1
Tina Schmale se miró fijamente a los ojos y trató de vislumbrar en la imagen reflejada en el espejo su nueva apariencia. Se agarró a los brazos del sillón, asustada de sus propias palabras.
Me enrollé su fuerte cabello sobre el dorso de la mano y escondí aquel rodete detrás de su nuca. Destacó el óvalo del rostro de Tina, así como un centelleo en sus ojos. Yo no estaba seguro de si la expresión de tristeza y sufrimiento se debía a la inminente pérdida o a la curiosidad por cómo sería después la vida.
—¿Por qué iba yo a hacer algo semejante? —le pregunté.
Tina se apretó la punta de la nariz con la mano plana, un gesto que, según cree Bea, mi especialista en tintes, es «expresión de un deseo sexual» o señal de que «tiene un parásito». Ambas cosas son, por supuesto, una tontería. Tina padece de fiebre del heno y ahora, en febrero, le empieza de nuevo.
—No se trata de un hombre. No es lo que piensas. Tengo un nuevo trabajo —dijo.
Dejé el cabello suelto para que le cayera sobre la espalda como una cortina perfumada. ¿Cuántos años llevábamos dejándolo crecer y crecer? De pie, le llegaba hasta el trasero. Siempre nos había encantado. Y ahora, de repente, iba y decía: «Pesa demasiado. Es demasiado para ir cargada con él. Es un agobio. ¿Es que no puedes comprenderlo?».
Yo no sabía con seguridad si Tina había tomado aquella decisión realmente en serio o si era un capricho que se le pasaría tan deprisa como la esperanza que surge al abrirse las primeras flores del azafrán de primavera. Tras unas horas de sol, una tormenta siberiana azotaba desde el mediodía la calle Hans Sachs y había convertido el mundo en un infierno blanco. No tenía ni idea de si el avión de Alioscha podría siquiera aterrizar con semejante tiempo. Esta tarde sin él… Ahora no quería pintarlo tan negro.
—Mira —dije a Tina—, siempre puedes recogértelo cuando te moleste. Quedaría así más o menos.
Tina hecha una señora, quizá, para variar, con zapatos de tacón, en vez de ir siempre con esas zapatillas deportivas. Pero, claro, este peinado le costaría unos minutos cada mañana, demasiado para Tina y para todas las demás mujeres. Por la mañana hay que andar ligero. No hay tiempo para la belleza.
Tina volvió la cabeza, se contempló de lado con las comisuras de los labios contraídas hacia abajo, y dijo algo que no entendí. En los altavoces retumbaba mi rock ruso, en el secador, el aire caliente con el que Dennis, mi primer estilista, a dos puestos de distancia, estaba inflando, demasiado para mi gusto, las capas de abajo de su clienta. Pero a la señora le gustaba lo que Dennis había organizado para ella y sonreía enamorada de la imagen reflejada en el espejo. Kitty le sirvió una infusión y acudió sin prisa al teléfono, que entonaba su propia melodía detrás del mostrador.
—Tomas Prinz, para el cabello… ¿En qué puedo ayudarle? —sujetando el auricular entre la oreja y el hombro, hojeó los cuadros de citas—. ¿Inmediatamente? Imposible. Puedo apuntarla para dentro de dos semanas… No. El señor Prinz no atiende a ningún cliente nuevo.
Tina hacía pequeñas muecas; le caían pelillos en la nariz. Cogí el cepillo suave y pregunté:
—Tu nuevo trabajo… ¿de qué va exactamente?
—Así es la vida.
—¿Qué?
—AELV.
—Ah, ya, la serie de televisión. Antes solía verla. Mi madre no se la pierde ninguna tarde. Las siete y media es la hora de AELV. Ya puedes llamarla a esa hora. Está bien enganchada… ¿Y cómo has ido a parar ahora al club?
—Todo sucedió muy deprisa —respondió Tina—. A principios de enero hubo una llamada del cuartel general de Berlín para saber si quería encargarme de la producción de Así es la vida. Creí volverme tarumba. ¡AELV, todo un clásico! Hace veinte años, cuando empezó la serie, yo tenía catorce.
—Y yo… Dios mío. Estaba todavía con Sassoon en Londres y ni en sueños pensaba que un día iba a abrir un salón aquí, en la calle Hans Sachs.
—Ahora soy la jefa de toda una producción. Ciento ochenta personas: actores, directores, sastras, técnicos, cámaras, y yo les digo de qué va la cosa.
El cabello de Tina resultaba agradablemente fresco al deslizarse entre los dedos. Reflexioné sobre lo que se podía hacer. Desde luego, se podía cortar todo. La nuca, los lados, todo bien corto. Un nuevo comienzo radical.
—Y ahora, además, el aniversario —agregó Tina—. Se acerca el capítulo número cinco mil y vamos a organizar una campaña enorme en la prensa. No se va a hablar de otra cosa que de AELV. Pero es que no hay más remedio. Los índices de audiencia son para llorar. Los espectadores jóvenes ya no ven AELV; tienen otra mentalidad. Y ahora yo tengo que obrar un milagro. Hacerlo todo nuevo, pero sin cambiar nada. Por lo menos ésa es mi impresión después de las dos primeras semanas.
De todos modos quería dejar más largas las capas de arriba para poder hacer algo con ellas.
—Y por eso me paso todo el día en la productora corriendo de uno a otro y diciendo: «¡Eh, despierta! Si no mejoramos de inmediato, el canal borrará AELV de la programación. ¡Ésta es nuestra última oportunidad!…». Los compañeros de decorados, por ejemplo, seguro que me odian ya.
Crear desorden. Hacer reinar el caos. Pensé en la anarquía, y en parkas, ecologistas y punkis. Nada de chic retro, no; una interpretación completamente nueva. Poco a poco me empecé a divertir imaginándolo.
Nuestros ojos se encontraron en el espejo.
—Entonces, ¿sigues en tus trece? —inquirí—. ¿Todo fuera?
Fue más un guiño que un gesto afirmativo. Cuando Tina decidía algo, no había nada que hacer.
—Pero hay una cosa —dijo Tina, siguiendo cada uno de mis movimientos—. Justo en mi primer día llegó esa terrible noticia.
Yo le había recogido el pelo en una cola de caballo y tomé la tijera. En ese momento se calló el secador de Dennis y se acabó el disco plateado que estaba en el equipo de música. En aquel silencio, yo empecé a cortar.
—La noticia de la muerte de un compañero —dijo Tina.
—¡Muy bien! —la clienta que estaba a nuestra izquierda elogió el trabajo de Dennis.
Ya cortada, la cabellera de Tina, de unos cincuenta centímetros de longitud y casi un kilo de peso, cayó en la bolsa que sostenía Kitty. A veces, una gran pérdida se empequeñece cuando es eclipsada por otro acontecimiento.
—¿Muerto? —interrogué—. ¿Qué compañero?
La música empezó a retumbar otra vez.
—Un actor —explicó Tina—. Estaba allí desde los primeros capítulos. No sé si te acordarás; ya era un poco mayor, se llamaba Johannes Beyerle.
—¿Cuándo ocurrió?
—La semana pasada; salió en el periódico en grandes titulares. Lo sacaron del Isar junto al puente de Grosshesselohe. Mi antecesor lo había excluido matándolo en la serie. «Con viento fresco», describió aquello. Pero claro, después de tantos años en AELV, uno, como actor, tiene «careto de AELV», y ya no le dan un nuevo papel en ninguna parte. Se acabó. Con cincuenta y seis años, a la calle.
Busqué la coronilla de Tina.
—Y desde entonces los índices de audiencia se han ido al mismísimo sótano. Lo que sucede es que falta la cara de Beyerle. Los espectadores lo echan de menos. Yo quise anular esa decisión y ya había elaborado con los guionistas una historia que encajara. La tengo en el cajón, terminada. Beyerle se levanta de entre los muertos y regresa: está totalmente claro en mi nota.
Tomé el peine grande —con él desenredo mejor el pelo seco—, le aparté todo el pelo de la cara y sujeté una parte entre el dedo índice y el corazón.
—Se le debió de pasar el mensaje. Mira que soy tonta: ¿por qué le dejé tantas chorradas en el contestador? ¿Por qué no fui directa con él? Por favor, aquí está el contrato, fírmalo, gracias, ya está. Todo estaría perfectamente y todo el mundo contento. En vez de eso, va y se tira al río. Es una verdadera tragedia.
Un mechón tras otro caen sobre la capa y resbalan al suelo.
—¿Ha investigado el caso la policía?
—¿Por qué?
—Es sólo que… —dando al pelo el largo correcto iba consiguiendo una línea lisa y compacta—. Olvídalo. Veo fantasmas.
—Y yo me encuentro delante de un montón de cascotes. Entre nosotros, en Unterföhring, el estado de ánimo es como para tirarse por la ventana.
Cuidé de reservar suficiente pelo de las capas de abajo. Me propuse sacar flecos y esquinas. Corté en ángulos hacia dentro.
—Como sea, tienes que procurar hacer borrón y cuenta nueva —murmuré—. Despegar de nuevo.
—Necesito urgentemente un nuevo o una nueva protagonista. Alguien que tenga experiencia, que con su aura y su talento dé coherencia a las historias. Lo mejor sería una cara conocida, que la gente asocie con algo. Una cara que dé buenos índices de audiencia.
Pasé a las tijeras de modelar, sólo una sensación, y retoqué desde atrás. Volví a descargar bien.
Tina se frotó de nuevo la nariz.
—Pero ¿qué estrella hay en Alemania que se preste a hacer una telenovela? Al fin y al cabo no estamos en Estados Unidos, donde uno se tropieza con un George Clooney a la vuelta de la esquina. O con una Jennifer Aniston.
Con ligereza tracé círculos hacia la coronilla, sujeté las partes y corté el resto hasta los dos centímetros; mientras tanto vi que se detenía un taxi ante la puerta. El chófer, en medio de la cellisca, dio la vuelta al coche y abrió bruscamente la portezuela de atrás. Me incliné un poco para atisbar mejor. ¿Sería Alioscha ya? Esta sensación de felicidad es siempre, al principio, como un pequeño retortijón en la tripa.
La señora que se apeó llevaba un pañuelo en la cabeza y cruzó la acera como una exhalación, como si estuviera huyendo de los paparazzi. Pero no había más que copos de nieve que caían sobre ella desde todas partes. Al entrar en el salón, se dirigió al mostrador, estampando a cada paso las botas mojadas contra el suelo, y miró desde arriba a Kitty, que estaba sentada en su taburete, protegida sólo a medias.
—He llamado —dijo la desconocida en un tono que en realidad significaba: «Lo sabes perfectamente, encanto, ya hemos tenido el gusto».
La expresión de Kitty recordó sólo de lejos una sonrisa. No era una broma.
—Necesito una cita. Con el jefe. Ahora.
Había algo en aquella mujer que me resultaba extrañamente familiar. Claro que muchas de mis clientas de Munich son igual de… arrogantes, debo decir. Y todo tan estirado; es difícil penetrar a través de las capas de maquillaje.
—Me apellido Auerbach —dijo la mujer.
—¡Naturalmente!
Dejé las tijeras a un lado.
—¡Charlotte! —exclamé.
—¡Tommy!
—¿Cuántos años? ¿Cuatro? ¿Cinco? —besito a la izquierda—. ¡Santa Mónica, el Clairmont Event! Lo recuerdo perfectamente. Tu entrada en el show, estuviste arrebatadora.
—Tommy, you are so sweet! Pues tu peinado fue también —besito a la derecha— un regalo.
Se le deslizó el pañuelo de la cabeza y salió a la luz un rubio chocante.
—¿Qué te ha hecho dejar en pleno febrero el sol californiano para venir a Munich? —pregunté.
Un rubio playero, barato y descolorido. La ayudé a quitarse el abrigo mientras se acababa de desprender del pañuelo.
La visión me dejó estupefacto: tenía el pelo enmarañado, maltratado por la química, hecho una pena. El cabello tan estirado y sin elasticidad no tiene vida; seco, tiene el tacto de la paja, y mojado, el de la goma. Para colmo, en aquella broza se balanceaban también unas extensiones —esos horribles alargamientos artificiales del cabello— de tres centímetros de largo al menos, y a las que les faltaba poco para caerse.
—Dios mío, Charlotte —se me escapó—, ¿qué ha pasado?
Ella tenía lágrimas en los ojos.
—Mi madre —parpadeando, miró al techo; ¡cielos!, el rímel—. Hace dos días me dieron la noticia: agua en los pulmones. ¿Sabes lo que es eso? Una sensación como si te fueras ahogando muy despacio. Tomé el primer avión y me vine. Pero era demasiado tarde.
Le apreté el brazo.
—Mis condolencias. Lo siento mucho.
Otra noticia como la de antes. Y yo que quería estar de celebración aquel día.
Charlotte movió las manos para ahuyentar las lágrimas y la tristeza. No, sus rasgos faciales seguían siendo hermosos, sus ojos verdes tal vez aún más expresivos que antes. Ese brillo constituía ya su gran capital treinta años antes, cuando, siendo una estrella adolescente, pasaba de una comedia televisiva y de una lista de éxitos a otra.
Y, como si hubiera vuelto a encontrar el interruptor —igual que antes—, dijo, ahora alegremente:
—Y cuando me vi, después de tantos años, otra vez en casa, en Munich, pensé: Voy a llamar a Tommy.
—Buena idea —asentí. Estaba claro que no podía dejarla salir a la calle con aquellos pelos—. Dentro de media hora estoy contigo. Kitty, por favor, ¿le traes un café a Charlotte? ¿O mejor una infusión?
Detrás de nosotros estaba Tina, con su capa negra, sin acabar de peinar, pero la idea se podía captar ya con claridad. Tendió la mano a Charlotte y le dijo con afabilidad:
—Buenos días, señora Auerbach. Soy un gran fan suyo. De toda la vida. Me llamo Tina Schmale.
Charlotte sonrió como el que no tiene ni idea de que está predestinado a resolver un problema. Y tengo que reconocer que, en aquel momento, tampoco a mí me resultó evidente el significado de aquel encuentro. ¿Y cómo iba a saberlo? En mi salón las personas están siempre rebotando unas con otras, como al final la empresaria viuda y el jovencísimo cuidador de animales que, de repente, en su dormitorio, descubre que tiene alergia a los gatos y cambia de oficio. Todo parece cosa del destino. La productora novata y la actriz ya un poco envejecida se observaron en medio del zumbido de los secadores y, al tenue resplandor de los focos empotrados, hicieron fríamente sus cálculos para ver si podrían sacar algún provecho la una de la otra.
—Tina —dije—, te vamos a poner un color nuevo. Tal como está ahora, con esos reflejos de color castaño, me resulta demasiado… —no encontré la palabra. Me contemplaban dos pares de ojos, que las cejas levantadas hacían aún más grandes. Tenía que acabar la frase de un modo u otro—:… soso. Me resulta demasiado soso —dije.
Dos horas después di dos vueltas a la llave en la cerradura desde dentro. A la luz de las farolas, la nieve que cubría los coches aparcados centelleaba. La tormenta se había calmado. Reinaba una paz blanca. Tina Schmale y Charlotte Auerbach, dos bellas mujeres, se marcharon agarradas la una a la otra, como si no pudieran separarse. Mi intervención había sido considerable en las dos, realzando con ella sus diferencias. A Tina le había masajeado el pelo mojado con Strong-bold para acentuar todavía más el aire punk. A Charlotte, por el contrario, le había hecho un peinado suave y femenino.
Un interruptor tras otro, la oscuridad invadió la peluquería; detrás, en la zona de los tintes; en el pasillo, en los lavabos y aquí delante, encima de los espejos y el mostrador. Me metí por debajo del perchero del guardarropa, que con las capas oculta la puerta lateral a la escalera de la casa. Sabía lo que me esperaba arriba, en mi piso: los cuentos de Chéjov en la mesilla y la suave voz de Alioscha en el contestador, explicando la condenada circunstancia que una vez más lo había retenido en Moscú. Las dificultades en el despegue y en el aterrizaje formaban parte de nuestra relación desde el principio. No tengo nada contra Chéjov, pero al fin y al cabo sólo celebro mi cumpleaños una vez al año.
Setenta escalones con suelas lisas en esa moqueta de fibra de coco: hay que tener cuidado con cada paso. Delante de la puerta del piso el suelo estaba mojado, como si uno de los vecinos hubiera sacudido allí el paraguas.
Sin encender la luz del comedor, tiré la llave sobre la mesa y los zapatos al otro extremo de la habitación. Había recibido felicitaciones, flores y una tarta. Y después de todo, la tranquilidad también es un regalo. Miré el reloj.
Las siete y media. Podía encender la televisión y ver qué había pasado en Así es la vida, y qué había sido de los personajes. Pero algo me irritó. La puerta de dos hojas que daba al salón hubiera tenido que estar abierta.
Me puse de pie, en calcetines, y en ese momento empezaron con gran algazara los fuegos artificiales, varillas chispeantes, una docena más o menos. Cada una de aquellas varillas iluminó una cara sonriente. La de Kim, por ejemplo, que tapaba con su órgano las vocecillas de Theadora y Lissy, de Eva y Vera, todas las admiradoras de mi arte, que estaban allí sentadas con las piernas cruzadas entonando una canción de cumpleaños. En la penumbra busqué a mi personaje principal.
Estaban Konstantin y Hugo acuclillados; Sascha y Micha —caras familiares con pliegues y arruguitas—, y Christopher, mi cuñado, solo; qué amable, había venido aun sin Régula. Y Jeremy, cuyos blancos dientes competían en centelleo con los de su portugués. Demasiado fulgor para mi salón.
En el sillón que está cerca de la puerta, mi madre trataba de sonreír, pero el gran bolso, al alcance de su mano en el suelo, revelaba que aún no se había formado un juicio acerca de si debía sentirse cómoda o incómoda allí. Bea y Kitty estaban de pie detrás de su respaldo, y cuidarían de ella en caso necesario. Se oyó descorchar una botella de champán, y en ese momento sentí una mano en mi hombro.
Su rostro estaba salpicado de pecas nuevas, una buena cantidad que seguramente le habían salido durante su estancia en Crimea. Pero el resto —las mejillas, el mentón y la bonita zona sobre la curva del labio— estaba cubierto de pelo liso y bien recortado. Alioscha llevaba barba. Pero su cabello, de un modo u otro, seguía estando peinado a un lado, y lo cierto es que tenía un aspecto increíblemente descuidado.
—¿Qué tal todo? —me preguntó.
Tras el beso tuve la impresión de que alguien había aumentado la luz de la araña. Y de repente se hizo un silencio total. Yo estaba allí como un director de orquesta, sólo que sus componentes no tenían en la mano instrumentos sino varillas encendidas. ¿Qué debía decir? Aquel día cumplía cuarenta y cuatro años, y mi plan de celebrarlo a solas con Alioscha se había ido al garete. Alguien puso música.
Kitty y Kim castigaban el parquet con sus tacones de aguja. Mi cuñado Christopher se había sentado, desde el punto de vista geográfico, un poco desafortunadamente entre unas bien peinadas y fastuosas mujeres que habían querido que Bea les interpretara las estrellas. En la atmósfera impregnada de champán les vaticinaba que no vendrían sólo momentos felices.
Al otro lado, todo era más tranquilo. Mi madre hablaba a mis amigos de su reciente viaje a Guadalupe y de Monsieur, su romance, que en aquel momento le estaba esperando en Niza. Mi madre se había ido hartando de vuelos de larga distancia.
—Ya no tengo edad para estar siempre de viaje detrás de un hombre incansable —dijo.
Mi madre se paseaba por la historia universal mientras mi hermana Régula, últimamente, viajaba a Zurich de martes a jueves para ponerse al corriente de las tiendas. Antes del verano quería tener tomada una decisión: asumir ella misma la dirección de la empresa o ceder el puesto a un gerente.
Me resultaba extraño pensar que mi hermana pudiera abandonar Munich y trasladarse a Zurich con toda la familia. Yo echaría de menos también a los niños. ¿A quién tenía de canguro aquella tarde?
Mi madre rebuscó alegremente en su bolso y preguntó:
—¿Va mañana temprano a nadar alguno de los caballeros? —dio una calada al cigarrillo que amablemente le encendió Jeremy.
—Avec plaisir —dijo éste—. ¿Al Müllersches Volksbad?
El portugués, sentado a los pies de todos, sostenía infatigable el cenicero debajo del cigarrillo de mi madre. Ella le echó, con el humo, la frase siguiente a la cara:
—Caballeros, ¿quién habla aquí de piscinas? Yo, cuando voy a nadar, voy al Isar —y como aquello tampoco encontró respuesta—: ¿Qué clase de hombres son ustedes?
Jeremy limpiaba la huella de sus dedos del encendedor, Konstantin daba vueltas en la mano, asombrado, a la copa de champán vacía.
Mi madre era la prueba viviente de que existían setentonas con conjunto de punto y collar de perlas que no sólo vivían a la orilla de un lago sino que, sin importar el tiempo que hiciese, hacían sus largos en él. ¿Pero aquí, en Munich, en el Isar?
Christopher y yo nos miramos. Yo tenía la seguridad de que mi madre estaba coqueteando. Sin embargo, Christopher se encogió de hombros. Creía posible cualquier cosa.
—Madame —dijo el portugués, estirando perezosamente las piernas—. Con su permiso: me apunto.
Fui a la recocina. Agnes guarda allí los periódicos viejos.
El Isar. Calculé. A principios de febrero Tina se había hecho cargo de la producción y había dejado un mensaje en el contestador a Beyerle, el actor. Un día después lo sacaban del agua muerto. ¿Por qué no había oído el mensaje de Tina? ¿Por qué se había lanzado desde el puente? ¿Por qué estaban revueltos todos los periódicos?
Dos brazos me rodearon desde atrás; los pelillos formaban un dibujo familiar.
—Una fiesta está muy bien si nadie se da cuenta de que el anfitrión ha desaparecido —susurró Alioscha.
—Busco una noticia. Ha tenido que salir uno de estos últimos días en la sección local.
—¿En la sección local? —farfulló Alioscha.
Quizá fue mera casualidad que nos tambaleáramos cayendo hacia atrás, se echara el cerrojo de la puerta y el omóplato de Alioscha chocara con el interruptor de la luz.
Posiblemente estuvimos en el cuartito aquel más tiempo del que en un principio me pareció. De momento no comprendí por qué había tanta agitación de repente en el descansillo. Jeremy corría de un lado para otro y gritaba al teléfono:
—¡El número de la casa! ¿Cuál es el número de la casa?
En vez de contestar, Bea tenía la mano puesta delante de la boca.
—El 10 —respondí yo—. ¿Por qué?
La puerta del piso estaba abierta.
A mitad de la escalera yacía inmóvil el delgado cuerpo de Kitty; tenía la cabeza en el regazo de Christopher y los ojos semicerrados. Esas malditas suelas de cuero. En una especie de triple salto me encontré junto a ella.
No, no estaba muerta.