23

Cinco horas y treinta y nueve minutos duró el viaje de Munich a Zurich para una reunión que no se prolongaría más de cinco minutos. Asistentes: el notario, mi madre, Régula y yo. Único punto del día: la elección de Régula como nueva gerente. Firmaríamos uno después de otro el documento, beberíamos una copa de champán y todo estaría decidido.

Yo iba sentado en el tren al lado de Alioscha; eché hacia atrás el respaldo y elevé el reposapiés. No quería ver ni oír nada, a excepción de la película del paisaje, que se desarrollaba en la ventana, y la voz de Alioscha.

Tenía razón en lo que decía. Era admirable la resolución de Régula, su manera de asumir responsabilidades. Abordaba las tareas, quería continuar la herencia de nuestro padre.

—Se traslada con su familia a la villa junto al lago de Zurich y vuelve, después de más de veinte años, al lugar en el que ella misma creció.

—Así es la vida —dije—. Quiero decir que son cosas que pasan. Se cierra un círculo.

Había vacas paciendo, caballos galopando por un cercado y casas dispersas por los prados. En el cielo se acumulaban nubes espectaculares.

Alioscha, sin duda, estaba en lo cierto: el traslado de Régula era un paso decisivo, incluso para mí. Dos o tres meses más y se acababan las visitas a Schwabing. Pero, a mi juicio, no debía ponerme ahora a calcular con cuánta frecuencia había ido en el pasado al zoo, al cine o a la zona de juegos con los niños. Desde luego, se podía hablar de ocasiones perdidas, de oportunidades que no vuelven. Tiempo perdido en todo lo imaginable. Pero en las semanas y meses anteriores me había ocupado de bastantes cosas.

Ojalá supiera qué era lo que me había pasado inadvertido.

Íbamos siguiendo la orilla del lago de Constanza en suave pendiente. En un granero, un cartel: «Se vende heno y paja». «Heno» estaba tachado.

No sé cuánto rato estuve durmiendo.

—Ven —dijo Alioscha—. Vamos a comer algo.

La carta del coche-restaurante era al mismo tiempo un mantelito individual para proteger el mantel. Cuando uno le daba la vuelta a la hoja tenía delante un gran pliego en blanco. Pedimos. Aparté a un lado los vasos, la sal y la pimienta. Alioscha observó interesado cómo trazaba líneas rectas con el bolígrafo. Un cuadro sinóptico. Para sistematizar las cosas.

—Atiende —empecé—. Tina Schmale, productora de AELV. Su relación con Zacharias Rosendráger: fue primero su alumna, luego su amante y, al final, su jefa. Tenían discusiones acerca de Charlotte Auerbach. Posible móvil de Tina: se sentía menospreciada por Zacharias. Y tenía celos por la relación de éste con Viktoria. ¿Pruebas? —miré a Alioscha.

—Ninguna —dijo él.

Raya larga, segunda columna.

—Viktoria Peichl. Estaba ensayando con Zacharias en el plato poco antes del asesinato. Tras la muerte de Zacharias no le prorrogan el contrato. Se separa de su novio, Matthias.

Llegó el pavo al curry. Empujé el plato a la izquierda para poder seguir escribiendo a la derecha.

—Posible móvil de Viktoria: autodefensa, porque Zacharias se hubiera puesto impertinente. Pruebas: ninguna.

Entre bocado y bocado, anoté en la tercera columna:

—Matthias, compañero sentimental de Viktoria. Su salvador en el Schnaitsee, su chófer, su perro guardián. Viktoria lo deja plantado. Afirma haber visto a un desconocido en el recinto de la productora. Posible móvil: quería proteger a Viktoria del impertinente Zacharias. Pruebas: ninguna.

Pedimos café. Faltaban treinta minutos para Zurich. Tenía que darme prisa.

Raya larga, cuarta columna:

—Lukas Schmidt-Denninger, extra y sobrino de Johannes Beyerle. Quiere ser actor a toda costa. Se encoleriza al enterarse de que tiene que dejar la serie y cree que el guionista jefe está detrás de esa decisión. Tiene una coartada para la hora del crimen. Estaba con Charlotte Auerbach.

Alioscha cerró una revista de golpe.

—Charlotte Auerbach sale esta noche en televisión —dijo—. Un talkshow —se puso de pie—. Voy a recoger el equipaje.

—Enseguida termino, tesoro.

Quinta columna. Jan-Joachim Siel, actor y adorador de Charlotte. Su posible móvil: quería impedir que Charlotte abandonara la serie. Cuenta una historia creíble, parece inocente. Pruebas: ninguna.

Una última raya larga para Charlotte Auerbach. Demasiado tarde. Estación central de Zurich. Doblé apresuradamente el diagrama.

El señor Berg, que cuida la casa de mi madre, esperaba en el andén y nos sonreía a nosotros y a todos los viajeros. Mientras nos estrechábamos la mano y nos abrazábamos, oprimí el menú plegado en el bolsillo interior de mi chaqueta. Mentalmente anoté: Charlotte Auerbach, la adquisición más reciente de AELV. Las grandes expectativas de mejorar los índices de audiencia no se habían cumplido.

Yendo hacia el coche, el señor Berg intentó, como siempre, coger el más pesado de los bultos. Le dimos las bolsas de las revistas. Hicimos un slalom entre la gente, Alioscha contó lo que había que contar del viaje y yo pensé: poco antes del asesinato de Zacharias hubo una violenta disputa.

El señor Berg echó a un lado unas botas de goma que había en el maletero. Cargamos el equipaje. Alioscha me empujó al asiento del copiloto.

Posible móvil: Charlotte quería defender su empleo al precio que fuera. Pruebas: ninguna. Tiene una coartada para la hora del crimen. Estaba con el extra Lukas.

A moderada velocidad traqueteamos por la orilla del lago; la aguja del velocímetro bailaba. El señor Berg tarareaba, se veían veleros como manchitas de color salpicando la superficie. Alioscha, detrás de mí, me puso la mano en el hombro y la dejó allí, como si quisiera decirme: mira a tu alrededor. En un mundo como éste no puede haber criminales.

¿Cuál de aquellas historias me había faltado indagar, qué era lo que no había estudiado a fondo, qué pistas no había seguido lo suficiente? ¿Dónde había una falta de lógica?

El señor Berg subió por el camino de entrada y se detuvo justo delante de la puerta de la casa. Al cerrar las portezuelas, el ruido hizo salir de la cocina a la señora Berg. Mientras nos saludaba y abrazaba, nos informó con gran verbosidad de que Régula estaba todavía en la empresa y Christopher con los niños abajo, en el lago; los preparativos para la gran cena iban deprisa, aún había sopa y mi madre estaba durmiendo la siesta.

Me tomé el café y dije a Alioscha:

—Ve tranquilo. Enseguida vuelvo.

—¿Estás bien? —preguntó él.

—Perfectamente, tesoro.

Quería estar solo unos minutos.

En mi antigua habitación con techo inclinado de vigas de madera, abrir el equipaje es un problema logístico. Colgué la chaqueta de la silla. La ventana encajaba mal y, como siempre, sólo conseguí abrirla empleando cierta fuerza. Dos veces, tres, tuve que empujar los batientes, que se abrieron de golpe, con un chirrido. Con el aire entró el fresco olor del lago. El agua centelleaba entre las hojas de los árboles. A lo lejos oí voces, chapoteos, gritos de niños.

Me senté ante el pequeño escritorio y desplegué el diagrama. A derecha e izquierda, en la arañada superficie de madera, me saludaron los viejos dibujos: las caras, cabezas y figuras garabateadas por mí mientras crecía. Hasta las palabras en latín —borradas hace mucho de mi memoria— seguían allí. Era curioso pensar que los niños, Anna y Jonas, que retozaban allá abajo junto al lago, se sentarían y estudiarían aquí en el futuro. Aquel mueble era una auténtica pieza de museo.

Traté de concentrarme.

Una clara voz infantil:

—¡Tomas! ¿Dónde estás? ¡Tomas!

El pequeño Jonas, en bañador y con gafas de nadar, estaba allí abajo gritando:

—A cero grados. ¡El agua estaba a cero grados!

No era el momento adecuado para hacer los deberes.

—¡Ya voy!

No fuimos por el camino, sino que bajamos la cuesta sin seguir una línea recta. Jonas me refirió excitado que Anna era una «saltadora artística». Estaba en el extremo de la plataforma, guiñando los ojos y esperando para asegurarse de que contaba con la atención de todos: Alioscha, Christopher, Jonas y yo. Entonces saltó al agua de pie, con las manos pegadas al cuerpo y derecha como una vela.

Aplaudimos y gritamos:

—¡Estupendo! ¡Bien hecho!

Anna chapoteó resoplando hasta la orilla.

Jonas aguardaba impaciente a que su padre le inflara los manguitos.

—Hace días que no me ocupo de otra cosa —dijo Christopher—. Hacer tableros de ping-pong, poner parches a neumáticos de bicicleta, traer carbón para la parrilla.

Me tendió la mano. Por debajo de las perneras del pantalón, que llevaba recogidas, las blancas pantorrillas contrastaban curiosamente con la roja cabeza y la frente quemada por el sol.

—¿Cuándo vuelve Régula de la empresa? —le pregunté.

—Ya tiene que estar en camino.

—¿Cómo van las cosas entre vosotros?

—Gracias por tu interés. Desde que decidimos que nos mudaríamos en el plazo de dos meses, la situación se despejó del todo.

Christopher se puso a soplar. Miré a mi alrededor. El armazón de bicicleta con los neumáticos desinflados y la cadena oxidada. En la caseta de las barcas, los cristales de las lámparas deslustrados, y algunos rotos. El toldo de la motora, con agua sucia y ladrillos viejos. Todo esperando a ser puesto en funcionamiento y utilizado de nuevo.

—Es una locura, ¿no? —Christopher puso el cierre de plástico a los manguitos—. Dentro de menos de tres meses nos instalaremos en la villa. ¿Quién lo hubiera imaginado?

—¿Recuerdas aquel domingo —pregunté—, cuando después de pelearte con Régula, te escapaste a jugar al ajedrez?

—Cualquiera sabe. Régula y yo… nos peleábamos constantemente, y yo me pasaba la vida en casa de los Auerbach.

—Me refiero al domingo del asesinato, a principios de abril. Dijiste entonces que la atmósfera estaba cargada en casa de Charlotte y su padre. ¿No recuerdas por qué?

—Pero si tú lo sabes mejor que nadie: estaba irritada con esos anormales de la televisión. Querían ponerla en la calle.

—Dijiste que Charlotte se marchó hacia las nueve.

—Tomas, de eso hace una eternidad. Pero si lo dije, así será.

—¿Hubo alguna indicación de que hubiera quedado con alguien? ¿Es posible que tuviera una cita?

—Ni idea. ¿Cómo voy a saberlo?

—Quizá dijo algo en ese sentido. O llamó por teléfono y quedó con alguien. O estaba de buen humor, cualquier cosa.

—Estaba de mal humor. Se fue sin decir una palabra. La tarde fue un completo desastre. Por eso yo también me fui pronto. ¿Por qué te interesa tanto?

—Charlotte ha declarado que a la hora del crimen estaba con ese extra, Lukas. Así que tuvo que ir directamente desde su casa a reunirse con él. Sin embargo, no hay nada que demuestre que fueran pareja.

Christopher se encogió de hombros.

—Pero también pudo verse con ese extra sin que fueran pareja —envolvió a su hijo en una toalla de baño—. Pregúntaselo a ella y ya está.

Volví despacio a la casa. Si la coartada era una cosa convenida de antemano, una mentira, era difícil que Charlotte lo admitiera.

Las puertas de la terraza estaban abiertas y el viento hinchaba las cortinas. Debajo de la araña zumbaban las moscas haciendo zigzags. La madera del parquet y de los escalones gemía familiarmente.

Pero ¿cómo había ocurrido entonces? ¿Sería Lukas el desconocido que merodeaba por el exterior del edificio? ¿Lo aguardaba Charlotte, su cómplice, en alguna parte, en medio de la oscuridad? El hecho era que Charlotte y Lukas se vieron, oportunamente, a la hora del crimen, como si supieran que luego iban a necesitar con urgencia una coartada. ¿Por qué no me había llamado antes la atención aquella peculiaridad? Pero era inútil cuestionar declaraciones comprobadas tiempo atrás por la policía. Para que la señora Glaser empezara a investigar otra vez tenía que proporcionarle un nuevo indicio.

Volví a sentarme ante el escritorio. Una vez más el esquema, mis hechos, hilvanados en el coche-restaurante al lado del pavo al curry.

Llamaron a la puerta.

—¿Quién es? —grité enfadado.

Régula asomó la cabeza por la puerta.

—Tomas, tengo que hablar contigo —dijo.

Desde la muerte de mi padre había una norma férrea: mi madre se sienta siempre a la cabecera. Se hace así en las grandes comidas con invitados y en las asambleas celebradas en el círculo familiar, y rige también en las reuniones de negocios. Excepto aquel día. Por primera vez, mi madre tomó asiento a un lado, frente al notario, que accionó con los pulgares los cierres de latón de su cartera de documentos. Eran las cinco en punto. Con ademán solemne, el hombre extendió sobre la mesa el contrato, un nuevo capítulo en la historia comercial de la familia Prinz. Desde aquel día, la silla del jefe estaría reservada para Régula. Pero estaba vacía. Faltaba Régula.

Siempre había sido mi cometido dar las malas noticias: cuando llevé a mi primer compañero estable, cuando dejé el colegio, cuando me marché a Londres a aprender lo que es un corte de pelo perfecto.

Y ahora el motivo era precisamente Régula, mi hermana, que, ejemplarmente, siempre había colmado las esperanzas de mi madre, salvo en lo que se refiere a la elección de marido. En el último segundo había decidido dar marcha atrás y nadie la haría cambiar de idea. Sin embargo, dar la noticia me incumbía ahora a mí.

—No andes por ahí rodando —dijo mi madre—. Siéntate. ¿Dónde está tu hermana?

—Ocurre lo siguiente —comencé. Sin pensarlo, me senté en la silla de Régula y en ese momento percibí en la mirada de mi madre que con eso lo había dicho todo. Mientras el notario se tiraba de los puños con expresión interrogante, mi madre constató:

—Así que no viene.

Asentí con la cabeza.

El notario, sorprendido, nos miraba a uno y otro alternativamente.

—¿Es una decisión en firme? —preguntó mi madre.

Asentí con la cabeza.

Tal vez tuvo un momento de debilidad cuando se apoyó con ambas manos en la mesa. Para levantarse de la silla necesitó un segundo impulso. Sin hacer caso de la mano que le tendí para ayudarla, se puso en pie y dijo al notario:

—Por favor, disculpe que le hayamos hecho tomarse la molestia de venir para nada.

¿Régula se había retractado, el futuro de la empresa estaba de nuevo en vilo y el único comentario de mi madre era una disculpa con el notario? No.

En la puerta se volvió, fijó la vista en mis zapatos y dijo en un tono que no admitía aprobación ni réplica:

—Dentro de media hora nos reunimos en el salón. Todos.

La alfombra de fibra de coco del pasillo amortiguó el ruido de sus pasos.

El notario se despidió con un murmullo.

El corcho del champán se quedaría aquel día seguramente en el cuello de la botella. Pero ninguno de nosotros se atrevía a hacer más pronósticos para el resto de la tarde. Puede que mi madre decretara el ostracismo o simplemente pasara al orden del día; las dos cosas me parecían posibles. Por precaución, los niños fueron enviados con la señora Berg a la cocina, donde se les proporcionarían golosinas y se les mantendría al margen del hecho perturbador de que Régula, en la hora y media anterior, había derramado muchas lágrimas arriba, en su habitación. Con los ojos hinchados, que ni siquiera el reciente maquillaje podía disimular, aferraba el vaso, el whisky doble que yo le había deslizado en la mano. Como a su lado estaba sentado Christopher —con los brazos cruzados, etcétera—, no había ninguna duda de que la resolución de Régula sería defendida ante mi madre. Si por ello se llegaba a una ruptura en la relación, ya de por sí frágil, con su suegra, a él no le importaría.

Alioscha me preguntó en voz baja:

—¿No sería mejor que yo me marchara?

—De ninguna manera —contesté.

Sólo su presencia podría ayudarme a impedir que las cosas se pusieran feas de un modo u otro.

Para que yo estuviera dispuesto a asumir de buen grado la función de mediador —la situación podía estallar en cualquier momento— había un motivo muy simple: mi mala conciencia. Mientras Régula había tenido que decidir si se sentía capaz de aceptar la responsabilidad de la empresa familiar y cientos de colaboradores, yo atendía a mis quehaceres cotidianos y a un cameo en una telenovela.

Lo que había impulsado a Régula en ese tiempo me había interesado poco, para ser sincero. En vez de hablar con ella, lo único que hice fue intentar manipular su decisión y, al hacerlo, al final la había presionado todavía más. Había dejado sola a mi hermana con todo el marrón. Sí, tenía que enmendar alguna cosa.

Mi madre entró en el salón con un semblante propio de un comunicado oficial. El borde de la alfombra era una frontera invisible que nos separaba de ella, a nosotros, los rebeldes. Nosotros teníamos en la mano nuestras bebidas; mi madre, nada más que las perlas de su collar.

—No sé cómo decíroslo —dio un paso hacia delante, vaciló un poco en aquel suelo que la alfombra hacía mullido y miró a Régula, casi asombrada de que la solución fuese en el fondo tan sencilla—. Mi querida hija. Lo digo como es. Decidir «no lo hago» ha debido de costarte mucho. Déjame hablar. Hubieras debido confiarte a mí. Sé que habrías sido una buena gerente. Pero respeto tu decisión. Sí, te admiro por el paso que has dado. Yo, en tu situación, no hubiera tenido tanto valor en este momento.

Alioscha sonrió a su vaso y Régula balbució:

—Pero la empresa…

—Créeme, ya se encontrará una solución.

—… nuestro traslado, la planificación entera, todo en vano.

—No te preocupes por eso.

Régula se puso de pie, fue hacia mi madre y la abrazó. Las dos eran poco expertas en semejantes muestras de armonía. Después mi madre dijo:

—¿Tomamos ahora un poco de agua con burbujas?

Christopher necesitó unos segundos para comprender. La gran explosión se había ido en humo. Quedaba una ligera sospecha de que en alguna parte hubiese todavía una bomba haciendo tic-tac.

En un principio la tarde transcurrió animadamente, lo que se debió sobre todo a la presencia de Alioscha y a su descripción de los tres últimos meses. Los dos juntos día y noche, eso son unas condiciones muy duras. Contó que no había conseguido paralizar la peluquería con su trabajo en la recepción.

Todos rieron, agradecidos por el tema, que a todas aquellas personas les pillaba bastante de lejos. Puse el brazo alrededor de los hombros de Alioscha y dije:

—Pero nuestra relación ha sobrevivido a ello y el lunes estará Kitty otra vez allí.

Mi madre dejaba vagar la mirada del uno al otro, esbozaba una sonrisa de vez en cuando y hacía mínimas observaciones. Pero la mayor parte del tiempo no hizo otra cosa que revolver con el tenedor las verduras al vapor, la guarnición del filete. Cuando llegó el budín, puso su servilleta junto al plato.

—Y ahora, cada cual puede hacer lo que quiera —dijo.

Christopher atrajo hacia sí a Régula.

—¿Qué, nos vamos de juerga? —le preguntó.

Régula clavó la mirada en su budín como si le estuvieran pidiendo que se pusiera a bailar desnuda encima de la mesa.

—Muchachos —exclamó Christopher—, ¿qué os pasa?

Alioscha se encogió de hombros.

—Lo siento —dije.

Cuando entré en el cuarto de la televisión, mi madre estaba ya tecleando en el mando a distancia.

—Creo que es en la dos —dije.

—Te equivocas. Es en la cuatro…

Para ver el programa de entrevistas con mi madre. Alioscha vio con nosotros al primer invitado, un imitador del canto de los pájaros, pero cuando le tocó al cocinero molecular emigró.

Sin apartar la vista de la pantalla, mi madre empujó hacia mí el dispensador de cigarrillos abierto. Nos pusimos a echar bocanadas de humo.

Yo veía el perfil de mi madre a la luz azulada y no podía dictaminar si seguía la cháchara de la televisión o estaba sumida en sus pensamientos. Me preguntaba lo que había pasado por su cabeza en aquella media hora, sola en su habitación, tras conocer la decisión de Régula. ¿Lloró, se rió o mantuvo un coloquio con mi padre?

En cierta ocasión, Alioscha había hablado de una laguna temporal, un enigma de la historia soviética: Stalin se retiró cuando Hitler declaró la guerra a la Unión Soviética. Nadie sabe lo que hizo Stalin en esos minutos, si lloró, se rió o rezó. Stalin y mi madre, dos enigmas, dos misterios.

Es posible que se me cerraran los ojos por un momento.

Estallaron los aplausos.

—¡Ahora no te pierdas esto! —dijo mi madre.

Charlotte Auerbach salió de entre bastidores; iba acompañada. Mientras se dirigía al grupo de asientos se mantenía medio paso por detrás de su padre, que iba encorvado pero no parecía decrépito. Había que fijarse mucho para ver cuál de los dos llevaba al otro de la mano. Padre e hija demostraban al público que se apoyaban mutuamente. Reconciliación al cabo de treinta años.

Yo quería ver a aquella mujer como si no la conociera y seguir la conversación como si no supiera nada de ella. No; quería imaginarme que había hecho lo inimaginable: matar a una persona.

No sé qué pregunta había hecho el moderador, pero de improviso hubo un silencio total.

—Papá me llamó por primera vez —dijo Charlotte— desde hacía… ¿cuántos años? ¿Quince? ¿Veinte?

El señor Auerbach estaba allí sentado, curiosamente ensimismado, como si se lo estuvieran traduciendo simultáneamente al oído por encima de una cabeza invisible. Charlotte le cogió la mano.

—Nunca lo olvidaré. «¡Por favor, ven!», me dijiste.

Bebió un sorbo de agua y prosiguió con voz un poco ronca:

—Mamá se estaba muriendo. Me fui inmediatamente al aeropuerto. No me puse a reflexionar hasta que estaba en el avión. De Los Ángeles, a través del Atlántico, a Munich: eso es mucho tiempo. Era como un viaje al pasado. Pero era el presente, y muy cruel. Había llegado por fin a tierra alemana, y demasiado tarde. Mamá —Charlotte necesitó unos segundos para recuperar el dominio de su voz— había muerto.

La cámara mostró en primer plano las manos de padre e hija entrelazadas.

Yo había oído ya aquella historia, en la fiesta de inauguración de la casa de Charlotte, narrada personalmente por ella casi palabra por palabra. Como si fuera el ensayo general para aquella salida a escena.

—Oye —dije a mi madre—. ¿Te puedes creer…?

—Ssssh —siseó.

Charlotte estaba en su happy end.

—Lo que estamos viviendo ahora es algo grande, muy valioso. Queremos recuperarlo todo. Para nosotros, que hemos sido unos testarudos, es un regalo. Y mamá… —Charlotte echó la cabeza hacia atrás, para contener la humedad de los ojos o porque suponía que en lo alto había alguien escuchando atentamente—, mamá seguro que es muy feliz allí arriba.

A la luz centelleante del televisor vi que mi madre tenía lágrimas en los ojos.

Alioscha respiraba a mi lado en la cama. En alguna parte golpeaba un postigo. Vi algo con claridad. Con el regreso de Régula a la casa, la vida de mi madre había cambiado. La proximidad de su hija y de sus nietos, la vida cotidiana en común, las peleas, y muchas vivencias comunes todavía hasta el final, la muerte. Mi madre estaba sola. La felicidad que experimentaba el viejo Auerbach se le había escapado a mi madre en el último segundo.

El viento sacudía con furia los cristales.

—¡Alioscha! —lo agarré del hombro.

Volvió la cabeza y se pasó la mano por la cara.

—Ya sé quién es el asesino.