Siete

 

A la hora de la cena, Marc llamó a la puerta de Tess. Lo mínimo que podía hacer era evitarle que tuviera que bajar sola a la sala y encontrarse con sus padres. Nancy abrió la puerta y lo saludó con una sonrisa.

—¡Señor Glenville! ¿He venido a recoger a la señorita Summerfield? Ya está preparada —la chica se apartó para que pudiera verla—. He intentado peinarla como su madre y su hermana, pero un poco distinta. ¿Hemos elegido el vestido adecuado?

La doncella lo había hecho muy bien. Tess era como una aparición. Tenía el pelo recogido en lo alto de la cabeza y unos rizos castaños le caían alrededor de la cara. El vestido era sencillo y sin adornos, de un rosa claro que podía haber usado muchas veces, pero le favorecía. En realidad, le recordaba que era una mujer y que pronto pasaría la noche de bodas con ella.

—Estás… guapa, Tess —consiguió decir él.

Ella se miró.

—Este era uno de los vestidos que quería mejorar con aquellas desdichadas cintas y el encaje.

El encaje y las cintas que había comprado el día de la tormenta.

—¡Yo puedo mejorar el vestido! —exclamó Nancy—. Si tuviera encaje, podría ponerlo alrededor del escote y de las mangas, y de la falda, quizá. Unas cuentas de cristal quedarían preciosas cosidas al encaje, si tuviera cuentas.

Dios bendijera a la doncella por haber interrumpido sus pensamientos demasiado carnales.

—Se lo preguntaré a mi hermana. Supongo que habrá lazos, encaje y cuentas de cristal en la casa.

—¡Sería maravilloso! —volvió a exclamar Nancy con una sonrisa de oreja a oreja.

—Se lo preguntaré esta noche —Marc le ofreció el brazo a Tess—. ¿Vamos…?

Ella asintió con la cabeza y con una expresión a medio camino entre la tensión y la tristeza. Él no podía hacer que se sintiera a gusto por mucho que lo intentara. Tess suspiró cuando salieron al pasillo.

—No le cuesta nada ser feliz.

—¿Te refieres a Nancy?

Ella asintió con la cabeza y él pensó que al revés que ellos. Llegaron a la escalera y ella vaciló.

—¿Estás seguro de que no voy poco vestida? Los vestidos de día de tu madre y tu hermana eran más bonitos que este.

Él la miró y volvió a sentir esos apremios primitivos que hicieron que la voz la saliera ronca.

—Te favorece mucho.

Ella abrió los ojos y siguió adelante.

—No sé por qué lo he preguntado. No tenía otra posibilidad.

Bajaron las escaleras.

—Si quieres, cómprate todos los vestidos que te gusten. Puedo pagarlos.

Su padre le daba una asignación mayor todavía por la muerte de su hermano, pero, aun así, tenía dinero propio. Tess se detuvo y lo miró fijamente.

—Gracias, Marc —murmuró ella.

Le pareció tan vulnerable en ese momento que quiso abrazarla. En ese momento, podía pedirle lo que quisiera y él se lo daría. Le afectaba mucho. Se apartó de ella.

—Es lo mínimo que puedo hacer ya que vamos a casarnos.

Ella bajó los parpados y siguió bajando las escaleras.

 

 

Entró en la sala con un batiburrillo de emociones. Se había sentido atraída por Marc en esos breves momentos que habían estado juntos, casi como si hubiesen recuperado la camaradería que vivieron en la cabaña, pero, inexplicablemente, él se había alejado de ella otra vez.

Podría haberse pasado toda la noche alterada por la reacción de él, pero en cuanto la madre de Marc se enteró de que necesitaba un guardarropa nuevo, no pudo pensar en nada que no fuese telas, modistas y la última moda, que, según lady Northdon, era lo que ella tenía que llevar. Resultó que la moda era lo que más le interesaba.

—Mi padre era… ¿cómo se dice en inglés?

—Minorista de telas, maman —contestó su hija.

—Eso, minorista de telas —repitió su madre en un tono de fastidio—. Antes de que se metiera en política, claro —su expresión se iluminó otra vez—. Crecí rodeada por las telas más maravillosas y conocí a las mejores modistas de París, porque ellas solo le compraban a mi padre. Yo siempre iba vestida a la última.

 

 

Durante la cena, lady Northdon y su hija solo hablaron del nuevo guardarropa de Tess. Marc y su padre hablaron de sus cosas y ella casi pudo olvidarse de que él estaba allí. Casi.

Después de la cena, mientras los hombres seguían en el comedor con el brandy, lady Northdon pidió té en su salita privada y sacó una colección de revistas de moda que sería la envidia de la biblioteca de Yardney. Tenía los últimos números de La Belle Assemblée, de The Ladie’s Fashionable Repository y del Journal des Dames et des Modes de Francia.

Marc y su padre no fueron con ellas y Tess pensó que era mejor, que, al menos, podría fingir que estaba con sus hermanas pensando en sus vestidos y hablando de los sombreros y zapatos que irían a juego. Sin embargo, al contrario que con sus hermanas, nadie comentaba cuánto costaría.

 

 

Cuando se retiró a su dormitorio, lady Northdon y la señorita Glenville ya la llamaban Tess y ella llamaba Amelie a la señorita Glenville. Nunca soñaría en no llamar lady Northdon a lady Northdon, pero haberse librado del otro formalismo hacia que se sintiera, en cierta medida, como si tuviese una familia otra vez. Debería haberle dado la tranquilidad necesaria para quedarse dormida. Sin embargo, no se dormía. Sola en la cama, volvió a pensar en Marc. Quizá el amor fuese imposible en esas circunstancias, pero ¿no podían ser los amigos que habían llegado a ser cuando estaban perdidos en la cabaña?

 

 

A la mañana siguiente, Tess encontró el camino al comedor del desayuno con la ayuda de un sirviente que se encontró en el pasillo. Sin embargo, cuando entró, se encontró sola. Hasta que otro sirviente entró.

—¿He llegado demasiado pronto o demasiado tarde? —le preguntó ella—. ¿Cuándo desayuna la familia?

—Lord Northdon se levanta temprano y ya ha desayunado —contestó el hombre—. Las damas suelen desayunar tarde.

—¿Y el señor Glenville?

¿Por qué se le aceleraba el corazón cuando decía su nombre?

—Creo que se ha levantado temprano y que se ha marchado sin desayunar, señorita.

¿Por qué se habría marchado temprano?

—Gracias —ella se acercó al bufé y miró la comida—. Me serviré yo misma, pero agradecería una taza de té caliente.

—Ahora mismo, señorita.

No había solo el pan, la mantequilla y las mermeladas que había siempre en su casa, también había cereales con nata, bollos, jamón y pescado ahumado. Era casi tan variado y abundante como el desayuno de Tinmore Hall. Se sirvió un poco de todo y el plato se le llenó. Se sentó y el sirviente le sirvió el té y se retiró.

El buen ánimo con el que se había llenado el plato se esfumó en cuanto se encontró sola. Probó un poco de todo y se preguntó si podría dejar el plato sin que el sirviente se lo dijera a la cocinera y al ama de llaves y acabara llegando a oídos de lady Northdon. Entonces, se abrió la puerta y apareció Marc. Ella se ruborizó de placer. Él se detuvo y sus temores la abrumaron otra vez. Quizá no se alegrase de verla. Sin embargo, sonrió.

—Tess, me has sorprendido —él inclinó la cabeza—. Me alegro de verte levantada tan temprano.

Le pareció que lo decía sinceramente y se relajó un poco.

—Me temo que estoy acostumbrada a los horarios del campo.

Él miró al sirviente.

—Café, Wilson, si fueses tan amable…

Marc fue al bufé y se llenó el plato.

—No suelo levantarme tarde.

Al menos, tenían esa misma costumbre. Naturalmente, habían dormido hasta tarde en la cabaña y todo habría sido muy distinto si no lo hubiesen hecho. Él se sentó a su lado.

—He galopado un poco con Apolo por Rotten Row.

El querido Apolo, que los había llevado por la tormenta y había viajado tres días para llegar a Londres.

—Pobre Apolo, ¿no se merece un día de descanso?

Él la miró, pero ella no pudo interpretar su mirada.

—Creo que lo ha agradecido. No le gusta quedarse quieto.

Ella miró la comida. ¿Por qué no se mordería la lengua? Él empezó a comer y el sirviente volvió con una cafetera para él y se retiró.

Él se sirvió, dio un sorbo y le sonrió.

—Algunas veces tengo que decirle a Apolo que tiene un paladín en ti.

Cuando él sonreía así, a ella le costaba respirar.

—Tengo que hacer un recado esta mañana —comentó él mientras cortaba un trozo de jamón—. Siento tener que dejarte sola.

A ella no le pareció que lo sintiera lo más mínimo.

—No te preocupes, tu madre y tu hermana van a llevarme a que me compre ropa.

—¿De verdad? —él asintió con la cabeza—. Eso le complacerá mucho a maman. Es lo que más le gusta.

—Lo sabe todo —Tess dio un sorbo de té—. Va a llevarme a una modista de Petticoat Lane, a madame LeClaire. Al parecer, la conoció en Francia cuando era pequeña.

—Pobre maman —él frunció el ceño—. No sabía que hubiese conocido a la modista. No me extraña que quiera comprar vestidos nuevos —se metió el trozo de jamón en la boca, lo masticó y se lo tragó—. Lo ha pasado muy mal.

—Es una pena. Es encantadora y muy elegante. Hay muchas damas que podrían aprender de ella.

—¿Te gusta?

¡Claro que le gustaba!

—Ha sido muy amable conmigo —contestó Tess.

Él le tomó una mano.

—Déjale que elija todo lo que quiera para ti. Como te dije antes, el precio da igual.

Se preocupaba por su madre y eso era otra cosa que le gustaba de él. Sin embargo, él le soltó la mano y ella no supo cómo interpretarlo.

—Estoy segura de que disfrutaré con la compañía y los consejos de tu madre. Solo espero estar a la altura en Londres.

Él la taladró con sus ojos azules.

—Ya estás bastante guapa para Londres.

 

 

Marc, después de desayunar, salió para hacer el primer recado del día. Una visita a la sede del Ejército, al despacho de un caballero que ya había visitado varias veces antes. Era un mero trámite para dar por terminada oficialmente la actividad clandestina que había estado llevando a cabo durante los últimos años de la guerra. Una vez que Napoleón había abdicado, sus días como espía británico en Francia habían llegado a su fin. Cuando murió su hermano, su padre quiso, insistentemente, que no volviera a su regimiento. Su amigo Charles y él se habían visto obligados a renunciar al sueño que habían tenido desde que eran niños. Sin embargo, poco después, lo reclutaron para que hiciera otro servicio para su país… como espía.

Cruzó muchas veces el Canal de la Mancha para infiltrarse en terreno enemigo. Vigiló la actividad marina en la costa, estuvo en París con contactos franceses y mantuvo los ojos y oídos muy abiertos bajo el nombre de Renard. Gracias a su madre francesa, hablaba francés sin acento y podía pasar por un francés normal y corriente solo con cambiarse la ropa. La información que había reunido había salvado la vida de muchos soldados británicos. Era cierto consuelo por no haber estado en Ciudad Rodrigo para evitar que Charles se ofreciera voluntario para esa misión casi suicida. Fue uno de los primeros en asaltar las murallas y uno de los primeros en caer.

Fue al despacho de lord Greybury, su superior, para despedirse y recibir la baja oficial. Muy pocas personas, podía contarlas con los dedos de una mano, sabían lo que había hecho durante la guerra y le parecía bien que fuese así. No había arriesgado la vida por la gloria.

Siempre había sabido que sus días como espía terminarían, pero ese final era muy distinto al que había pensado. Había pensado que ocuparía el lugar de Charles en su familia y que, a cambio, viviría en una casa que no conocía los escándalos, donde se hablaba con serenidad y se pensaba racionalmente, donde no se gritaba ni se daban malentendidos intencionados.

Tess y el empezarían el matrimonio salpicados por el escándalo. ¿Acabarían, como sus padres, sin poder decirse una palabra amable? La mera idea lo alteraba. Su parte racional deploraba ese matrimonio, pero otra parte de sí mismo tenía prisa por casarse con ella.

La próxima parada sería la archidiócesis de Canterbury, donde solicitaría un permiso de matrimonio especial. Tess y él podrían estar casados al cabo de unos días. Sería la mejor manera de aplacar las habladurías cuando se supiera que los habían sorprendido en una situación comprometedora. Cuando se presentaran como una pareja casada, no podrían hablar de gran cosa. Sin embargo, ¿era ese el motivo verdadero o, sencillamente, estaba ansioso por pasar la noche de bodas?

 

 

Después de pasar por la archidiócesis, tenía que hacer una visita más. Dio un paseo por Mayfair hasta la calle donde estaba la casa del señor Caldwell. Probablemente, Caldwell estaría en el Ministerio del Interior, donde trabajaba para lord Sidmouth. Sería lo mejor porque tenía que ver a su hija. Conocía esa casa desde que iba al colegio, cuando Charles y él se hicieron amigos inseparables. Los dos estaban entusiasmados con el ejército y todo lo que tuviera que ver con él. Incluso de niños planearon comprar un destino en el mismo regimiento. Discutieron durante años qué regimiento sería y qué parte del mundo querían conocer. ¿India? ¿Las colonias? Sin embargo, cuando llegó el momento, acababa de librarse la batalla de Trafalgar y estaban deseosos de luchar contra Napoleón. Charles y él entraron en los Connaught Rangers del regimiento 88 de infantería.

Llegó a la puerta y llamó con la aldaba. El mayordomo, que lo conocía desde que era pequeño, lo saludó con afecto.

—Glenville… Entre, entre.

Unos minutos después estaba en la sala esperando a Doria. La conocía casi tanto como a Charles. Ella entró tan serena como siempre.

—Marc… Qué placer. Has vuelto a Londres. Me alegro de verte.

Él se dio cuenta de que era una mujer atractiva, con un pelo oscuro y unos ojos inteligentes. No había ningún motivo para que no le bullera la sangre, pero no le bullía.

Ella le tendió las dos manos y él se las tomó.

—¿Qué tal estás, Doria?

—Muy bien —contestó ella con una sonrisa mientras lo llevaba al sofá.

—¿Y tú padre?

—Está bien de salud —ella se sentó—, pero háblame de ti. ¿Lo has pasado bien en Escocia?

Le pareció que hacía la pregunta más por cortesía que por interés sincero.

—Escocia es muy agradable.

—¿Quieres un té? —le preguntó ella.

—No —él también se sentó en el sofá—. No puedo quedarme mucho tiempo.

Nunca habían hablado del matrimonio en concreto, al menos, desde que eran unos niños y ella había afirmado con mucha seriedad que se casaría con él. Se parecía mucho a su padre. Era inteligente, juiciosa e impasible. Su casa siempre había sido un remanso de paz, al contrario que la de él, y siempre había preferido estar allí. Charles también había sido tranquilo por fuera, pero su corazón siempre había estado lleno de sueños y emociones intensas que dominaba admirablemente, hasta que él hacía que las desatara. Sus propias emociones eran desbordantes y brotaban constantemente, como las de su padre y su madre. Él enseñó a Charles a dejarse llevar algunas veces, a meterse en aventuras y apuros. Se habían divertido mucho. Además, cuando iban demasiado lejos, podían volver a esa casa. Allí, aprendió que podía dominar las emociones y sus planes disparatados. Charles, su padre y Doria eran maestros del dominio de sí mismos y le enseñaron lo que era la serenidad. Entonces, ¿qué pasó para que Charles perdiera el buen juicio? ¿Por qué permitió que sus emociones se desbordaran? Poco después de perder a su hermano, también perdió a Charles. El dolor por la pérdida de Charles se adueñó de él, pero lo sofocó. Allí, en esa casa, había aprendido a hacerlo.

—Tengo que decirte una cosa.

Ella lo miró con cierta curiosidad amistosa y él tomó aliento.

—Voy a casarme —él hizo una pausa—. Pronto.

—¿Casarte? —preguntó ella arqueando las tupidas cejas—. Menuda sorpresa.

Él no supo que si ella sintió algo aparte de la sorpresa.

—Es repentino, ya me doy cuenta.

Ella parpadeó y sacudió la cabeza como si quisiera quitarse una idea de la cabeza.

—¿Con quién vasa a casarte?

¿Le había hecho daño? Ella nunca permitiría que él lo viera.

—Es la señorita Summerfield, hija de sir Hollis Summerfield, de Yardney. No la conoces. No ha venido nunca a la ciudad.

—No, no la conozco —confirmó ella en una voz tan baja que él casi no la oyó.

Su padre sí habría oído hablar de los escandalosos sir Hollis y lady Summerfield y ella se enteraría pronto de quiénes eran.

—Quería decírtelo antes de que se comunicara.

—Eres muy amable —replicó ella en un tono que pareció inmutable—. ¿La señorita Summerfield está ahora en la ciudad?

—Sí. Está en casa de mis padres. Nos casaremos con un permiso de matrimonio especial.

Ella volvió a arquear las cejas. Pronto sabría también el motivo para casarse tan precipitadamente.

—Yardney está en Lincolnshire, ¿no? ¿Volverás allí o te quedarás en la ciudad?

—No lo sé.

Se hizo un silencio que él no sabía cómo llenar. Si ella hubiese sido Charles, le habría contado toda la historia, hasta los sentimientos contradictorios hacia Tess Summerfield, pero Doria y él nunca se habían sincerado y la virtud que más valoraba de ella hacía que fuese imposible que supiera cómo le había afectado la noticia.

—Mi padre va a celebrar una cena —ella sonrió con cortesía—. ¿La señorita Summerfield y tú querríais asistir?

No se le podía ocurrir nada peor.

—No podría asistir y dejar a mi hermana y mis padres.

—Entonces, que asistan ellos también.

—No te sientas obligada, Doria.

Los Caldwell ya habían invitado a sus padres antes, habían sido de los pocos que lo habían hecho.

—Bobadas. Serán bien recibidos. Tu hermana también. Amelie ya tendrá edad de presentarse en sociedad, ¿no?

—Sí.

Amelie había cumplido dieciocho años, una edad en la que la mayoría de las chicas ya se habían presentado en sociedad.

—Entonces, le gustará venir a mi cena. Habrá más jóvenes. Estarán mi prima y algunas de sus amigas. A Amelie le vendrá bien que se las presente.

No podía negarse. Esa cena podía ser una ocasión única para su hermana. Podría abrirle la puerta a otras invitaciones y a tener la ocasión de conocer a posibles pretendientes.

—Muy bien, Doria. Asistiremos a tu cena. Eres increíblemente amable por haber ampliado la invitación.

—Es mañana por la noche. ¿Tienes algún compromiso?

—No, no, claro que no tengo otro compromiso.

—Perfecto.

—Tengo que marcharme.

Él se levantó. De repente, se sentía incómodo en un sitio donde se había sentido mejor que en su propia casa. Ella también se levantó.

—Espera un minuto. Te escribiré una nota para tus padres y la señorita Summerfield.

Ella salió de la habitación y él miró alrededor. Hubo un tiempo en el que esperó pasar más ratos apacibles allí. Siempre se había imaginado que sentiría la presencia de Charles en esa habitación, pero, en ese momento, le parecía vacía y desconocida. Ella volvió y la entregó un papel doblado.

—Entonces, hasta mañana.

Él se lo guardó en el bolsillo, se despidió de ella y salió solo al pasillo. El sirviente le llevó el abrigo y el sombrero y él salió a la calle. Había pensado que esa podría ser la última visita a la casa donde había tantos recuerdos felices de la infancia, pero iba a volver. Esa vez, acompañaría a su prometida a la casa de la que había sido su posible novia y, además, con sus padres. Todo, por el bien de su hermana.

 

 

Tess había pasado la mañana probándose vestidos, comentado modificaciones para mejorarlos y planeando más ropa. Lady Northdon y Amelie la llevaron primero a la modista, quien ya tenía cosidos algunos vestidos que podía modificar para que le quedaran bien. Después de comprar cuatro vestidos y de encargar más, fueron a una tienda de telas, a una sombrerería, a una zapatería y a una tienda de guantes. Lady Northdon conocía a los propietarios de todas las tiendas. Habló alegremente con todos, les preguntó por sus familias, alabó los productos y parecía disfrutar muchísimo. Ella se dio cuenta de que eran sus amigos, aunque no podía invitarlos a su casa ni visitar las de ellos. Se sintió conmovida. Era una mujer atrapada entre dos estratos de la sociedad y que no pertenecía a ninguno de ellos. Era una pena que la aristocracia no le diese ni una oportunidad a lady Northdon. Además, Amelie también tendría mucho éxito con su belleza, su elegancia y sus buenos modales. Los caballeros se fijaban en ella por la calle. Algunos, incluso se daban la vuelta a su paso. En un salón, lo caballeros harían fila para ser su pareja de baile.

Sin embargo, si lo pensaba bien, su propio lugar en la sociedad de Londres también estaba en cuestión. Ya se sentía como si no perteneciera a esa ciudad bulliciosa y elegante, pero ya no pertenecía Lincolnshire tampoco.

 

 

Eran casi las dos cuando volvieron a la casa de la calle Grosvenor. Las tres se retiraron a sus dormitorios para descansar. Solo Nancy, que las había acompañado a petición de ella, parecía haber vuelto con más energía todavía. Se había comportado como una buena doncella durante la mañana, se había mantenido detrás, no había hablado si no se habían dirigido a ella y había llevado los paquetes, pero, en ese momento, no podía callar.

—¡Jamás había visto una telas tan preciosas! ¡Y qué patrones! Yo podría hacerle uno de esos vestidos, señorita. La modista me dio algunas ideas fantásticas —abrió mucho los ojos—. Quizá, ¡podría hacerle el vestido de novia! Podría hacerlo con una de esas sedas tan bonitas que vimos. Un vestido de seda de color marfil con una redecilla de plata por encima y cuentas de cristal ¡Y encaje! Sé que podría hacerlo.

¿Un vestido de novia? No había pensado qué iba a ponerse.

—Estoy segura de que podrías hacer un vestido precioso, pero tienes obligaciones como doncella y no tendrás mucho tiempo.

—Lo tendré —replicó Nancy con unos ojos suplicantes—. Todos sus vestidos serán nuevos y no exigirán muchos cuidados. Todo será nuevo. Estoy segura de que no tendré gran cosa que hacer. Por favor, ¿me dejará coser el vestido de novia?

A ella le daba igual lo que iba a ponerse… No, eso no era verdad. Quería que Marc la admirara. Además, haría feliz a Nancy, más feliz todavía.

—Muy bien. Le pediré el dinero al señor Glenville y podrás comprar todo lo que necesites.

—¡Gracias, señorita! —Nancy dio unos saltos de alegría—. Si tuviera papel y lápiz, podría hacerle un boceto para que lo viera.

Papel y lápiz… Si ella tuviese papel y tinta, podría escribir a sus hermanas. Al menos, podría decirles que había llegado bien a Londres.

—Podrías preguntarle a alguno de los sirvientes dónde hay papel y lápiz para el boceto y una pluma y tinta. Dile que todo es para mí.

Nancy hizo una reverencia.

—¡Ahora mismo, señorita!

Se marchó apresuradamente y ella se dejó caer en una butaca con una mano en la frente. Vestido de novia… Escribir a sus hermanas… La situación la abrumó otra vez. Iba a casarse con Marc Glenville, un hombre obligado a casarse con ella, un hombre al que no conocía casi. Llamaron a la puerta.

—Adelante.

Esperaba que fuese lady Northdon o Amelie. La puerta se abrió.

—Tess…

Ella se dio la vuelta. Era Marc.

—Os oí volver. ¿Qué tal las compras? —le preguntó él desde la puerta.

—Me temo que caras para ti —contestó ella con el corazón acelerado—. He comprado de todo.

—No te preocupes por el precio —él levantó una mano—. Disfruta con las compras.

—Al menos, no tendré este aspecto —ella se señaló a sí misma—. Tu madre se ha ocupado de que lleve la última moda.

—Eso lo domina —comentó él con una sonrisa.

Le alegró esa sonrisa. Le gustaba que se preocupara por su madre y la protegiera. Ella no podía decir que conociera bien a lady Northdon, pero, después de un día, sí sabía que adoraba a su hijo y a su hija. ¿Qué se sentiría al tener una madre así?

—Iba a dar un paseo por el parque —siguió Marc—. ¿Te apetece acompañarme?

—Claro —contestó ella olvidándose del cansancio.

Tomó al sombrero, los guantes y la chaqueta. Salieron a la calle y se dirigieron hacia Hyde Park. Entraron por la puerta Grosvenor y tomaron uno de los senderos. El cielo estaba algo nublado y hacía frío, pero a ella no le importó. Le parecía maravilloso pasear con él, aunque era algo muy normal. Había algunas personas más en el parque, pero estaban tan lejos que era como si estuviesen solos.

—Es un poco temprano —le explicó él como si le hubiese leído el pensamiento—. Tanto en el día como en la Temporada.

El sendero los llevó entre grandes extensiones de césped con árboles y matorrales.

—Es casi como pasear por el campo —comentó ella.

—Pero sin tormenta —añadió él mirando el cielo.

—Algunas veces salgo de paseo cuando no hay una tormenta —aclaró ella con una sonrisa.

—Y yo.

Él también sonrió y a ella se le aceleró el corazón.

—¿Qué sabes del parque? —le preguntó él.

—Que la alta sociedad viene aquí a que la vean —contestó ella, que lo sabía por las revistas.

—Lo hizo Enrique VIII en el siglo dieciséis para cazar y no se abrió al público hasta más de un siglo después. Casi todo el paisajismo, hasta el Serpentine, se hizo hace cien años o así. Iremos al Serpentine.

El Serpentine era un pequeño lago que había en el parque. Estaba tranquilo y el agua se rizaba un poco por la brisa. Todo un contraste con el agua turbulenta que cubría el puente que llevaba a Tinmore Hall en aquel día tormentoso y fatídico.

—Qué apacible —comentó ella.

—Te contaré lo que he hecho yo hoy.

Por algún motivo, la sensación de tranquilidad de ella se esfumó.

—¿A dónde has ido? —preguntó ella.

—A la archidiócesis de Canterbury para pedir un permiso de matrimonio especial.

—Ah…

—Tardarán unos días.

Ella no supo si era una noticia buena o no y tampoco supo qué pensaba él.

—También fui a visitar a una amiga —siguió él en un tono aciago.

—Una amiga…

—La señorita Caldwell. Doria. La hermana de un amigo mío del colegio que murió en Ciudad Rodrigo.

El terrible asedio en el que murieron tantos soldados. Ella lo miró sin acabar de entender.

—Habla claramente, Marc. ¿Es la mujer con la que pensabas casarte? ¿La hermana de un amigo de la que me hablaste en la cabaña?

Él la miró a los ojos. Los ojos de él reflejaban el cielo y el agua y estaban grises.

—Sí.

Ella se dio la vuelta y miró a un pato blanco y marrón que nadaba en círculos.

—Tenía que hablarle de… nosotros —siguió él—. No quería que se enterara de otra manera.

—Naturalmente —ella lo entendía sinceramente—. Tiene que haber sido difícil para ti decírselo, y para ella oírlo.

Él se frotó la frente.

—Fue turbador. Era como si estuviese en un sitio desconocido, pero que había conocido como si fuese mi propio reflejo en un espejo.

Eso mismo era lo que había sentido ella cuando el carruaje de Tinmore la llevó a través de Yardney. Todo lo conocido se había convertido de repente en extraño.

—No puedo decirte cómo reaccionó ella —siguió Marc—. Permaneció inalterable. Sin embargo, sí puedo decirte que nos invitó, a mi familia y a ti, a una cena que celebra mañana por la noche. No sé cuántos invitados habrá, pero me imagino que bastantes. Su prima y unas amigas entre ellos.

—¡Una cena! —ella se dio la vuelta para mirarlo—. ¿Aceptaste?

—Sí.

Ella volvió a darse la vuelta y él le tocó un brazo.

—Podemos disculparnos si quieres, pero déjame que te explique por qué acepté —la tomó del brazo y empezó a pasear otra vez—. La prima de la señorita Caldwell es de la edad de Amelie, más o menos. Si asistimos, Amelie podrá conocer a gente de su edad. Estoy seguro de que tendrá mucho éxito y que podría proporcionarle más invitaciones —él hizo una pausa—. Tienes que saber que mi familia no recibe muchas invitaciones y yo no puedo impedir que se lo pase bien, como otras chicas de su edad.

O que tenga la ocasión de conocer a posibles pretendientes, se dijo ella.

—Además, mi padre y mi madre tienen muy poca vida social y también les vendrá bien —él se detuvo y la miró—. ¿Qué me dices?

Ella no quería asistir a una cena y menos a una que celebraba la mujer con la que él quería casarse.

—¿No te parece desalmado que yo vaya? Ibas a casarte con ella, Marc.

—No quiero ser desalmado contigo, Tess. Si va a ser demasiado incómodo para ti, me disculparé y no asistiremos.

¿Y privar a su hermana de una cena?

—Me refería a que puede ser desalmado para ella, no para mí.

—Ella nos invitó —él se encogió de hombros—, y no tenía por qué hacerlo.

Quizá, la señorita Caldwell quería ver a la mujer que le había robado a su posible marido.

—Alguna vez tendré que encontrarme con la gente —contestó ella poniéndose muy recta.