Doce
Tess se despertó con la primera luz del amanecer. Podía ver un trozo de cielo por la ventana, un maravilloso y alegre tono rosa. Sonrió. Hasta el cielo estaba del mismo humor que ella. Después de la tumultuosa primera vez, Marc volvió a hacerle el amor. Para su deleite, las sensaciones fueron igual de arrebatadoras, aunque distintas, más lentas y dulces. Todas las institutrices que habían tenido les habían prevenido a Lorene, a Genna y a ella contra las tentaciones de la carne. Había sido un buen consejo si se tenían en cuenta los excesos de sus padres. Cuando ella había visto a su madre y a su amante en el sofá de la salita, no había entendido el atractivo. No le había parecido que fuese algo apetecible. Sin embargo, en ese momento, lo entendía. También entendía mejor que su madre pudiera anhelar esa experiencia maravillosa, que quisiera repetirla una y otra vez. Entendía muy bien cuánto se parecía a su madre.
Miró a su marido. Estaba dormido, con el rostro relajado, despeinado y las cejas largas y tupidas proyectaban sombras en las mejillas. La dejó sin respiración. No podía imaginarse hacer el amor con nadie más, jamás. Se sentía conectada a él con más fuerza que a sus hermanas incluso, como si la consumación de su matrimonio los hubiese unido de verdad, como si fuesen uno.
¿Sentía él lo mismo? Tenía que sentirlo. Se había sentido abierta a él al hacer al amor. En ese momento, él sabía todo lo que tenía que saber de ella, se sentía así de… desguarnecida.
El corazón se le llenó de esperanza. Una vivencia tan profunda tenía que ser un cimiento sólido para un matrimonio. Podían construir sobre la base de esa noche y, quizá, crear un porvenir maravilloso juntos. Al fin y al cabo, era un hombre íntegro, un hombre bueno.
Él se agitó un poco y abrió los ojos. Decir que eran azules no les hacía justicia. Eran azul marino con puntos luminosos y oscuros que irradiaban del centro. Tener sus ojos clavados en ella era como tener un sable clavado en el pecho. No podía decir lo que se ocultaba detrás de esos ojos. ¿Se abriría a ella?
—Buenos días —murmuró él bajando las pestañas—. ¿Qué tal estás?
Ella sonrió levemente. De repente, había sentido la necesidad de dominar la intensidad de sus sentimientos.
—Muy bien. ¿Y tú?
Él se acercó y le rodeó el cuerpo desnudo con los brazos.
—Estoy bien.
Notó la erección contra ella y ese anhelo delicioso volvió. La besó. Ella separó los labios y él introdujo la lengua. Contuvo el aliento y metió los dedos entre su pelo para que no dejara de besarla. Él la puso de espaldas y, sin dejar de besarla, se colocó encima de ella acariciándola. ¿Cómo iba a haber sabido ella lo maravilloso que sería sentir sus manos en el cuerpo y que la besara? Volvió a abrirse para él. Entró y la arrastró hasta ese placer inimaginable otra vez. Mientras todavía se estremecía por el clímax, él derramó su simiente dentro de ella.
Con él tumbado a su lado, rodeándola con un brazo, se disiparon toda la tensión, la rabia y las lamentaciones con las que había vivido desde que los descubrieron en la cabaña. Todo parecía limpio, resplandeciente y nuevo, como un día después de una tormenta. Convertirían ese matrimonio en un buen matrimonio aunque se hubiesen visto obligados a casarse. Quizá ya hubiesen engendrado un hijo… ¿Podía ser más maravillosa la vida?
Estaba con ella entre sus brazos, saciado y satisfecho, pero el corazón le latía como si hubiese corrido cinco kilómetros. La había deseado, necesitado, otra vez. La quería para sí solo. Quería que tuviesen sus habitaciones propias, su casa propia y lejos de su familia, lejos de todo el mundo. Quería volar. La necesidad que sentía de ella era tan fuerte que lo estremecía por dentro. ¿Sería eso lo que habían sentido su padre, Lucien y Charles? «La tristeza pisa los talones de placer. Casado precipitadamente, podemos arrepentirnos al final». Otra vez las palabras de su padre. ¿Se había casado por eso, para hacer el amor así de desenfrenadamente? ¿Era ese el placer al que se refería la obra de William Congreve? Le daba igual el dolor y el arrepentimiento. Solo la deseaba a ella y haría cualquier cosa por tenerla otra vez. Cualquier cosa. ¿Eran esos los sentimientos que habían supuesto la muerte de Lucien y Charles?
Una parte sensata de él hizo que se destapara y se levantara.
—¿Ya vas a levantarte? —le preguntó ella con la voz ronca y somnolienta.
Él lo oyó como una invitación a que volviera a la cama y le hiciera el amor otra vez, pero tenía que dominarse.
—Será mejor que me levante —un atisbo de buen juicio se abrió paso dentro de él—. Podrías acabar dolorida.
Ella dio unas palmadas en la cama, donde había estado él.
—No me importa…
—¡No!
Ella puso un gesto abatido. Evidentemente, su tono tajante le había dolido. Se inclinó sobre ella.
—No te disgustes, Tess —consiguió decir él—. Yo… yo lo he dicho así porque te deseo mucho y sé que no debemos… —él hizo una pausa como si se hubiese olvidado de lo que tenía que decir—. No debemos excedernos.
Le acarició la mejilla con un dedo porque no se atrevía a acariciársela con toda la mano. Ella se ablandó y agradeció la caricia de una forma tan tentadora que él estuvo a punto de mandar al infierno a su cabeza, pero se incorporó.
—Creo que sacaré a Apolo a galopar —hizo un esfuerzo para sonreír—. Eso me… enfriará.
—Apolo lo agradecerá —dijo ella aunque parecía decepcionada—. ¿Te veré en el desayuno?
—Será mejor que no me esperes —no sabía cuánto tardaría en aclararse—. No quiero que tengas hambre.
—¿Tanta hambre como para comerme pan y queso rancios? —preguntó ella con una sonrisa.
El recuerdo de la cabaña lo atravesó como un sable.
—Nunca volverás a tener tanta hambre —murmuró él.
—Ninguna comida me ha parecido tan deliciosa.
Él sacó la ropa de montar y se vistió, dándose cuenta de que ella observaba cada movimiento. Una vez vestido, se dirigió hacia la puerta, pero se dio media vuelta y volvió a la cama, donde ella estaba sentada tapándose los preciosos pechos con la sábana. Se inclinó y la besó. Ella lo agarró de la cabeza y la pasión palpitó dentro de él. Sin embargo, se apartó. Debería decirle lo cautivadora que era y cuánto lo había complacido, pero…
—Te veré luego.
Salió apresuradamente y enseguida llegó a la calle. El aire frío le llenó los pulmones y le aclaró la cabeza. ¿Qué era esa ridiculez que estaba adueñándose de él? ¿Por qué Tess y él no iban a forjar un matrimonio feliz? La pasión que habían compartido debería ser un buen presagio. Además, era una mujer que se merecía la felicidad y era digna de que la amaran. ¿Por qué no podía ofrecerle él esas dos cosas? Podía conseguir que sucediera. Lo había hecho por Lucien y Charles, incluso por su padre y su madre. Sería feliz por todos ellos. Sintió una esperanza y una decisión nuevas. Entonces, un hombre se acercó a él.
—¿Es usted el señor Glenville?
—Sí…
Marc frunció el ceño porque ese hombre tenía algo que no le gustaba. El hombre le entregó una carta.
—Es para usted. Me han dicho que es urgente.
Él rompió el sello y desdobló el papel.
Ven inmediatamente. Es vital. Tienes que venir. Ha sucedido algo que no puedo escribirlo en una carta. No tardes. Te lo explicaré todo.
Atentamente, etc.
Lord Greybury
La esperanza se convirtió en una premonición.
—Iré directamente —le comunicó al mensajero.
Fue corriendo a las cuadras, pero no galoparía con Apolo por placer.
El mozo de cuadras ensilló enseguida a Apolo y salió hacia la sede del Ejército. Hasta el caballo parecía notar la urgencia. Las calles estaban empezando a llenarse de carruajes, carretas y otros jinetes, pero Apolo se abrió paso. Se presentó al centinela y entregó las riendas al asistente que lo esperaba. El edificio era un hervidero y el aire estaba rebosante de tensión. Fue apresuradamente al despacho de Greybury y el secretario le franqueó el paso antes de que él dijera nada. Llamó a la puerta y entró. Lord Greybury estaba con otros dos hombres que él sabía que trabajaban para lord Castlereagh, el ministro de Exteriores. Tenía que ser algo importante. Todos lo miraron cuando entró.
—Caballeros, les presentó a Renard.
Greybury le hizo un gesto para que se acercara. Probablemente, los otros hombres ya sabían su identidad verdadera, pero Greybury empleó su nombre de guerra y a él le pareció que había vuelto a su trabajo.
—¿Qué pasa? —preguntó Marc.
Greybury miró a los otros hombres antes de mirarlo a él otra vez.
—Hoy nos han comunicado que Napoleón se ha escapado.
—¡Escapado!
Habían exiliado a Napoleón a Elba después del tratado de Fontainebleu.
—Está volviendo a París —añadió uno de los hombres.
—Castlereagh había avisado a los aliados de que esto podía ocurrir —siguió el otro caballero—. Él les avisó.
—Necesitamos que vayas a Francia, Renard —intervino Greybury—. Napoleón querrá el poder otra vez y tenemos que saber todo lo que sucede.
—No hace falta decir que todas las naciones y el Reino Unido corren peligro —añadió el primer hombre.
Había mucho en juego, desde luego, y él se quedó helado por dentro.
—No puedo ir.
—Tienes que ir —replicó Greybury poniéndose muy recto.
—No puedo —insistió Marc—. Tenéis que elegir a otro hombre. Me casé ayer y no puedo abandonar a mi esposa.
—La abandonarás. No hay ningún hombre que pueda reemplazarte —Greybury lo miró con el ceño fruncido—. Recuerda que juraste servir a tu patria cuando se te necesitara. Te necesita.
No. ¿Cómo podía hacerle eso a Tess? ¿Cómo podía hacerle el amor y abandonarla?
—No voy a insistir en lo vital que es —siguió Greybury inclinándose hacia él—. Siento que tus asuntos privados se mezclen con esta situación, pero te debes a tu patria. Napoleón volverá a tomar la espada. Sin la información que solo tú puedes reunir, habría infinidad de hombres que no podrían volver con sus esposas.
No podía negarse, el deber lo llamaba.
—Muy bien. Mañana estaré preparado
—No —replicó Greybury tajantemente—. Hoy, ahora. Un barco te espera en Dover para que cruces el Canal.
Tess quedaría muy dolida, como era natural. Era su culpa. Si hubiese mantenido las distancias con ella, si no se hubiese acostado con ella, no le haría tanto daño. Sin embargo, se había dejado llevar por la pasión, como habían hecho Charles y Lucien, y le haría un daño insoportable a Tess. No podía ser más monstruoso, amarla y abandonarla… Prefería perder la vida que hacerle eso. Quizá también fuese preferible que no pasara otra noche con ella. Sería despiadado por su parte hacerle el amor otra noche… y sería despiadado por su parte no hacerlo.
—De acuerdo. Hoy. Puedo estar preparado dentro de unas horas.
Si cabalgaba deprisa, podría llegar a Dover antes de que anocheciera.
—¡No! —Greybury dio un puñetazo en la mesa—. Tienes que ir a Dover ahora mismo.
—Hasta unas horas pueden ser vitales —añadió el segundo hombre—. Tenemos que saber inmediatamente dónde está Napoleón y cuáles son sus planes.
—La red habitual está preparada —añadió Greybury—. Ya hemos mandado tu baúl a Dover.
El Ejército tenía un baúl con armas y ropa para que pudiera adoptar en cualquier momento el papel de Renard.
Ese mismo día se publicaría en el Morning Post el comunicado de su matrimonio. En cuanto la sociedad se enterara de que se había casado con Tess, se enteraría también de que la había abandonado. ¿Qué podía decirle a ella? Sintió náuseas.
—No puedo marcharme sin hablar con mi esposa.
—Escríbele una carta.
Greybury le aceró una pluma y papel. Había un tintero en la mesa.
—No —Marc los apartó—. O hablo con mi esposa o no voy a Francia.
Empezó a dirigirse hacia la puerta.
—¡Espera! —gritó lord Greybury.
Él se detuvo y se dio la vuelta.
—Muy bien —Greybury se levantó—. Lo haremos a tu manera. Habla con tu esposa, pero date prisa.
Él se tomaría el tiempo que necesitara.
—Sin embargo, no le digas a dónde vas ni por qué —siguió Greybury frotándose la cara—. Acuérdate de Rosier.
Rosier había confiado en su esposa, pero un espía francés muy listo la había engañado para que hablara. Descubrieron la misión y, lo que era peor, mataron a Rosier y a varios compañeros suyos. Él no le diría la verdad a Tess. Si no sabía nada, tampoco podría divulgar nada. ¿Qué le diría a cambio?
—Sé lo que tengo que hacer.
Inclinó la cabeza y salió de la habitación.
Tess, después de haber desayunado sola, pasó la mañana escribiendo a sus hermanas y a su hermano para contarles que se había casado. ¿Le contestarían? Todavía no había recibido nada de ellos, pero quizá no hubiese pasado suficiente tiempo para que le hubiesen contestado a la primera carta. Había intentado decirles que estaba bien, pero esa mañana había tenido la tentación de escribirles lo maravilloso que podía ser su matrimonio. ¿Cómo podía ponerles en la carta que tenía mucha esperanza por haber hecho el amor con él o que la actitud de él esa mañana había vuelto a preocuparla?
Sería distinto si pudiera hablar con Lorene y Genna, aunque hubiese cosas que nunca podría contarles. Quizá pudieran tranquilizarla y decirle que Marc no había deseado alejarse de ella esa mañana, quizá le dirían que solo era porque se había levantado de ese humor o algo parecido. En cualquier caso, no debería preocuparse. Marc había sido su protector desde que la encontró en la lluvia. Nunca la había decepcionado. Nunca le había mentido. Incluso creía lo que le había contado sobre la señorita Caldwell.
Al menos, gracias a la carta a Lorene, Tinmore sabría que había mantenido su parte del trato. Si él también mantenía la suya, el porvenir de Genna y de Edmund estaría garantizado. Marc nunca rompería su palabra, ¿verdad?
Mandó a un sirviente para que llevara la carta a la oficina de correos y esperó en su cuarto a que Marc volviera de montar a caballo. Si no llamaba a su puerta, lo oiría ir a su cuarto para cambiarse de ropa. Entonces, sabría que sus preocupaciones no tenían fundamento.
Nancy entraba y salía del cuarto y siempre disimulaba una sonrisa y hacía un esfuerzo para no preguntarle nada sobre la noche de bodas. Ella se sonrojaba solo de pensar que todo el servicio sabría que habían hecho el amor. La evidencia estaría en la ropa de cama. ¿Su madre también se había preocupado por esas cosas? ¿Pensaba Lorene en esas cosas? No podía imaginarse a Lorene y lord Tinmore…
Pensó en el placer que le había dado Marc, un placer que nunca se había imaginado que conocería. El cuerpo se le despertó otra vez y anheló que volviera.
Fue de un lado a otro con más inquietud e incertidumbre a cada segundo que pasaba. Sin embargo, cuando llamaron a la puerta, dio un respingo por la sorpresa.
—Adelante.
Marc agarró el picaporte desgarrado por la desdicha. Tomó dos bocanadas de aire y abrió la puerta.
—¡Tess! —él entró con paso firme—. Tengo que decirte algo.
Ella también fue a acercarse, pero se lo pensó mejor.
—¿Qué?
—Me he encontrado con unos amigos cuando estaba en el parque.
—¿Unos amigos? —preguntó ella parpadeando.
Él la miró e intentó que las emociones no se reflejaran en la voz.
—Salen hoy hacia Suiza y voy a acompañarlos.
—¿Acompañarlos? —la expresión de ella fue de perplejidad—. ¿A Suiza?
Él cruzó los brazos.
—Me doy cuenta de que no es el mejor momento, pero no puedo dejar pasar esta oportunidad. Siempre he deseado con toda mi alma recorrer los Alpes —al menos, eso era verdad—. No tuve la oportunidad durante la guerra, pero ahora no hay ningún motivo para que no vaya…
—¿Ningún motivo? —preguntó ella subiendo la voz—. Te casaste ayer.
—Normalmente, no me marcharía, pero no puedo dejar escapar esta oportunidad —repitió él.
—¿Tan vital para ti es caminar por las montañas?
Él hizo un esfuerzo para mirarla a los ojos.
—Es lo que quiero hacer.
—¡Quieres abandonarme! —exclamó ella roja de rabia.
—Unos meses —replicó él como si fuese una pequeñez—. Ni siquiera tengo que hacer mucho equipaje. Compraremos lo que necesitemos cuando lleguemos allí. Botas y esas cosas. Son los mismos hombres con los que estuve en Escocia. No volverán a repetir este viaje.
—¿Los prefieres a mí? —preguntó ella con la voz temblorosa.
—No los prefiero a ti —por nada del mundo quería que pensara que tenía algo que ver con ella—. No tiene nada que ver contigo, es que quiero hacer este viaje.
Ella se apartó de él y se dio media vuelta.
—No me lo creo. Es impropio de ti, tú no me harías algo así.
—¿No? No me conoces —él mantuvo la voz firme—. Presta atención, Tess. Haré lo que me plazca, y me place hacer este viaje. Pregúntales a mis padres si no me marcho cuando me place. Es algo a lo que tendrás que acostumbrarte.
—¿Tendré? —preguntó ella con un destello en los ojos.
Él fingió ser severo con ella.
—Te irá muy bien sin mí. Has encajado aquí, sobre todo, con mi madre y mi hermana. Tus hermanas vendrán pronto y te invitarán a actos sociales, actos a los que yo no quiero ir. Te lo pasarás muy bien.
—¡Me importa un rábano! —ella parpadeó y tragó saliva como si intentara no llorar—. ¿Qué crees que dirá la gente si me abandonas al día siguiente de casarte conmigo?
—Le gente hablará en cualquier caso —él se encogió de hombros—. Además, cuando Tinmore y sus invitados lleguen a la ciudad, no podremos fingir que no es un matrimonio de conveniencia.
Seguramente, ella no se lo perdonaría jamás. ¿Qué esperaría él cuando volviera? ¿Un matrimonio separado como el de los padres de él?
—No le quites importancia, Marc. Me abandonas para que sobrelleve el escándalo de nuestro matrimonio sola. Además, le sumas la humillación de abandonarme justo después de la noche de bodas.
Se maldijo a sí mismo. Si no se hubiese dejado llevar por el deseo, el dolor de ella no sería tan grande. Había acertado al sentirse tan alterado cuando se levantó esa mañana. No debería haber dormido en su cama.
Ella bajó la voz a poco más que un susurro.
—¿Cómo puedes hacer el amor conmigo y luego abandonarme tan insensiblemente?
La desdicha se adueñó de él. No podía contestar, era como si sintiera el mismo dolor que ella.
—Vete —siguió ella—. Abandóname. Ya me han abandonado antes. Me atrevería a decir que tu ausencia no va a ser tan devastadora.
Él no tuvo más remedio que darse la vuelta y salir de la habitación. Sin embargo, cerró la puerta y apoyó todo el cuerpo contra ella.
—Tess… —murmuró él—. Lo siento. Lo siento muchísimo.