9
El segundo día después del asesinato, Charlotte se sentó delante del espejo en su camerino e hizo como si todo fuera a las mil maravillas. En el tocador había un ramo de narcisos amarillos. En fin, todo el mundo sonreía. Como si se hubiera arreglado algo que llevara mucho tiempo desarreglado.
Los índices de audiencia se habían disparado de apenas el nueve a más del quince por ciento en el grupo de población al que iba dirigida la publicidad. De la gente que tenía entre catorce y cuarenta y nueve años, casi el doble había encendido la televisión por la tarde para ver Así es la vida. Nadie había contado con aquello.
Tina estaba redactando un memorándum dirigido al «querido equipo» para informar oficialmente de la favorable evolución de los índices. Mientras mecanografiaba vi que tenía lágrimas en los ojos. En una frase subordinada incluso se acordó del desaparecido guionista jefe. El ayudante imprimió en verde el texto de cinco líneas.
—Si Zacharias pudiera verlo… —susurró la jefa de maquillaje. No era nada nuevo que tuviera los ojos enrojecidos.
Nadie expresó lo que todos en su fuero interno sabían: que aquel sensacional índice de audiencia no se debía, por desgracia, a las sensacionales historias de Zacharias sino, lo que era un bochorno, a su sensacional muerte. Ya ayer, mucho antes de la hora de AELV, se había dado profusa información sobre el particular en las revistas de cotilleos, los noticiarios de radio y televisión y los foros de Internet. Y si había alguna persona que aún no se hubiera enterado, hoy podría leerlo en titulares a toda plana de cualquier tabloide o encontrárselo en los sueltos de algún diario. Al menos en las cafeterías y en las paradas de autobús la serie televisiva Así es la vida era desde ayer el tema principal de conversación. El asesinato de Zacharias ¿sería capaz de salvar al final el futuro de la serie? ¿No podía haber sido ése el motivo?
Unos doscientos puestos de trabajo equivalían a unos doscientos motivos. Si se contaba como sospechosos a los allegados de quienes los ocupaban, la cifra ascendía a cuatrocientos / seiscientos.
Empecé a trabajar en el peinado de Charlotte con la laca y la plancha alisadora.
—Pero ¿qué pusiste en la carta que recibió Tina de ti ayer? —le pregunté.
—Déjalo, Tommy. No quiero hablar más de eso. Pasado y olvidado.
—Según parece encontraste palabras claras. Tina casi se me tira al cuello por tu causa, de lo enfadada que estaba.
Charlotte cerró el guión.
—No hice más que formularle unas cuantas condiciones que debían cumplirse para que yo pudiera seguir trabajando aquí razonablemente.
—¿Y ahora se han cumplido?
—Mi intento de entenderme con Zacharias fracasó. No tengo más que añadir.
La plancha estaba demasiado caliente. Quizás había tocado por descuido el regulador de la temperatura.
—Entonces, ¿volviste a ver a Zacharias poco antes de su muerte?
—¡No nos vimos, darling, hablamos por teléfono! ¿Has terminado ya? Es casi y media. Tengo que irme corriendo.
—¿Y la policía? ¿Qué quería?
—Ese joven me hizo más o menos las mismas inteligentes preguntas que tú… Dame mi guión, por favor. No me gusta que pongas encima ese chisme —y en voz baja—: Ya hablaremos luego. Aquí, las paredes oyen.
Efectivamente, la jefa de maquillaje había dejado la puerta simplemente entornada al marcharse.
Charlotte se atusaba el pelo aquí y allá, cosa que me parece importante porque así le da su toque propio a mi peinado y se identifica con su papel, y murmuró:
—Esta tarde tomaremos juntos un taxi para volver al centro, ¿de acuerdo? Entonces te contaré algunos detalles interesantes.
—Por desgracia no puedo. Tengo que volver a la peluquería.
Charlotte hojeó el plan de rodaje en su versión modificada.
—Darling, aquí tengo una riña con Trixi y luego filmamos una cuidada conversación muy pulida, una bonita escena de «sentimientos cálidos». Aquí hay que peinarme otra vez divinamente.
—Pero ¿qué organización de locos es ésta? —clamé—. ¡Yo tengo clientes que me esperan en la peluquería!
Pero ya no había nadie que me oyera.
Adjunto al plan de rodaje iba otro memorándum, esta vez en amarillo: «Tema: fin de semana de futures». Sabe Dios de qué iba aquello.
Pulsé el cero en el teléfono y marqué. Expliqué a Alioscha lo comprometida que era su tarea. Había que dar largas a tres de mis clientas ofreciéndoles una cita en fecha posterior o encomendarlas a otras manos, preferentemente a las del estilista jefe, o sea Dennis. Ni lo uno ni lo otro debería ser entendido por las señoras como una pérdida de favor o un descenso de categoría. Un reto diplomático, y para Alioscha algo similar a un bautismo de fuego.
—¿Podrás hacerlo? Si no, pregunta a Bea. ¿Oye?
—Espera un momento, por favor —dijo Alioscha.
Esperé. Estaba hablando con un cliente. Me llegaba el ruido de los secadores, la música de fondo, un concierto para piano. Esto no se había oído nunca allí.
Si en los memorándums había un código de colores, era para mí un enigma.
«Queridos actores y actrices», había escrito Tina. «El próximo fin de semana elaboraré con los guionistas los nuevos futures. Por favor, aprovechad la ocasión y presentaos en mi despacho hoy, miércoles, y mañana, jueves (8 y 9 de abril), en las pausas de la grabación, para que pueda hablar con cada uno de vosotros acerca de vuestros deseos e ideas para los personajes. Muchas gracias. Tina».
Ni una pausa, ni un respiro. Tina mantenía todas las citas e incluso ponía algunas en fin de semana. Un fin de semana sobre el futuro. Curioso.
—No es posible —oí decir a Alioscha. Ya estaba allí de nuevo, e inquirió—. ¿Y tú? ¿Tienes ya una pista?
—Una pista sería exagerado —respondí—. Pero sí una idea.
Aquella misma tarde ordené sobre la mesa mis pequeñas notas, los resultados de mis investigaciones del día, una tras otra, y pensé un momento en mi madre haciendo un solitario, sentada ante la mesa de juego.
En el restaurante, Bea y Alioscha apartaron los platos a un lado y echaron mano de las anotaciones como si fuera un juego de sociedad al que jugaran por complacerme; ¡pero sólo una partida más! Los dos parecían cansados. No era de extrañar. Bea había estado tiñendo todo el día y Alioscha se había hecho cargo de la gerencia de la peluquería, mientras que yo había pasado la mayor parte del tiempo sentado en el despacho de Tina.
Bea miraba fijamente una de las anotaciones.
—¿Qué quiere decir esto?
—Testimonios de los actores. Lo que quieren para sus papeles en el futuro.
Les conté cómo me había explicado Tina aquel fin de semana-future: «Los guionistas van todos juntos a un hotel chic, se pasan tres días empinando el codo y de paso inventan las grandes historias de amor, odio y muerte que luego nos narran en pequeñas dosis, día tras día, durante un largo espacio de tiempo».
¿Y ahora, dos días antes del fin de semana-future, Tina exhortaba a los actores a redactar una carta a los Reyes Magos en la que tenían que decir lo que les apetecía interpretar en el futuro? Me parecía raro. Tienen que interpretar lo que se les marque.
Tina, sonriendo, me había contestado:
—Para mí se trata de otra cosa. Es importante que los comis, en esa entrevista privada, se liberen de todo: esperanzas, deseos, frustraciones. Así sienten que se les toma en serio, y eso favorece que haya un buen ambiente. Después hago lo que quiero.
Mi respeto por las dotes de mando de Tina aumentaba cada día. Así se lo dije. Y cuando dije que me gustaría escuchar, me dio permiso para hacerlo. Había tomado notas discretamente durante las entrevistas de Tina, y ahora Bea y Alioscha, con el ceño fruncido, intentaban descifrarlas a la luz de las velas.
Bea leyó en el papelito que había cogido:
—«Viktoria, dos puntos. No quiere duelo. Quiere ganar un concurso de belleza, encontrar un niño abandonado y ser caritativa».
Le tocaba a Alioscha:
—«Jan-Joachim. Quiere tener licencia de piloto, una compañía aérea y un lío con una azafata» —se echó hacia atrás en su silla y comentó—: Esto es un completo disparate.
—Yo esperaba que las intervenciones nos sirvieran de ayuda de un modo u otro. Pero también a mí me parece que ha sido una pérdida de tiempo.
Bea hojeó las notas.
—¿Por qué? Yo no lo veo así.
Aparté mi plato a un lado.
—En primer lugar —prosiguió—, Zacharias, como guionista jefe, estaba endiosado, así lo expresó alguien alguna vez. Eso hace sospechar que al criminal hay que buscarlo entre los actores. Por eso no es ninguna tontería tener este material. Una especie de inventario sistemático.
—¿Tú crees?
—En segundo lugar, tenéis que analizarlo como es debido. Por ejemplo aquí pone, en Jan-Joachim: «No quiere ir a parar a la silla de ruedas». ¿Qué significa esto? ¿Quiere decir que…?
—El trasfondo es el siguiente: Zacharias dejó un future-silla de ruedas que Jan-Joachim no quiere interpretar. En ninguna circunstancia quiere verse encadenado a la silla de ruedas y espera que Tina le ofrezca otra historia.
—¿Por qué no quiere la historia de la silla de ruedas?
—Pensaba que eso es espantosamente aburrido, porque tendría que estar semanas y meses sentado en la silla de ruedas aguantando y sin poder actuar en realidad. Pero Zacharias quería esa historia a toda costa.
—Pues ahí hay un motivo —Bea miró a Alioscha como si hubiera que convencerlo sobre todo a él—. Nadie sabe nada de lo que significa para un actor verse obligado a hacer una historia que detesta. Sería como si tú, Tomas, me obligaras a usar solamente Yellow para teñir de rubio. ¿Y para qué? Para mantenerme en la insignificancia, para mostrarme mis límites, para castigarme, ¡qué sé yo! Se llega a una disputa, la situación se agrava: voilá —Bea reunió los apuntes y formó con ellos un montoncito—. Sí, Tomas, es un material muy, muy interesante. Un principio, por lo menos. Más, desde luego, no. O sea, en realidad muy poco. Casi nada, se podría decir.
Yo suspiré.
—¿Te ha llamado la comisaria?
Al parecer no.
Podía llamarla yo. Tenía unos cuantos cotilleos y un detestado future-silla de ruedas que ofrecerle; ella, tal vez algunos hechos. Y todo junto daría como resultado…
Había algo más. El ayudante de Tina había sido el primero en hablarme de ello, tapándose la boca con la mano. Más tarde, en el coche, también lo hizo Charlotte. El contenido coincidía en gran parte: sin duda había habido, a puerta cerrada y al término del rodaje, un altercado violento y primitivo, tan ruidoso que se habían enterado el ayudante, que estaba en el antedespacho, y Charlotte, que salía en ese momento. Se trataba de «esa americana», como la había llamado Zacharias. Quería echarla de la serie, mejor hoy que mañana. Ella era una diva y su personaje —sin repercusión alguna en los índices de audiencia— no valía nada. Y encima sus privilegios hollywoodienses —eso iba por mí— y su caché excesivamente elevado, que había abierto un profundo agujero en el presupuesto de AELV y obligado a Zacharias a ahorrar en las intervenciones especiales. Tina, por el contrario, quería mantener a Charlotte, situarla en el relato como centro y eje y dar tiempo al desarrollo de su personaje. Su divisa era dominar los nervios. A juzgar por aquella disputa, productora y guionista jefe no habían podido llegar a ningún acuerdo.
—Hay algo que no logro entender —empecé de nuevo, cogiendo un poco de lechuga del plato de Alioscha—. ¿Por qué dejaba Tina que su guionista jefe interviniera constantemente en todo? Hasta para elegir a los extras le pedía permiso. El inventa historias con sillas de ruedas que nadie quiere; está en contra del plan de convertir a Charlotte en protagonista. ¿Por qué no lo largó y asunto concluido, o por lo menos le dijo que cerrara el pico?
—Muy sencillo —dijo Bea—. Ella era emocionalmente dependiente.
—Quieres decir que…
—Tina y Zacharias eran pareja. Está más claro que el agua.
Me acordé de Tina, sola en su despacho después de la fiesta del primer día de rodaje de Charlotte. Se sentía mortificada por las críticas de los actores. Afirmó que Zacharias era el único en quien podía confiar.
La productora y el guionista jefe, pareja. Pero ¿por qué esa relación era tan secreta, más allá de la muerte? ¿Qué ocurrió entre la discusión del viernes por la tarde y el asesinato, cuarenta y ocho horas después?
Cotilleos.
Yo quería preguntar a Tina, directamente, pero no en su despacho, ante la mesa, como si se tratase de una de tantas consultas que se van punteando en un memorándum. Tenía que escoger un momento emotivo. Por ejemplo, el de la despedida definitiva.
El entierro había sido fijado para el viernes 17 de abril a las doce. Como si fuera una fiesta, la comisaria Annette Glaser me telefoneó la tarde anterior y me preguntó:
—¿Va a ir usted también? En ese caso lo recogeré.