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MAX CONTEMPLA LA FOTO DEL DIFUNTO. ESTÁ SOLO EN LA HABITACIÓN.
MAX (lleno de odio):
Has hecho de todo para impedir que Trixi y yo estemos juntos. Enhorabuena. Casi lo consigues.
MAX DEJA ESCAPAR UNA RISA MALVADA.
MAX (con fingida conmiseración):
Si no hubiera sucedido ese pequeño accidente… Sony, viejo amigo.
MAX HACE PEDAZOS LA FOTO.
En la penumbra del estudio no me atrevía a apoyarme en el respaldo de mi asiento. Nada de moverse, nada de perturbar las tareas de grabación en curso. No me fiaba de la pared de construcción ligera que había a mi espalda, que separaba una cafetería de un supermercado con la zona de cajas y una estantería de conservas. «Decos» llaman a esas bambalinas. Sentarse cómodamente en cualquier parte, por ejemplo en una de las sillas de la cafetería, está prohibido. «Sólo se permite a los actores», me había informado el jefe de producción.
ENTRA TRIXI. MAX, MUY AGITADO, APARTA A TODA PRISA LOS FRAGMENTOS DE LA FOTO.
MAX SE VUELVE HACIA TRIXI CON UNA AMPLIA SONRISA.
TRIXI (recelosa):
¿Va todo bien?
MAX (con aire de inocencia):
Perfectamente.
TRIXI VA AL FRIGORÍFICO Y SACA UN REFRESCO. MAX SE LIBRA DE LOS PEDAZOS DE LA FOTO ARROJÁNDOLOS A LA PAPELERA.
El horario se había descoyuntado. Max, en la escena anterior —de acuerdo con el guión—, había arrasado su escritorio en un acceso de ira, y había olvidado el texto una y otra vez. Seis veces se repitió la escena, seis veces tuvo la de utilería que ordenar el revoltijo y reemplazar el papel estrujado por otro nuevo. Eso lleva un rato. La desgracia de Trixi ya en la primera parte de esa escena —se había volcado el zumo encima del jersey— se pudo remediar con más celeridad. En la sección de vestuario había otro ejemplar de aquel jersey con forma de saco.
—Ten cuidado, por favor —le advirtió la mujer del vestuario al cambiar la prenda estropeada, mientras la de utilería limpiaba el zumo del suelo y preparaba otro vaso.
MAX SE ACERCA A TRIXI, LE QUITA EL VASO DE LA MANO Y LA MIRA CON INSISTENCIA.
MAX (cariñosamente):
Anoche fue maravilloso estar contigo.
TRIXI (baja los ojos):
Sí.
MAX:
Ya no debes tener miedo. Ahora me tienes a mí. Nosotros dos. Contra el resto del mundo.
LLAMAN A LA PUERTA. TRIXI SE SUELTA Y VA A ABRIR.
Con precaución, pasé por encima de los cables que estaban por el suelo. Enseguida llegó el gran momento. Cuando terminé de peinar a Charlotte, la encargada del guardarropa la fotografió con traje y maquillaje, como en el departamento de identificación policial, y la copia se pinchó en un tablón. Estaban allí también las fotos de los demás actores. Un recordatorio para que la gente de vestuario supiera con exactitud al día siguiente cómo tenía que ir cada uno. Un día en la serie se narra en varios capítulos; al cambiar de día en la serie se cambia el vestuario.
Veinte minutos antes había revisado por última vez el peinado de Charlotte, retocándolo con peine y plancha.
TRIXIABRE LA PUERTA.
TRIXI (desprevenida):
Usted dirá…
SE VE A UNA MUJER DE ESPALDAS A LA PUERTA, AFANÁNDOSE CON DIVERSOS BULTOS. AHORA SE VUELVE. ES GUAPA, RADIANTE Y VIVARACHA.
TRIXI (incrédula):
¡Gloria! ¿Tú?
GLORIA SONRÍE.
TRIXI (estupefacta):
¿Pero no estabas en Nueva York? (excitada, llama a Max volviendo la cabeza):
¡Es Gloria, mi medio hermana!
GLORIA Y TRIXI SE ABRAZAN COMO SI NO QUISIERAN VOLVER A SOLTARSE.
GLORIA (cálidamente):
No te dejaré sola nunca más. Lo prometo.
TRIXI DISFRUTA DE LA CERCANÍA Y LA SEGURIDAD.
EL SEMBLANTE DE MAX SE ENSOMBRECE.
GLORIA (sonriendo):
Ay, Trixi, hermanita mía. Así es la vida.
—Corten. ¡Gracias! —el jefe de producción, con cascos, mira hacia la gente acurrucada arriba, detrás de un pupitre lleno de teclas y reguladores, ante unas pequeñas pantallas—. ¿Habéis oído eso vosotros también? Me refiero a los brazaletes de Charlotte; han tintineado.
El grupito —director, ingeniero de sonido, ayudantes— charla en su cabina de mando móvil. Pulgares en alto.
—¡Todo okay!
Los cámaras se quitan los cascos.
La primera escena de Charlotte estaba terminada satisfactoriamente. Varios millones de espectadores seguirían su aparición seis semanas después, el 30 de marzo, en la televisión. Y se formarían una opinión, por supuesto no sólo sobre su peinado.
—¡Habéis estado súper! —el hombre estrechó las dos manos de Charlotte—. Auténtica emoción, colosal, verdaderamente colosal.
Un aviso por los altavoces informó:
—Mañana continuaremos con la escena 5000-11. Charlotte, Viktoria y Jan-Joachim, a las ocho en punto, por favor, estudio dos. Muchas gracias y buenas tardes.
Me estiré. Tenía los pies fríos.
¿Cuánto tiempo había estado Charlotte en la escena? ¿Diez segundos? ¿Veinte?
Para salir del plato había que pasar por un caminito entre los decorados, los lugares en los que se representaban las historias de AELV. La cocina con plantas en la ventana y la cesta de cuerda junto al banco de esquina. El despacho con muebles de diseño y vista panorámica de la ciudad. El cuarto de baño con bañera de fundición, estantería de cedés y alfombrilla color crema con dibujos.
Allí había pasado Beyerle, el actor, veinte años de su vida, entre mamparas, calentito y seguro en un mundo sin agua corriente ni paredes de verdad, de planchas de conglomerado, cartón piedra y plexiglás. Un mundo donde las horas del día se fingen con reflectores, los sonidos son atrapados por micrófonos y los actores nunca hacen otra cosa que ir y venir, sentarse y levantarse, y entretanto pronuncian frases con la naturalidad que el guión les permite. Y me pregunté qué pasa cuando una persona organiza su vida entera allí, en uno de esos rincones, y qué significa eso para la vida real del exterior.
Tina parecía feliz.
—Muchas gracias por tu supertrabajo, Tommy. ¡Charlotte está espléndida! Me gustaría que pudieras hacerme una propuesta para el peinado de cada actor. Sólo para nosotros, como sugerencia. Por lo demás —cuchicheó—, lo de Lukas está arreglado.
—¿Lukas?
—Schmidt-Denninger. El nuevo extra. He hablado con Zacharias. La cosa está clara. No hay problema, Lukas tiene el empleo.
—¿Y qué tengo yo que ver con eso?
—Creo que es un buen amigo tuyo. ¡Quise hacerte un favor!
Todos salieron del estudio en tropel.
—¿Es tu ex? —preguntó ella, chocando alegremente la palma de la mano con la gente, como un entrenador con su equipo después de ganar un partido. Charlotte aguzó el oído:
—¿Tu ex? ¿Quién?
Tina la abrazó.
—¡Eh, vosotros! ¿Venís? —exclamó.
Aquel chalado del sobrino había conseguido entrar. No podía decir si su truquito me irritaba o si su perseverancia me dejaba admirado. Para decidirlo tenía que saber por lo menos qué pinta tenía el individuo.
De la gente que estaba en la cafetería —calculé que más de un centenar de personas— no conocía a casi nadie. Mezcladores de imágenes, directores artísticos, fotógrafos de plato, jefes de producción, ingenieros de sonido, preparadores de actores, electricistas y no sé cuántos extras haciendo cola ante el buffet del sushi. En cada mesa había un cubo plateado del que sobresalía el cuello dorado de una botella. Como bienvenida a la gran Charlotte Auerbach —get-together lo llamaba el ayudante de Tina— resonarían los taponazos.
Al menos una cara pude asignar con seguridad: la de la maquilladora jefe; al parecer tenía siempre los ojos enrojecidos. Me volvió la espalda. Pude incluso comprenderla un poco.
Cogí una copa. En el exterior, los fans se apretujaban al otro lado de los ventanales, como si se tratase de grandes pantallas de televisión; cuando divisaban a uno de sus favoritos se ponían a dar brincos y a hacerle señas. El tipo con las marcas de acné era el único que permanecía tranquilo. Se limitaba a mirar.
Los que estaban dentro sólo miraban a los de fuera como quien mira qué tiempo hace.
Tina comenzó su discurso diciendo:
—Quiero ser breve —y se remontó a los comienzos de AELV, a otro tiempo, cuando en la televisión apenas diez series rivalizaban por el favor del público y AELV no tenía competidores.
La gente la escuchaba con atención, pero todos mostraban una expresión reservada y tenían los brazos cruzados y la mirada clavada en el suelo.
—Un clima de miedo —murmuró una voz en mi oído. Zacharias Rosendráger, el guionista jefe. El rostro y el cabello tenían un brillo tan rojo que casi me cegaba.
—Los comis tienen miedo.
—¿Los comis? —inquirí.
Zacharias hizo un gesto con la cabeza hacia los actores, ya sin sus afeites y con ropa de calle, pero cómicos, «comis», de todas formas.
—Cuando llega un comi nuevo, tiene que irse uno antiguo —dijo, en tono casi jovial.
—¿Y por qué tiene que irse uno?
—Los costes —susurró Zacharias—. Además, los espectadores pierden la visión de conjunto cuando el reparto se hace demasiado numeroso. Eso lo saben los comis. Por eso su tema favorito es la lista de tachados que según los rumores circula por alguna parte.
Tina se dirigió a una mesa a la que se sentaba un grupito de seis o siete personas con la cabeza gacha, al fondo, junto a la ventana:
—Y mi gratitud especial a los autores, que han pasado una semana difícil. Vosotros habéis trabajado día y noche para escribir el guión y habéis hecho posible que, con Charlotte, vayamos a emitir el capítulo 5000.
Aplausos, aunque bastante flojos.
Los guionistas estaban pálidos, como si en efecto hubiesen estado encerrados en una habitación sin ventanas y se hubieran pasado las noches escribiendo.
—Otra vez una chapuza completa —murmuró alguien.
—Silencio —siseó Zacharias, el guionista jefe—. ¿No podéis estar callados ni por una vez?
Tina levantó entonces su copa y prosiguió:
—Te agradezco, Charlotte, que hayas venido a nosotros y nos hayas apoyado en nuestro trabajo. Gracias, querido equipo, por haberla acogido tan amable y cordialmente. Juntos haremos que AELV continúe siendo lo que es: un clásico, una estupenda serie de éxito que una y otra vez logra inventarse de nuevo. ¡Os deseo a todos unos índices de audiencia de récord, brutales, gigantescos!
Entonces estallaron los aplausos por primera vez. Silbidos y algazara.
Tina tenía el nacimiento del pelo húmedo de sudor. Allí, con aquella luz, saltaba a la vista especialmente el color de pelo que le había dado Bea: negro, nivel 4, azul verdoso. Yo había abogado por la variante radical: negro, nivel 1.
Los aplausos se extinguieron. Pregunté a Zacharias Rosendráger:
—¿Y cuál de los actores antiguos tiene que irse?
—¡Viktoria! —llamó el guionista jefe—. Ven aquí. ¡Precisamente estamos hablando de ti!
—¿De mí? —Viktoria estaba radiante—. ¿De verdad?
—Nuestra chica de Schlaipfering, la adquisición más reciente. ¿O debo decir mejor la inocencia del campo? Viktoria y su osito de peluche son inseparables. Cada semana se le pone un trajecito nuevo, ¿no es verdad? —Zacharias sonrió y me hizo un guiño.
—Así es —respondió Viktoria—. Es tan rico mi osito… Y me trae suerte.
La diminuta camiseta —¿o era un top?— por la que al final había cambiado el jersey en forma de saco dejaba al aire más piel de la que tapaba. Zacharias exploraba su cuerpo con la mirada, pero eso lo hacíamos todos, sin que nadie pudiera encontrar otra mácula que un bonito y pequeño lunar en el escote.
—Precisamente estábamos hablando de quién se iba —dijo Zacharias.
Viktoria sonrió como si le hubiesen hecho un amable cumplido. Lo que le decía Zacharias con aquellas palabras, al parecer, no lo había entendido en modo alguno.
—No siempre tiene que ser el más antiguo el que se va, ¿no, Jan-Joachim?
El actor que hacía el papel de Max no se molestó en acercarse un paso.
—¡Guionista jefe! —exclamó desde la distancia de varios metros a la que se encontraba; sonó como un insulto—. Te has librado de nuestro Beyerle, pero de mí no te vas a librar.
Tendría más o menos la edad de Johannes Beyerle, y seguro que ya habría temblado alguna vez.
—Chicos —dijo Zacharias—, era una broma. Ya habéis oído lo que ha dicho Tina. Nadie tiene por qué preocuparse por su puesto de trabajo.
Nadie, cité mentalmente, tiene intención de levantar un muro.
—¿De veras? —ahora sí se acercó Jan-Joachim. Sin maquillaje, su rostro mostraba profundos surcos. Se le veía canoso y fatigado—. Entonces explícame por qué en el capítulo 5000 el cliff, que incluso teníamos grabado, no fue mío. Es mi historia.
Zacharias levantó las manos:
—Lo ha ordenado Tina: todos los cliffs son para Charlotte. Hasta que el último espectador haya comprendido que ahora tenemos a la gran Auerbach en nuestra serie.
—¡Que lo ha ordenado! —Jan-Joachim se echó a reír, con la misma risa de Max cuando hace pedazos la foto—. Los guionistas ¿sois creativos o unos mandados?
Los circunstantes sonrieron. Algunos hasta aplaudieron.
—Tú de eso no entiendes nada —dijo Zacharias—. Ponemos los cliffs donde nos parece conveniente.
—Perdonad —tercié yo—. Por favor, ¿qué es un cliff?
Todos se me quedaron mirando.
—Permitidme que os presente —dijo Zacharias—; es Tomas Prinz, el peluquero estrella, contratado en exclusiva para Charlotte Auerbach.
Jan-Joachim me puso el brazo sobre los hombros como un camarada.
—Todos sabemos quién eres. Aunque nadie te haya anunciado ni presentado —habría sido demasiado elegante—, ha corrido la voz de que la fabulosa Lotte recibe un peluquero estrella aquí, en medio del vulgo. ¡Claro, la señora viene de América! Pero está muy bien. Una actriz especial necesita un peluquero especial. Está perfectamente bien.
Su ironía me resultó intolerable. Di un paso a un lado y me solté del brazo del actor, pero no me libré de su mano en el hombro.
—Ahora presta atención —continuó—. Te aclararé qué es un cliff: es la última imagen, el último enfoque. El punto culminante. Lo ves y piensas: ¡mierda!, ¿cómo continuará? Y no puedes hacer otra cosa: al día siguiente lo tienes que seguir viendo.
Vaya sarcasmo el suyo. Yo estaba deseando deshacerme de mi copa en cualquier sitio y desaparecer. Pero a nuestro alrededor se había formado un compacto círculo de espectadores.
Como uno de esos comediantes de la televisión que nunca resultan cómicos, Jan-Joachim se dirigió al corro diciendo:
—Pero ¿cómo es una de esas escenas cliff? Muy sencillo. Guionista jefe, corrígeme si me equivoco: el primer beso es siempre un cliff, ¿no es cierto? Sexo después de mucho tiempo: cliff. La pregunta «¿me amas?»: cliff. ¿Muere él o no muere?: cliff.
De nuevo rieron algunos. Zacharias miraba al vacío apaciblemente. Me dio la impresión de que no sentía nada más que desprecio por aquella gente.
—Y ahora te pregunto, Tomas: ¿cuál fue hoy el cliff con Charlotte Auerbach?
—Ni idea —respondí.
Jan-Joachim le sacudió a Zacharias una mota de caspa del hombro.
—¿Has oído? El peluquero estrella ha hablado y ha dicho algo muy acertado. Charlotte Auerbach mira a la cámara y dice «así es la vida»: cliff —Jan-Joachim miró a todos y rió irónicamente—. ¡Lo siento, pero eso no le interesa a nadie! —miró a Zacharias a la cara y repitió, acentuando cada palabra—: Tus historias no le interesan a nadie.
A mí me sonó como una disculpa cuando Zacharias, con el rostro menos enrojecido de lo habitual, explicó:
—Era la primera aparición de Charlotte Auerbach. Habrá una campaña enorme, carteles, anuncios publicitarios, ruedas de prensa… todo lo que corresponde.
—¿Ruedas de prensa? —repitió Viktoria como si una fórmula mágica la hubiera despertado de un profundo sueño.
—La gente aguardará el 30 de marzo con impaciencia. Y no por ti, Jan-Joachim, sino por Charlotte Auerbach. Es nuestra estrella —Zacharias apuró su bebida—. Cliff —concluyó; le puso a Jan-Joachim la copa vacía en la mano y se marchó lentamente, con una mano indolentemente metida en el bolsillo del pantalón. En ningún caso debía parecer una huida.
—¿Estoy yo invitada a la rueda de prensa? —le preguntó Viktoria mientras se iba, y paseó la mirada de uno a otro con excitación—. Al fin y al cabo soy la hermana menor de Charlotte; quiero decir, naturalmente, que Trixi es la hermana menor de Gloria, ya me entendéis.
De repente, Tina estaba allí. No me di cuenta de cuándo llegó ni de hasta qué punto había seguido la discusión.
—La estrella es la serie. Nadie más —dijo, casi con ternura.
Jan-Joachim se encogió de hombros.
—A mis oídos, eso significa que todos somos sustituibles.
—Eso significa que estamos todos en el mismo barco. Si nos hundimos, nos hundimos juntos.
Dio la vuelta y se fue; todos la contemplaron mudos.
Viktoria se tiró del top.
—«La estrella es la serie»… Queda estupendo, en cierto modo poético —dijo.
Luego se fue también dando jocosos saltitos, como si esperara crecer unos centímetros a cada paso.
Una última copa. Por el mundo idílico de fuera.
Pensé en Johannes Beyerle, el viejo actor, y me pregunté si por entonces reinaría aquel clima de irritación. Tal vez en su época el edificio de AELV aún era sólido. Hasta que una piedra estable fue arrancada del muro y todo se derrumbó: espíritu de equipo, índices de audiencia… Reconstruirlo todo: la tarea de Tina no podía envidiarse.
Charlotte se había ido hacía tiempo. Y con ella el chófer.
—Hola —me dijo un individuo. El pelo hasta la barbilla y los ojos algo juntos no los había visto nunca en aquella combinación. A pesar de todo, por alguna razón, supe al instante quién era—. Soy Lukas.
En su cara había algo asimétrico. Menuda cara de delincuente, pensé. Veinticinco años como mucho.
—Es un placer —dije.
—¿Sabes quién soy?
—¿Un extra?
Él sonrió y la asimetría se corrigió de una manera interesante.
—Espero que no hayas tomado a mal mi mentirijilla. Y que no me delates.
—Zacharias Rosendráger sabe perfectamente quién eres.
—Lo principal es que estoy dentro.
—¿Por qué es tan importante para ti?
—Quiero saber cómo y dónde trabajaba mi tío. Quiero conocer el mundo en el que vivió todos esos años.
Resultaba casi romántico, pero a alguien que hacía tal derroche de empeño, astucia y perfidia para ser un simple extra le impulsaba algo más que una idea romántica.
—Quieres saber por qué lo asesinaron, ¿verdad? —le pregunté.
Él miró dentro de su copa. Quería decir algo pero no lo dijo. Cine mudo.
—Tina quería recuperar a tu tío para la serie —proseguí—. Pero la llamada no le llegó. No se enteró de que se le pedía que volviera.
Lukas me miró a los ojos.
—Él oyó el mensaje en su contestador. Conocía la oferta de Tina. ¿Por qué se tiró al río a pesar de todo? Yo creo que sólo hay una posibilidad.
—¿Cuál?
—Eso precisamente es lo que quiero averiguar.
No entendí la lógica.
Inseguro, se metió las manos en los bolsillos del pantalón.
—Pero eso será nuestro secreto, ¿de acuerdo?
Dejé mi copa.
—Tina cree que eres mi ex. Lo más probable es que a nadie se le ocurra que estás aquí investigando un asesinato. Así que ya tenemos dos secretos. Es mucho, teniendo en cuenta que no nos conocemos de nada.
Lukas me tendió la mano. Se la estreché maquinalmente.
—Sabía —agregó Lukas— que podía confiar en ti.
Todas las puertas estaban cerradas: gerente, caracterización, vestuario. Hay que ver con qué velocidad se habían esfumado todos de repente: corriendo al aparcamiento, al coche, con una buena proporción de alcohol en la sangre, y a casa. Yo sólo quería recoger rápidamente mis cosas del camerino de Charlotte, llamar un taxi desde recepción y luego desaparecer a mi vez.
Lukas, el fisgón. No sé por qué, pero aquel individuo me resultaba en cierto modo simpático. Alioscha diría: por su buena facha. Pero había algo más que me unía a él: éramos unos forasteros en aquel equipo. Su idea fija, que alguien podía haber intervenido en la muerte del viejo Beyerle, su tío, ya se me había ocurrido a mí.
El nombre de Johannes Beyerle había desaparecido. En el letrero junto a la puerta, encima de «Viktoria Peichl», se leía ahora «Charlotte Auerbach». Para mayor seguridad, llamé; luego entré y cogí mi bolsa.
Del despacho del jefe de producción salía una franja de luz. Tina estaba trabajando. O de festejo. Por la rendija de la puerta pude ver su mesa, cargada de papeles, y su mano junto a una copa de champán. «Si viene un comi nuevo, tiene que irse uno antiguo». A lo mejor estaba en ese instante, un poco achispada, con aquella dudosa lista de tachados.
Llamé quedamente para no sobresaltarla.
No se podía decir que estuviera de un humor jovial, tan seria y concentrada parecía. Esta impresión tenía poco que ver con su peinado. La cabellera de Tina. Todavía estaba en su envoltorio, y el envoltorio en mi bolsa.
—No quiero molestar —dije.
—Hola —contestó. Su tono no era enérgico, sino más bien fatigado.
Puse la bolsita del pelo encima de la mesa.
—Aún lo teníamos allí.
Atisbo el interior; no: miró fijamente. ¿Había algo que no marchaba bien?
—Es tuyo —agregué—. Con toda certeza.
Tina tenía los ojos húmedos. Se le llenaron de lágrimas. Yo hubiera debido saberlo. Aquel hermoso cabello, cortado, ya no formaba parte de ella: es un shock.
—Vamos —dije—, no tiene importancia.
—Tommy… —balbució ella.
—El pelo vuelve a crecer.
—A veces… —la rodeé con el brazo—. A veces tengo miedo.
—¿Miedo? Pero ¿de qué?
—Los actores, las historias, los accesorios, la luz, no funciona nada. ¿Cómo voy a sacar adelante todo esto? —dejó escapar un sollozo.
—Tonterías —dije con benevolencia.
—Me mato a trabajar, ¿y qué hace Jan-Joachim? Dice que, como productora, tengo tanta perspicacia como una peluquera…
—Vaya una comparación estúpida.
—… y ni la menor idea de lo que se cuece en AELV. Y tu querida Charlotte…
—¿Qué pasa con ella?
—Afirma lisa y llanamente que la productora es una incapaz.
—¿Eso te han contado?
—Esa zorra… Pero al final soy yo la que carga con las culpas si ella no resulta.
—No me lo creo. ¿Cómo lo has sabido?
—Zacharias me lo ha insinuado. A decirme esas cosas a la cara… a eso no se atreven esos cagados.
—Tina, eso son habladurías. Tu guionista jefe debería mantenerte al margen de esos cotilleos en vez de darte todas esas noticias frescas. ¿Qué te crees, que mi gente no me pone verde en la cocinita del café? ¡Perderías la fe! Pero como eres la jefa tienes que aguantarlo.
Tina miraba fijamente hacia delante, perpleja y cansada. El asunto le afectaba de verdad.
—No tengo nada contra ese Rosendráger… —empecé—. Pero ya era guionista jefe cuando se tomó la decisión de excluir a Beyerle de la serie. Tú misma lo has dicho: fue un tremendo error. Entonces ¿por qué sigue aquí Rosendráger? ¿Por qué no lo has echado hace mucho?
Los ojos de Tina estaban totalmente rojos.
—Zacharias es el único en quien puedo confiar en este tinglado. Créeme, Tommy.
Le alargué un kleenex.
—Si me permites un pequeño consejo…
—¿Es realmente necesario?
—Ese Lukas…
Con el papel delante de la cara, preguntó con voz nasal:
—¿Tu ex? ¿Qué pasa con él?
Yo no quería complicarlo todavía más. Aquél no era el momento adecuado para hablarle de aquel chiflado que quería descubrir los motivos de la muerte de su tío.
—Simplemente, no lo pierdas de vista —dije.
—Por otra parte… —Tina estaba ahora erguida en su asiento—. Hay un pequeño rayo de esperanza. ¡Por lo menos los estudios de mercado dicen que con nuestro nuevo concepto narrativo, con Charlotte, va a ir fenomenal!