Capítulo 1
Sin abrir los ojos, Julianna sabía que había llegado el mediodía. Notaba el calor del sol rozando su mejilla mientras la otra permanecía apoyada sobre la almohada. No había dormido nada en toda la noche, aunque llevaba varias horas con los ojos cerrados intentando conciliar el sueño. Intentó recordar lo sucedido los días anteriores. Se frotó los ojos, que notaba hinchados de tanto llorar y haber pasado varios días sin verdadero descanso. Sentía el cuerpo pesado, torpe y casi entumecido del largo tiempo transcurrido acurrucada bajo la manta.
La muerte de su padre, al caerse de la montura la mañana que iba al mercado de abastos a negociar con los comerciantes los precios del maíz que estaba a punto de ser recogido en la finca, había supuesto la pérdida del cabeza de familia, del padre cariñoso y comprensivo que la acompañó toda su vida, pero, además, de la única persona que la quiso de veras desde que era un bebé regordete y torpón.
Timón McBeth era un granjero honrado y trabajador. Era irlandés de origen, pero años atrás, cuando aún era un niño, marchó de su querida Irlanda hacia Inglaterra junto a sus padres, sus hermanos y su única hermana en busca de mejores oportunidades. Con el transcurso de los años, había decidido regresar a la tierras verdes y fértiles de Irlanda buscando un futuro mejor que el que parecía tener en el pequeño pueblo costero donde se instaló su familia, y en el que apenas había trabajo y futuro para unos pocos hombres dispuestos a trabajar en la pesca de pequeño calado. Nada más llegar al pequeño pueblo del condado irlandés, del que eran oriundos todos los McBeth, supo que quería instalarse en él y dedicarse al cultivo de maíz o de algodón, o de cualquier cosa que no implicase salir a pescar, limpiar pescado y tener que sortear los peligros del mar embravecido tras largas horas de faena en la cubierta de un barco, rodeado de hombres cansados de trabajar de sol a sol por el mísero salario que les ayudaba a mantener a sus familias. Además, él se prometió a sí mismo, al cumplir los 18 años y dejar ese pueblecito costero inglés, que buscaría un trabajo que le permitiese tener una familia propia, una esposa que lo pudiese recibir todos los días a la hora de cenar y unos hijos a los que ver crecer y enseñarles cómo vivir de manera digna y honrada.
Durante unos años, trabajó duro en los empleos que le iban surgiendo, desde maderero hasta techador, cualquier cosa que le permitiese subsistir mientras ahorraba lo suficiente para arrendar una de las granjas de la zona alta del pueblo, que eran las más fértiles y productivas. Sabía que, aunque lograse el dinero para ello, llevar una granja requería una gran fortaleza y mucho trabajo, pero ello no le asustaba, así como tampoco pasar unos primeros años vigilando cada penique que gastaba. El día que llegó a la gran mansión del conde de Worken con su propuesta bajo el brazo para el arrendamiento de una de las zonas de cultivo, propiedad del conde, fue unos de los más felices de su vida, no solo porque parecía haber logrado poner la primera piedra de un futuro prometedor y estable, sino porque ya tenía algo a lo que aferrarse para pedirle a la pequeña Emily Thompson, hija del pastor, que se casase con él. Emily era una jovencita atractiva, vivaracha y con un espíritu soñador y tan luchador como el suyo, por lo que sabía que era la perfecta pareja para él y una perfecta madre para sus futuros hijos.
Durante los primeros años, estuvo muy ocupado reconstruyendo el caserón central de la finca, convirtiéndolo en un hogar y preparando una primera recogida de maíz, cultivo que muchos de sus vecinos decían que no lograría sacar adelante por lo arriesgado que era en esas tierras y por lo duras que eran tanto su siembra como su recogida. Pero no le importó, luchó y, tras unos meses de duro trabajo, consiguió lo suficiente para el pago del arrendamiento, unos arreglos para la casa y su boda con Emily. Se casaron en una ceremonia íntima pero llena de amor. Mantuvieron el nombre originario del lugar, Landscorp, que se convertiría, desde ese momento, en su hogar, sintiéndolo, así, parte de ellos.
En los cinco años siguientes, vinieron los tres hijos varones de la pareja, Timón, Bevan y Ewan. Y, cuando creían que no tendrían más hijos, vino Julianna. Su madre tuvo un embarazo complicado y, tras dar a luz a la pequeña Julianna, se había quedado muy débil, muriendo un año después por una neumonía que no pudo superar.
Julianna se crio entre varones, tres chicos que apenas le hacían caso y que, en ocasiones, la acusaban de ser la razón por la que crecieron sin una madre. Durante los primeros años de su infancia, sus hermanos mayores fueron, en exceso, mimados por su madre y los padres de esta, y eso les marcó el carácter caprichoso, egoísta y veleidoso del que hicieron gala de adultos. O, al menos, así lo creía Julianna. Sus abuelos maternos, el pastor y su esposa, la miraban con recelo por la misma razón que sus hermanos, la culpaban directamente de la muerte de la bella hija e hijastra, respectivamente, y no dudaban en criticarla a la menor ocasión. Por ello, Julianna solía evitarlos y procuraba solo coincidir con ellos cuando iba a los oficios. Su padre solía ayudarle a esquivar las malas miradas y las palabras de condescendencia y doble sentido de sus abuelos.
Toda su vida había escuchado de todos los que la rodeaban que era una niña torpe, regordeta, con escasas dotes sociales y sin ninguna belleza. Hasta ella misma, cuando se miraba al espejo, cosa que evitaba casi siempre, se veía de esa manera. No podía negar que, tanto sus hermanos como el resto del pueblo, tenían razón. Carecía de atractivo. Hasta los 7 años había sido regordeta y siempre fue tan despistada que solía tropezar hasta con su sombra. Evitaba las reuniones sociales ya que, además de ser extremadamente callada y tímida, le resultaba muy incómodo, casi violento, que la mirasen, que la observasen y juzgasen, porque sabía que nunca escucharía palabras agradables dirigidas a ella, más bien lo contrario. Los comentarios de la gente solían ser más de compasión o desdén que amistosos o gentiles. Se había acostumbrado y ya casi los ignoraba, aunque, en el fondo, siguiesen resultando dañinos y crueles.
Pero a ella la única opinión que de verdad le importaba era la de su padre, a quien ella creía que se parecía en el carácter y también en el físico. De pequeña, se había imaginado cómo sería si tuviese el aspecto y los rasgos de su madre, pero con los años le gustaba parecerse cada vez al padre al que adoraba. Era su protector, el hombre que la arropaba de niña y le daba un beso en la frente tras escuchar de labios de su hijita lo que había hecho en el día. A su padre le agradaba que estuviese siempre ávida de conocimientos, que le gustase leer todo lo que caía en sus manos, que se pasase horas en la cocina preparando dulces y platos cuyas recetas había leído o escuchado a alguna señora en el mercado. No le importaba que montase el caballo a horcajadas cuando sabía que no la veían, ni que se escapase de noche por la ventana para tumbarse en medio del campo de maíz a mirar las estrellas y soñar despierta. Tampoco le molestaba que ella diese su opinión, al igual que sus hermanos, sobre los temas que se trataban en la cena. Ella tenía su punto de vista y a su padre le agradaba escucharlo, ya que Julianna tenía una mente despierta, sensata y con gran sentido del humor, pero que no mostraba en público por su arraigada timidez y por su miedo al rechazo, que siempre parecía haber recibido de todos menos de su padre. Su padre la quería y se lo hacía saber. La trataba con cariño y era compasivo con ella. Le solía decir por las noches, antes de cerrar los ojos, que no escuchase a los demás, que siempre escuchase su corazón y que, cuando fuese una mujer fuerte y de una belleza natural e impactante, podría mirar con una sonrisa a todos aquellos que de pequeña la infravaloraban. No debía mirarlos con reproche o con ganas de venganza, le decía, pero sí con una sonrisa de felicidad por haber logrado hacerse una mujer adulta, inteligente y deseable. Ella sonreía al escuchar esas palabras, sabiendo que en ellas solo había amor de padre, pero, aun así, tenían un efecto calmante y esperanzador en ella. Y lo más importante, su padre le había prometido no obligarla a casarse con nadie que ella no hubiese elegido por amor. Él se casó enamorado de su madre y creía que Julianna no merecía menos.
Ahora que, con 20 años, había perdido a su ser más preciado, se encontraba confundida, dolida y casi enfadada con el mundo por privarle de la única luz de su vida.
Sus hermanos, a lo largo de los años, habían seguido tratándola más como una carga que tenían que soportar que como una hermana pequeña. El mayor, Timón, se había marchado hacía unos años para ingresar en el ejército. Siempre había sido algo pendenciero y parecía destinado a las armas desde chico, por lo que su padre apoyó su decisión. El segundo, Bevan, siguió los pasos de su abuelo y se ordenó pastor, marchándose al destino que le asignaron al terminar sus estudios, en un pequeño pero prometedor pueblo lleno de comerciantes y viajeros cerca de Dublín. Ewan, por su parte, siguió los pasos de su padre y se quedó ayudándole en la granja, sabedor de que, tarde o temprano, él seguiría la explotación de la finca en la que había crecido y que conocía como su propia mano.
Su padre estableció en su testamento que los fondos que había ahorrado toda su vida se entregasen a Julianna a modo de dote y, hasta casarse, como pequeña asignación, pidiendo a su hijo Ewan que, en caso de permanecer en la granja, permitiese que ese siguiese siendo el hogar de Julianna hasta su matrimonio. Cuando se abrió el testamento y Julianna escuchó esto último no pudo sino pensar que su matrimonio, en realidad, no dejaba de ser una esperanza de su padre para que en el futuro encontrase a alguien que la amase tanto como él, que viese en ella algo más que una joven tímida y torpe. Alguien que podía ser el centro de la vida de un hombre bueno, honrado y cariñoso al que Julianna amase del mismo modo.
Lo que Julianna no parecía ver es que, a sus 20 años, se había convertido en una belleza natural e interesante como le había dicho su padre. Aun cuando solía vestir de un modo sencillo, casi monacal, ya que ella no creía tener nada que destacar, era una mujer realmente atractiva, si bien parecía insistir en ocultarlo de la vista de todos, incluida ella misma. Tenía una bonita melena castaña, ondulada y espesa, que solía recoger con una trenza hasta los hombros dejando el resto suelto, costumbre que la esposa del pastor y las amigas de esta le criticaban por considerar que era poco elegante y, sobre todo, poco adecuado para una joven que aspirase a llamar la atención de caballeros casaderos. Tenía, también, unos bonitos ojos marrones que, a la luz del sol, se aclaraban tanto que mostraban su verdadero color, un claro y extraño ámbar, y que solían brillar con una intensidad increíble cuando algo llamaba su atención y cuando se enojaba. Además, con los años, se habían desarrollado sus rasgos hasta lograr una preciosa cara redondeada, pero con unas bonitas facciones femeninas bien marcadas y cierto aire aniñado, sobre todo cuando sonreía. Había dado un buen estirón, lo que le había permitido dejar atrás las redondeces propias de una niña regordeta, dando paso a unas curvas de mujer sensuales y bonitas. No obstante, ella seguía viéndose a sí misma como la gordita que se escondía tras un libro cuando salía a la calle, a modo de escudo y de protección.
En su vida no se había permitido pensar en ningún chico, ya que sabía que todos la rechazarían. Sin embargo, el día de la apertura del testamento, unos días después del fallecimiento de su padre, Julianna recordó un incidente en el que no había pensado desde hacía muchos años y que tenía como protagonista al segundo hijo del conde de Worken.
La primera vez que Julianna lo vio, ella tenía casi 10 años. Fue una noche que se escapó, como solía hacer las noches de luna llena, para ver el cielo desde el maizal. Estaba tumbada en camisón y bata, con la capa de lana extendida sobre el suelo para evitar el frío del campo húmedo. Aunque estaba un poco resfriada, no le importaba pasar algo de frío con tal de respirar y disfrutar de esos momentos de libertad y soledad. Se había colocado justo en la parte central de la ladera norte, la que quedaba a la espalda del inmenso y frondoso bosque que separaba los campos de maíz de la mansión del conde. Escuchó ruidos en el bosque y, sin apenas moverse, giró el cuerpo para quedar mirando en esa dirección. Escuchaba las voces de los hijos del conde, nunca los había visto de cerca pero reconocía sus voces de escucharlas en la iglesia, cuando se sentaban en los palcos, donde ella no alcanzaba a verlos. Aun así, reconocería esas voces en cualquier sitio. Se oían también otras que le eran desconocidas, pero que parecían las de otros muchachos. Estaban montando a caballo, porque oía los cascos y las llamadas de jinetes azuzando a sus monturas. Al cabo de un rato, las voces se fueron alejando, así como los ruidos de los cascos.
Se quedó un rato quieta cuando, de repente, apareció a su derecha, a escasos metros, un caballo sin jinete. Parecía haber perdido la montura. Se levantó rápidamente del suelo esperando ver cerca de allí algún jinete tendido en el suelo o alguien andando para recuperar el caballo, pero no vio a nadie. Aguzó el oído y, de pronto, escuchó como un pequeño gemido en el bosque. No sabía qué hacer, si ir a buscar ayuda o adentrarse ella sola a investigar, pero algo parecía decirle que fuese, que alguien necesitaba su ayuda. Respiró hondo, se colocó la capa y empezó a andar en línea recta por donde parecía haber salido el caballo. Al cabo de un rato, vio a un muchacho tumbado en el suelo, apenas se movía. Se acercó, lo giró suavemente y se quedó durante unos instantes casi sin respiración observando el rostro de un chico de unos 18 años extremadamente guapo. Era alto, musculoso e iba con ropas de aristócrata, así que supuso que sería uno de los hijos del conde. Pero, al fijarse en su costado, tenía la ropa ensangrentada. Sin pensárselo dos veces, le abrió la levita del todo para ver de dónde provenía tanta sangre y vio que tenía clavado lo que parecía una rama de un árbol. De inmediato se imaginó que habría estado cabalgando entre los árboles y que una rama saliente se le habría clavado sin poder esquivarla, tirándole, con el impacto, del caballo. Parecía, además, que tenía un pequeño golpe en la parte lateral de la cabeza, que también comenzaba a sangrarle. Sin dudarlo, rasgó su capa, tapó la herida de la cabeza y sacó de golpe la rama para poder taponar la herida, ya que sangraba demasiado. Volvió a rasgar lo que quedaba de su capa y la partió en dos. Colocó una parte sobre la herida, taponándola, y anudó como pudo el resto para hacer presión, apretando tanto como fue capaz. Había visto una vez a su padre hacer algo parecido cuando uno de los trabajadores se hizo un corte profundo en una pierna, recordando lo importante que era que no perdiese sangre. El chico, de repente, abrió esos enormes ojos verdes que se veían iluminados con el reflejo de la luz de la luna llena. La miró fijamente a la cara mientras ella terminaba de anudar el improvisado vendaje. Escuchó un leve gemido de dolor y, sin que le diese tiempo a decir nada, Julianna se quitó la bata, se la puso detrás de la cabeza, a modo de almohada, y le dijo con el tono más dulce y tranquilizador que su voz pudo soltar, que no se moviese, que iba a buscar ayuda. Enseguida él volvió a desmayarse, lo que a Julianna le provocó un vuelco extraño en el corazón. Le puso la oreja a pocos centímetros de la boca y sintió su aliento caliente y profundo.
Sin pensárselo más, corrió por el bosque hasta la casa del conde. Llevaba solo el camisón, que estaba manchado de sangre, estaba empapada y con algunos cortes y golpes de tropezar y caer varias veces al tener que correr sin apenas luz. Iba maldiciéndose por su torpeza cada vez que caía o perdía algo de equilibrio, pero apenas si sentía los golpes y sí, en cambio, el martilleo brusco del corazón que parecía querer salírsele del pecho y, también, el frío casi helado por las aguas de las zonas húmedas del bosque, que la estaban dejando entumecida. Pero a cada tropiezo, a cada caída, a cada golpe, le venía la imagen del rostro de ese chico y eso le daba fuerzas para levantarse y continuar corriendo sin parar. El chico estaba sangrando y solo ella sabía dónde estaba. Cuando llegó a la mansión, no sabía dónde estaba la puerta principal así que se dirigió a la zona donde había visto luz desde lejos. Entró por unas puertas acristaladas que daban a una terraza. Abrió de golpe aquellas puertas haciendo un considerable ruido. Estaba jadeante, temblorosa y asustada, y se encontró de bruces con una sala llena de caballeros y damas elegantemente vestidos, que se giraron bruscamente al escuchar su irrupción y el golpe de las puertas de cristal chocando contra la pared por el brusco empujón que Julianna les había dado. Ella se quedó unos instantes allí de pie, respirando trabajosamente, con la cara empapada, con las piernas y brazos llenos de cortes y magulladuras que se veían a lo largo de las mangas y la falda rasgada del camisón que, además, debía estar cubierto con la sangre de aquel muchacho. Se le acercó un hombre que a ella le pareció el más grande y alto que había visto en su vida. Era tan guapo como el chico y, al instante, reconoció los rasgos de la cara de él en aquel apuesto caballero.
Con gesto de preocupación se agachó, puso su cara a la altura de la de Julianna y, con voz dulce y tranquilizadora, le dijo:
—¿Qué ha pasado, pequeña? ¿Estás herida? ¿Necesitas ayuda?
Julianna tardó unos segundos en recobrar el aliento y, mirando fijamente los enormes ojos verdes de aquel señor, alcanzó a decir con voz decidida:
—En el bosque. Un muchacho… Se ha caído de un caballo. Está gravemente herido. Le… le he intentado tapar la herida pero sangra mucho. ¿Puedo llevaros con él?
El caballero se puso rápidamente en pie, se quitó su chaqueta, se la puso a ella y llamó a un lacayo para que avisase al doctor y a algunos hombres para que los ayudasen. La tomó en brazos y le dijo:
—Está bien, pequeña. Guíanos.
Julianna le fue indicando el camino. Los seguían bastantes hombres con lámparas de aceite, y escuchaba tras ellos algunos caballos. Cuando estaban muy cerca le indicó:
—Es allí abajo. Tras esos dos árboles… Se clavó una de las ramas.
Al llegar el caballero gritó:
—¡Cliff! Rápido. Ayudadnos. Traed los caballos, hay que llevarlo a casa. ¡Aprisa!
Cuando lo hubieron agarrado entre varios, el caballero se giró y le dijo:
—¿Cómo te llamas, pequeña? Yo soy el conde de Worken. Le acabas de salvar la vida a mi hijo. Te llevaremos a mi casa y, después, alguien te acompañará a la tuya, pero… —Le echó un rápido vistazo—. Primero, habrá que curarte esos cortes, secarte y darte un chocolate caliente.
Julianna lo miró con los ojos abiertos, le recordaba a su padre. La había mirado como lo hacía él cuando estaba asustada y quería que se sintiese a salvo. Ella se limitó a asentir.
En la mansión, una joven criada le ayudó a quitarse el camisón y le puso una camisola enorme que suponía sería de uno de los hijos del conde. Le limpió solo un poco las heridas, después la sentó cerca de la chimenea más grande que Julianna había visto en su vida. Era tan grande como su dormitorio, o al menos eso le pareció. Aun así, ella no conseguía entrar en calor, temblaba como nunca y el pecho le dolía al respirar. A los pocos minutos de sentarla allí, llegó otra criada con una taza de chocolate para que entrase en calor, pero no consiguió tomar ni un sorbo, no hacía más que recordar el bello rostro de aquel chico y su sangre en sus manos.
Al cabo de lo que a ella le pareció una eternidad, apareció una dama muy elegante y bellísima que le ordenó a la criada que llamase al cochero para que la llevase de vuelta a casa. La miraba con cara de agradecimiento, pero no le dijo nada. Enseguida apareció el conde que, con andares decididos y firmes, se le acercó. Julianna se levantó como un resorte, temblaba como una hoja, de miedo pero, sobre todo, de frío, y antes de que él le dijese nada, preguntó con un hilo de voz:
—¿Está bien? ¿Se salvará? No corro muy deprisa y, además, no hacía más que caerme… lo lamento.
Julianna se sorprendió por lo que acababa de decir. El conde se le acercó un poco más y, con una sonrisa en los labios, contestó:
—Se pondrá bien, gracias a que su pequeña salvadora no solo lo ha encontrado, sino que le ha tapado la herida y le ha llevado ayuda a tiempo. Te debemos su vida. Pequeña, ¿cómo sabías qué hacer?
Casi en un susurro y bajando un poco la cara para no mirarlo a los ojos directamente, contestó:
—Vi a mi papá hacerlo un día en el campo, con uno de los trabajadores… Y… no sé, creí que…
No llegó a terminar la frase, pues todo empezó a darle vueltas, se sintió mareada y comenzó a tambalearse. Lo siguiente que recordaba era estar en su casa, calentita en su cama y con su padre sentado a su lado, poniéndole algo en el pecho y diciéndole que eso la ayudaría a respirar.
Estuvo varios días en cama con fiebre muy alta. Su padre le dijo que había estado bastante grave, y le dolía todo el cuerpo de los cortes y los golpes, habían sido más graves y profundos de lo que a ella le parecía mientras corría, pero lo único que le importaba era que ese chico tan guapo estaba vivo y que su padre le había dicho que estaba muy orgulloso de ella.
Ella aún tenía una pequeña cicatriz en la parte interna de la muñeca de uno de esos cortes. De vez en cuando, la miraba para recordar que su padre estaba orgulloso de ella. Días después del accidente, su padre recibió como regalo del conde un magnifico caballo negro. Fue a devolvérselo, pero el conde se negó a aceptarlo de nuevo. Consideraba que estaba en deuda con su pequeña hija por salvarle la vida a uno de sus hijos e insistió tanto que su padre temió ofenderlo si no lo aceptaba finalmente. Su padre le dejó que pusiese ella el nombre al caballo, ya que ella era la razón de que lo tuviesen, cosa que enfadó sobremanera a sus hermanos. Lo llamó Alazán, el nombre del caballo del guerrero español de una novela que había leído ese invierno. Un guerrero de ojos verdes, pensó…
Estando tumbada en la cama, mirando la ventana cuando le volvió de nuevo ese recuerdo. «Alazán», pensó Julianna, «¡qué caprichoso e injusto es el destino! Al final, ese caballo fue el que mató a papá». Julianna sacudió la cabeza: «No, no, eso no es justo. Fue mala fortuna simplemente, fue un accidente nada más… Pero, ¿por qué he recordado eso ahora?». Julianna se sorprendió al tener ese recuerdo tan vívido tras unos días tan duros y agotadores.
De repente, le sobrevino otro recuerdo. Durante los años siguientes al incidente, el conde los invitó, a las fiestas que daba en San Patricio y el Día de la Cosecha, a su padre, a sus hermanos y a ella. El conde abría la mansión a amigos y algunos vecinos escogidos, y solían acudir desde aristócratas y gente acaudalada hasta algunos de los arrendatarios más prósperos de la zona. Sus hermanos estaban encantados de poder asistir y codearse con todos ellos, y su padre, aunque no era tan entusiasta como sus hijos, entendía que no podía simplemente declinar la invitación. Sin embargo, Julianna siempre evitó acudir. Sabía que su padre la excusaba y que el conde nunca hizo ademán de molestarse o considerarlo una ofensa porque, de lo contrario, su padre le habría pedido que asistiera en alguna ocasión. Además, le dejó claro al conde, en la primera ocasión que tuvo, que a ella le causaba verdadero pavor tener que socializar como lo hacían las jovencitas, y suponía que el conde le perdonaría ese «defecto» a la pequeña que una noche irrumpió en su casa con aspecto de haber sobrevivido a un motín pirata. Una ligera sonrisa apareció en el rostro de Julianna, «¡Qué extraña es la mente… suele traer los recuerdos y pensamientos más increíbles en los momentos más sorprendentes», pensó para sí.