Dieciocho
Cerró los ojos un instante y debió de quedarse dormida porque lo siguiente que oyó fue que Nancy llamaba a la puerta.
—¡Señora Glenville! ¡Señora Glenville! Lord Northdon quiere que bajemos al vestíbulo. ¿Está despierta?
—Estoy despierta —contestó ella mientras se sentaba.
—¡Vamos! —gritó Nancy—. Deje el baúl y la maleta. Staines se ocupará de que los bajen.
—Todo está preparado —contestó Tess—. Bajaremos enseguida.
—¿Ya tenemos que levantarnos? —gruñó Marc rodeándola con los brazos.
Lo que más le gustaría en el mundo era quedarse abrazada a él.
—Tenemos que darnos prisa. Tus padres están esperándonos en el vestíbulo.
—Yo no voy con vosotros, Tess —replicó él abrazándola con más fuerza.
Fue como si le hubiesen dado un puñetazo y la hubiesen dejado sin respiración.
—¿Vas a abandonarme otra vez?
—Tengo que hacerlo —contestó él separándose de ella.
Ella se bajó de la cama y le tiró los zapatos.
—No. Tienes que ir a Amberes con nosotros, donde estaremos a salvo.
Él frunció el ceño y se puso los zapatos.
—No puedo. Tengo… Tengo que ir a otro sitio.
—Vas a la guerra.
—No voy a decir a dónde voy.
—Vas a la guerra. Quieres participar.
La emoción atenazó la garganta de Tess. Había oído hablar de hombres que buscaban esa emoción. Se puso los botines y se ató los lazos. Se recogió el pelo en un moño y se puso el sombrero. Tomó el chal y los guantes y se sintió como si el mundo estuviese desmoronándose alrededor de ella.
—¿Estás preparada? —preguntó él.
Ella asintió con la cabeza. Salieron de la habitación y empezaron a bajar hacia el vestíbulo, que estaba más lleno de gente que nunca. Ella se sintió como si fuese al patíbulo. Marc se detuvo en el descansillo.
—No me atrevo a despedirme de mi familia.
La abrazó con todas sus fuerzas.
—Estás abandonándome otra vez, Marc, para ir a la guerra. No eres soldado, no tienes que ir, podrían matarte. Nunca te lo perdonaré si me abandonas otra vez.
—Tengo que ir, Tess —insistió él sin soltarla.
—Eliges marcharte, como las otras veces.
—Au revoir —se despidió él soltándola.
Ella se tapó la boca con un puño para contener un sollozo mientras bajaba al vestíbulo y miró hasta que dejó de verlo. Se secó las lágrimas, cruzó el vestíbulo y buscó a lady Northdon. La encontró acompañada por Amelie, que estaba pálida y tenía los ojos rojos.
—Ma chére —le saludó lady Northdon—, ¿dónde está Marc? Tu doncella dijo que estaba contigo.
—Se ha marchado —consiguió contestar ella.
—¡Siempre se marcha! —exclamó lady Northdon—. Quería que viniese con nosotros, aunque habría tenido que ir encima del carruaje. John dice que iremos en dos carruajes. Uno para ti, Amelie, John y yo —había empleado dos veces el nombre de pila de su marido—. El servicio irá en el otro.
Lord Northdon se abrió paso hasta ellos.
—Staines está ocupándose del equipaje.
—Marc no viene con nosotros —le comunicó lady Northdon—. Tess ha dicho que ha desaparecido otra vez.
—No ha desaparecido —replicó él en voz muy baja—. Está trabajando.
Tess, sin embargo, lo oyó.
—Maman, ¿puedo sentarme? —le preguntó Amelie, quien parecía que iba a derrumbarse.
Lady Northdon la acompañó hasta unas butacas y se sentó con ella. Estaban bastante lejos y Tess se dirigió a lord Northdon.
—¿Qué quisisteis decir con que está trabajando, milord?
—No debería haber hablado —replicó él sacudiendo la cabeza.
—¿Qué quisisteis decir? —insistió ella mirándolo a los ojos.
Él se inclinó para susurrarle al oído.
—Que trabaja para los aliados.
Ella notó que se quedaba pálida.
—¿Marc os ha dicho que trabaja para los aliados?
—No. No me ha dicho nada, pero estoy seguro.
—¿Correrá peligro? —preguntó ella con las manos temblando.
—Eso me temo —contestó él—. Me temo que ha corrido peligro más veces de las que hemos llegado a saber.
No la había abandonado para recorrer los Alpes, le había reclamado el deber.
La puerta del hotel se abrió, Staines entró corriendo y pudieron ver dos carruajes.
—Son nuestros carruajes, milord —dijo el sirviente.
Las calles estaban casi vacías. Solo se veían algunos oficiales despistados que iban a llegar tarde y campesinos con carretas llenas de coles, guisantes, patatas y otros productos que pasaban lentamente por delante del hotel. Parecía un día normal y apacible.
—Que carguen los baúles lo antes posible —ordenó lord Northdon.
El señor Caldwell y su hija entraron en el hotel mientras esperaban a que llevaran el equipaje a los carruajes. El señor Caldwell llevaba una maleta.
—Milord, por fin os encuentro. ¿Vais a marcharos de la ciudad?
—Sí, nos vamos a Amberes —contestó lord Northdon.
—Entonces, ¿puedo pediros un favor? Yo tengo que quedarme en Bruselas, pero ¿podría rogaros que llevéis a mi hija a Amberes? Os lo agradecería enormemente.
Lord Northdon miró a su esposa.
—No sé si tenemos sitio en el carruaje.
—John —intervino lady Northdon—, no podemos dejar a la muchacha, tenemos que llevarla.
—De acuerdo, Caldwell —lord Northdon miró a su esposa—. Yo me sentaré fuera.
—No harás eso —replicó lady Northdon espantada—. Nos apretaremos en los asientos.
La señorita Caldwell, angustiada, esbozó una sonrisa muy leve.
—Habrá sitio para la señorita Caldwell —intervino Tess elevando la voz—. Yo no voy, yo me quedo.
—¡Tess! —gritó Amelie—. ¡No puedes!
—Me quedaré —pensó algo muy deprisa—. Mi… Mi madre me invitó. Está en Bruselas. Mi hermano ha estado viviendo con ella —añadió aunque no pensaba aceptar esa invitación.
—Podría ser muy peligroso —replicó lord Northdon con un gesto de preocupación.
—El conde von Osten nos protegerá.
Ella no explicó quién era el conde y nadie se lo preguntó, pero lady Northdon la miró fijamente.
—Ma chère, ¿estás segura?
—Oui, madame. Je suis certain —contestó ella en francés.
—Yo también me quedaré —intervino Nancy.
Tess se acercó a ella y rodeó a la chica con un brazo. Sabía que Nancy estaba asustada.
—No lo harás. Tienes que ir a Amberes para ayudar a lady Northdon y Amelie. Puedes atender a la señorita Caldwell.
—¡Pero se quedará sola! —gritó Nancy.
—No me quedaré sola, estaré con mi madre y tiene docenas de sirvientes. Estaré a salvo, te lo prometo —se volvió hacia lord y lady Northdon—. Quiero quedarme para ver a mi hermano. También buscaré al capitán Fowler y os mandaré noticias.
Sin embargo, y sobre todo, quería quedarse en Bruselas por Marc, porque, de repente, todo cobró sentido. Por qué se marchó sin avisar. Por qué no mandó cartas. Por qué mintió sobre dónde había estado. ¿El señor Scott y el duque de Richmond también estaban metidos en eso? Marc volvería a Bruselas, suponía ella, para informar a alguien, si no eran ellos. Si volvía. Marc ya no estaba huyendo de ella, estaba dirigiéndose al peligro.
Nancy se despidió entre lágrimas de Tess antes de montarse en el carruaje y de que se pusiera en marcha. El primer carruaje, el que llevaba a lord y lady Northdon, Amelie y la señorita Caldwell ya se había marchado. Ella volvió al vestíbulo del hotel y los informó de que seguiría siendo su huésped. Su baúl y su maleta volverían a su habitación mientras desayunaba algo en el comedor del hotel. Quedaban algunos huéspedes como ella con la preocupación reflejada en el rostro. En una mesa cercana estaban dos oficiales con dos muchachas y otro hombre, su hermano, a juzgar por el parecido. ¿Por qué no se habían marchado los oficiales?
—Hoy no pasará nada —comentó uno con seguridad—. Alcanzaremos al regimiento en un sitio que se llama Waterloo cuando paren para comer.
Ella esperó que estuviese en lo cierto, que nadie muriera ese día en el campo de batalla. Comió un poco y volvió a su habitación para dormir. Solo se quitó el sombrero, los guantes y los zapatos y se tumbó vestida donde había estado tumbada hacía un rato con Marc.
Se despertó por los cañonazos, que eran más fuertes que los del día anterior. Aquellos habían sido los de la batalla entre los soldados de Napoleón y los prusianos, ¿de dónde llegaban esos?
Se levantó e hizo lo que pudo para adecentarse el pelo. Volvió a ponerse el sombrero y los botines y fue al parque con la esperanza de oír alguna noticia. El parque era muy distinto al que había sido el primer día, cuando Amelie y ella lo vieron por primera vez. Habían desaparecido la alegría y la emoción y habían dejado paso a expresiones de tensión en las pocas personas que paseaban por allí. Los cañonazos se oían una y otra vez como presagios de muerte y destrucción. ¿Cuántos hombres estaban luchando en ese momento? ¿Cuántos hombres estaban cayendo heridos? ¿Cuántos estaba cayendo y no volverían a levantarse jamás? ¿Dónde estaba Marc?
—Que no les pase nada, Dios —rezó ella—. Que no les pase nada a Marc, Edmund y el capitán Fowler.
Vio a las dos mujeres del hotel con su hermano. Los soldados que las habían acompañado ya no estaban con ellas. Se acercó a ellos.
—Discúlpenme, ¿tienen alguna noticia? ¿Saben dónde están luchando? ¿Saben algo?
Una de las mujeres le sonrió con cierta compasión.
—Hemos hablado con muchas personas. Unas dicen que la batalla está a diez kilómetros y otras, que a treinta. Un hombre nos dijo que nuestro ejército ha salido victorioso. Otro nos dijo que nuestros hombres están divididos por la mitad. Todos son rumores, no sabemos nada con certeza.
Ella les dio las gracias y siguió su paseo. Unos minutos después, vio al conde von Osten, que cruzaba el parque a buen paso. No pudo esquivarlo y él la reconoció y se acercó apresuradamente.
—¡Tess! Creíamos que estabas camino de Amberes.
—He decidido quedarme. Los demás se han marchado.
—¿Dónde está tu marido?
—Se ha marchado —¿qué podía decirle?—. Estoy sola.
—¿Sola? —preguntó él arqueando las cejas.
—Sí, sola. ¿Tenéis alguna noticia de la batalla?
—¿Qué? —él puso un gesto de preocupación—. No deberías estar paseando sin compañía. La ciudad no es segura.
—No os preocupéis por mí, milord. ¿Tenéis alguna noticia?
—Acabo de hablar con Scovell, que ha estado en la batalla —contestó él por fin—. Atacaron a nuestro ejército cuando solo tenía dos regimientos preparados.
—¿Qué regimientos?
—El 92 y el 42 de los escoceses —él la miró con cierta compasión—. El 28, el de Edmund, y los Royal Scots se unieron más tarde.
El corazón se le detuvo al oír el nombre de Edmund.
—¿Se sabe algo de Edmund?
—Todavía no hay una relación de bajas. No sabemos nada de Edmund —él frunció el ceño—. La buena noticia es que nuestros muchachos mantuvieron la posición. No hubo una victoria, pero tampoco una derrota y todo el ejército está preparado para lo que se avecine.
No había terminado. Entonces, dos hombres belgas, claramente bebidos, se acercaron a ellos tambaleándose.
—Mira esto —dijo uno de ellos en francés—. Venga con nosotros, señorita. Lo pasará mejor que con ese viejo —añadió agarrándola del brazo.
El viejo, el conde von Osten, entró en acción. Golpeó la mano del hombre con su bastón hasta que la soltó. Luego, atacó a los dos hombres también con el bastón y salieron corriendo.
—¿Estás bien, cariño? —le preguntó a Tess.
Ella asintió con la cabeza y él le ofreció el brazo.
—Ven conmigo. Necesitas protección. Te llevaré a casa de tu madre.
Ella estaba tan alterada que aceptó.
—Iremos directamente con tu madre. Mandaré a alguien para que vaya a recoger tu equipaje del hotel.
Los cañonazos siguieron mientras iban andando.
—No ha terminado —comentó ella más para sí misma que para el conde.
—Eso parece —añadió él en un tono de preocupación.
Cuando llegaron a la casa, el conde llamó con la aldaba, pero no abrieron y alguien gritó desde dentro.
—¿Quién es?
—Von Osten —contestó el conde.
La puerta se entreabrió y el sirviente que los recibió la noche anterior la abrió del todo.
—¿Jakob, es el conde? —preguntó lady Summerfield desde lo alto de la escalera.
Von Osten contestó mientras entraba en el vestíbulo.
—Te he traído a tu hija.
—¡Mi querida hija! —lady Summerfield bajó apresuradamente y abrazó a Tess—. ¡Has vuelto conmigo!
El cariño de su madre era doloroso.
—Al parecer, tengo que quedarme en un sitio seguro. El resto de la familia se ha marchado a Amberes.
—¿Por qué no has ido tú a Amberes, cariño? —le preguntó lady Summerfield soltándola.
Ella tragó saliva. No podía explicarle nada de Marc ni que necesitaba encontrarlo cuando volviera a Bruselas.
—Yo… Yo quería quedarme por Edmund.
Lady Summerfield le puso el dorso de la mano en la frente.
—¡Edmund…! ¡Estoy muy preocupada por él! ¿Has oído los cañonazos? Ven, te prepararemos nuestro mejor dormitorio. ¿Has comido algo?
Ella negó con la cabeza.
—Entonces, también te daremos de comer —su madre la rodeó con un brazo y la llevó a la sala—. Y te darás un baño caliente.
La mimaron como no la habían mimado jamás. Se baño, comió y le dieron ropa. Fue como si su madre quisiera compensar todo el tiempo que había estado ausente. Sin embargo, cada palabra, cada amabilidad, solo le recordaba lo que había sentido cuando la abandonó. Agradecía todos sus esfuerzos, pero no podía olvidar lo que sintió cuando la abandonó. Sin embargo, su madre siguió intentándolo.
Al día siguiente, por la tarde, se libró de las atenciones de su madre y sintió cierto alivio. Se sentó en el poyete de la ventana de su dormitorio que daba a la calle. Seguía estando bulliciosa, con gente que iba apresuradamente de un lado a otro y con carruajes por todos lados, pero se formaron unos nubarrones de mal presagio, empezó a llover a mares y las calles se vaciaron. Miró la lluvia, oyó los truenos y recordó la lluvia de hacía unos meses. Llovía con la misma fuerza. Volvió a recordar el jinete que apareció entre la manta de agua, el jinete que la rescató y se convirtió en su marido. ¿Dónde estaba Marc? ¿Estarían Apolo y él atrapados en la tormenta como aquel día fatídico? Se estremeció al recordar el frío, pero se alegró, por Marc, de que ese día no hiciera tanto frío. Habían cambiado muchas cosas desde aquella tormenta y se temía que muchas más iban a cambiar a partir de esa. Los ejércitos se enfrentarían, uno saldría victorioso y el otro derrotado, pero, antes, muchos hombres morirían. Miró el cielo desolador.
—Que no les pase nada a Edmund, al capitán Fowler y… —se le formó un nudo en la garganta—…y a Marc.