22

TRIXI ESTÁ SENTADA EN UN RESTAURANTE, HABLANDO POR TELÉFONO, MIENTRAS LE SIRVEN UNA BEBIDA CALIENTE TRIXI (suplicante, al teléfono):

Por favor, Gloria, no firmes el contrato. Esta tarde te lo contaré todo.

ENTRA MAX Y MIRA A SU ALREDEDOR COMO SI BUSCARA A ALGUIEN.

TRIXI (precipitadamente):

Tengo que colgar.

TRIXI GUARDA EL TELÉFONO. MAX SE SIENTA JUNTO A ELLA.

MAX (despectivamente):

Dios mío, qué pinta tienes con esos pelos. ¡Vaya destrozo! Di lo que tengas que decir, pero deprisa.

TRIXI (decidida):

Antes de que Gloria entre en tu empresa, quiero que sepa toda la verdad. Tiene que saber qué clase de cerdo eres. TRIXI Y MAX SE MIRAN DE HITO EN HITO, LLENOS DE ODIO.

Siguieron mirándose y mirándose…

—¡Corten! —exclamó una voz.

—¡Tomas, tu entrada! —llamó el director—. ¿Qué pasa?

Se quitó los cascos y salió de detrás del pupitre lleno de pequeñas pantallas. El ayudante de sonido hizo bajar la larga pértiga con el micrófono.

Yo estaba sentado de espaldas a la cámara en el decorado del restaurante, entre los extras que se hallaban en la barra.

—Disculpen —dije—. Estaba distraído. No volverá a suceder.

Estaba pensando en un actor que ha cometido un crimen; a mi juicio, tiene que dominar un arte especial: dejar de lado los hechos, disociarse del asesinato como de un papel que ya no interpreta. Tal vez hoy, seis semanas después de los hechos, era capaz de sentirse libre de toda culpa.

—Otra vez —el director juntó las palmas de las manos como si me suplicara—. «Qué clase de cerdo eres», fíjate bien, esa frase te da el pie. Te levantas de la mesa, vienes ligero hacia aquí y dices: «Disculpen que les moleste…», etcétera, etcétera. ¿Está todo claro?

Mientras la maquilladora me pasaba otra vez el pincel por la cara pude ver cómo Jan-Joachim se desperezaba, relajado como si se hubiera echado una siesta, y, con los ojos entrecerrados, clavaba la mirada en mí. Parecía estar calculando mentalmente cuántos intentos más me harían falta para culminar aquella sencilla escena. Por el contrario, Viktoria miraba hacia delante; se mantenía en tensión para volver a recitar sus frases como si apretara un botón.

—Entramos con Trixi. Enlace: «Hace mucho que no soporto verte».

—Un paso atrás. ¡Atención!

La ayudante de maquillaje salió disparada.

—Magnetoscopio en marcha.

—Y ¡por favor!

TRIXI (decidida):

Antes de que Gloria entre en tu empresa, quiero que sepa toda la verdad. Tiene que saber qué clase de cerdo eres.

TRIXI Y MAX SE MIRAN DE HITO EN HITO, LLENOS DE ODIO. SE ACERCA UN HOMBRE QUE ESTABA EN LA BARRA.

TOMAS PRINZ (cortésmente):

Disculpen la molestia, por favor. Tengo que decirle que su belleza, quiero decir, el semblante de usted, me inspira desde el punto de vista creativo. Lo que quiero decir es que…

TRIXI Y MAX MIRAN A TOMAS PRINZ SIN ENTENDER NADA.

TOMAS PRINZ YA NO SABE QUÉ DECIR.

—¡No consigo recordar esa maldita frase! —exclamé, tapándome con la mano la luz de los focos.

El director se inclinó moviendo la cabeza hacia sus colaboradores, sentados junto a él en el pupitre. La cámara describió una curva desde donde yo estaba hasta su posición inicial.

—No hay problema —ahora era la ayudante de dirección la que venía hacia mí. Hojeó sus documentos y leyó sin mucha entonación—: «Disculpen que les moleste, por favor. Pero es que estoy deslumbrado. Su rostro me inspira. Me encantaría convertirla en la belleza que por naturaleza es». Okay? ¿Lo tienes ya?

Lo repetí mentalmente.

—Y por favor, fíjate bien —marcó un sitio en el suelo con una tiza—, en realidad tienes que llegar sólo hasta esta raya. Miras a Trixi fijamente a los ojos y pones en la voz todo el sentimiento que puedas. Luego: tarjeta de visita sobre la mesa, mirada a Trixi, mirada a Max, y te vas. Eso es todo. ¿Alguna pregunta?

—Sí —la ayudante me miró asombrada—. Nadie habla así. Desde luego yo no.

El director exclamó:

—Eso no es una pregunta. Continuamos. ¡Atención!

El ayudante de sonido levantó la pértiga con el micrófono.

—Tommy tiene toda la razón —intervino Jan-Joachim—. Su texto es una imbecilidad, tan acartonado y tan hinchado. ¿Por qué no inventa, simplemente, su propio texto y dice lo que diría como peluquero en una situación así? A ver, Tommy, ¿cómo sería?

Todos me miraron.

Observé a Viktoria con su pelo lleno de trasquilones. El problema era que a una mujer con ese aspecto yo no le diría nada en absoluto. Me encogería de hombros y pensaría: anda, una de Berlín.

—Bueno… —empecé—. Probablemente le diría: si necesita usted un peluquero, puede venir a verme.

—¿Nada más? —inquirió Jan-Joachim.

—Nada más.

—¿Tarjeta?

—Es innecesaria. En un restaurante como éste me conocerían.

—Diez minutos de descanso —dijo el director, como si el tribunal se retirara a deliberar.

Cuando me dirigía hacia la salida, una mano se posó en mi hombro pesadamente. Con su aftershave, Jan-Joachim me resultaba tan fastidioso como aquella vez los molestos jacintos en el camerino de Charlotte. El asesinato, las flores, ¿cuadraba lo uno con lo otro? Me ofreció un cigarrillo.

—No, gracias.

Me quedé por allí con Jan-Joachim y los extras fumadores por si todavía se presentaba aunque fuera una mínima oportunidad de formular las preguntas: ¿estabas aquella noche en el aparcamiento? ¿Fuiste a hablar con Zacharias y perdiste el control? Apreté los puños dentro de los bolsillos del pantalón. Me sentía como paralizado.

Con un cigarrillo entre los dientes, rodeado de algunos fans, Jan-Joachim repartía autógrafos y decía:

—No te preocupes, Tommy. No eres el primero que se atasca cuando la cámara y los focos empiezan a funcionar. Con el texto, el cronometraje, la presión del tiempo… Les ha pasado también a los otros invitados especiales, al alcalde, a la ministra de Familia, al ganador de medallas de oro, al rapero y a todo el que ha pasado por aquí. Pero lo importante es participar, ¿no es cierto?

—Perdón.

Uno de los chavales que estaban allí haciendo novillos me tendió un lápiz y un cuaderno.

Firmé y pregunté a Jan-Joachim, por encima de las cabezas de los fans, que ahora había formado cola junto a mí:

—¿Es verdad que tienes todos los capítulos de AELV en DVD?

El jefe de producción voceó desde la puerta:

—¡Chicos, seguimos!

Jan-Joachim tiró su cigarrillo.

—5065 capítulos, y cada día son más. Si quieres verlos, tendré mucho gusto.

Al cruzar el plato pasamos por el supermercado, por la cocina con el banco de esquina, por el despacho con vistas panorámicas. La bañera del escenario del cuarto de baño estaba vacía y limpia y lo más seguro es que jamás se volviera a utilizar. Al lado arrancaba la escalera que conducía a la galería. Yo nunca había estado allí arriba, no había recorrido hasta el final el camino del asesino. Me volví hacia Jan-Joachim.

—Esta noche —dijo.

—¿Qué? —pregunté.

—Es una invitación.

—¿A tu casa?

—En Bogenhausen. Calle Delp, 17. A las nueve.

—Señores, ¿tienen la bondad? —gritó el jefe de producción—. ¡Cada uno a su sitio!

A las ocho y media tomé un taxi delante de casa.

—A la calle Delp, por favor.

Antes de salir, Alioscha incluso me deslizó en la mano su teléfono, diciendo:

—Por si acaso.

Aquel careo le seguía pareciendo peligroso y estaba convencido de que yo iba a hacer que Jan-Joachim se escamara por algo que dijera o por una mirada. Según el pronóstico de Alioscha, si era el asesino, aquella noche intentaría «ahogar de raíz» mis sospechas.

—¿Ahogar? —interrogué—. ¿Qué quieres decir con eso?

Bea me puso la mano en el brazo con gesto tranquilizador.

—Lo más importante —me dijo— es que, pase lo que pase, no pierdas el control. Ni el valor.

El taxista torció en la calle Müller; marqué el número de la comisaria. Pero ni Annette Glaser ni su ayudante Torsten estaban en el despacho. El compañero que se puso al teléfono no estaba al tanto del caso Zacharias Rosendráger. Mientras anotaba mi número quiso saber:

—¿Puede esperar el asunto hasta el lunes?

—Por supuesto —respondí—. No corre prisa.

Traté de persuadirme de que me dirigía simplemente a pasar una velada viendo DVD, una reunión nostálgica alegremente bañada en cerveza.

En la plaza Böhmerwald dije al taxista que se detuviera, pagué y me apeé; casi me dejo en el asiento las bolsas de regalo con los productos para el cuidado del cabello. Quería hacer los últimos metros a pie. En los minutos que faltaban para el anochecer, el crepúsculo se tragó todas las sombras. La gente estaba ya en casa, pero aún quedaba alguien paseando al perro. Bogenhausen estaba como muerto.

La casa con el número 17 estaba escondida entre árboles y altos arbustos y era, por lo que se podía ver desde la cancela del jardín, una de esas venerables y hermosas villas que, en una época indeterminada, y para darles un aspecto más práctico y moderno, habían sido remodeladas y divididas en pequeñas viviendas. En uno de los rótulos visibles junto a la entrada del jardín, arriba a la izquierda, aparecían cuatro escuetas letras sobre un fondo dorado: «Siel». Apreté el botón.

Hubo un ruido en medio del silencio. Encima del panel de los timbres se movió el ojo de una cámara, que tras enfocarse electrónicamente permaneció inmóvil.

—¿Hola? —dije.

No hubo respuesta. Al asir uno de los barrotes de la cancela, la puerta cedió sin ruido. Por debajo de la rodilla se encendieron varias lámparas, una tras otra, iluminando en pequeños círculos el camino a través de las tinieblas, mientras a mis espaldas la verja de hierro se cerraba con un chasquido.

No pude distinguir si estaba cruzando un bonito parque o un pequeño jardín, si había un estanque o columpios para niños en alguna parte. Bajo las suelas de mis zapatos crujía la grava, en la oscura fachada se veía la luz de dos ventanas y la puerta de la casa zumbaba ya.

Como siempre, subí por la escalera en lugar de tomar el ascensor. Arriba, la puerta se abrió.

—Hola —llamé, intentado compensar la falta de aliento con vivacidad. De nuevo, no hubo respuesta—. ¿Jan-Joachim? ¿Estás ahí?

No había más que bolsas de plástico. En el pasillo, junto al perchero. En la cocina, encima de los armarios. En el salón, debajo de la mesa. Aquel orden era un signo de abandono. Era como si todas sus pertenencias estuvieran metidas en bolsas y preparadas para su transporte al basurero.

No sé cuándo se puso detrás de mí aquella figura ni cuánto tiempo llevaba observándome. La descubrí reflejada en el oscuro cristal de una ventana. Con su hirsuto pelo rojo, sus lívidas mejillas y su nariz larga y ganchuda, allí estaba plantado aquel ser sin emitir ningún sonido.

Di un grito, tropecé y me caí, y el ser cayó también, pero en el sillón, y gritó aún más fuerte. No: se rió. Jan-Joachim se quitó la máscara de goma que llevaba puesta.

—¡Dios mío, tenías que haberte visto la cara cuando gritaste! —jadeó.

Una broma muy divertida que al parecer les gastaba a todos los visitantes que iban a su casa por primera vez. Reía y charlaba y reía, un alma simple, todavía entusiasmado con su numerito de bienvenida, un actor que no quería crecer, que birlaba el jersey del osito. O un hombre que tenía algo que ocultar.

Puso en la mesa dos cajas de sushi, abrió unas cervezas, dijo «a tu salud» y «gracias» por mis productos cosméticos, que añadió al resto de la basura. Explicó que las bolsas eran su intento de poner orden.

—No me has invitado sólo por los DVD, ¿verdad? —le dije.

—En efecto —Jan-Joachim puso una pierna en alto—. Eres el peluquero de Charlotte.

—Sí, ¿y qué?

—Es que las mujeres se lo cuentan todo a su peluquero, ¿no? Quiero que sepas que voy en serio con ella. Por si te pide tu opinión alguna vez. ¿O acaso lo ha hecho ya?

—No —repuse—. No lo ha hecho.

Jan-Joachim me miró fijamente; parecía estar pensando en si eso era una buena o una mala noticia.

—¿Desde cuándo hay algo entre Charlotte y tú? —le pregunté.

—Desde la fiesta de inauguración de su casa.

—¿Sólo?

—Yo estaba loco por ella desde el principio. ¡A mi edad! Me comporto como un adolescente. Estoy nervioso porque ahora tengo que ir a conocer a su padre. Consulto al peluquero. Qué tontería, ¿no? —Jan-Joachim se llevó a los labios la botella de cerveza.

Decidí que una mentira como una casa estaba justificada en aquel momento.

—Matthias te vio en el aparcamiento el domingo por la noche —dije—, poco antes de que Zacharias fuera asesinado —Jan-Joachim bebió y ni siquiera se atragantó—. ¿Querías obligar a Zacharias a quitarse de la cabeza el disparate de echar a Charlotte? ¿Lo tiraste desde la galería?

Jan-Joachim dejó la botella vacía junto a sus pies, apoyó las palmas de las manos en los muslos y miró a su alrededor moviendo la cabeza.

—No puede ser.

Se agachó y hurgó en una de las bolsas, pero no encontró lo que buscaba.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Espera aquí.

En cuanto salió de la habitación me puse de pie. Por supuesto, esperé allí. ¿Adónde iba a ir? Fuera, al balcón, a dar a Alioscha un informe provisional. Pero ¿qué podía contarle? Que no había manera de sacar de sus casillas a Jan-Joachim. Al contrario que a mí.

—Siéntate.

Había encontrado lo que buscaba: una foto enmarcada.

Al principio no pude identificar a la persona retratada. Jan-Joachim la contemplaba con expresión de ternura, pero también con melancolía. Una foto de Charlotte, supuse.

Colocó la foto enmarcada sobre la mesa. Entre bandejas de sushi, botellas de cerveza y limoncello, sonreía afablemente el actor Johannes Beyerle.

—Antes de que saques conclusiones apresuradas —dijo Jan-Joachim—, tienes que escuchar lo que tengo que decirte. Lo que te voy a contar ahora no se lo he dicho todavía a nade. Ni siquiera a Charlotte.

Me apoyé en el respaldo y escuché con atención. Sólo hacía una pausa cuando tomaba un sorbo de cerveza.

—Beyerle y yo éramos amigos. Los dos estábamos en AELV desde el comienzo. La única diferencia en nuestras carreras es que él fue despedido poco antes del capítulo del aniversario, desechado como un mueble viejo y arrojado a la calle, mientras que yo he podido continuar hasta hoy. No sé por qué le tocó a él y no a mí. En nuestro oficio, un despido así es una catástrofe. Después de cinco mil episodios y veinte años en Así es la vida ya no tienes ninguna oportunidad. En la televisión alemana no te dan ningún otro papel. Estás acabado, tu carrera ha terminado.

Jan-Joachim bebió y yo pensé: ¿adónde querrá ir a parar?

—Entonces vino Tina Schmale como nueva productora. Intentó llamar de nuevo a Beyerle. Pero él no quiso volver. Estaba resentido y quizá también ofendido, se sentía a merced de las ocurrencias y caprichos del patrón, que van y vienen y disponen de uno sin más. Había terminado con la telenovela. Sólo se ocupó de una cosa más. Quería evitar a su sobrino Lukas la vida de un actor de telenovela… Lukas Schmidt-Denninger. Quería mucho a ese joven. Y siempre deseó que, con sus ambiciones artísticas, siguiera el camino que pasa por las escuelas de arte dramático y por el teatro y no creyera que iba a encontrar en la telenovela un modo de entrar en la profesión. «Del olor a jabón», decía siempre Beyerle, «no te libras jamás».

Jan-Joachim tomó la foto y la contempló durante un rato.

—Como amigo y compañero tuve que prometer a Beyerle que cuidaría de que Lukas no entrara en relación con Así es la vida. Cuando sacaron muerto del Isar a Beyerle, comprendí que aquello era un legado. ¡Poco después, Lukas entró en AELV como extra! Curioso, ¿verdad?… Tenía que hacer algo rápidamente. Uno de los autores de líneas arguméntales tuvo una idea que me pareció genial: en una escena del capítulo 5048 se despide a un extra que hace un papel de empleado. De ese modo saldría tan deprisa como había entrado. Me costó una caja de cerveza para el equipo de guionistas y la cosa quedó resuelta. Y luego sucedió. Nada más terminar el guión, encuentran muerto al guionista jefe.

—Entonces, ¿Zacharias no había tenido absolutamente nada que ver?

—Tú lo has dicho. Me cago en…, pensé. Lukas, un asesino, y yo estaba metido con él en el asunto. Pensaba seriamente que lo había impulsado a hacerlo. ¿Cómo se llama eso? ¿Complicidad en un asesinato? No sabía qué hacer. Luego vino la policía. Interrogaron a Lukas sin que yo hubiese dicho nada a nadie. El resto de la historia ya lo conoces. Lukas es inocente. De repente se saca una coartada. Lo que supuso para mí el segundo shock: Lukas estaba con Charlotte a la hora del crimen.

Me froté la cara. ¿Qué historia era aquélla?

Se inclinó hacia delante.

—¿Crees que la relación entre los dos era puramente platónica, como siempre ha afirmado Charlotte? Tú la conoces mejor que yo. ¿Te ha contado algo? ¿Puedes creerlo? ¿O está mintiendo porque no confía en mí? —Jan-Joachim me miró como si su futuro, su vida, dependieran de mis respuestas.

—No lo sé —le dije.

Crucé el jardín en sombras. Jan-Joachim era inocente. Yo había pensado que tal vez consiguiera acercarme mucho a la verdad, pero nunca estuve más lejos de ella que entonces.

Detrás de mí, la puerta se cerró con un chasquido.