19
El anciano señor Auerbach movió el alfil de la casilla B 3 a la D 5 y se comió la torre. Christopher contempló el tablero de ajedrez, cruzó las manos como si estuviera rezando y apoyó la barbilla en ellas. Entretanto, su contrincante daba vueltas en la boca a un buche de vino tinto, saboreando el caldo y el hecho de que la partida acababa quizá de dar un giro a su favor.
No conozco a fondo este juego. Mi especialidad es la relación entre las personas. Por eso había sugerido a Christopher la estrategia para el juego con Régula: salirse del papel de marido y yerno gruñón que no quiere ir a Zurich y por el contrario forzar el traslado.
Moviendo la cabeza, Christopher miraba la casilla, bien clara, y las figuras, en una colocación nada clara.
Había llevado a cabo con esmero su parte del plan y los preparativos del traslado. Pero todavía estaba por ver si Régula reflexionaría sobre su decisión y acabaría tirando del freno de emergencia. Faltaban menos de dos semanas para que se reuniera el consejo de familia. El único punto del orden del día era: ¿Régula quiere o no quiere?
—Pásate por aquí —me había dicho Christopher por teléfono. Quería darme su valoración. Los niños estarían en la cama, Régula se encontraba en Zurich y tendríamos tiempo para preparar la reunión y acordar una postura común.
El señor Auerbach se agachó a coger una bolsa. Su pelo plateado era más espeso que el de Christopher, que era treinta años más joven por lo menos.
—Lamento echarlo —dije.
El señor Auerbach sonrió.
Christopher le puso debajo del brazo una caja de cartón plana. Así cargado, el señor Auerbach se volvió de pronto hacia mí:
—Usted es el peluquero —dijo.
—En efecto.
—Hace unas cuantas semanas hablamos un momento por teléfono.
—Sí, creo que del plan de rodaje de Charlotte.
Christopher encendió la luz de la escalera.
Trabajosamente, el señor Auerbach se pasó la bolsa de la mano derecha a la izquierda y la caja del brazo izquierdo al derecho.
—Entonces ve usted a mi hija casi todos los días.
—Desde luego.
—¿Me permite hacerle una pregunta? ¿Conoce al joven con el que Charly tiene relaciones desde hace ya tiempo?
Dios mío, el lío con el extra. Casi lo había olvidado.
—Eso son rumores, señor Auerbach.
—¿Quiere usted decir que no hay nada serio?
—¿Con Lukas? Por desgracia, tampoco yo sé lo que hay de cierto en ello.
Con la bolsa y la caja, no le fue posible darme la mano. El anciano bajó la escalera peldaño a peldaño.
Christopher levantó el tablero de ajedrez con las figuras para colocarlo en un estante.
—Qué manera de expresarse tiene siempre el abuelo Auerbach: «el joven con el que Charly tiene relaciones desde hace ya tiempo» —dijo—. Tengo que tomar nota.
Sacó una copa para mí. Brindamos.
—¿Cómo va todo? —le pregunté.
—Está convenido.
—¿El qué?
—Régula, los niños y yo: nos vamos todos a Zurich. Tu hermana se hace cargo de las tiendas. El momento llegará en las vacaciones de verano.
Matricular a Anna en Küsnacht. Remodelar la casa de huéspedes. Mi genial idea, forzar el traslado para hacer desistir a Régula del plan… me había salido el tiro por la culata. Christopher incluso desplegó una visión en la que uno de sus hijos —«o los dos», dijo— continuaría el negocio. Jamás hubiera contado yo con que precisamente Christopher se doblegara y se pasara al bando zuriqués. Es una tontería, pero me vino a la cabeza la palabra «traición». Apuré la copa.
También podía verlo de una manera positiva: se salvaba un matrimonio y se continuaba una tradición comercial. Una señora de edad avanzada se integraría en la vida familiar, la anciana pareja que llevaba la casa tendría que avivar el paso y una antigua villa junto al lago de Zurich se llenaría de nueva vida. Se terminaba un período de la vida y comenzaba algo nuevo. En el futuro, yo me dejaría caer seguramente con mayor frecuencia por Zurich que por Nordschwabing.
Nos despedimos con un apretón de manos, muy formalmente después de todo; y así debió de parecerle también a Christopher, de modo que nos abrazamos y nos dimos unas cómicas palmadas en la espalda.
—Nos vemos en Zurich.
La luz de las farolas se reflejaba en el empedrado mojado. Un violento aguacero había anunciado el fin de las flores de los cerezos en la calle Karl Theodor, había desprendido los pétalos de las ramas y los había arrojado junto al bordillo formando un barro de color de rosa.
Un hombre con el paraguas bajo el brazo y el abrigo abrochado hasta arriba vino directamente hacia mí. Era el señor Auerbach.
—¿Va al metro? —me preguntó—. Entonces le acompañaré un trecho.
—Muy bien —dije—. ¿Ha estado esperándome todo este rato?
—Tengo algo que preguntarle.
Echamos a andar juntos.
—Charlotte y yo —empezó— todavía nos tratamos con mucha precaución. Después de habernos tirado muchas cosas desagradables a la cabeza y estar luego años sin saber nada en absoluto el uno del otro, es más de lo que nunca me hubiera atrevido a esperar —se volvió a mirarme—. No es usted del todo inocente.
—¿Por qué?
—Yo ya no hubiera podido abrirle a Charly ninguna puerta en Unterföhring. Llevo demasiado tiempo fuera del negocio.
—Sobrestima usted mi influencia. Charlotte se encontró por casualidad con la productora en mi peluquería, nada más; el resto lo hizo ella sola.
El señor Auerbach caminaba ahora con mayor lentitud.
—Sea como fuere, yo me alegré mucho cuando Charly firmó el contrato. Y aún más ahora que me ha contado que ha conocido a una persona. Se ha enamorado. Eso significa que va a echar raíces aquí de nuevo. Eso espero, por lo menos.
—Señor Auerbach, ¿de qué se trata?
Se detuvo.
—Charly nunca ha mencionado delante de mí a ese Lukas. ¿Quién es?
—Creo que, si Charlotte no le ha contado nada de Lukas Schmidt-Denninger es simplemente porque ese coqueteo con él no significa nada.
—Charly habló de un tal señor Siel.
—¿Jan-Joachim?
—Me dijo: «Daddy, we are dating».
Charlotte y Jan-Joachim. La estrella de la serie y el más antiguo. Era la segunda vez en aquella tarde que me enteraba de un acontecimiento que me había pasado por completo inadvertido.
—¿No dice usted nada? —inquirió el señor Auerbach.
—Estoy sorprendido.
El señor Auerbach me miró con sus ojos claros.
—¿Qué opina usted de ese hombre? ¿Puedo fiarme de él?
Pensé en las palabras de Bea. Jan-Joachim, el Sagitario, el aventurero y apasionado coleccionista, el hombre que tenía cinco mil capítulos de AELV en DVD.
—No tengo una imagen clara de Jan-Joachim —dije.
La verdad es que hasta entonces nunca me había parado a pensar en él.