Epílogo

 

 

Casi tres años después

 

Julianna observaba desde la cubierta a su marido, que daba instrucciones a uno de los oficiales. Con el pelo ondeando libre como el aire que lo mecía, con una mano apoyada en su abultado vientre y con otra sosteniendo la última carta de su tía, sonreía plácidamente recordando algunos de los momentos de los últimos tres años; su boda en esa misma cubierta, las dos semanas posteriores navegando por la costa disfrutando el uno del otro y del futuro que les esperaba, atravesar la capilla de la mansión del brazo de su flamante y orgulloso marido para asistir a la boda de su cuñado y futuro conde de Worken con lady Adele, el cariñoso recibimiento del conde ese día, abrazándola como hija y entregándole el mejor regalo de bodas que podía esperar, su casita del bosque. Recordaba las tres últimas navidades y los veranos pasados, siempre en compañía de toda su familia, de los De Worken, del almirante y sus hijos, de tía Blanche y Amelia, siempre juntos, unas veces en la mansión de los De Worken, otras en la mansión de tía Blanche en la costa, y la última Navidad en la enorme mansión que Cliff le había regalado como muestra de su amor eterno cerca del condado, en un terreno que abarcaba un pequeño bosquecillo y una enorme cala donde habían construido un pequeño puerto y donde atracaban cada vez que regresaban a casa, a Irlanda.

Tres años en los que había navegado con su marido y, como él le había prometido, siempre juntos. La había llevado a la cala donde estaba su maravilloso faro, a los lugares visitados años atrás como oficial de la Marina, a algunos de los puertos donde la naviera de su tía, que ahora dirigía con la ayuda de Cliff, tenía atraques, almacenes o algunos de los barcos que formaban parte de la flota. A esas alturas consideraba a la tripulación del Valquiria como segunda familia, una familia que la acogió casi como una más. Para ellos era su señora, su capitana, la respetaban pero también la trataban como uno más de la nave y, como los demás, tenía sus propias funciones dentro del barco. Entre ellas, por supuesto, la de preparar postres y dulces al menos varias veces por semana. Para los marineros más experimentados y mayores era como una hija; para los jovencitos, como una hermana mayor que velaba por ellos con fraternal cariño; y para el resto era la esposa del capitán y la dama del barco, y la protegían y cuidaban como si de una parte de ellos mismos y de su barco se tratase.

Pero, sin duda, lo que más gustaba a esos rudos marineros, sobre todo pasando tanto tiempo lejos de casa y de la familia, era jugar y disfrutar de los gemelos, de los pequeños Maximilian y Amelia, los dos trastos nacidos en ese mismo barco un día antes de atracar en Inglaterra, donde regresaban para que Julianna tuviese su primer hijo rodeada por su familia. Sin embargo, ese primer parto no se hizo esperar y, para sorpresa de todos, se adelantó un poco y vino, además, con doble alegría. Desde el mismo momento de su nacimiento, los pequeños se convirtieron en los hijos honoríficos de todos y cada uno de esos hombres. Para alegría de sus padres, los pequeños parecían, a pesar de su corta edad, nacidos para la vida en el mar. El pequeño Max ya se encaramaba al timón del barco y lo sujetaba con fuerza cada vez que su padre lo subía al puente, mientras que la pequeña Mel solía dormirse en brazos de su padre cada noche escuchando el susurro del mar en la cubierta y los arrullos de Cliff antes de ponerla en su cuna junto a su hermano. Los pequeños, de ojos verdes, se encontraban en ese momento de pie, agarrados a las fuertes piernas de su padre mientras miraban con los ojos muy abiertos a los marineros que subían por las vergas y los palos, preparando la maniobra que su orgulloso padre acababa de ordenar a uno de los oficiales.

Giró para apoyarse en la barandilla y ponerse cara al mar levantando la cara un poco para sentir el calor del sol que bañaba toda la cubierta. Julianna no podía dejar de sonreír. Se sentía completa, feliz, tenía una familia que la amaba y a la que amar y una vida que la llenaba y la colmaba de un modo que jamás pudo soñar.

—¿Por qué sonríes?

La voz de su marido le llegaba con el calor y el amor que la cubría como desde el primer día mientras con suavidad apoyaba sus manos en la tripa de Julianna, abarcando todo su cuerpo con un cariñoso abrazo que le permitía apoyar la espalda en el fuerte torso de Cliff.

—Umm… Creo que porque soy muy feliz. —Apoyó la cabeza en su hombro. Giró suavemente la cabeza para mirar por encima de su hombro en dirección al puente—. ¿Y los niños?

Cliff la sujetó e inclinando la cabeza para depositar un dulce beso en la curva de su cuello contestó:

—Están volviendo loco a Robert y la señorita Donna les vigila…

Robert era el oficial más veterano de la nave y uno de los que más atenciones recibía de los gemelos, que parecían fascinados por la canosa barba y las enormes manos de viejo marino desde el primer día que los cogió en brazos, mientras que la señorita Donna, como la llamaban, era la niñera jamaicana que viajaba con ellos desde que Cliff la salvase de ser vendida como esclava en una de las escalas que habían hecho dos años atrás, cuando Julianna estaba aún embarazada. La señorita Donna se había revelado como una excelente cuidadora de los gemelos, a los que quería casi tanto como sus padres.

—Les he prometido que, en cuanto regresemos a casa, les daré su primera lección de equitación.

De nuevo besaba a su mujer en el cuello justo antes de que ella girase entre sus brazos.

—Cliff —dijo con el ceño fruncido—. Aún son muy pequeños…

Él la besó en los labios y, sonriendo, dijo:

—Yo me subí a un caballo con mi padre por primera vez a su edad. Además, son De Worken, no pueden evitar ser algo intrépidos…

—¿Intrépidos?, vaya, ¿así que así es como llamas tú a la total falta de cordura?… Yo los llamaría temerarios… En eso, sí, sin duda, han salido a su padre. —Le sonrió mientras elevaba los brazos para colocarlos detrás de su nuca y acercar aún más su abrazo—. Al menos, eso te tendrá entretenido los últimos meses de este embarazo, porque todavía recuerdo que en el anterior apenas me dejabas moverme, estabas excesivamente posesivo…

—¿Posesivo? —dijo con falso tono de indignación—. Cariño, eras un peligro andante, siempre empeñada en hacer cosas y no parar. Alguien tenía que procurar que descansases y te cuidases, a ti y a nuestro pequeño… Bueno, pequeños. —Miró de soslayo a los gemelos—. ¿Cuando aprenderás que mi deber y mi placer están en mimarte? —La besó tiernamente—. Pero, esta vez, nos vamos a asegurar de llegar a tiempo, ¿eh? Procura que nuestra niña no salga antes de tiempo, al menos no antes de pisar tierra firme…

—¿Niña? ¿Por qué crees que será una niña?

—Porque tú ya tienes tus niños de ojos verdes y ahora me toca a mí una pequeña de ojos color miel…

La besó de nuevo y ella rio.

—¿Y si es niño?

—Será bienvenido y amado como el que más, pero volveré a intentarlo con ahínco. —La besó de nuevo—. Una y otra y otra vez… Y cuando tengamos toda una tribu de niños y niñas de ojos verdes y miel dejaremos que sean ellos los que sigan la tradición, mientras que yo seguiré amando, cada noche, cada mañana y cada día, a mi esposa hasta el fin de nuestros días.

Julianna se rio de pura felicidad.

—Te tomo la palabra. —Lo besó solo con un roce—. Y hablando de palabra… He vuelto a leer la carta de tía Blanche. Creo que, si no nos detenemos en Londres, nos daría tiempo de llegar al condado para el nacimiento. Ethan estaba deseando que llegásemos a tiempo, porque dice que Adele está un poco asustada por el parto, creo que teme tener también gemelos… ¿Te imaginas?

Cliff rio con unas sonoras carcajadas.

—Bueno, Ethan se lo tendría merecido. Adoro a los gemelos, pero dos diablillos de golpe, que parecen capaces de comunicarse con solo una mirada, resultan agotadores. Desde luego, si ocurre, preveo que mi hermano va a estar muy ocupado estas próximas fiestas navideñas…

Rio de nuevo.

—No seas malo. Se lo pasa en grande cada vez que está con ellos. Además, tu padre está deseando tener la casa llena de niños. Lo que me recuerda que, esta vez, no podremos quedarnos en la casa del bosque. Deberíamos quedarnos en la mansión, para estar cerca de Adele y que tu padre ejerza de orgulloso abuelo. Además, estarán allí tía Blanche y Amelia. ¡Oh! Y el almirante dice que Eugene y él se reunirán con nosotros a tiempo, ya que Max por fin regresa a casa para quedarse. Tras la boda de Eugene se va a licenciar de la Marina y asumirá sus obligaciones ducales…

Cliff gruñó.

—Demasiadas personas alrededor… —La besó en el cuello—. Siempre que me prometas que te escaparás conmigo a nuestra casita, los dos solos sin nada ni nadie…

Empezó a besarla por las mejillas, por la barbilla y bajando al cuello. Julianna estaba luchando contra los ríos de lava que recorrían su abultado cuerpo.

—Prometido —dijo con la voz ronca y, poniendo las manos en el pecho de Cliff, obligándole a parar sus caricias—. Estamos en la cubierta del barco… Por favor… —dijo ruborizándose y lanzando una mirada alrededor.

Cliff se rio y cerró de nuevo fuertemente los brazos alrededor de su esposa, ignorando los refunfuños, nada convincentes, de la misma.

—Son rudos marineros, dudo que se escandalicen. —De nuevo ciñó en su abrazo a su esposa para pegarla a él, demostrándole así la excitación de su cuerpo—. Además, la culpa es tuya por provocarme… Eres demasiado deseable para intentar no abalanzarme sobre ti. Dale gracias a los cielos por ser capaz de contenerme y no arrancarte la ropa aquí mismo.

—¡Cliff! —Se reía—. Eres incorregible, nunca cambiarás.

—Eso, amor mío, eso te lo puedo prometer… —La volvió a besar.

Un mes después nacieron lord Sebastian Julius de Worken, heredero del condado, y lady Marian Dorothea de Worken, la linda melliza del heredero y la niña de los ojos del orgulloso padre. Dos meses más tarde vino al mundo lady Anna Blanche de Worken McBeth, la tercera hija de Cliff y Julianna, una pequeña niña de enormes ojos color miel y de pelo castaño rojizo que hacía las delicias de los gemelos, que la cuidaban como si de su mayor tesoro se tratase, y de su tía abuela Blanche, que afirmaba que era la digna sucesora de la saga McBeth, de fuerte carácter y tan tenaz como sus ancestros. Sin embargo, era su padre el que parecía incapaz de alejarse de su niña de ojos miel.