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En un primer momento pensé que los jóvenes que se apretujaban en el frío como ovejas me estaban esperando a mí. El coche hizo un pequeño viraje y se detuvo justo donde el tumulto era mayor. El peluquero estrella se apeó.

No recuerdo que el verme haya suscitado alguna vez una decepción tan ilimitada. Los fans —me pareció que ninguno tenía más de veinticinco años— esperaban, naturalmente, que de aquella limusina con los cristales ahumados descendiera uno de sus actores favoritos de la serie. Esperaban una sonrisa, una mirada, tal vez una caricia. Y en todos los casos un autógrafo.

Sony —dije.

La sede de la productora de televisión. Allí se hacía la serie Así es la vida. Una alta mampara de chapa ondulada, la sala en la que probablemente se hallaba el plato, largas hileras de ventanas para la administración y un enorme aparcamiento. No se diferenciaba en nada de una fábrica. Y también aquí se trataba de una producción en cadena. Cada día, allí dentro, se escribía, grababa y editaba un capítulo, y así desde hacía años. Tina me había explicado el ritmo de la producción: Charlotte haría su primera aparición en el episodio del aniversario, el número 5000; se empezaría a grabar el martes de la semana siguiente, dentro de seis semanas, el 30 de marzo. Tina quería a Charlotte para su serie y Charlotte me quería a mí para su cabello. De modo que no me quedaba elección. Tenía que encargarme de peinarla todos los días de rodaje, por la mañana, antes de que empezase a grabar.

—¡Alto! —había objetado yo—. ¿Qué va a ser entonces de mi salón? ¡Falta Kitty!

Me pareció que Charlotte reprimía un bostezo en el teléfono cuando replicó:

—Estoy segura de que encontrarás una solución.

Pero para más seguridad aquella mañana me envió el coche.

Sony —repetí al atravesar el pasillo que me abrieron los fans. Había uno visiblemente mayor que los demás. Las pequeñas cicatrices de sus mejillas revelaban que seguramente, hacía tiempo, había tenido acné.

Como impulsado por una mano mágica, sonó un zumbido en cuanto toqué la puerta. La mujer de la recepción llevaba pequeñas coletas y parecía muy dulce.

—Me llamo Tomas Prinz —dije.

—Ya lo sé. El peluquero.

Sonó su teléfono. Sin dejar de mirarme, levantó el auricular y respiró hondo.

Así es la vida. ¿En qué puedo ayudarle? —susurró.

Dos monjas y una enfermera estaban junto a un expendedor automático, parloteando y sacando latas de coca-cola. En uno de los sofás de cuero alguien se había arrellanado con un periódico y había quitado el sonido al enorme televisor. Luego me enteré de que era el canal del estudio. En él se puede ver siempre lo que está sucediendo y se está filmando en el plato. Pero allí no le interesaba a nadie.

Las coletitas de la chica de recepción se balancearon cuando inclinó la cabeza en dirección al pasillo:

—Por allí, dejando atrás la cafetería, hasta el final. Pero sin entrar en el estudio, sino subiendo la escalera. En la primera planta retrocedes y enseguida lo verás. Date prisa, te están esperando.

El pasillo estaba decorado con fotos en marcos dorados. Rostros ennegrecidos de hollín en el lugar de un accidente, desnudos con mucha espuma y una cara conocida: el actor Johannes Beyerle como un hippy tostado por el sol y montado en una Harley Davidson: escenas legendarias de Así es la vida veinte años atrás. Podía apostar a que mi madre identificaría las caras de todas las fotos.

Sobre la puerta del estudio estaba encendida la luz roja. Dentro estaban grabando y no se podía entrar, pero de todos modos yo no tenía tiempo. Entonces se abrió la pesada puerta de hierro.

Salió Trixi en persona, la actriz del pelo dramático a la que habíamos visto hacía unos días en un capítulo de AELV. Me gritó, furiosa:

—Estoy hasta las narices. Podíais seguir sin mí.

Sin dejar de andar, se quitó el jersey y lo tiró al suelo con ademán provocador. Vaya, pensé. Entradas de ese calibre sólo las he visto en la peluquería.

—¡Vicky! —un hombre más o menos de mi edad corrió tras ella. Había hecho un rollo con los papeles que llevaba en la mano, formando una pequeña porra lista para dar una tunda.

Ella se detuvo.

—¡Me llamo Viktoria! Tómame en serio alguna vez. ¡Viktoria, Viktoria, Viktoria!

—Viktoria —repitió el hombre, obediente, y la cogió suavemente por los hombros. El seno de la mujer tembló en el sostén de encaje, pero el hombre no pareció reparar en ello. Como un buen profesor particular, que no se cansa de explicar una y otra vez las mismas fórmulas, le insistió:

—Lloras su muerte, tienes que comprenderlo.

—¡Escucha! Queréis que salga fea. No puedo ni ver a ese cabrón —dio una patada a la prenda caída en el suelo.

—Nadie quiere que salgas fea. Estás ahora en la fase de duelo.

Y en esta fase te escondes, y escondes tu cuerpo. Te retiras del mundo. Ésa es la historia.

—Pero ¿cuánto tiempo? Dímelo. Duelo y duelo y más duelo. ¡Alguna vez tiene que acabar!

—¿Es que soy Dios? Pregunta a Zacharias Rosendráger y a su tropa de guionistas. Ellos hacen las historias.

Sonó un aviso por los altavoces:

—Seguimos con la escena 4492-12. Viktoria y Jan Joachim, preparados, por favor.

El hombre empujó a Viktoria de regreso al plato. Alguien, con una sonrisa irónica, recogió el jersey y entró detrás con él. La puerta de hierro se cerró. Fin de la escena.

Aquel jersey era verdaderamente feo.

Subí la escalera.

En el letrero que había junto a la puerta seguía poniendo, al lado de «Viktoria Peichl», «Johannes Beyerle». Aquel hombre había sido toda una institución allí; Charlotte, por el contrario, era todavía una solución provisional. Su nombre estaba escrito a mano en una hojita fijada a la puerta con cinta adhesiva. Llamé.

De todas las presentes, Charlotte Auerbach era la única que estaba sentada, podía decirse que entronizada. Su corte se hallaba reunida a su alrededor. En el maquillaje y en el vestuario participaban sendas delegaciones de tres personas: la jefa, la ayudante y la aprendiza. El estilismo de los actores era allí, pues, asunto exclusivo de mujeres.

Tina me presentó a las colaboradoras, cuyos nombres no capté por las prisas. El tuteo me pareció bien. Pero la manera en que aquellos ratoncillos me dieron la mano uno tras otro, bajando los ojos, resultó quizá un poco floja. Como si tuvieran miedo a Tina, la nueva jefa; a Charlotte, la nueva actriz; o a mí, el peluquero, traído en coche apresuradamente para decidir si corte de paje o todo del mismo largo, si raya al lado o en medio. Tal vez eran demasiadas innovaciones en un equipo tan antiguo y compenetrado.

Charlotte vino hacia mí con los brazos extendidos, me estrechó entre ellos y me besó haciendo alarde de una intimidad que en modo alguno existía entre nosotros.

—¡Tommy! —y como si eso aún no fuera suficiente, suspiró—: Estoy muy contenta de que por fin estés aquí.

Un vistazo al rostro de la maquilladora jefe, que tenía los ojos enrojecidos, me reveló que nunca seríamos uña y carne.

—¿Dónde está Zacharias? Es que el señor Rosendráger nos quería explicar en persona el perfil del papel —inquirió Tina.

Una muchacha que se había acomodado en el rincón, en una silla, rebuscó sobresaltada su teléfono. El aparato se había escondido entre los documentos que tenía en el regazo.

Tina dio comienzo a su disertación: el papel de Charlotte Auerbach. El nuevo personaje se llamaría Gloria; encarnaría a una autoridad pero sin resultar severa. Actuaría de una manera poco convencional, sin ser ridícula. Sería sexy pero sin parecer una ramera. En la serie evolucionaría hasta convertirse en una persona extravagante y, sin embargo, ante todo, seguiría siendo la misma: Charlotte Auerbach.

Así pues, todo y nada.

A mí todo aquello me parecía demasiado técnico. Prefiero aproximarme emocionalmente a las cosas, y trazar así el perfil del papel no me interesaba. Tina peroraba y peroraba. Y yo me limitaba a dejarla hablar sobre «potenciales de desarrollo», «vínculo con el espectador» y «efecto externo», y me preguntaba dónde había aprendido todo aquello. Sea como fuere, del vacío que se veía en las caras de sus compañeras deduje que quizá habían oído ya mil veces aquellos dichos y ya nadie podía creer que semejante cosa fuese capaz de conducir al éxito. La atmósfera que reinaba en aquella habitación era de resignación cansada y benévola indiferencia.

Yo estudiaba a aquellas modelos de revista, ejemplos para el peinado de Charlotte, por orden, como quien contempla las prendas de la colada tendidas en la cuerda.

Un corte a capas desfilado con flequillo de corte asimétrico: estupendo para cualquier cara angulosa, por lo tanto no para Charlotte.

Todo del mismo largo como en los años sesenta, con flequillo largo: demasiado austero y, con el fino pelo de Charlotte, todo menos viable.

Ondas grandes con flequillo corto: muy extravagante y estiloso, pero no pegaba nada con los bellos y clásicos rasgos de Charlotte.

—Tommy, ¿por qué no dices nada?

—Calla, por favor.

Me incliné hacia la calefacción, crucé los brazos y apoyé la barbilla en la mano. Observé a Charlotte como si la viera por primera vez.

Bajo la estirada y supercuidada superficie exterior aún resplandecía la jovencita, la mocosa insolente que fue en tiempos. Recuperarla sería sin duda una tarea atrayente, pero también peligrosa. No hay cosa más peliaguda que hacer reaparecer por arte de magia una imagen que ya no existe.

Di una vuelta a su alrededor. Había tanto silencio que se oyó el chasquido de su pelo cuando lo toqué.

Su peinado tenía que ser ligero, jovial y… elegante. ¿Es una contradicción? Quizá. Pero una asociación tan curiosa resultaría formidable. Ayudaría a Charlotte a mostrar ante la cámara lo que hay oculto en ella. Tina, probablemente, lo expresaría como «ayudar a desplegar toda la anchura de banda de su capacidad interpretativa».

Saqué del bolsillo mi plancha alisadora, peine y laca. Tenía una idea.

—Necesito enchufar —dije.

Alguien cogió la clavija y se agachó con el cable sobre la alfombra.

Rocié el pelo seco con un acabado para fijación especial y con el efecto long lasting sbine. En el seco aire del despacho se percibió un refrescante aroma a esencia de rosas de Jericó.

Las señoras formaron un semicírculo. Les agradecí que dejaran sitio.

Separé un mechón y le pasé la plancha alisadora. Mientras, giré la plancha y enrollé el mechón en uno de los brazos del aparato. En el bucle se podían meter cómodamente dos dedos, un efecto que consigo sin cepillo redondo, que yo personalmente aborrezco.

Seguí formando rizos, uno por uno. El volumen resultante era enorme.

Nadie decía nada. Pero yo no había terminado aún.

Metí el peine a los rizos para quitar al peinado algo de su aspecto estático, y con las puntas de los dedos atusé aquella exuberancia para que quedara convenientemente suelta. La cosa no había durado ni quince minutos. La transformación de Charlotte era increíble.

Había surgido una especie de look Marilyn Monroe, pero en una interpretación caprichosa y despreocupada. La movilidad del peinado tenía un toque juvenil, el ordenado desorden un toque malvado, y el conjunto poseía la clase de una Auerbach. Yo estaba encantado.

Las primeras palabras que se pronunciaron en medio del silencio fueron:

—¿Llego tarde?

Zacharias Rosendráger, el guionista jefe en persona.

—Disculpad. La programación de la semana nos ha llevado un poco más.

Su pelo, muy pegado a la cabeza, resplandecía con un tono anaranjado metálico. Su rostro tenía un fulgor rosado algo enfermizo que no podía disimular las diminutas venas que surcaban la piel. Qué extraña aparición rosa-anaranjada.

Me tendió la mano sin apartar la mirada de Charlotte.

—Eso es —musitó Tina.

Las mujeres asintieron con gestos, una tras otra.

—¿Qué opinas, Zacharias?

Sus ojos se estrecharon hasta quedar reducidos a unas rendijas circundadas de rojo.

—¡Creo —dijo con circunspección— que acaba de nacer una nueva estrella de AELV!

Decidí tomármelo como un cumplido.