24

La película del paisaje a la pálida luz matinal. Vacas en los prados y casas dispersas y el cartel: «Se vende heno y paja». Llevaba el teléfono de Alioscha en el bolsillo interior de la chaqueta. Cinco horas y treinta y nueve minutos.

En Munich fui el primero en bajar del tren. Mientras recorría el andén a toda prisa llamé a Alioscha a Zurich:

—Ya estoy aquí —dije—. Tomaré un taxi e iré directamente.

—Sé prudente.

En la casa no tuve que llamar. Una pareja de inquilinos que salían me sujetaron la puerta.

Subí la escalera. Aunque toqué varias veces el timbre del piso, no sonó. Golpeé el cristal acanalado, primero vacilante y luego con energía.

Detrás del cristal se perfiló una sombra que se hizo más grande.

—Tommy, ¿qué haces aquí?

—¿Puedo entrar?

Charlotte se hizo a un lado.

—¿Me has buscado arriba y has pensado: voy a echar un vistazo en casa de su daddy?

Charlotte, precediéndome, entró en la cocina y cogió el hervidor. La puerta del salón estaba abierta. Vi el ajedrez.

—¿Qué pasa? —interrogó Charlotte—. ¿Ha ocurrido algo?

—Os vi en el programa de entrevistas —contesté.

Mientras el agua murmuraba, ella me miró volviendo la cabeza.

—¿Por eso has venido? ¡No me irás a decir que no llevaba bien el pelo! —Charlotte se rió. Echó unas hojas secas de té. Los paños de ganchillo colgados sobre el fogón al alcance de la mano habían sido confeccionados por ella muchos años antes.

—¿Dónde está tu padre?

—¿Papá?

Pasaron unos segundos.

Yo sólo veía la espalda de Charlotte.

—No está aquí. ¿Por qué?

—¿Cuándo viene?

Charlotte se volvió:

—No tengo ni idea. ¿Es importante?

En la repisa de la ventana había una bolsa de plástico transparente llena de agua y con un nudo arriba. En su interior nadaban unos peces de colores.

Charlotte siguió mi mirada.

—¿De qué se trata?

—No sé si debo explicártelo…

—Papá necesita tranquilidad —dijo Charlotte—. La aparición de ayer lo ha fatigado mucho. Creo que es mejor que te vayas.

En la puerta del piso, justo entonces alguien dio la vuelta a una llave en la cerradura.

Charlotte y yo nos miramos a los ojos, como si nos hubiéramos pillado in fraganti el uno al otro. No en una mentira, sino en el intento de convencernos mutuamente de una situación que no era tan inocua.

Oímos un papel que crujía, una llave que caía en alguna parte y la voz del señor Auerbach.

—Lo que te dije: en la estantería, atrás del todo, llena de tornillos. Ya me temía yo que estuviera toda rayada. Pero supongo que eso da igual.

En el brazo llevaba en equilibrio un recipiente. Me miró sorprendido.

—¡El señor peluquero! —con precaución, lo dejó sobre la mesa delante de mí—. Siéntese —dijo—. Mire esto.

Se inclinó y contempló de cerca el sucio recipiente como si fuese un objeto raro y valioso.

—Cuando Charly era pequeña, estaba siempre en su habitación —detrás de la esfera de cristal, sus ojos claros eran enormes—. Me he propuesto dar nueva vida a la pecera.

—Papá, estás cansado. Deberías acostarte.

—Estoy bien, querida —me miró moviendo la cabeza y pidiéndome comprensión por el exceso de solicitud de su hija—. ¿Nos vio ayer? —me preguntó—. ¿Qué me dice? ¡Yo, en mi vejez! —estaba un poco sin aliento.

—Señor Auerbach —no sabía cómo empezar.

Se puso a limpiar la pecera con un paño.

—Christopher está en Zurich. ¿No tenía que estar usted allí también? —dijo.

—Ahora mismo se marchaba —terció Charlotte.

—Quisiera hablar con usted —insistí.

—¿Conmigo? —irritado, nos miró alternativamente a su hija y a mí.

—Se trata del domingo 5 de abril. El día en que murió Zacharias Rosendráger.

La mirada del señor Auerbach era más desamparada que interrogante.

—Lo recordará: el guionista jefe, que fue asesinado.

—Déjate de viejas historias —interrumpió Charlotte—. No quiero oír nada más sobre eso.

El viejo Auerbach se entregó a su trabajo como si se hubiera retirado a una habitación en la que no existiera nada más que aquella pecera, el paño y la tarea de atender a la limpieza con calma y circunspección.

Yo quería proceder con igual calma y orden.

—Aquel domingo —dije— hubo muchas llamadas telefónicas entre Zacharias Rosendráger, Tina Schmale y su hija. Se trataba simplemente de quién cedía en la disputa. De quién se doblegaba y perdía y de quién ganaba.

Charlotte se cruzó de brazos y movió la cabeza.

—Aquel día, tú decidiste despedirte —le dije.

—Dejé clara mi postura y el lunes comuniqué por correo a la productora esa explicación.

—No tan deprisa. Estoy todavía en el domingo. Saliste de casa hacia las nueve de la noche.

—Fui al Schumann; hay bastantes testigos… Tomas, ¿a qué viene eso?

—Te fuiste cuando vino Christopher a jugar al ajedrez. Pero Christopher no se quedó mucho rato. Había un clima de tensión. Usted, señor Auerbach, había observado durante todo el día las llamadas telefónicas, la excitación, la disputa. Tenía un único pensamiento: voy a perder a mi hija, voy a perder a Charly por segunda vez.

—Papá no se dio cuenta de nada. Lo mantengo apartado de esas cosas.

—Señor Auerbach, ¿qué hizo usted después de marcharse Christopher?

Él miró por un momento hacia arriba, como si le estuvieran hablando de algo que no le concernía.

—¿Qué iba a hacer? —empezó de nuevo Charlotte—. Irse a dormir. Cuando llegué a casa estaba durmiendo. Profundamente.

—¿Por qué no dice lo que pasó en realidad, señor Auerbach? Aquella tarde no tuvo un minuto de tranquilidad. Usted sabía que Zacharias Rosendráger quería echar a su hija, hoy mejor que mañana. Que el compromiso de Charlotte con AELV, la gran dicha inesperada de la que habló su hija ayer en el programa de entrevistas, podía esfumarse a toda velocidad. Por eso deseaba usted hablar con el señor Rosendráger. ¿Fue así?

El señor Auerbach cogió la esfera de cristal y se dirigió con ella al fregadero.

—Fue usted a Unterföhring.

Charlotte estaba a punto de echarse a reír. O de sufrir un acceso de ira. Aquel estado intermedio no le dejaba articular palabra.

—Usted conoce bien el edificio de la productora —proseguí—. ¿Tomó un camino secreto? ¿O fue simplemente la suerte de que el portero estaba echando una siesta y no lo vio?

—Encuentro esa historia apasionante —comentó Charlotte—. ¡Sigue!

El anciano dejó correr el agua sobre la pecera. Yo no estaba seguro de que estuviese escuchando siquiera.

—¿Y luego? —inquirió Charlotte—. ¿Qué pasó después?

—Lo vieron, señor Auerbach. Hay un testigo que observó su presencia en el recinto. Usted no tenía ningún plan, ¿verdad? De repente salió una joven, Viktoria Peichl. Ella no reparó en usted. Pero usted aprovechó el momento para entrar. De pronto se vio dentro, con Zacharias Rosendráger.

El señor Auerbach intentó deshacer el nudo de la bolsa de plástico. Cogió unas tijeras para ayudarse.

—¡Qué historia tan rebuscada! —exclamó Charlotte—. ¿Cómo iba a saber papá que Zacharias estaba en la productora un domingo por la noche, pasadas las nueve? No lo conocía, no sabía nada de él, no lo había visto nunca.

El señor Auerbach vertió cuidadosamente en la pecera el contenido de la bolsa. Tres peces de colores nadaban, a pequeñas y rápidas sacudidas, en su nuevo hogar.

—Tu teléfono —dije a Charlotte—; te lo dejaste en casa. Y fue un descuido por tu parte. ¿Por qué? Hacia las diez, ya se había ido Christopher, usted, señor Auerbach, llamó a Zacharias Rosendráger desde ese teléfono. Probablemente no tuvo más que pulsar la tecla de repetición del último número marcado. Pero el guionista jefe no quiso hablar con usted. Dijo que estaba en la productora y tenía que trabajar. Entonces tomó la decisión de ir. Quería obligarlo a que le escuchara.

—¡Tus acusaciones son monstruosas! —gritó Charlotte—. ¡Pura fantasía! Yo llamé a Zacharias. Estaba con Lukas en el Schumann y quería hablar por última vez con él.

—¿Por última vez?

—Por favor, ahora vete —me pidió Charlotte en voz baja.

El señor Auerbach contemplaba los peces en su pecera.

Me puse de pie. No tenía nada más en la mano. Sólo una nimiedad.

Charlotte volvió la cabeza a un lado cuando estuve delante de ella.

—Te echaste un farol —le dije—. Nunca quisiste despedirte. En ningún momento pensaste en renunciar a tu trabajo, el papel protagonista en AELV. Lo sabías: cuanto más presionaras y más ruido armaras, antes pasaría Tina a cuchillo a su guionista jefe.

El señor Auerbach chocó contra la pecera. El agua se derramó.

—¿Es verdad eso?

—No te enfades, papá. Son cosas de la profesión.

—¿De verdad crees que con eso hubieras triunfado contra ese…?

Charlotte miró a su padre fijamente.

—¡Yo le supliqué por ti! Pero no me hizo ningún caso.

—¡Cállate, papá!

—Se daba importancia, se pavoneaba por el nuevo decorado, todo por ti y tu papel, dijo, una mala inversión, un error —el viejo tomó entre sus manos la cara de Charlotte—. No dijo nada bueno de ti. Se rió. Se burló de nosotros. Luego volvió la espalda y se fue sin más.

Charlotte le cogió las manos.

—Era una mala persona.

—Tienes demasiada imaginación.

El señor Auerbach me miró moviendo la cabeza, pidiéndome comprensión porque aquella mujer, su hija, no le había entendido.

—Lo que hice estuvo bien hecho. Has demostrado que puedes. Eres una buena actriz.