8
Había harina por el pasillo. En la parte de delante se oía el sonsonete de la televisión y por la de atrás el de los rockeros rusos. Alioscha estaba descalzo, haciendo masa en la mesa de la cocina.
—¡Vaya, por fin! —exclamó—. Ya lo he visto en las noticias. Me pone negro no poder llamarte. Ni siquiera para preguntar dónde está el rodillo en esta casa.
Olía a cebollas asadas.
—¡Estaba preocupado!
Le di un beso.
—Creo que en esta casa no hay rodillo.
Alioscha se pasó el dorso de la mano por la frente.
—¿Ha sido duro? Sí… Pareces cansado. Tómate un té.
Encima de la mesa había una copa de aguardiente.
—Ahora me apetecería.
Alioscha hizo rodar una vez más una botella vacía sobre la finísima masa, me quitó de la mano la copa con los dedos enharinados y se puso a recortar figuras circulares en la masa con ella.
Dejé los periódicos escritos en cirílico encima del aparador y me senté.
—Luego viene Christopher —en cada figura de masa, Alioscha ponía una cucharada de carne picada, condimentada con sal y pimienta—. Tu cuñado se siente un poco solo, creo yo. Régula se ha ido hoy a Zurich otra vez. Así que le dije: pásate por aquí. Voy a hacer pelmeni.
Dobló un trocito de masa en forma de bolsillo, rodeando el relleno, y comprimió los bordes con el pulgar y el índice. La fabricación duró sólo unos segundos, y las cosas que aparecieron en la tabla de amasar eran todas parecidas.
—De verdad, Tomas, vete. Descansa un poco.
Era la primera vez que veía la alfombra de piel de cordero sobre el parquet del salón. Preferí el sofá. Allí estaban metidos también los calcetines de Alioscha. Pero ¿dónde estaba el mando a distancia?
No me hizo falta fijarme para saber lo que estaban poniendo. Pesqué otro beso y me senté a mirar.
GLORIA BUSCA ALGO EN EL ESCRITORIO MIENTRAS TRIXI SE PONE UNA CHAQUETA.
TRIXI:
Me marcho.
GLORIA (buscando):
Trixita, ¿has visto la invitación por alguna parte? La fiesta de inauguración de Max. Tú también deberías ir. A Max le encantaría. Es tan gentil. La fiesta te hará pensar en otras cosas.
TRIXI:
No. Acéptalo de una vez.
TRIXI SE VA. GLORIA, INQUIETA, LA SIGUE CON LA MIRADA.
Uno sentía alivio cada vez que Viktoria, en el papel de Trixi, sacaba adelante una frase, una escena, sin que hubiera que llevarse las manos a la cabeza. Para evitar malentendidos, diré que yo sentía un gran respeto por Viktoria. Puede que no fuera muy inteligente pero se tomaba en serio su papel. Discutía con todo el mundo, aunque al hacerlo tergiversara hechos y desconociera verdades. Como aquel día en la cafetería, cuando estaban todos esperando su entrevista en privado con Annette Glaser.
Nadie hablaba. Excepto Viktoria. Sin ningún punto y coma. ¡Cuánto debía a Zacharias! ¡Había sido un padre para ella! ¡La ayudó en todo lo que pudo y siempre creyó en ella! ¡Fue siempre accesible, día y noche, con su consejo y su apoyo!
La transfiguración de Zacharias Rosendráger iba a toda marcha.
De improviso, Viktoria preguntó:
—¿Por qué me miráis así?
Jan-Joachim fue el único que contestó.
—Enhorabuena, Viktoria —dijo antes de salir, enojado, de la habitación—. Tus probabilidades de seguir en la serie son un poquitín más grandes a partir de hoy que Zacharias está muerto.
La música de fondo de la televisión presagiaba algo siniestro. Volví a mirar.
GLORIA HURGA EN LA PAPELERA Y ENCUENTRA LA INVITACIÓN. Y ALGO MÁS. SE SOBRESALTA, SACA UNOS PEDAZOS DE PAPEL Y LOS JUNTA COMO UN ROMPECABEZAS. ES LA FOTO DEL DIFUNTO.
GLORIA (agitada):
Querido padre… ¿por qué…? ¿Qué significa esto?
GLORIA MIRA A LO LEJOS, LLENA DE LÚGUBRES PRESENTIMIENTOS.
«Así es la vida», clamaron las trompetas de la sintonía mientras los títulos de crédito pasaban por la pantalla. Como si mi cuñado Christopher hubiera estado esperando aquel instante, se oyó llamar a la puerta. Al pasar por delante del televisor, lo apagué.
Aquella tarde no contribuí mucho a la conversación.
—¿Blanco o tinto? —pregunté.
Mientras Christopher contemplaba con interés en su plato blanco las pálidas empanadillitas, que Alioscha —con el pulgar en el cuello de la botella— rociaba de vinagre incoloro.
—¿No falta algo? —pregunté—. Quiero decir, algo de color. ¿Hierbas, quizá?
Alioscha espolvoreó un poco de pimienta y añadió una buena cucharada de nata ácida.
Le imitamos, y cambiamos una discreta mirada. Estaba bueno. Incluso excelente. Elogiamos la comida. Christopher deletreó «p-e-l-m-e-n-i» y brindó:
—Por la cocina rusa. Por la amistad. Por el amor germano-ruso.
De repente quiso saber qué pasaba en Rusia con la organización juvenil Nashi. Si es verdad que se creó para jalear al presidente ruso.
Alioscha masticó, bebió y aclaró que hay que distinguir. Lo que vino entonces fue una pequeña disertación. Sobre una nueva generación en Rusia y un partido. Sobre democracia y parlamentarismo, que sólo habían existido una vez entre febrero y octubre de 1917. Y ya estábamos en medio de la historia de Rusia, en la cual la palabra democracia, el gobierno del pueblo, sonaba siempre a amenaza.
Dejé vagar el pensamiento. ¿Lo tiraría realmente Charlotte todo por la borda y se negaría a seguir? Para la serie sería una catástrofe considerable. Ahora que el obstáculo había sido eliminado, podía continuar con toda tranquilidad.
Pero seguro que yo no la convencería de nada.
—Alioscha te ha hecho una pregunta —me dijo Christopher, riendo—. Muchacho, ¿en qué estás pensando?
—En un asesinato —repuso Alioscha.
Christopher no entendía nada.
—¿Un asesinato? ¿Qué tienes tú que ver otra vez con un asesinato?
Empecé a contar lo que había ocurrido en la productora y la información que me habían filtrado: que el guionista jefe —como tantas veces en fin de semana— se había quedado en su despacho a trabajar en el guión. Que a última hora de la tarde debió de entrar en el estudio y subir a la galería, donde también ese domingo —al igual que en los anteriores fines de semana en que no hubo rodaje— habían estado construyendo durante el día el nuevo decorado para el salón con chimenea/biblioteca. O bien el autor del crimen tenía una llave o bien Zacharias le franqueó el paso al edificio de la productora. El empujón que lo arrojó al decorado que representaba el cuarto de baño debió de tener lugar hacia las once de la noche.
Christopher tenía la mirada clavada en el reloj de cuco que había traído Alioscha.
—¡Es espantoso! —exclamó.
Repartí el vino que quedaba.
—¿Quién se ha quedado cuidando de Anna y Jonas? —pregunté—. ¿O es que de pronto ya no necesitan canguro?
—Está allí el abuelo Auerbach.
—¿Quién? —inquirió Alioscha.
—El padre de Charlotte Auerbach. Vive a la vuelta de la esquina, en la casa contigua.
—Vimos la foto en Vamp, ¿no te acuerdas? —puse en el plato de Alioscha la última empanadilla—. El entierro de la madre de Charlotte. Fue por eso por lo que vino a Munich.
—¿Y cómo va ahora a vuestra casa a cuidar de los niños? —siguió preguntando Alioscha.
—La pequeña Anna les rompió un cristal a los Auerbach. Así fue como nos conocimos.
Christopher se puso a filosofar sobre lo curioso que era haber vivido años al lado, el viejo y él, sin prestarse atención y de repente haber entablado esa amistad.
—Quizá sea —Christopher hacía girar su copa sobre el pie— que ahora es especialmente consciente de lo que significa ser abandonado por la mujer a la que uno ama por encima de todo.
—¿Qué quieres decir con eso?
Esbozó una sonrisa de medio lado.
—El domingo tuvimos bronca Régula y yo. Por lo de Zurich, esa empresa de chalados que tenéis. El aire estaba tan espeso que huí otra vez a casa del abuelo Auerbach —Christopher se desperezó como si todo aquello no tuviera tanta importancia y se limitó a agregar—: Ya os digo, chicos, en estos momentos no es nada divertido lo que ocurre en casa.
Yo reflexioné.
—Si estabas el domingo en casa del viejo Auerbach, ¿por casualidad viste también a Charlotte?
Christopher tuvo que pensarlo un momento.
—Sí. Estuvo poco rato. ¿Por qué?
—¿Qué tal estaba ella?
—No muy bien. También allí había una atmósfera rara. Al llegar yo, ella se largó.
—¿Y a qué hora fue eso, aproximadamente?
—Preguntas unas cosas… No tengo ni idea. Quizá hacia las nueve… ¿Estás pensando que ella tiene algo que ver con el asesinato?
—Por lo menos el viernes, cuando vino a la peluquería para el glossing, estaba que echaba chispas. Y no creo que el enfado con Zacharias Rosendráger se le pasara durante el fin de semana. Al contrario. Hoy llegó a producción una carta de Charlotte que debía de ser muy vehemente. La productora casi explota. Supongo que Charlotte se ha despedido —reflexioné—. ¿Es así de sencillo? ¿No hay que pagar indemnizaciones y todas esas cosas?
Alioscha apiló ruidosamente los platos. Con ello ponía fin a la velada, que sin embargo empezaba a ponerse interesante.
Después, Alioscha ahuecó furiosamente su almohada. Casi no pude entenderle con el cepillo de dientes en la boca, pero dijo algo así como:
—Muchas veces, los problemas no están tan lejos.
Apoyé la cabeza.
—¿De qué estás hablando?
Se sacó el cepillo de la boca.
—¡A veces no ves más allá de tus narices! Tu cuñado y tu hermana tienen un problema. Eso es lo que debería interesarte y no ese… caso.
—No hace falta que te pongas de mal humor por eso.
Alioscha se acercó mucho a mí, como si quisiera buscar en mi cara algún síntoma de enfermedad.
—Ya veo —murmuró—. Demasiado tarde. Ya estás metido hasta las cejas.