta la cuerda.

—Sus calcetines están casi secos —ella los llevó y se arrodilló a sus pies—. Se los pondré.

Sus manos eran un alivio y su cuerpo recuperó la vida, justo lo que no quería sentir.

—Creo que una dama no debería hacer esto —consiguió decir él.

Ella le puso un calcetín.

—Es muy poca cosa después de lo que ha hecho por mí.

Al menos, sentía cierto calor. Se deleitó con el placer de que ella le pusiese el segundo calcetín y la observó mientras le ponía bien el talón. Tenía el pelo recogido con una trenza por la espalda, pero se le habían escapado algunos mechones que le enmarcaban el precioso rostro. Un hombre podría perder la cabeza por ella. Por una vez, deseó poder ser como había sido su padre, un hombre cegado por la pasión que no veía el desastre que tenía delante. Sin embargo, sus ojos estaban bien abiertos.

Ella volvió a envolverle los pies con la manta y fue a servir el té flojo pero caliente. Quiso advertirle de que tuviera cuidado en Londres, de que había hombres que sabían jugar con los corazones de las mujeres jóvenes. El amor se disfrazaba de muchas maneras y algunas eran más dolorosas que el daño que sus padres se hacían el uno al otro. Quizá pudiera vigilarla. Quizá pudiera prevenirla contra los peores peligros del amor. No. Tenía que mantenerse alejado de ella, lo tentaba demasiado.

Ella le entregó una jarra y él se lo agradeció con la cabeza. Ella se sentó en su silla y bebieron el líquido caliente que recordaba vagamente al té. El fuego se redujo a ascuas, pero él no quiso poner la leña que les quedaba. Miró alrededor y se preguntó si debería romper los muebles. Le pareció una medida exagerada y muy injusta para el dueño de la cabaña.

La señorita Summerfield bostezó y se hizo un ovillo en la silla. Él le tocó un brazo.

—Debería tumbarse en el camastro y dormir un poco. Lo acercaré al fuego.

—¿Dónde dormirá usted? —murmuró ella.

—Me apañaré con la silla.

Había dormido en sitios peores. El viento se coló por las paredes de la cabaña y la señorita Summerfield tembló.

—Hace frío.

Y haría más frío todavía.

—Tendrá más calor en el camastro.

Tess hizo lo que le había pedido y pronto estuvo tapada por la manta y tan cerca de la chimenea como él pudo poner la cama. La observó mientras dormía y tiritaba a medida que el fuego consumía la leña. Rebuscó por todos los rincones y encontró algunos trozos más de carbón, pero hacía mucho, mucho frío.

Ella se despertó temblando, pero no se quejó. Ya solo se le ocurría una manera de que no tuviera frío, pero era algo que ninguna dama joven podía aceptar. También era una idea que lo consumía demasiado a menudo. Ella se dio la vuelta y lo miró.

—También debería pasar un rato en el camastro. Tiene que tener más frío que yo.

—No voy a cambiarme por usted, señorita Summerfield.

Ella se levantó y fue con la manta a su silla.

—Entonces, me sentaré aquí.

—¡Métase en el camastro! —le ordenó él levantando la voz.

—No —ella lo miró desafiantemente—. Es su turno.

—No sea necia, señorita Summerfield. Métase en el camastro.

No tenía sentido que los dos pasaran toda la noche tiritando en las sillas.

—Solo me meteré en el camastro si usted también está dentro —replicó ella mirándolo con rabia.

Él pensó que el frío estaba afectándole al cerebro. Sin embargo, era la solución, la idea que tanto lo consumía. No debería aprovecharse, pero si lo hacía, los dos entrarían en calor.

—Muy bien —él señaló el camastro con la cabeza—. Acuéstese y yo me acostaré después.

Ella dudó con un gesto de nerviosismo, pero volvió al camastro con la manta y se tumbó mirando hacia el fuego. Él la tapó con otra manta y se metió debajo.

—Nuestros cuerpos nos darán calor —murmuró él—. No tema, es por el calor y nada más.

Esperó poder mantener esa promesa.

 

 

El agotamiento se impuso al deseo. Si bien estaba cálida y mullida a su lado, esa sensación hizo que se quedara dormido casi inmediatamente. Ni siquiera se despertó para avivar el fuego con los últimos trozos de carbón. No se enteró de nada hasta que oyó unas voces apagadas y el cerrojo de la puerta dio un chasquido. El desastre había sucedido, los habían descubierto.

—Señorita Summerfield…

La zarandeó, pero solo tuvo tiempo de saltar de la cama mientras la puerta se abría de golpe.

—¡Hola! —gritó un hombre.

La señorita Summerfield se sentó.

—Hola… —repitió el hombre, que parecía un caballero—. ¿Qué está pasando aquí?

El hombre entró seguido por otros dos hombres con ropa de faena.

—¿Es usted, señorita Summerfield? —preguntó el caballero.

—¿Quién es usted? —preguntó Marc.

La señorita Summerfield se tapó con la manta.

—Soy lord Attison —contestó el caballero con indignación—. ¿Puede saberse quién es usted?

La señorita Summerfield contestó antes de que Marc pudiera hablar.

—Es el señor Glenville, milord. Permitidnos que nos expliquemos.

Marc la sujetó del brazo, quería que ese caballero se pusiese a la defensiva.

—Que primero nos explique él por qué ha irrumpido sin siquiera llamar una vez a la puerta.

Lord Attison lo miró con los ojos como dagas.

—Me han enviado para que buscara a la señorita Summerfield —se dirigió a ella—. Jovencita, ¿te das cuenta de la preocupación que le has causado a lord Tinmore?

Marc se puso entre la señorita Summerfield y lord Attison.

—¿Tenéis alguna autoridad?

—Es uno de los invitados de lord Tinmore —contestó la señorita Summerfield.

—Muy bien —siguió Marc en tono tajante—, podéis decirle a lord Tinmore que ha estado muy bien dejar que esta joven dama casi se muera de frío. Deberíais haber llegado antes.

Lord Attison sacó pecho.

—Y usted debería haberla devuelto a su casa, señor —él miró a la señorita Summerfield—. ¿O eso te habría estropeado tu pequeña… aventura?

—Os equivocáis… —protestó la señorita Summerfield.

Marc agarró a lord Attison del brazo y lo llevó a la puerta.

—Hablaremos de eso fuera y dejaremos que ella se vista.

Cuando todos los hombres estuvieron fuera, Marc empleó su tamaño para intimidar todo lo que pudo a lord Attison, que era más pequeño.

—No sacaréis conclusiones, ¿lo habéis entendido? Ella ya lo ha pasado bastante mal como para tener que aguantar vuestras insinuaciones obscenas.

—Lord Tinmore… —empezó a decir el otro hombre.

—Se lo explicaré a lord Tinmore y a nadie más —le interrumpió Marc—. En cuanto a vos, milord, no diréis nada de esto hasta que vuestro anfitrión os lo permita. ¿Entendido?

Era posible, solo posible, que lord Tinmore tuviera suficiente poder e influencia como para que ese incidente pasara sin que le perjudicara a la señorita Summerfield, o a él mismo. El frío de la mañana lo alcanzó por fin y Marc tuvo que hacer un esfuerzo casi sobrehumano para no empezar a temblar delante de ese hombre. Solo llevaba la camisa y las calzas, y los calcetines mojados por la escarcha del suelo.

—Desvestido delante de una joven inocente… —lord Attison lo miró de arriba abajo con una sonrisa jactanciosa—. Bueno, ¿realmente es… inocente?

—¡Mordeos la lengua! —exclamó Marc agarrándolo otra vez.

Los ojos de Attison dejaron escapar un destello de espanto, pero se repuso enseguida y frunció los labios.

—Lo dejaré en manos de lord Tinmore, como usted desea, señor.

Marc lo soltó y se dirigió a los otros dos hombres.

—¿Sabéis de quién es la cabaña?

—Sí —contestó uno de ellos—. Es de lord Tinmore, es la cabaña de un guardés.

—¿Estamos en las tierras de lord Tinmore?

¿A qué distancia estarían de la casa?

—Sí, señor —contestó el otro hombre señalando hacia el sur.

Miró hacia allí y, contra el cielo blanco como la leche, vio una casa isabelina enorme, con docenas de ventanas y tres torreones que adornaban el tejado. Habían estado muy cerca.

—Los caminos y los puentes estaban anegados anoche —comentó él.

—Sí —reconoció uno de los hombres—. El agua se ha retirado durante la noche.

La señorita Summerfield abrió la puerta y miró con cautela a los tres visitantes.

—Señor Glenville, ¿puedo hablar un momento con usted?

Lord Attison fue a decir algo, pero Marc lo acalló con una mirada implacable. Entró en la cabaña y cerró la puerta.

—No tengo lazos —comentó ella enseñándole la espalda.

—Los corté yo.

Miró alrededor y vio el paquete con cintas y encaje. Sacó una cinta larga del paquete todavía húmedo y fue introduciéndola por los ojales del corsé y el vestido.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó ella con la voz entrecortada.

—Diremos lo que ha pasado —contestó él atando los lazos.

—¿Hablará con lord Tinmore?

—Hablaré con él. Resulta que estamos cerca de Tinmore Hall —le dio la vuelta para que lo mirara—. Es importante que no nos disculpemos, señorita Summerfield. Hicimos lo que tuvimos que hacer para librarnos de la tormenta. No hicimos nada malo.

—Nada de disculpas —repitió ella con firmeza.

Al menos, era una mujer fuerte. Agarró el chaleco y la levita y se los puso precipitadamente. Luego, se calzó las botas.

—Ahora, tenemos que marcharnos.

Ella asintió con la cabeza. Abrieron la puerta y salieron a la heladora mañana.

 

 

Una hora después, Marc y la señorita Summerfield estaban ante un anciano marchito y con gafas, quien, aun así, tenía un aspecto imponente. Miró con el ceño fruncido a la señorita Summerfield desde su butaca de orejas.

—Jovencita, has preocupado mucho a tu hermana.

—Fue sin quererlo, milord.

Al menos, la voz la salió con firmeza. Lord Tinmore, viejo y arrugado, levantó el bastón como un espectro. Evidentemente, estaba acostumbrado a tener la autoridad.

—Podemos resolver este asunto enseguida si escucháis lo que tenemos que decir —intervino Marc.

Los hombres fuertes solían respetar la fuerza, pero lord Tinmore lo miró con el ceño fruncido por encima de la gafas.

—Dígame su nombre, señor.

—Glenville —contestó Marc inclinando la cabeza.

Tinmore se golpeó la frente con un dedo.

—¿Glenville…?

—Mi padre es el vizconde de Northdon. Fue compañero de colegio de vuestro hijo.

Quizá esa relación los ayudara. Una sombra de tristeza cruzó los ojos del otro hombre, pero se desvaneció enseguida.

—Northdon —repitió el anciano con desprecio—. Lo conozco.

Naturalmente. Todo el mundo conocía a su padre, menos la señorita Summerfield. Tinmore frunció más el ceño y Marc siguió.

—Milord, quién sea yo o quién sea mi padre no tiene importancia en este asunto. Encontré a la señorita Summerfield medio muerta de frío en medio de la tormenta. Nos refugiamos en la cabaña y fue imposible salir hasta la mañana.

—¡Es la verdad! —añadió la señorita Summerfield con una vehemencia un poco excesiva.

Tinmore dirigió la atención hacia ella.

—¡La verdad! ¡La verdad es que te fuiste tan contenta por el campo sin acompañante, con mal tiempo, y acabaste pasando la noche con un hombre!

—No pudimos hacer otra cosa —replicó la señorita Summerfield, quien seguía temblando y se rodeaba con los brazos para intentar entrar en calor.

Tinmore agitó un dedo señalándola.

—¡Eres una temeraria sin principios! ¡Eres una deshonra para tu hermana! ¡Y para mí!

—¡Basta! —gritó Marc—. La señorita Summerfield todavía tiene frío y hambre. Necesita ropa seca y comida, no una regañina que no se merece.

—¡No me digas lo que tengo que hacer, joven! —contraatacó Tinmore.

Marc lo miró con rabia.

—Permitid que vaya a ponerse ropa seca.

Lord Tinmore también lo miró con rabia, pero Marc no se inmutó y bajó la voz a un tono firme y casi amenazante.

—Permitid que se marche.

—Muy bien —lord Tinmore agitó una mano a la señorita Summerfield—. Márchate, muchacha, pero no he acabado contigo.

La señorita Summerfield hizo una reverencia y se dirigió hacia la puerta, pero se dio la vuelta antes de llegar.

—Milord, el señor Glenville también tiene frío y hambre…

—He dicho que te marches —le interrumpió Tinmore—. Haz lo que te he dicho.

Ella no se movió.

—No es forma de agradecerle lo que ha hecho, milord. Podríais proporcionarle ropa seca.

—¡Márchate! —gritó Tinmore.

Ella se quedó donde estaba y Marc le habló en un tono tranquilizador.

—No se preocupe por mí, señorita Summerfield. Márchese. Póngase ropa seca y coma algo.

Ella asintió con la cabeza y salió de la habitación. Él se volvió hacia Tinmore.

—Habéis hecho mal, milord. Ha sido un suplicio para ella.

Los ojos de Tinmore casi se salieron de las órbitas.

—Se me ha acabado la paciencia con ella. Le preocupa mucho a su hermana y ahora este escándalo. No permitiré escándalos en mi casa.

¿Ese hombre no tenía corazón?

—Podría haber perdido la vida si no la hubiese encontrado.

—Le habría venido bien.

Por todos los santos, ¿habría preferido que ella muriera?

—Necesita vuestra ayuda, milord. Tenéis poder para impedir las habladurías. Si os mantenéis a su lado, ¿quién lo cuestionaría?

—Bien lo sabe, Glenville —Tinmore se quitó las gafas y las limpió con un pañuelo—. A Attison le encantan los escándalos y esto no va a detenerlo.

—Vos lo invitasteis y lo mandasteis a buscarla. Sois más responsable del posible escándalo que la señorita Summerfield. Ella no debería tener que pagarlo.

—¡Sí, yo lo invité! —gritó Tinmore—. Para que viera con sus propios ojos que no estoy chocho y que mi esposa no es una cazafortunas que me engañó para casarse conmigo.

¿Acaso le sorprendía que la gente pensara eso?

—Esa muchacha lo ha empeorado todo —siguió Tinmore—. Supongo que sabe lo que la gente dice de su madre. Si ella cree todavía que voy a proporcionarle una dote y a llevarla a la temporada de Londres, que se olvide.

—Estáis siendo injusto.

—Es mi dinero y me lo gasto como quiero —Tinmore clavó la mirada en Marc—. Usted la malogró, no yo.

Él no la había malogrado, la había rescatado y mantenido sana y salva. Sin embargo, Tinmore tenía razón en una cosa. Eso le daría igual a la buena sociedad si Tinmore se negaba a respaldarla.

—Si vos no la protegéis, lo haré yo —Marc se acercó al hombre y lo miró con el ceño fruncido—. Me casaré con ella. Eso acallará las habladurías y ella no necesitará nada de vos.

Tinmore esbozó una sonrisa tibia, pero volvió a mirarlo con desdén y agitó una mano.

—Entonces, cásese con ella y desaparezca de mi vista.

 

 

Marc se quedó en el pasillo, al otro lado de la puerta de la sala privada donde, seguramente, lord Tinmore seguía sentado en su butaca como un trono. Debería estar camino de Londres, no ofreciendo un matrimonio, pero no había tenido otro remedio, había sido su obligación, lo único honroso que podía hacer. De todos los motivos para casarse, ese tenía que ser el más absurdo. No era ni fruto de la pasión, ni un matrimonio por amor, ni una decisión bien meditada. Adiós a su sensato matrimonio con Doria. Adiós a saldar la deuda que tenía con Charles. Ya no tendría una vida tranquila, ya no tendría la serenidad que le ofrecería un matrimonio con Doria, ya podía olvidarse de la honorabilidad de la familia de ella. Él, el hijo de los escandalosos lord y lady Northdon, iba a casarse con la hija de los escandalosos sir Hollis y lady Summerfield. Las lenguas echarían humo. Después de todo, no iba a librarla de las habladurías. Quizá no le hubiese hecho ningún favor.

Tenía que encontrarla, hablar con ella y decirle lo que había hecho. Ella tenía que elegir entre la denigración de casarse con él y el desastre de echarse atrás. Sin embargo, si Tinmore cumplía su amenaza, ella también se quedaría con una mano delante y otra detrás.

—Tengo que acompañarlo a sus aposentos, señor —le comunicó un sirviente que había aparecido a su lado.

—Me dan igual mis aposentos —replicó él—. Tengo que hablar con la señorita Tess Summerfield.

El hombre abrió los ojos asustado.

—No puedo llevarlo con la señorita Summerfield.

—Entonces, entrégale un mensaje de mi parte.

El sirviente sacudió la cabeza.

—Creo que lord Tinmore no lo aprobaría.

Marc hizo un gesto para que le mostrara el camino.

—A lord Tinmore no le importará. La señorita Summerfield y yo vamos a casarnos.

 

 

Tess estaba sentada otra vez en el dormitorio de Genna y, como hacía solo un día, sus dos hermanas estaban con ella. Parecía como si hubiese pasado un siglo.

Genna y Lorene habían estado esperándola fuera de la sala de lord Tinmore. Habían llorado, la habían abrazado y Lorene la había reñido por haberlas asustado tanto. Mientras iban a su dormitorio, les había contado lo que le había pasado. En su dormitorio la esperaba un baño. Se había bañado y lavado el pelo muy deprisa antes de vestirse con ropa seca y cálida. También la esperaban unas gachas calientes, pan, queso y té y el estómago le rugió solo de olerlos. Sin embargo, solo pensaba en el señor Glenville. ¿Convencería a lord Tinmore de que no había pasado nada entre ellos? ¿Dejaría Tinmore que se marchara? Toda la vivencia se había convertido en algo parecido a un sueño. ¿Se borraría de su memoria? No quería olvidarse de él.

Llegaron las doncellas para llevarse la bañera y ordenar el cuarto. Sus hermanas y ella se retiraron al dormitorio de Genna con el alivio de haberla encontrado a salvo y agotada.

—Tess, ¿cómo pudiste ser tan necia? —Lorene iba de un lado a otro como la mañana anterior—. Una cosa es buscar refugio, pero compartir la cama con un hombre es muy distinto.

—Tenía frío.

Recordó al señor Glenville metiéndose en el camastro y tapándolos con la manta. Recordó la calidez de su cuerpo y la tranquilidad y emoción de los dos.

—¿Sabes lo que están diciendo los invitados? —preguntó Genna—. Dicen que encontraste lo que buscabas, que planeaste la cita. Si no, ¿por qué ibas a aventurarte en un día que, evidentemente, iba a ser lluvioso?

Lord Attison debía de haber contado historias sin parar.

—¡Eso es ridículo! —gritó Tess—. Ya os he contado lo que pasó. ¡No había visto nunca al señor Glenville!

—Podrías haberlo conocido antes —Genna se sentó en el poyete de la ventana—. Todo el mundo sabe que sales a dar paseos sola.

—¿Dudas de mi palabra, Genna? —Tess la miró con furia—. Fui de compras al pueblo.

Sin embargo, no fue al pueblo más cercano, sino a Yardney para ver si el señor Welton estaba allí.

—No —contestó Genna como si todo eso fuese un problema interesante que estaba pasándole a otra persona—, pero no trajiste ni cintas ni encaje, ¿verdad?

Se había olvidado del paquete con cintas y encaje.

—Me dejé el paquete en la cabaña. Podríamos mandar a alguien para que fuera a buscarlo.

—Daría igual, da igual lo que haya pasado de verdad —Lorene seguía yendo de un lado a otro—. Lo que importa son las apariencias. No sé qué hará lord Tinmore. Es una complicación para él y ya ha creado tensión entre los invitados.

—¿Una complicación para él? ¿Tensión entre los invitados? —Tess se levantó de la cama—. Por favor, Lorene. Yo no elegí que pasara esto. Solo salí a dar un paseo hasta el pueblo y me encontré en medio de una tormenta espantosa. Quizá debería haber intentado cruzar el puente o haber seguido por el camino aunque el agua pasase por encima. Entonces, me habría ahogado. Quizá el señor Glenville debería haberme dejado que me muriera de frío. ¡Cualquiera de las dos cosas habría sido una complicación menos para lord Tinmore!

Lorene abrazó a Tess.

—No digas eso, no lo digas jamás. Eso es lo que todos creíamos que te había pasado.

—Yo había esperado que hubieseis creído que me había quedado en el pueblo —le explicó Tess abrazándola también.

Llamaron a la puerta y una doncella asomó la cabeza.

—Disculpadme, milady, pero su señoría quiere hablar con la señorita Summerfield en la biblioteca, inmediatamente.

—Tienes que ir —Lorene la soltó y se dirigió a la doncella—. Dile que irá a hora mismo.

La doncella se marchó apresuradamente.

—Te acompañaré —añadió Lorene.

Genna se levantó del poyete de la ventana.

—Yo también iré.

—No —Tess las detuvo con un brazo—. Es mejor que os mantengáis al margen.

Genna volvió a sentarse con un aire sombrío.

—Bueno, pero vuelve enseguida y cuéntanoslo.

—Por lo menos, te acompañaré hasta la puerta —insistió Lorene.

Ella intentó dominar los nervios mientras se dirigían hacia la sala privada de lord Tinmore. ¿Seguiría allí el señor Glenville? Esperaba que lord Tinmore le hubiese permitido ponerse ropa seca y comer algo…. ¿Habría podido convencer a lord Tinmore para que dejara a un lado el incidente? Eso esperaba con toda su alma.

—Tinmore es un hombre ecuánime —comentó Lorene cuando tomaron el pasillo que llevaba a los aposentos privados de lord Tinmore.

A Tess le parecía que lord Tinmore era un hombre muy poco ecuánime. Al contrario que Glenville, quien había acudido en su defensa. Un sirviente se acercó cuando llegaron a las escaleras y le entregó a Tess un trozo de papel.

—Es un mensaje para usted, señorita.

El sirviente miró con cautela a Lorene, la nueva señora de la casa, y se alejó apresuradamente. Tess desdobló el papel y leyó el mensaje.

—Es del señor Glenville. Quiere hablar conmigo enseguida —ella dobló el papel y se lo guardó en un bolsillo—. Debería verlo antes.

Se dio la vuelta, pero Lorene la agarró de un brazo.

—No puedes ver al señor Glenville.

—¿Por qué? —ella intentó soltarse—. Está esperándome en la salita. Puedo verlo allí.

—¡No! —exclamó Lorene—. ¡Tienes que ver antes a lord Tinmore!

La arrastró hasta la puerta de la sala de lord Tinmore, donde esperaba otro sirviente, que abrió la puerta.

—Entra.

Lorene la empujó un poco y Tess entró en la habitación. Lord Tinmore estaba sentado en la misma butaca que antes y su expresión no se había suavizado. Ella hizo una reverencia.

—Me habéis llamado, milord.

—Espero que ya estés cómoda —comentó él con los labios fruncidos.

—Lo estoy, gracias.

Se acordó de que el señor Glenville la había dicho que no se disculpara porque no habían hecho nada malo.

—Espero que hayáis sido igual de amable con mi rescatador.

—No tienes que preocuparte por el señor Glenville —él frunció el ceño—. Ya has creado bastantes problemas a mi esposa, a tu hermana pequeña y a ti misma.

Ella lo miró directamente a la cara.

—La lluvia me creó muchos problemas. Estaba en peligro y un caballero me rescató. Podrías hacer algo sensato con todo eso y sin que pasara nada.

—¿Como qué? —preguntó él poniéndose rígido en la butaca.

—Como nada —el corazón se le aceleró. Quizá pudiera convencerlo—. Declarad que el señor Glenville es un héroe y dejad que siga su camino.

—¿Un héroe? —él puso una expresión inquietante—. Pareces desmesuradamente preocupada por el señor Glenville.

—No intentéis sacar conclusiones. Me salvó la vida y no soy tan necia como para no darme cuenta de que estáis intentando castigarlo por eso.

—¿Castigarlo? —los ojos apagados de lord Tinmore dejaron escapar un destello—. Lo encontraron en la cama contigo y eso es algo que no puede pasarse por alto.

—Puede pasarse por alto si queréis. Todo el mundo creerá lo que vos queráis que se crea.

Él la miró fijamente.

—Te has acostado con un hombre y te han sorprendido. Tu amante al menos entiende que tenéis que pagar las consecuencias.

—¿Qué queréis decir? —preguntó ella con el corazón desbocado.

—Se casará contigo.

—¡No! —gritó ella—. No lo hará.

—Lo hará y no hay nada más que hablar —replicó él medio levantándose de la butaca.

El miedo se apoderó de ella, pero no podía demostrarlo.

Se acercó a él y se inclinó sobre su rostro.

—Lo sabéis, milord —dijo ella en voz baja—. Sabéis que el señor Glenville y yo no hicimos nada malo, nada que me comprometa de verdad. Sabéis que me rescató y me salvó la vida. Sabéis que lo único que tenéis que hacer es decirle la verdad a vuestros amigos, decirle la verdad a todo el mundo.

—No —él se dejó caer sobre el respaldo—. Glenville dijo que se casaría contigo y eso resolvería bien las cosas, sin que el escándalo salpique demasiado a mi matrimonio.

—¿Vuestro matrimonio? ¿Por qué iba salpicar a vuestro matrimonio lo que me pasó?

—Es un escándalo más para el nombre de mi esposa. Los excesos carnales de tu padre y tu madre ya son suficientes. No toleraré más… —él sacudió la cabeza—. ¡Perdida en la tormenta! ¡Seguro!

—Sabéis que es verdad, milord —replicó ella mirándolo con rabia.

Él sacudió una mano con desdén.

—Te casarás con Glenville. No hay nada más que decir.

Ella sintió que se desgarraba por dentro, pero levantó la barbilla.

—¿Qué tiene que decir el señor Glenville sobre todo esto?

Tinmore movió los labios como si mascullara algo.

—El señor Glenville sabe cuál es su deber. Él hizo el ofrecimiento.

—No —todo su cuerpo empezó a temblar—. Él no quiere casarse conmigo y yo no puedo casarme con un hombre que no quiere casarse conmigo.

—Es posible que no quiera —lord Tinmore sonrió con arrogancia—, pero lo hará, como tú.

—¡No podéis obligarlo a que se case, ni a mí! —gritó ella.

—Glenville hizo el ofrecimiento. Puedes aceptarlo o no —él se inclinó hacia delante—, pero quiero que sepas una cosa, no habrá ni dote ni Temporada en Londres.

Fue como un puñetazo, pero ella se tragó el dolor y levantó la barbilla.

—Se decidís romper vuestro acuerdo con mi hermana, no es asunto mío.

Él movió los labios como si fuese incapaz de articular una palabra, hasta que por fin habló.

—Si no te casas con el señor Glenville, también retiraré todo el apoyo a tu hermana Genna y a tu hermano bastardo. Ella se quedará sin dote y él no verá un penique mío.

Ella notó que se quedaba pálida.

—No seríais tan despiadado…

Él la miró fijamente a los ojos.

—Te casarás con el señor Glenville, ¿verdad?

Ella aguantó su mirada e hizo un esfuerzo para que su voz no trasluciera esa derrota absoluta.

—No tengo elección. Me casaré con el señor Glenville por mis hermanos.

—¡Excelente! —lord Tinmore dio una palmada—. Mañana os mandaré a los dos a Londres en mi carruaje.

—¿Mañana?

—No quiero que mis invitados te vean. Cuando sepan que vas a casarte, las habladurías cesarán y todo se habrá olvidado para cuando vaya con mi esposa y tu hermana a Londres.

Estaba deshaciéndose de ella. Ya había perdido a su padre, a su madre y su casa. En ese momento, también iba a perder a sus hermanas. Además, tendría que casarse con un hombre que la detestaría por haberse visto obligado a casarse con ella.

 

 

Fue corriendo a la salita en cuanto salió de la sala privada de Tinmore, pero el señor Glenville no estaba allí. Tenía que hablar con él, tenía que haber una solución. Esperó una hora yendo de un lado a otro, hasta que un sirviente le comunicó que lord Tinmore quería que volviese a su habitación, que no iba a cenar con sus hermanas y los invitados, que tenía que quedarse en su dormitorio. Además, tenía prohibido buscar al señor Glenville.