Capítulo 12
Max estaba raro. Lanzaba miradas a Eugene por encima del hombro como si entre los dos hubiese una pregunta en el aire… Se había pasado toda la noche dando vueltas en la cama sin apenas dormir, y cuando cerraba por puro cansancio los ojos de inmediato se le aparecía la imagen de Cliff, en medio de la sala, vestido tan elegantemente, con esa mirada que parecía transmitirle ternura y deseo a la vez.
—Bueno, Amelia.
Escuchó la voz de Max nada más cruzar la verja de entrada al campo de albero y serrín donde entrenaban los principiantes y, al mirar en su dirección, le vio dando instrucciones a Amelia.
—Espero que agarres con firmeza las riendas y no se te olvide la postura. Es necesario que tu caballo sepa que estás cómoda pero firme sobre él, porque, si no, estará a la defensiva y esquivo ante tus instrucciones.
Amelia lo miraba prestándole atención, pero, además, con cierta adoración. Julianna sabía que Amelia estaba encandilada con Max, se ruborizaba en su presencia incluso aunque no le estuviese hablando a ella, prestaba atención a cada palabra, a cada gesto, a cada movimiento de Max y, en el fondo, a Julianna le producía una gran ternura. Se había preguntado si lo que sentía por Max podría ir más allá de cariño y había llegado a la conclusión de que, si se lo permitiese, podría llegar a enamorarse de Max. Sin embargo, no se creía capaz de sentir lo mismo que por Cliff. Cuando hubo reconocido para sí misma que estaba enamorada de él, también comprendió que ese sentimiento y esas sensaciones eran irrepetibles, únicos. Sabía que lo que sentía por Cliff no podría sentirlo por nadie más, ni siquiera por ese guapo y encantador truhan que se alzaba frente a ellas sobre su caballo como si fuera un dios griego posando para el mejor de los escultores. Era algo que iba más allá de lo físico, pero era precisamente su reacción física la que demostraba que estaba perdida e irremediablemente enamorada de Cliff, porque en su presencia, ante su tacto, sus caricias, su voz, ese aliento en su cuello, Julianna perdía el sentido, la razón, el control de todo su cuerpo y era cuando más viva estaba, cuando más sentía su cuerpo, su corazón latir, cuando más real se sentía.
El problema es que no se fiaba de él, de sus intenciones. No llegaba a entender cómo un hombre de mundo que podía tener a cualquier mujer parecía obcecado con ella. Sentía que una vez la consiguiese, la tomase, la abandonaría al darse cuenta de que ella era una más entre las miles de mujeres que existían. No lograba entender qué era lo que buscaba y por qué, al menos no con ella.
La voz de Eugene la sacó de sus divagaciones:
—Julianna, ¿te apetece que vayamos a galopar un rato por el prado este mientras Max le da clases a Amelia?
—¿Crees que es buena idea? Aún tengo que perfeccionar mi postura en la silla de amazona, quizás debiera aprender un poco yo también.
—Oh, vamos… Además, hoy le está enseñando nociones básicas y no aprenderás mucho de ellas. —Hizo un mohín y, acercándose a ella y susurrando, le dijo con una sonrisa—. Además, es posible que por esa zona nos encontremos a lord Jonas.
Julianna frunció el ceño, meditando la propuesta, y contestó:
—Está bien, si me prometes no hacer ninguna tontería y… como tu hermano se entere, nos encierra a ambas en el convento más cercano que encuentre.
Ambas se rieron lanzando una mirada hacia Max. Tras hablar con él, ambas salieron con un suave trote de esa parte del recinto en dirección a las zonas de campo abierto. Julianna, no obstante, volvió a ver esa mirada entre Eugene y Max.
—¿Qué estáis tramando? —Alzó las cejas inquisitiva mirando a Eugene—. ¿Geny?
—¿Tramar? No sé de lo que estás hablando, Juls. Solo quería dejar a solas a Amelia para que no se sienta mortificada ni avergonzada si hay algo que no le sale bien. Por experiencia sé que mi hermano es un excelente instructor de equitación, pero es tremendamente exigente y se pone muy pesado repitiendo una y otra vez los ejercicios… A mí no me dejó salir de casa montando a mi torda hasta que amenacé con tirarle su brújula de la suerte por la ventana del segundo piso.
Julianna la miró interesada cuando estaban ya a la altura de los prados que dejaban la escuela atrás. Y preguntó:
—¿Brújula de la suerte?
—Ah… Sí… ¿No conoces la historia? Mi padre se lo llevó a navegar cuando apenas levantaba un palmo del suelo y, cuando regresaban a puerto, auxiliaron a un barco de pescadores que había tenido un accidente. Casi estaba hundido del todo cuando los alcanzaron. Antes de llegar a puerto, el capitán del pesquero le regaló a Max una vieja brújula con pequeños peces grabados en las juntas del cierre, para que le diera suerte, para regresar siempre sano y salvo a casa. Desde entonces, la lleva en todos sus viajes, no saldría al mar sin ella. Es su amuleto de la suerte y está convencido de que leo ha salvado en un par de ocasiones… ¡Vete a saber cómo!
—No me imaginaba que tu hermano fuera supersticioso…
—¡Todos los marinos lo son! Papá el que más. Seguro. Pero todos sus compañeros, sus hombres, todos lo son. Todos, sin excepción, tenían sus supersticiones, sus amuletos y costumbres, y ¡ay de aquel que intentase cambiarlas o llevarles la contraria! Es como una especie de ley marinera o algo así…
—¡Vaya! Es bueno saberlo. ¿Y la del almirante cuál era? ¿Comerse tres pasteles justo antes de zarpar? ¿Obligar a la tripulación a llenar los cañones de crema para hacer las salvas de honor? No, no, no me lo digas… ¿Fusilar a los piratas y ladrones a tartazos?
Ambas se rieron escandalosamente mientras trotaban distraídas.
A estas alturas, Eugene ya tenía pensada la excusa para regresar en cuanto se «encontrasen» con Cliff de Worken. Había entregado a Max los guantes y diría que tenía que volver a buscarlos. Se la notaba nerviosa y Julianna lo sabía, además, no dejaba de preguntarse por qué se habría quitado los guantes de montar. Algo tramaba…
—Buenos días, lady Eugene, señorita McBeth.
Ambas se giraron de inmediato al escuchar una cálida voz masculina proveniente de su derecha, que casi provoca que Julianna parase en seco la yegua.
—Comandante, ¡qué sorpresa verlo aquí!
La exclamación exagerada de Eugene era demasiado evidente para intentar que sonase realmente a sorpresa. Julianna, después de ver a Cliff, giró bruscamente el rostro para mirar a Eugene. Por su cara y por su tono, sabía que aquello de casualidad no tenía nada, y estuvo a punto de…
—Las he visto entrar en el recinto de los bosques y he creído conveniente saludarlas y ofrecerme para acompañarlas, esta es una zona en la que es fácil perderse.
¡Por todos los santos! Estaba aún más guapo, más seductor, más insoportablemente atractivo que el día anterior. Se le veía tan imponente sobre ese caballo, vestido impecablemente con la ropa de montar. El pantalón marcaba los músculos de sus muslos como si fueran dos columnas del Partenón, duras, prietas, firmes, varoniles. La camisa de lino blanco destacaba bajo la levita de color marrón, que se ajustaba sobre sus imponentes hombros perfectamente. Sus fuertes manos sujetaban con presteza las riendas. Las miraba con esos enormes ojos verdes que centelleaban de una manera casi inimaginable cuando sonreía, mostrando los dientes blancos, perfectos, seductores. Su rostro, su voz, su presencia, eran hipnóticos…
—¿De… de dónde ha salido? ¿Cómo es que no lo hemos visto?
Julianna lo miraba intentando controlar el martilleo brutal de su corazón, sentía como todo su cuerpo ardía, y su rostro se enrojeció más allá de lo que permitiría la decencia.
—Bueno… Iban demasiado abstraídas por su animada conversación.
«Y, por todos los santos, déjame oír de nuevo esa risa», pensaba Cliff sin poder apartar la vista de ella.
Durante unos pocos minutos hubo cierto desconcierto, pero enseguida, intentando parecer despreocupada, Eugene señaló:
—Me temo que he olvidado los guantes. Se los di a Max antes de irnos, mientras sujetaba las riendas de Amelia, y se me olvidó recuperarlos. Creo que debería ir a por ellos o si no me destrozaré las manos con las rozaduras.
—En ese caso, vamos, cuanto más nos alejemos peor —se apresuró a decir Julianna.
—Oh, no, querida, ya que el comandante está aquí puede acompañarte, yo os alcanzaré más tarde.
Eugene le sonreía mientras Julianna la fulminaba con la mirada.
—Geny, no creo que deba quedarme a solas con un caballero sin ninguna compañía —señaló en un tono que era más una orden que un comentario.
En ese momento, Eugene ya había cambiado el paso de su caballo para ir alejándose de ellos y no dar opción alguna a Julianna
—Oh, querida, el comandante es todo un caballero y estoy segura que me dará su palabra de que, hasta que regrese, cuidará de ti como te mereces, ¿no es así, comandante?
—Por mi honor que lo haré.
Las miró con una enorme sonrisa y con una expresión que a Julianna le parecía casi una broma. Julianna lo miraba con el entrecejo fruncido. «Pero ¿cómo se atreven a perpetrar esta encerrona? ¿En qué demonios están pensando? No pueden dejarme a solas con él, yo no puedo… Oh, por favor, que deje de mirarme así».
Mientras, sin rumbo, iban a la par sobre sus monturas, Cliff la miraba a placer, como si no le importase lo más mínimo que ella se diera perfecta cuenta de que la miraba directamente y de modo tan… Cliff no podía dejar de sonreír mientras la observaba, fijándose en cada detalle. Estaba completamente sonrojada, tan nerviosa y asustada como enfadada y molesta por la imposición tan flagrante de semejante compañero. Estaba preciosa con ese bonito vestido de montar de terciopelo borgoña. Se ajustaba a su pequeña cintura remarcando su esbelto talle y la curva de su espalda en esa postura de amazona. Su piel brillaba como si fuera la piel de un melocotón, con sombras de rojo y de un color suave y aterciopelado que instaban a acariciarlo. Sus ojos quedaban, en parte, bajo la sombra del sombrero, evitando que les diese directamente el sol, pero los rayos que se filtraban por su lateral dejaban ver destellos de ese color ámbar que tanto le gustaba. Se imaginaba el brillo que tendrían cuando la acariciase, cuando alcanzase el placer más intenso bajo sus manos, sus caricias, cuando la hiciese suya… Sus labios temblaban de rabia y de puros nervios, y él lo sabía, deseaba extender el brazo, acercar su cuerpo al suyo y tomar esa boca hasta hacerle perder el sentido. «Tengo que llevarla a algún lugar apartado, lejos de posibles miradas, pero no me puedo precipitar, no puedo llevarla a un sitio en el que se sienta indefensa ni en el que yo pierda el poco control que me queda… He de mantener cierto control».
Julianna lo miraba de soslayo, con desconfianza, pero sobre todo con temor a mirarlo fijamente, porque no sería capaz de reaccionar. Su cuerpo parecía ir a un ritmo propio. Saberlo tan cerca hacía que le ardiese la piel, que le vibrase debajo de ese vestido que, de pronto, se estaba volviendo asfixiante.
—Oh, por favor, esto es demasiado. —Se quejó con un tono que pretendía ser de enfado pero que sonó más a súplica—. Milord, ¿no entiende que no deseo su compañía?
—No te creo —dijo él con tono firme, pero sin perder la sonrisa, esa sonrisa tan arrebatadora—. Creo que necesitamos hablar.
—Creí que lo había dejado claro, milord, yo no necesito nada de usted. ¿Por qué no me deja?
De nuevo su voz era algo temblorosa y sus mejillas parecían enrojecerse solo con mirarlo, lo que hizo que Cliff sintiese un inmenso placer, un placer casi animal, placer puro.
—Porque no puedo. No puedo…
Tenía que hacer lo que le habían dicho, ganársela, ganarse su confianza, ganarse a Julianna. Tomó una de las riendas de la yegua obligándola a detenerse.
—Julianna, de veras, hemos de hablar, al menos déjame explicar… ¡Por Dios Santo, mujer! No seas terca, solo concédeme unos minutos.
Julianna estuvo a punto de reírse, pero sabía que debía controlarse a sí misma. o por lo menos la parte de ella que aún no estaba a punto de explotar como un volcán en erupción
—Milord… Unos minutos, solo eso.
«Maldición, estoy perdida, lo sé, estoy perdida».
—Gracias. Dirígete a esa zona de tu izquierda, acaba en unos caminos de gravilla que dan a la zona sur de la laguna. Es tranquila, pero suelen pasear muchos jinetes, no correrás peligro de… —Sonrió con cierta arrogancia y condescendencia seductora—. Bueno, no correrás peligro y punto.
Julianna no pudo evitar recordar la última vez que estuvieron a solas en el bosque, la forma en la que conseguía desarmarla con solo mirarla, sonreírle. Peligro, desde luego que corría peligro, pero por primera vez en mucho tiempo estaba dispuesta, de manera inexplicable, a correr ese peligro, casi lo estaba deseando.
—Está bien.
Tras azuzar a su caballo, Cliff tomó el camino que daba a una especie de desfiladero de piedrecitas blancas, lo que obligó a Julianna a espolear un poco a su yegua. Cruzaron varios tramos de unos bonitos caminos rodeados de una espesa arboleda y acabaron en unos senderos estrechos que bordeaban una pequeña laguna. En medio de aquel extraño bosque, estaba rodeada por una increíble variedad de flores. Al llegar a una zona en la que parecía haber un camino por donde poder caminar, Cliff paró su caballo y, con una agilidad que a Julianna le pareció asombrosa, se bajó de la silla con un solo movimiento, ató la rienda en uno de los árboles y se dirigió a ella con seguridad y unos andares que parecían los de un lobo cercando a su presa. Se colocó a su vera, extendió los brazos y, poniendo las manos en su cintura, antes de que ella pudiera siquiera decir una palabra, la aupó y la colocó en el suelo frente a él, manteniéndola durante unos segundos entre sus brazos. Olía a jabón, a esencias orientales difíciles de precisar y a mar, siempre olía a mar. El calor que emitía, el sonido de su respiración… Julianna tuvo el impulso de agarrarse a sus hombros antes de perder el poco equilibrio que sus rodillas le permitían, pero justo en ese momento la soltó, pasó su brazo por encima de su hombro y agarró las riendas de su yegua para atarla junto a su caballo.
—Magnífico ejemplar, una yegua purasangre española… —dijo él distraídamente.
—Es un regalo de tía Blanche, se empeñó. Reconozco que aún no la domino. No, al menos, montando con esta silla… pero me mataría si se enterase de que la monto a horcajadas, así que intentaré contenerme.
Cliff se rio, recordando haberla visto en varias ocasiones, sobre todo en su adolescencia, montando por el campo de esa manera, y escuchar a su padre reprendiéndola sin mucho ímpetu, como si él también comprendiese que era una forma de alcanzar esa ansiada libertad que buscaba desde niña. Se excitó imaginándosela montando libre por el campo con su camisón blanco, con el pelo suelto…
—No dudo que será un gran esfuerzo… Debe ser como intentar detener el viento.
Se rio con una carcajada. Ella hizo una mueca y se giró para no mirarlo a la cara, no conseguía tener ni un solo pensamiento lúcido en su presencia y menos si lo miraba a los ojos, así que mejor intentar dirigir su atención a otro sitio.
—Este sitio es precioso, tantas flores… ¿de dónde salen? No creo que sean naturales de aquí, resulta increíble que sobrevivan especies tan diferentes.
—Bueno, es parte de la instrucción de los caballeros de la Academia… Más bien una forma de mantener ciertas tradiciones románticas o novelescas —dijo clavando su mirada en su espalda. Julianna sentía sus ojos sobre ella, sentía su cuerpo fuerte, varonil, sensual a poca distancia—. Es costumbre que los hombres de la caballería, cuando regresan de las batallas o de las misiones en distintos países extranjeros, traigan esquejes o raíces de algunas de las plantas y flores que luego plantan alrededor de la laguna, como símbolo del regreso al hogar, de respeto a los compañeros que cayeron en la batalla lejos de casa, pero también como homenaje a los hombres de las filas contrarias caídos a manos de la caballería. Son los cadetes los que han de encargarse del adecuado mantenimiento de esta parte del recinto.
—¡Vaya! —dijo tocando algunos de los pétalos de las flores que crecían a su alrededor—. Pues es precioso y huele tan bien, es como en…
De repente recordó su noche en el bosque tumbada mirando las estrellas. Suspiró y comenzó a caminar distraída. Por unos segundos, Cliff la observó y, sin pensárselo dos veces, la detuvo e hizo que se girase para ponerla frente a él. La abrazó con cuidado y procuró moverse con suavidad y lentitud. Levantó una de las manos, acarició su mejilla y le alzó la barbilla con uno de los dedos, inclinándose lenta y cadenciosamente para besarla. Julianna se quedó inmóvil, con esos labios sobre los suyos que se movían lenta y sensualmente. Con la lengua le fue abriendo poco a poco los labios hasta que ella ya no pudo más, hasta que se rindió. Lo dejó hacer. Era superior a ella, no podía evitar desearlo, quererlo, amarlo… Sus labios, su calor, el cosquilleo bajo su piel con cada caricia, con cada roce. Un gemido leve de placer, de redención. Cliff se sintió poderoso, victorioso al escuchar ese suave sonido, al saberla rendida ante él. Sus dulces labios dejaban que Cliff tomase el control, las riendas, y él la fue saboreando. Paladeando esos carnosos labios, esas suaves mejillas, el calor de su aliento, la suavidad de su lengua. El deseo de Cliff fue incrementándose, abriéndose paso más allá de la razón. Notaba la piel de Julianna, su olor, su calor, ese ligero temblor, su respiración forzada por la excitación. La abrazó más fuerte, más cerca de él, más cerca de su cuerpo. Sintió sus estrechas caderas rozando sus muslos, sus pechos aprisionados contra la dura pared de su torso. Sintió cada estremecimiento, cada pulso de excitación de su precioso cuerpo rodeado por sus poderosos brazos. La besó una, otra, otra y otra vez, hasta que cada beso parecía el mismo que el anterior, un largo y agónico beso. Un beso de pasión, de posesión, de desenfreno.
Se apartó unos escasos centímetros dejándola respirar, observando su cara, cada uno de sus rasgos enrojecidos por la pasión, por el deseo. Sus ojos se fueron abriendo lentamente, intentando recobrar la visión, centrando la imagen que tenía frente a ella. Cliff se excitó aún más con ese brillo, esa tenue pátina de excitación, de deseo y de inocencia que refulgía. No se movía entre sus brazos, no oponía resistencia, respondía a sus besos, a sus caricias y él lo sabía, lo sabía. Con los labios fue recorriendo su mejilla, acariciando suavemente su mandíbula, bajando al cuello, dejando leves rastros de su calor, que hacían que el pulso de Julianna se disparase.
Su lengua sobre su piel, su aliento sobre su cuello, tuvo que sujetarse a sus hombros para no perder el equilibrio, aunque sabía que era imposible, ya que se encontraba fuertemente sujeta entre sus brazos. Pero solo sabía eso, el mundo a su alrededor pareció desaparecer, no sentía el suelo bajo sus pies ni el aire a su alrededor, solo lo sentía a él, ese calor, el olor a jabón, a aromas exóticos, a mar, a Cliff… Su cuerpo era duro como una roca, sentía sus músculos tensos bajo esa fina capa de lino. Sus manos eran fuertes y firmes, pero parecían plumas acariciando su nuca, sus mejillas, su barbilla… «Oh», volvió a gemir al sentir su mano sobre uno de sus pechos. Sabía que debía apartarse o protestar, pero no podía, estaba al límite de sus fuerzas y su cuerpo no le respondía, no a ella, solo a él, a su cuerpo.
Cliff tuvo que hacer un esfuerzo casi inhumano para apartarse, solo unos centímetros, solo un poco de espacio para no perder el control. No pudo evitar sonreír ante la imagen de Julianna ruborizada, avergonzada y excitada, lo abrazaba tímidamente pero permitiendo que su firme cuerpo se amoldase al suyo como si estuviesen esculpidos para compenetrarse. La observó unos segundos antes de que volviese a abrir esos preciosos ojos color miel. «Mírame, Julianna, mírame», le suplicaba en silencio.
Estaba entre sus brazos, con su rostro a escasos cinco centímetros del suyo, con su aliento rozándole como caricias calientes, envolventes. Sus labios le sonreían casi como un desafío. No se movía, no podía moverse, estaba paralizada. Solo podía mirar esos ojos verdes, perderse en ese brillo, en ese color, en esa extraña sensación de deseo, de posesión que parecían desprender cuando la miraba. Tenía que apartarse de él, tenía que alejarlo lo suficiente para poder pensar, para volver a ser ella. Bajó las manos hasta su pecho para empujarlo, estaba duro, firme. Ni se inmutó, era como una pared de piedra, poderoso, imponente. Una escultura de mármol cincelada para el deleite de la mujer. Tenía que apartarlo. Se obligó a desviar la mirada. Bajó la cabeza encontrándose de lleno con sus manos sobre su torso, volvió a empujar sin mucha fuerza, pero fue suficiente para que él por fin soltara su abrazo, para que la dejase escapar. Dio un par de pasos hacia atrás sin atreverse a levantar de nuevo la mirada.
De su voz suave, masculina, sensual, escuchó:
—Julianna… espera.
Notó su mano en la cintura, deteniendo su retroceso. Se paró, pero mantuvo la mirada recta, evitando su rostro, sus ojos, su sonrisa.
—No… no… —Era un susurro, una súplica.
Cliff la dejó mantener esa distancia entre ellos, pero sin que se apartase más, quería sentirla cerca, necesitaba sentirla cerca. Julianna sentía que iba a empezar a llorar, pero sin conocer la razón, no era miedo, ni vergüenza. ¿Rabia?, ¿impotencia por no poder defenderse de él? ¿Felicidad? Estaba aturdida, pero no quería llorar, no delante de él. De nuevo notó su mano en su mejilla, una dulce caricia, su pulgar marcando la línea de su pómulo. Suave, tierno.
—No puedo… No quiero esto.
Volvió a insistir con un hilo de voz.
—Dime qué quieres, Julianna, dímelo y te lo daré.
Le costó unos segundos recobrarse, necesitaba volver a ser ella, tomar el control de sí misma. Respiró hondo y volvió a mirarlo a la cara, intentando parecer firme, pero fue un error y de nuevo la invadió una oleada de deseo, de calor. «Baja los ojos, Julianna, bájalos», se ordenaba mientras su respiración volvía a ser entrecortada y el corazón le latía tan fuerte que parecía querer abrirse paso a través de su pecho.
—No quiero esto, no quiero esto.
Parecía querer decírselo a sí misma para convencerse, para tomar fuerzas.
—Julianna, me deseas, lo sé, no es malo, cariño, no es malo… Es…
Algo dentro de Julianna reaccionó en cuanto le escuchó llamarla «cariño», como si de golpe brotasen todos y cada uno de los recuerdos de la Fiesta de la Cosecha, los comentarios, la ira, el dolor.
Se apartó de él bruscamente marcando algo de distancia ,y antes de que terminase de hablar, lo interrumpió, de nuevo sintió la rabia y eso le dio fuerzas para recobrar la sensatez. En el rostro el rojo de la pasión, del deseo se iba tornando a rojo de rabia, de irritación
—No me llame «cariño»… No vuelva a llamarme «cariño».
Cliff se paró en seco. Su rostro de repente se había endurecido, se había equivocado.
—¿Así es como me llamaba delante de sus amigos? Seguro que sí, claro, así es como llamarán a sus amantes… Por eso me miraban como si fuese… —Meneó levemente la cabeza, la vergüenza que sintió ese día de nuevo le aprisionaba en el pecho—. Es igual que ese hombre.
Cliff sintió el estremecimiento que recorrió el cuerpo de Julianna y notó como le temblaron los hombros, los brazos. Tardó un segundo en asimilar la información, «ese hombre, ese hombre… ¡por Dios! ¡No! ¡Bedford!».
—Julianna. —Intentaba sonar lo más suave y menos amenazador posible. ¡Por Dios!—. Julianna, jamás he hablado de ti como mi amante, no se me ocurriría, yo no podría… —Le costaba encontrar las palabras, tenía que hacerla comprender.
—No podría… ¿No podría qué? ¿Mentirme? ¿Usarme? ¿Engañarme para conseguir lo que quería?
Cliff intentó acercarse a ella, pero lo frenó enseguida.
—¡No! Déjeme, no vuelva a tocarme… ¿Qué es lo que quiere? ¿Qué quiere de mí? ¿Por qué no me deja de una vez vivir tranquila?
Las lágrimas brotaron sin remedio por la rabia, el recuerdo de ese día, pero también por la idea de que la dejase. Era absurdo, le estaba pidiendo que la dejase, pero la idea le desgarró el corazón.
Cliff sabía que dentro de ella se debatía la misma lucha que él había tenido meses atrás, lo sabía. Ella lo quería, lo notó en su beso, en su mirada. Pero estaba dolida, recelosa, desconfiada. Si la presionaba, huiría, y no podía dejarla marchar, no podía perderla. Notaba la rabia en su voz, en su mirada, pero sobre todo el miedo, la desconfianza. Le partía el corazón verla así y más sabiéndose el culpable de ello. Quería abrazarla, besarla, hacerla sentir solo deseo, placer. La haría olvidar, le daría placer hasta que perdiese el sentido, hasta dejarla exhausta, desfallecida, completamente satisfecha y relajada, desnuda entre sus brazos, saciada de él, rodeada por él, pero sobre todo la haría sentir segura y a salvo entre sus brazos, con él.
—Julianna, por favor. Puedo hacerte olvidar, perdonar… Por favor. Déjanos empezar de nuevo. Confía en mí, por favor. No dejaré que nada ni nadie te haga daño. Déjame…
Los ojos de Julianna volvieron a centrarse en los suyos, provocando que Cliff de repente olvidase lo que estaba diciendo, que se le cortase la respiración. No había la rabia de aquel día, ni la ira, ahora veía solo desconfianza, desconsuelo. Un rayo cruzó bruscamente su pecho atravesándole el corazón, pero estaba allí, el brillo de los ojos de Julianna, de su Julianna que le decían que era suya, el mismo brillo que vio en el bosque. Tenía que conseguir borrar de sus ojos, de ella, todo lo que no fuese ese brillo, y lo conseguiría.
Se acercó lentamente a ella, y Julianna no se movió ni retrocedió, no bajó la cabeza ni desvió su mirada. Alzó con suavidad el brazo y acarició su mejilla, y ella lo dejó, notó como reaccionaba su piel bajo su palma, notó el pequeño temblor de su cuerpo. Se acercó más, y más…
—Confía en mí, pequeña, por favor, confía en mí…
Su voz era envolvente, parecía salirle del alma, y sus ojos la hacían desear que le llenase de esa sensación que desprendía cuando la tocaba, esa calidez, esa sensación de paz pero también de deseo, de fuego… Deseaba creer en lo que le pedía, algo dentro de ella le gritaba que lo hiciese pero sobre ese eco había otro de alarma, de peligro… La volvió a besar, pero esta vez con cuidado, con ternura, como si marcase el inicio de lo que vendría detrás. Durante unos segundos la besó con su rostro entre sus manos. Besos suaves, dulces, cariñosos, que poco a poco se fueron volviendo más firmes, anhelantes. Julianna contestaba en cada movimiento, en cada caricia de sus labios. Su boca respondía sin preguntarle, sin pedir permiso, sin mediar opción. Se fue relajando, olvidando… Sabía que lo había perdonado, lo sabía, pero seguía sin confiar en él, no podía dejarle tener tanto control sobre ella, le daba demasiado miedo, era un riesgo demasiado alto… Perder su corazón, su libertad, perderse a sí misma, porque si lo hacía le pertenecería a él para siempre, sin remedio.
Cliff se obligó a tomar de nuevo las riendas de sí mismo, de su deseo. Detuvo el beso, pero sin apartarla, dejando que sus labios siguiesen rozando los suyos, acariciando, rozando su mejilla con una mano y bajando la otra por su cuello y con el pulgar acariciando detrás de su oreja. Julianna fue abriendo lentamente los ojos, volviendo a la realidad. Cliff quería verle los ojos, ese brillo que le hacía perder la cabeza pero que le permitía verla a ella. Sus ojos eran realmente el espejo del alma, o al menos una ventana de su corazón, porque ella no era de las que engañaban, ni se ponía ninguna máscara. Ella era real, sincera, clara y abierta.
Aún veía la indecisión, la incertidumbre, el miedo, la desconfianza… Pero el lograría borrar cada una de esas barreras, y para ello debía ir con cautela, la cautela que le pedían esos ojos y esa mirada de indecisión.
Se apartó un poco más, dejando que Julianna recobrase de nuevo el aliento, la cordura y también la conciencia de lo ocurrido. Durante unos segundos, ella permaneció mirándolo a los ojos, no con censura sino con indecisión, se debatía entre los mil sentimientos y mil sensaciones que él le provocaba y la conciencia y el raciocinio que le gritaban que mantuviese las distancias. De nuevo volvió a acariciarle la mejilla, lo que provocó en Julianna una oleada de deseo, un estremecimiento que le recorrió todo el cuerpo. Notaba como si la caricia fuese un camino de lava ardiendo que recorría su mejilla, su mentón y que volvía a sus labios como un roce final del beso anterior.
Julianna dio un paso de nuevo hacia atrás, lento pero con decisión, obligándose a tomar un poco de aire y con él, algo de compostura. Cliff lo notó, notaba como ella luchaba por recobrar el sentido común, por volver a la posición que ese sentido común parecía marcarle como segura y adecuada. Por un segundo, sintió una enorme satisfacción al saberse el único capaz de franquear esa barrera de defensa que Julianna había levantado frente al mundo, especialmente frente a los hombres. Pero, enseguida, se volvió a recordar a sí mismo la necesidad de tomar las cosas con calma, aunque eso le costase la misma vida y el empleo de todo el autocontrol y fuerza de voluntad del mundo.
Con movimientos suaves, pero con el aplomo que tantos años de experiencia le habían aportado, volvió hacia los caballos para recoger las riendas y llevarlos junto a lugar en el que Julianna permanecía de pie, mirándolo con cierto recelo, pero con claro deseo. Tenía las mejillas tan coloradas como sus labios, el pelo le brillaba gracias a los rayos del sol que la iluminaban directamente desde atrás, y los ojos también, encendidos, aturdidos aún por los últimos minutos fijos en él. En sus gestos, parecía estar expectante, cautelosa ante el próximo movimiento de Cliff, que se obligó a volver a montar y procurar al menos una distancia física entre ellos que le impidiese lanzarse sobre ella como el depredador que sabía que era. Debía evitar tocarla de nuevo porque, de lo contrario, ambos estarían perdidos. Lo sabía, sabía que Julianna, su tacto, su calor, el fuego que le provocaba eran cada vez más adictivos; y sus deseos y su cuerpo, cada vez más reticentes a alejarse de ella, a no tomarla allí mismo sin medir las consecuencias de ello.
Suspiró profundamente dos veces, se giró con las riendas en la mano y, acercando las de la yegua a Julianna, habló con esa cadenciosa voz, casi arrastrando las palabras, que provocaba en ella una reacción inmediata en todo su cuerpo.
—Será mejor que regresemos…
«Distráela».
—¿Cómo se llama tu yegua?
Quería obligarla a no pensar demasiado en lo que acababa de pasar para que no se reprochase nada, para que no se arrepintiese y volviese a poner distancia entre ellos.
Tardó unos segundos en responder y casi no le salía la voz al principio, pero contestó:
—Hispalis, la he llamado Hispalis.
Cliff la agarró de la cintura sin pedir permiso ni siquiera con la mirada, tomó aire para controlarse a sí mismo y la aupó a la montura, necesitaba distraerse de su contacto por inocente que fuese.
—¿Hispalis?
Julianna se obligó a no mirarlo a la cara mientras la ayudaba con el estribo y le cedía de nuevo las riendas.
—Sí, es… es el nombre romano de una ciudad española, y como la yegua es española me pareció apropiado… Hispalis era el principal puerto del comercio con la Indias, bueno, así creo que lo llamaban, tras el descubrimiento de América. El almirante me enseñó cómo cambiaron no solo los mapas de navegación, sino también las rutas de comercio tras el descubrimiento de América… Lo que él llama «el período de la historia en el que Inglaterra pasó a ser un segundón a los ojos del mundo». Dice que nos ha costado varios siglos volver a ser lo que fuimos, «la principal potencia marítima del mundo, de la historia», dice… Quizás los vikingos no estén muy de acuerdo con eso.
Se rio suavemente, con un sonido que a Cliff le resultó el canto de una sirena, de una sirena inocente y cautivadora, y deseó no estar en su caballo para obligarla a bajar y abrazarla con fuerza.
De nuevo era ella, una mezcla de candor e inocencia, sensualidad, inteligencia… Era la única mujer capaz de desear la libertad como él, una libertad representada por los viajes, los lugares lejanos, el mar, las aventuras, la emoción de lo desconocido. Lo notaba en su voz, en la forma en que le brillaban los ojos al hablar de la pasión que el almirante fomentaba en esa nueva pupila que acababa de descubrir.
El conocía la fuerza que irradiaba el almirante y lo fácil que le resultaba despertar en las mentes como la suya, como la de Max, como la de Julianna, ese deseo por echarse a la mar sin esperar más que aventuras, experiencias, el cosquilleo por lo desconocido. Se dijo a sí mismo que debía darle las gracias al almirante por ello. Por despertar en Julianna un deseo que probablemente le ayudaría a conquistarla, pero, sobre todo, le ayudaría a conseguir la compañera que siempre había deseado sin saberlo, una compañera con la que compartir el mar y la libertad que daba, una compañera con la que compartir esa vida que era parte de él tanto como sus manos, sus piernas, su corazón.
Disfrutaba viéndola sonreír. Le resultaba tan fácil, tan natural mantener una conversación con ella. Nunca le había pasado con ninguna mujer, esa capacidad de hablar de todo y de nada y de disfrutar con su forma de ver la vida, de disfrutar de cada detalle, con esa forma en que se le iluminaban los ojos.
Pedían a gritos una libertad que las normas sociales no le permitían. Él conocía bien esa sensación, se veía así mismo con esa misma mirada años atrás, cuando se buscó a sí mismo, al verdadero Cliff, lejos de las normas, de los salones de la sociedad, de las etiquetas… Se reconocía a sí mismo en esos ojos, en ese anhelo, en ese soñar despierto que, con sus palabras, evocaba sin saberlo Julianna. Un anhelo y un deseo expresado en sus actos, en las noches en que se iba a mirar las estrellas en el prado, en sus paseos por el bosque, en las largas cabalgadas a escondidas dejándose llevar sin más… Esa mujer era toda pasión, era todo fuego, y lo notaba como si irradiase un calor abrasador que invitaba a quemarse en él sin medir las consecuencias.
Consiguió que, durante todo el camino de regreso, Julianna le hablase de las largas conversaciones con el almirante, de los libros que leía siguiendo sus indicaciones. Se le iluminaba el rostro recordando las bromas con ese hombre, que parecía recordarle a su propio padre, las conversaciones con su tía, los ratos con Amelia y con Eugene, las bromas con Max, la admiración que le despertaba la relación y el cariño evidente que existía entre los hijos del duque.
Empezaba a entender el tipo de relación que se había forjado entre esas cautivadoras mujeres y la familia de Max. Empezaba a comprender que, de una manera extraña y al tiempo natural, habían formado una especie de familia. El carácter de todos ellos parecía complementarse y adaptarse de una manera natural, divertida y espontánea, pero que conseguía sacar lo mejor de cada uno, y un cariño mutuo que, sin duda, lograba reconfortarlos y les daba una especie de paz.
¡Eso era! De repente eso era lo que veía distinto en Julianna. Se lo había estado preguntando desde el día del teatro. No eran los vestidos, ni ese nuevo ambiente de ciudad que la rodeaba. Era eso, esa paz, sentirse integrada en una familia que la quería y que le permitía quererla, sin ocultarse, sin necesidad de esconderse de ellos, siendo ella misma sin miedo a serlo. Sintió celos de Max por hallarse en ese círculo de seres peculiares y especiales del que quería formar parte. Un nuevo deseo se sumaba a los anteriores, formar parte de esa familia, pero no como hermano, hijo o sobrino, sino como marido de Julianna. Cada vez deseaba más esa posición frente a los seres queridos de Julianna y también frente al mundo. Quería todo lo que ser el marido de esa sirena de ojos miel implicaba; tenerla con él, tenerla en su cama, en su vida… Tener derecho a formar parte de ese círculo de personas por ser el hombre al que ella amaba y ser el padre de sus hijos. Cada vez cobraba más fuerza dentro de él esa imagen. Se había arraigado en su mente y en su corazón el deseo de tener hijos, pero solo con Julianna, solo con ella. Tenía grabada en su cabeza la imagen de su Julianna sosteniendo un bebé, no cualquier bebé, sino su bebé, su hijo, el hijo de ambos.
Nunca antes había deseado tener hijos, era una idea que no se había planteado jamás. Los hijos no habían formado parte de sus planes, de sus objetivos. Había sido educado por un padre que le había enseñado que ser padre no era simplemente engendrar vástagos y dejarlos en manos de sus madres, de niñeras o de preceptores. No, ser padre debía ser mucho más. Él había tenido un padre firme, severo, en ocasiones, pero sobre todo un padre cariñoso, que estaba ahí protegiendo y apoyando a sus hijos y ellos lo habían sentido así toda su vida. Los hijos implicaban un hogar estable, una familia, una atadura, un ancla permanente. Y solo ahora, solo con ella, esas ideas le parecían apetecibles, le parecían algo que podía hacerse real, porque ahora sí lo quería, porque ahora sí, por primera vez en su vida, lo deseaba, lo necesitaba para sentirse completo, para ser feliz. No pudo evitar esbozar una sonrisa y mirarla de soslayo. Ella no pareció darse cuenta, de lo cual él se alegró, sintiéndose de repente un poco avergonzado, casi ridículo por su forma pueril de comportarse.
Al llegar a la altura del acceso de la pista de entrenamiento, vieron que Max estaba muy concentrado en su alumna y en sus progresos, mientras que, en uno de los laterales del recinto, permanecía aún sobre su caballo lady Eugene, que parecía muy entretenida con un joven que llevaba el uniforme de los alumnos de la escuela. Estaba de espaldas a ellos, por lo que Cliff no podía verle la cara, pero no pudo evitar reír suavemente al percatarse de las miradas furiosas que, desde el otro lado del recinto, le lanzaba Max al pobre muchacho.
—Vamos donde Geny, no quiero estorbar la lección, y seguro que Max agradecerá que no distraigamos a Amelia.
Julianna sonreía, no lo miraba a él, sino en la dirección de Eugene. Cliff se sentía pletórico, parecía haber avanzado más de lo que se había imaginado por la mañana. Seguía la desconfianza pero, al menos, había eliminado la distancia física impuesta por Julianna y, lo que era más importante, sabía que sus caricias, sus besos, que él iría aumentando hasta hacerla del todo suya, eran una de las principales bazas que tenía para conseguir a Julianna. Y esa era una baza que él dominaba muy bien, tenía muchos años de experiencia y le iba a sacar provecho, un delicioso provecho sin duda.
Mientras se acercaban, Cliff lanzó una mirada de aceptación a Max, quien entendió sin más el comentario silencioso de su amigo y sonrió levemente, haciendo como él un gesto disimulado de aprobación.
—¿Conoces al caballero que está con lady Eugene?
Julianna miró de soslayo a Cliff y contestó con seguridad, aunque en voz baja para que no los oyesen, ya que se estaban acercando bastante a ellos.
—Es lord Jonas. Nos lo presentó Max el otro día, creí entender que es el hermano pequeño de un amigo de estudios, pero no recuerdo su nombre… Discúlpame, es evidente que es algo a lo que debería empezar a prestar más atención…
Julianna se sintió mortificada por no haber prestado más atención y tomó nota mental de procurar, a partir de entonces, recordar los nombres de aquellos a quienes le presentasen, así como de los familiares o vínculos que se incluyesen en la conversación.
Con una sonrisa maliciosa y una voz que desbordaba sensualidad, Cliff contestó:
—Espero que no.
Julianna tuvo que parpadear un par de veces en cuanto comprendió el significado de aquello. No quería que recordase a ningún otro caballero, ni siquiera por su nombre. Por unos leves segundos se sintió inundada por el piropo velado que ocultaban esas palabras, pero luego volvió a mirarlo y frunció la frente al observar esa sonrisa socarrona y condescendiente que le cubría el rostro. Conseguía halagarla y enfurecerla al mismo tiempo…
—¿Espera que no sea capaz de recordar su nombre o de prestar atención a lo que me rodea?, porque ambas cosas dirían poco a mi favor. De hecho, dirían que soy la persona más indolente y quizás inconsciente del mundo… ¿Es eso lo que espera, milord?
Julianna quiso reprenderlo por el comentario y, sin embargo, al final lo que consiguió fue lanzarle un reto, al menos eso parecía transmitirle la mirada de auténtica satisfacción que él le estaba lanzando. Julianna quiso darse un coscorrón mental en ese momento.
—Espero muchas cosas de ti, pero las iremos descubriendo poco a poco.
Hablaba casi en un susurro, un poco inclinado hacia ella y lanzándole una mirada que consiguió que le ardiesen las venas y se le tensase cada músculo del cuerpo. Con esa voz ronca, esa forma de alargar las palabras y ese tono tan pagado de sí mismo, en vez de hacerla enfadar lograba encenderla como si fuera una fogata a la que acabasen de echarle leños de robles secos.
—Yo no pretendía…
Julianna tuvo que morderse la lengua por lo cerca que estaban de lady Eugene, pero, sobre todo, porque ella sola había caído en la trampa. Se sonrojó y casi se quedó sin aliento al mirar esos ojos verdes que brillaban por el triunfo evidente.
Cliff sintió un placer incalculable ante su mirada furiosa y avergonzada y no pudo evitar una sonrisa arrogante de triunfo y satisfacción ante el rubor de sus mejillas y el temblor de su voz. Qué placer tan intenso e inmenso le provocaba desconcertarla, y se dijo a sí mismo que de ahora en adelante lo haría con cierta asiduidad. Era increíble la sensación de saber que conseguía alterar los sentidos de Julianna tanto como ella lograba alterar los suyos, claro que ella lo lograba solo con respirar, con estar viva… Esa idea de nuevo le hizo sonreír.
—Ah ¡Julianna!, comandante, ya habéis regresado… ¿Qué tal el paseo? —preguntó Eugene mientras se giraba y hacía un gesto con la cabeza.
Julianna le sonrió, pero se recordó reprenderla más tarde, porque era evidente que estaba disfrutando, en exceso en su opinión, por lo bien que le había resultado su más que clara maquinación.
—Muy agradable.
De inmediato se volvió a sonrojar al recordar los besos de Cliff, su cuerpo inclinándose el suyo, su olor… Cliff lo comprendió en cuanto de nuevo brotó ese sonrojo en sus mejillas y no pudo sino sonreír, aunque también se excitó recordando él también el cuerpo de Julianna pegado al suyo y ese brillo en sus ojos.
Girando un poco la cabeza e inclinándola en señal de cortesía, Julianna dijo con tranquilidad:
—Lord Jonas, me alegra volver a verle.
Hizo un idéntico gesto él:
—Señorita McBeth, es un placer volver a encontrarnos.
—Lord Jonas, ¿conoce al comandante lord Cliff de Worken?
Julianna hizo un ademán con la mano para dirigir su vista hacia él, que no tuvo más remedio que apartar sus ojos de ella.
—No tengo el honor, pero, desde luego, son bien conocidas las proezas y hazañas que, en pro de la Corona, ha realizado el comandante. Comandante.
Inclinó la cabeza en dirección a Cliff, que repitió el gesto.
—Lord Jonas. —En cuanto lo miró de cerca le encontró el parecido con un viejo conocido—. ¿Es usted el hermano de Bernard, hijo del marqués de Furlington?
—Así es —contestó sonriente.
Cliff pensó que era evidente la buena relación que debía mantener con su hermano.
—En ese caso, el honor es mío. Ha de saber que Bernard es uno de mis más antiguos y queridos amigos… Bueno, mío y del capitán. —Sonrió lanzando una mirada de soslayo a Max—. ¿Puedo preguntarle cómo se encuentra? Hace mucho que no coincido con él.
—Muy bien, milord. De hecho, diría que mejor que bien. Parece que, al fin, va a sentar cabeza. Mi padre está deseando hacer público su compromiso con lady Tara Burnington, la hija del vizconde de Carrish. Supongo que lo harán en cuanto empiece la temporada.
—Me alegro por él, conozco a lady Tara desde que éramos jóvenes y no puedo sino alabar su elección. Sin duda, hacen una magnífica pareja. Transmítale mis felicitaciones y mi deseo de encontrarme con él dentro de poco para poder hacerlo personalmente, se lo ruego.
—Así lo haré, comandante, aunque no creo que tarde mucho en poder hacerlo usted mismo, ya que pasará la temporada en Londres, lo que le permitirá ultimar los detalles del enlace. Lo esperan en Wallendrob Manor dentro de unos días, pero después vendrá a Walldenhall para acompañar a la familia.
—En ese caso, iré a hacerle una visita. Es más… —Enarcó las cejas—. Creo que podríamos organizar alguna actividad todos juntos para una de las próximas tardes.
Con ello, pensaba complacido, aseguraría de un plumazo muchas cosas convenientes para sus objetivos. Lo primero, pasar más tiempo con Julianna en un ambiente que a ella no le pareciese amenazador, ya que iría acompañada por Max, por Eugene… por él. Lo segundo, se aseguraría de que fuere conociendo a sus amigos, a esos en los que Cliff confiaba y que consideraba la adecuada compañía y las relaciones acertadas para Julianna. Y lo más importante, aseguraría un modo para que todo el mundo le viera con ella. Cuantos más supiesen de su interés sincero por ella, menos caballeretes, depredadores y cazafortunas ansiosos se acercarían a ella… Desde luego empezaba a caerle francamente bien ese joven Jonas… Aunque el pobre estaba en grave riesgo de perder, de manos de Max, alguna parte de su anatomía si seguía mirando a Eugene de esa manera. Cliff empezaba a disfrutar de veras de una vida alejada de las habituales actividades de un consumando calavera, «¿Quién me lo iba a decir?», pensó mientras sonreía y veía por el rabillo del ojo como Max se les acercaba, acompañado de esa jovencita que tanto le sonaba y de la que había oído ligeramente hablar en esos últimos días. Se recordó que debía preguntar sobre ella con detalle a Max o incluso, por qué no, a la propia Julianna.
De regreso a casa y tras despedirse de Cliff, Julianna intentó no pensar demasiado en lo acontecido una hora antes, pero aún sentía cada beso, cada caricia, el calor en cada uno de los puntos en los que Cliff la besó, la acarició. Se mantuvo casi en silencio todo el camino, alentando una conversación en la que no tuviese que intervenir demasiado, de modo que Amelia y Max intercambiaron consejos y sensaciones sobre su primera lección de equitación, mientras que Eugene y Jonas comentaban las fiestas y soirées a las que asistirían los próximos días.
Sin embargo, no pudo evitar las miradas inquisitivas de Max, y sabía que él, tarde o temprano, le preguntaría por su amigo y lo ocurrido esa mañana. Parecía saber lo que había pasado, sin embargo, parecía, también, querer dejarla meditar o pensar sin presión de nadie, incluido él, lo cual agradecía sobremanera, aunque Julianna sentía deseos de gritarle por ser uno de los artífices de tamaña encerrona. Lo que ocurría es que no sabía si quería gritarle de indignación o de emoción. Estaba terriblemente confundida.
Él, solo él, solo Cliff, podía provocar semejante desconcierto. «¡Por todos los santos! Es imposible, no soy capaz de pensar estando cerca suyo, si ni siquiera consigo respirar…». Julianna se reprendía así misma por lo ocurrido y, aun así, en cada fibra de su ser sentía que quería más, que necesitaba más. Se tendría que pasar media tarde en la cocina para conseguir relajarse, para conseguir ordenar sus pensamientos, pero, al menos, tenía esa vía de escape, ese rato para sí misma.
El resto del día lo pasó en un baile constante de sensaciones y sentimientos; enfadada consigo misma por no haber sido capaz de evitar que la besara; feliz y excitada cada vez que rememoraba esos momentos con él, esas caricias, el calor de su cuerpo, cuya familiaridad empezaba a ser insoportablemente inevitable; cansada de luchar consigo misma; ansiosa por volver a verlo; molesta por la prepotencia y la seguridad con la que la trataba y por lo bien que parecía conocerla y doblegar su voluntad. Empezaba a volverse loca.
Tras la cena pidió retirarse temprano alegando una jaqueca, lo que no era del todo falso, ya que tanto pensar en él, incluso sin quererlo, empezaba a pasarle factura. Mentalmente estaba agotada y físicamente solo deseaba tenerlo cerca. «Maldito Cliff, ¿qué me has hecho? ¿Qué demonios le has hecho a mi cuerpo? Esto es una tortura». Lo único bueno de ese día era que estaba tan agotada que en cuanto apoyó la cabeza en la almohada cayó en un profundo sueño. Aunque por la mañana ya se daría cuenta de que el protagonista de ese sueño era su «torturador».