Capítulo 16

 

 

Durante todo el trayecto a la mansión de la condesa de Tulipán, Julianna no pudo dejar de sentir un nudo en el estómago por los nervios de verse rodeada de las principales familias de la aristocracia de Inglaterra, aunque, lo que de verdad la tenía con los nervios sobresaltados era la idea de encontrarse, por primera vez, con Cliff en un salón de baile. Sentía una inexplicable emoción al pensar que la vería tan elegantemente vestida como las damas que normalmente solía frecuentar. Durante la mañana con lady Adele y lady Eleanor, recordó las enormes diferencias existentes entre ella y esas elegantes damas. Por eso, incluso ahora, simplemente sentada en el elegante carruaje de su tía, se sentía fuera de lugar, como una intrusa que se colaba en los elegantes salones sin ser invitada. Comprendía cuán diferente era su vida ahora y que no solo su vida, sino ella misma, habían cambiado mucho en poco tiempo, pero eso no cambiaba la realidad de quien era, de sus orígenes que, aunque estaba orgullosa de ellos, era muy consciente de que eran humildes o, por lo menos, no tan elevados como los de los invitados al baile al que, por un inesperado giro del destino, ahora se dirigía en compañía de su tía.

Intentaba aparentar tranquilidad, especialmente porque sentada a su lado iba Amelia, hecha un manojo de nervios y retorciendo fuerte e inconscientemente los guantes en su regazo. Amelia era demasiado joven todavía para asistir a bailes de sociedad, pero las fiestas de la condesa de Tulipán, entre otras particularidades, se caracterizaban porque admitía la asistencia de jóvenes antes de su presentación y habilitaba unos salones especiales para ellas, para que fuesen conociendo y habituando a esas veladas. También les estaba permitido entrar en el salón de baile e incluso bailar un par de piezas bajo la debida supervisión, por supuesto. De todos modos, tía Blanche había solicitado permiso previo a la condesa para que Amelia pudiera permanecer a su lado la mayor parte de la velada, aunque eso significase estar más tiempo en los salones principales que con las jóvenes de su edad. Era algo que alivió un poco a Amelia, ya que verse sola sin la compañía de Julianna y de Eugene gran parte de la noche era algo que le producía verdadero pavor. Ella había sido, hasta hacía unos meses, una huérfana destinada a servir a damas y caballeros como los que asistían al baile, y si la aprehensión de Julianna era enorme, la de Amelia no podía ser menor.

De ese modo, con los nervios a flor de piel y casi con la respiración contenida, bajaron una a una del carruaje y, para sorpresa de las tres jóvenes, las esperaban en la escalera de acceso a la mansión el almirante y Max. Todas ellas tuvieron que hacer un verdadero esfuerzo para no lanzarse corriendo a por ellos ante la alegría de verlos esperándolas diligentemente. Max estaba sorprendentemente guapo con su chaqueta negra y sus calzas blancas, era la viva imagen del dandi inglés y, al sonreírles nada más verlas, tanto Amelia como Julianna sintieron un vuelco en el estómago, aunque fuese por distintos motivos.

—Buenas noches, queridas damitas —dijo el almirante con un encantador tono fraternal al tiempo que se inclinaba cortésmente—. ¿Me permiten ser el primero en alabar su extraordinaria belleza? Creo que todas las damas del salón arderán en llamas de celos en cuanto las vean.

—Gracias, padre —dijo con un cantarín tono Eugene.

—Almirante… Y luego dicen que el galán de la familia es Max —contestó alegre Julianna realmente agradecida por el recibimiento—. No creo que haya dama en Inglaterra capaz de resistirse a sus encantos. ¿Por qué los mantiene tan reservados? Creo que hice bien en reservarle mi primer vals. Estaré más que orgullosa de bailar con el caballero más guapo y seductor de la noche. —Y le brindó una amplia y sincera sonrisa.

—Ay, pequeña… Si no tuviera edad para ser tu padre…

—Su abuelo, padre, tiene edad para ser su abuelo… —dijo Max divertido, tomando la mano de Julianna para besarla tras haber hecho lo mismo con Adele y Amelia.

—Impertinente muchachito… —contestó el almirante, ofreciendo su brazo a tía Blanche y a Julianna—. Encantadora dama, señoritas, creo que hay un baile esperándonos.

Julianna le cedió su mano al tiempo que su tía y ambas se encaminaron escaleras arriba escoltadas por el almirante, seguidas de igual manera por Max con Eugene y Amelia. Julianna sentía pinchazos bajo la piel de pura ansiedad mientras no podía dejar de admirar el bello entorno que les rodeaba. Se habían dispuesto antorchas a cada lado de las escaleras principales iluminando la llegada de los invitados, rodeadas de bonitos manojos de tulipanes de colores variados y, cada cierta distancia, colocados estratégicamente a ambos flancos de esa enorme escalinata de blanco mármol y piedra rosada, lacayos elegantemente vestidos con la librea con el blasón de la condesa, recogiendo, una vez traspasado el arco principal del vestíbulo, las capas y abrigos de los invitados. Ese fue uno de los momentos en que más nervios sintió Julianna. Aunque su capa era extraordinariamente elegante y notó mientras accedían algunas miradas y susurros de algunas damas señalándolas a ella, a Eugene y a Amelia, sin embargo, se encontraba cubierta de cuerpo entero con ella, y, en cierto modo, protegida, pero al entregársela al lacayo se sintió un poco expuesta con ese vaporoso vestido de noche.

Casi instintivamente fijó la vista en el suelo, como de pequeña, como si evitar las miradas de los demás le protegiera de ellas. Sin embargo, apenas hubo agachado la cabeza escuchó la voz de Max aproximándose.

—Julianna… Por favor, espero puedas creerme, eres la más increíble y hermosa visión en la que han tenido el honor de posarse mis ojos. Estás excepcionalmente bella esta noche.

Julianna se sonrojó escandalosamente ante el halago, especialmente por el modo en que la miraba y el fervor en su tono de voz. Sintió un brusco escalofrío de extraño placer recorriéndole la espalda.

—Gra-gracias —tartamudeó abrumada.

Él, recobrando un poco la compostura, carraspeó y añadió:

—Espero me reserves el tercer vals de la noche, ya que el primero corresponde a mi querida hermana y el segundo lo he reservado especialmente para la encantadora Amelia.

En ese momento ladeo la cabeza y sonrió seductoramente a Amelia, que se sonrojó casi tanto como Julianna.

—Será un honor, Max… Uy, perdón, he de recordar que he de evitar tutearte a lo largo de la noche… milord —dijo tímidamente.

Él sonrió y, dirigiéndose a Amelia y a ella, les dijo divertido:

—Pero solo esta noche, mañana vuelvo a ser Max para ambas, ¿prometido? —Las dos sonrieron y asintieron—. Muy bien, en ese caso, saludemos a nuestra anfitriona, ¿señoritas? —Esta vez le ofreció el brazo a ambas.

Por cortesía, debían saludar primero el almirante y Adele con tía Blanche y a continuación ellos, ya que, si bien Max era superior en rango, ellas eran sus acompañantes y, por lo tanto, debía presentarlas él.

—Ah, joven. ¡Qué alegría volver a verle entre nosotros! —dijo alegremente la condesa cuando Max llegó a su altura—. Me complace comprobar que ha aceptado el papel de protector de su bella hermana. He de decir que es una joven encantadora. Me alegra contar con su presencia esta noche.

—Milady. —Se inclinó—. El placer es nuestro. Desde luego cumpliré con mi deber para con mi encantadora hermana toda la temporada pero, puedo asegurar, es un deber que acepto con sumo placer. —Le sonrió encantador—. ¿Me permite presentarle a las sobrinas de la señora Brindfet? La señorita McBeth y la señorita Amelia.

Amabas hicieron una elegante reverencia al tiempo que decían:

—Milady.

—Es un placer conocerlas al fin. He oído hablar muy bien de ambas —dijo, y Julianna abrió los ojos—. Oh, no se alarme, querida. Su tía y yo somos viejas amigas y compartimos nuestra pasión por el bridge algunas tardes en los salones de Clarence.

Una vez a la semana, la tía Blanche acudía a un elegante establecimiento para damas en las que jugaba a las cartas con algunas damas y esposas de diplomáticos, pero Julianna ignoraba, hasta ese momento, que ese fuese uno de los sitios en los que su tía había logrado tener tan magníficas relaciones y contactos a lo largo de esos años.

—He de decir, mis queridas niñas —continuó la regordeta y afable condesa—, que su tía no se equivocaba al decir que sus dos jóvenes pupilas son auténticas bellezas. —Julianna se sonrojó no solo por el piropo sino ante la idea de que su tía hablase de ellas y, además, calificándolas como «bellezas»—. Bueno, bueno, con la discreción y modestia de su tía, ella dijo que eran inmensamente agraciadas, pero soy muy hábil leyendo entre líneas. —Les sonrió de un modo muy agradable y posó en el brazo de Julianna una mano, cosa que ella interpretó como una muestra de aceptación tácita—. Milord —dirigió su mirada a Max—, esta noche va a estar usted en exceso ocupado, protegiendo no solo a su hermana, sino a estas dos jóvenes. Las tres se van a ver asediadas, se lo auguro con seguridad.

Max le sonrió y tras una leve inclinación por su parte y una suave genuflexión de las jóvenes se despidieron de la anfitriona y, de nuevo, él ofreció el brazo a sus dos acompañantes. Cuando se hubieron separado un poco les susurró a ambas:

—Primera prueba superada, queridas, os habéis ganado a nuestra anfitriona. No se puede empezar mejor.

Ambas lo miraron.

—Pero si no hemos hecho nada —dijo tímidamente Amelia.

Max se rio

—Más de lo que crees, pequeña. Sois la perfecta imagen de damiselas educadas, amables y dulces y, sin duda, las más bellas de la noche. —Sonrió arrogante, haciendo que Amelia se sonrojase de nuevo bruscamente.

—¡Eh! —Suspiró Eugene como queja delante de ellos.

—Perdona, querida, las tres sois las más bellas de la noche. —Y le lanzó una sonrisa cómplice y picarona.

—Está bien —puso los ojos en blanco—, te perdono por olvidarme unos segundos. Pero no se te ocurra abandonarnos a ninguna esta noche o no te lo perdonaré jamás —le contestó, dándole un leve golpe con su abanico en el pecho.

—Ay, pequeña, te hemos convertido en una pequeña tirana.—Negó suavemente con la cabeza—. Definitivamente no te hemos educado bien.

Rio burlón, lo que provocó que también se riesen Amelia y Julianna mientras Eugene fruncía un poco el ceño y a continuación le hacía una mueca a su hermano.

—Eso es muy poco femenino…

—Bien, señoritas, ¿pasamos al salón? —dijo solemnemente el almirante mientras abría camino delante de ellos con tía Blanche asida a su brazo.

En el mismo instante en que escuchó esas palabras, cobraron brío los nervios en el estómago de Julianna, ya que parecía tener un ejército peleando en su interior.

Al otro lado del salón se encontraban Ethan, Cliff, lady Adele y los condes.

—¿Querida…? —inquirió suavemente la condesa a lady Adele—. ¿Por alguna razón quieres permanecer justo aquí?

Mostraba clara curiosidad, ya que llevaban unos minutos de pie en un lugar aparentemente incómodo del salón principal.

—Discúlpeme, milady, pero este es el mejor lugar para observar la entrada al salón de los invitados y, también, a las personas que ya se encuentran en él.

La condesa, del brazo del conde, ladeó la cabeza para mirarla.

—¿Hay algo que quieras compartir con los demás, querida? —de nuevo insistió.

—Bueno… —Bajó la voz para evitar que le escuchase Cliff, que se encontraba al lado de su hermano—. Me gustaría observar la reacción de los caballeros del salón cuando lleguen… —Hizo un gesto con la mano en círculo—. Va a ser una imagen digna de recordar. Créame, milady, las tres van a causar un hondo impacto… y también quiero ver la expresión de Cliff.

La condesa rio suavemente, comprendiendo bien a lo que se refería, ya que por la tarde lady Adele le describió la delicadeza y elegancia de todos y cada uno de los diseños de Madame Coquette confeccionados para las jóvenes, y la excepcional belleza de Julianna y de Eugene con algunos de los trajes de noche que se probaron delante de ella. Después de admirar el bonito traje de amazona que Julianna le había regalado, no dudó, ni un segundo, de la veracidad y exactitud de las alabanzas exacerbadas que hizo del guardarropa de las jóvenes.

—Querida, creo que has despertado mi interés.

La condesa sonreía mientras, de refilón, miraba a Cliff. «Pobre hijo mío, no sabes la que te espera. Tantos años de impenitente libertino y ahora vas a tener que luchar contra todos esos dragones por una mujer», observó ligeramente a la multitud que les rodeaba echando una ligera mirada en derredor por el salón.

Pocos minutos después hacían su aparición por la escalera de acceso al salón, el almirante con la señora Brindfet, y tras ellos entraba Eugene, que se quedó justo en el primer escalón de arriba, bajo el enorme arco principal, esperando a Julianna y Amelia, tras las cuales se colocaba Max.

Era una imagen cautivadora. Las tres muchachas en fila bajo aquel arco, iluminadas por las antorchas de los lados y por las lámparas que colgaban justo sobre sus cabezas, parecían ninfas envueltas en aquellas delicadas prendas que resaltaban los atributos y los encantos de cada una de ellas.

Amelia, con su juventud y candidez, su cara juvenil y sus ojos vivaces, dulcemente destacados gracias a la suavidad de la tonalidad verde agua de la seda de su vestido y los bonitos detalles en color crema de los encajes de Bruselas, estratégicamente colocados en el escote y las mangas para destacar aún más la candidez propia de su edad, era la perfecta de la representación de esa niña que antecede al inmediato nacimiento de una hermosa mujer.

Eugene, con la belleza calmada y patricia que evidenciaba sus orígenes aristocráticos, se veía serena, dulce y con un aura de aniñada candidez, con sus suaves y aún apenas formadas curvas elegantemente destacadas gracias a un vestido de gasa y terciopelo de un celeste cielo, con detalles brocados en hilos de plata, y llevaba cintas plateadas con pequeñas plumas de color celeste prendidas en su hermoso cabello rubio dorado, recogido con pequeños tirabuzones cayendo por sus sienes de un modo delicado y casi etéreo. Era la perfecta representación de una beldad griega.

Julianna, por su parte, parecía desprender halos dorados que exaltaban sus ojos miel y los reflejos dorados de su cabello. Su traje, al igual que el de las otras dos jovencitas, se entallaba en la cintura por un corsé, siguiendo la nueva moda procedente del continente, resaltando y destacando, con discreción pero con el perfecto y justo efecto de sensualidad y elegancia, las curvas de mujer, dejando sutilmente partes del escote de los hombros y de los brazos enguantados. Madame Coquette había elaborado un vaporoso vestido de gasa y seda de color marfil tornasolado en oro con pequeños brocados con hilos de oro en los bordes de las pequeñas mangas, en el escote y en la línea final de la falda. Sin embargo, el reflejo dorado parecía desprenderse de los pequeños cristales amarillos colocados estratégicamente de modo que recogiesen y reflejasen la luz de las velas colocadas en cada sala. El cabello lo llevaba recogido con un elaborado peinado que dejaba caer sobre los hombros y la espalda largos mechones ondulados, mientras que el recogido lo formaban cordones dorados con pequeños cristales engarzados en algunos de sus mechones, consiguiendo destellos amarillos con cada leve movimiento.

Durante unos instantes, que a Max, desde lo alto de la escalera, le resultaron eternos, comenzaron a posarse en las tres muchachas todas y cada una de las miradas de la sala, y el sonido de las voces se redujo a meros susurros que contrastaban con las elevadas voces y risas procedentes de uno de los salones laterales, unido al principal por enormes puertas de estilo francés y por los ruidos procedentes de las salas donde se hallaban colocadas las mesas de cartas y juegos que ya se encontraban en plena ebullición.

Mientras las jóvenes, evidentemente sonrojadas por la atracción dirigida inesperadamente a ellas, descendían precedidas por el almirante, que cuadró los hombros en protector gesto, y con Max a la espalda, que con firme mirada y la seriedad del rostro evidenciaba el instinto protector y guardián que quería para que los presentes entendiesen su ferocidad, fueron colocándose con la discreción que hasta el momento no habían conseguido, en uno de los laterales de la sala.

—Cliff, Cliff… ¡Cliff! —Alzó al final la voz su hermano—. ¡Por todos los santos! ¡Cierra la boca y pestañea!

Le propinó un leve codazo en las costillas sin dejar de sonreír francamente divertido. Cliff parpadeó un par de veces, algo avergonzado por su parálisis temporal, mientras el conde movía la cabeza con socarrona sonrisa y lady Adele y la condesa soltaban ligeras risas entre dientes.

—Querida, tenías toda la razón —le dijo suavemente la condesa a lady Adele, girando un poco la cabeza y en apenas un susurro. Conteniendo una carcajada señaló a su hijo pequeño—. Querido, permíteme un consejo maternal. Mueve esos pies y asegúrate de que esa encantadora joven no es engullida por la horda de caballeros que, ahora mismo, se dirigen hacia ella con intención de captar su atención y reclamar un baile.

—Creo que no estaría de más saludar a una vieja amistad como es el almirante, ¿no te parece, querida? —intervino el conde, enarcando una ceja con un jocoso tono.

Ethan, con un leve movimiento del brazo en el que se apoyaba la mano de su prometida, la instaba a dirigirse al grupo recién llegado, al tiempo que comentaba en tono divertido:

—¿Adele? ¿Deberíamos dar la pertinente acogida en su primera temporada a lady Eugene?

—Por supuesto, ¡qué excelente idea! —respondió ella con una enorme sonrisa en los labios.

—¡Diablos! —masculló Cliff entre dientes

—¡Cliff! Por favor —lo reprendió rápidamente la condesa, aunque con una sonrisa.

Negó suavemente con la cabeza, dejó su copa de champagne en una de las bandejas de los lacayos, cuadró hombros y dijo casi en un gruñido:

—Tendría que haber traído pistolas, esos malditos crápulas…

Ethan no pudo evitar soltar unas carcajadas de plena satisfacción por la situación de su hermano.

—Vamos, vamos, Cliff. Te acompañamos para que hagas los honores…

Lady Adele le dio un pequeño apretón en el brazo como muestra de apoyo y solidaridad, aunque no podía esconder, como el resto de sus acompañantes que encontraba aquello francamente hilarante.

Julianna se puso, casi de inmediato, en tensión, claramente incómoda y violenta por la atención despertada y las miradas que le dirigían, sin ningún disimulo ni contención, la mayoría de los asistentes del salón. Gimió para sus adentros, pero procuró parecer serena. Se había prometido conseguir que su tía se sintiese orgullosa y no iba a amedrentarse ni actuar como un ratón asustado al primer indicio de pánico, por mucho que quisiera salir de allí y evitar las miradas y los susurros que notaba como cuchillos en su piel.

—Queridas, creo que deberíais dejar que todos esos caballeros que se dirigen hacia aquí soliciten los bailes que deseen y llenen vuestros carnets de baile. El almirante y yo nos colocaremos allí para no estorbar —dijo tía Blanche al tiempo que con su abanico señalaba un punto algo más alejado, cerca de las grandes puertas de acceso a las salas de juego.

Julianna lanzó una mirada suplicante a Max para que no se alejase demasiado y otra suave a Amelia para que él centrase su interés un poco más en ella. Él, entendiendo rápidamente, le sonrió y adoptó una postura que conseguía el efecto de acercarse a ellas, pero especialmente a Amelia.

Enseguida estuvieron rodeadas por numerosos caballeros que reclamaban un baile. En el carruaje, tía Blanche les había instado a llenar el carnet desde el principio, sin embargo, también les recordó que era su primer baile y que debían acostumbrarse a los salones, por lo que era prudente tomar con calma la noche y más que conveniente dejar algunos huecos libres para descansar y poder relajarse. De modo que las muchachas convinieron aceptar bailar todos los valses y dejar algunas de las danzas libres para reunirse entre ellas y poder hablar e intercambiar ideas.

—Amelia, cielo —le dijo entonces tía Blanche con serio rictus—, recuerda que todavía eres demasiado joven, de modo que solo podrás aceptar dos bailes, aunque presumo que podrás bailar tres, porque el almirante insistirá para que le concedas un vals.

Amelia asintió mientras, sonriente, recordaba que, al mediodía, Max le había hecho prometer que bailaría con ella el segundo vals.

Mentalmente, mientras se le iban presentando algunos caballeros y reclamando distintos bailes, Julianna se recordó a sí misma el plan trazado en el carruaje y, además, que el primer vals era para el almirante y el tercero para Max. «Y uno para Cliff» se dijo, pero enseguida se reprobó a sí misma, «no, no, boba, no te lo ha pedido». Así fue atendiendo uno a uno a los caballeros que les rodearon unos escasos minutos; un minué con el marqués de Furlington, el hermano de Jonas, una danza campestre para el conde de Durban, un joven aparentemente risueño y demasiado joven para hacerla sentir incómoda… y así con todos…

«Otro baile para el vizconde de Morray». Lo miró sonriéndole.

—¿Milord? ¿Y su hermana? Me gustaría saludar a lady Eleanor más tarde si no le importa.

—Para mí será un placer acompañarla entonces, aunque, primero, presumo que he de dejarla terminar con estos caballeros, es justo darles una oportunidad —contestó lord Rayne Bruster con una sonrisa seductora y de consumado experto en estas lides.

—Será un honor. Agradecida, milord, para mí ha sido una gran alegría conocerla y debo admitir que su hermana me ha causado una grata y honda impresión.

—Créame, señorita McBeth, la estimación ha sido mutua, de camino a la fiesta venía alabando a sus nuevas amigas, les ha tomado rápido y merecido cariño —insistió.

Tras varios agotadores e intensos minutos fueron llenando, más de lo que a ella le hubiese gustado, el carnet de baile.

—Caballeros, caballeros, por favor, creo que mis protegidas ya han concedido todos sus bailes, si nos perdonan, ahora las acompañaré a por una limonada, antes de dejarlas en manos de su tía —intervino firme y rápido Max.

Enseguida se colocó a su lado y asió por los codos a Eugene y a Julianna para alejarlas de tantos admiradores, puesto que Amelia se encontraba a su lado bajo estricta vigilancia, ya que no podía actuar como una debutante. Se lo notaba tenso y casi malhumorado.

De inmediato, las dirigió hacia donde se encontraba su tía y el almirante con objeto de conseguir «refuerzos» y, mientras lo hacía, pudo comprobar, y casi sentirse aliviado por ello, que se encontraban en compañía del conde y la condesa y que a su lado les aguardaban, claramente, sus amigos. Max no pudo evitar sonreír al ver el serio y tenso rostro de Cliff y ese rictus que parecía querer sacar los ojos a cuanto caballero hubiese sonreído cortésmente Julianna.

—Queridas… —Lady Adele extendió los brazos hacia las tres muchachas a modo de saludo—. ¡Estáis arrebatadoras!

Las tres le sonrieron mientras se colocaban junto a ella.

—¡Gracias! —dijo Eugene con una sonrisa satisfecha—. ¿Apruebas entonces la elección? —dijo, bajando los ojos a su vestido.

—Absolutamente —contestó riéndose lady Adele.

Mientras lady Eugene y lady Adele intercambiaban, en compañía de las jóvenes, algunos comentarios y lady Adele les hablaba de algunos de los invitados con los que se había cruzado antes de su llegada, Cliff fijaba su vista en Julianna. Tenía la mirada de un depredador fiero, implacable, imperturbable en cuanto al claro objeto de su deseo. Julianna, que no podía evitar sentir la presencia de Cliff como una esencia masculina que la llamaba incluso desde la distancia, lo miraba de hito en hito y, en cada una de las ocasiones, se ruborizaba al sentir el calor y la intensidad de esos verdes ojos fijos sobre ella.

—Queridas —interrumpió la tía Blanche—. Será mejor que demos una vuelta por el salón antes de que empiece el baile para que os vayáis acostumbrando y, además, después será más difícil moverse. Vamos, niñas.

Con eso las instó a una ronda alrededor del inmenso salón acompañadas por el almirante. Sin embargo, la tía de Julianna se quedó un poco retrasada, enfrentando cara a cara a Cliff antes de seguir a las jóvenes

—Comandante. —Cliff fijó la vista en ella al igual que su hermano y lady Adele mientras Blanche, con un tono suave pero firme y con una mirada que dejaba a las claras la seriedad de sus palabras, le decía—. Creo haberle dado permiso para ser el pretendiente de Julianna, no su dueño… —Enarcó una ceja.

—¿Disculpe? —respondió él algo asombrado, pero con un tono neutro.

—No dudo de sus buenas intenciones para con mi sobrina, incluso he de reconocer que me agrada usted, pero no olvide que las mujeres Macbeth no tenemos dueño, ni siquiera nuestros maridos… Cuando los aceptamos, claro… No debería mirar a mi sobrina como una posesión, porque no lo es y, me atrevería a decir, que jamás lo será, ni aún si finalmente consigue su aprobación para llevarla al altar. —De nuevo le dedicó una mirada torva e inquisidora, pero también una sonrisa—. Si me disculpan, será mejor que acompañe a mis niñas antes de que las asedien de nuevo.

Cliff se quedó mirando la marcha de la señora mientras escuchaba la ronca risa a su espalda de su hermano.

—Muy bien, Cliff, dos pasos atrás —dijo Ethan. Cliff se giró sobre sus talones para mirarlo y levantó las cejas a modo de interrogación—. ¡Oh, vamos! Has de reconocer que habías dado un enorme paso adelante estos dos últimos días, pero esta noche has dado dos, de golpe, hacia atrás, uno con su tía y otro con… —Señaló con un leve movimiento de cabeza a Julianna, que ya se hallaba a cierta distancia de ellos—. ¿O acaso le has pedido ya un baile a la encantadora señorita McBeth? ¿Quizás estabas tan absorto en tus pensamientos que no se te ha ocurrido?

—¡Diablos! —maldijo entre dientes, dándose la vuelta en la dirección tomada por ellas—. Si me disculpáis —dijo, inclinándose educadamente hacia su futura cuñada.

Volvió a escuchar la risa divertida de ambos a sus espaldas.

En apenas unos minutos logró alcanzar al grupo y con un sutil movimiento se puso a la altura de Julianna. Mientras todos caminaban, y sin detenerse, tomó, para sorpresa de ella, su mano y la posó en su brazo.

—Querida… —dijo en un ronroneo sensual y posando suavemente sus ojos en ella.

Ella no contestó, sino que simplemente giró la cabeza y la alzó para mirarlo. Su presencia le provocaba una oleada de calor recorriéndole todo el cuerpo, y su voz seductora, punzadas directas en el corazón

—Debería disculparme por no haberla recibido y saludado como es debido. —Inclinó un poco la cabeza y le sonrió, provocando palpitaciones violentas en el acelerado corazón de Julianna, que seguía sin decir palabra—. He de decir que eres una visión celestial. —Y de nuevo le sonrió—. ¿Podría solicitar uno de los valses o crees que llego tarde? Si es así, creo que deberé medir mis fuerzas con cualquiera de esos caballeros que os han acorralado y reclamar mi baile.

Julianna, en un susurro y dándose coscorrones mentales en cuanto la frase salió de su boca, contestó con timidez:

—Bueno… le había reservado un vals…

«Boba, más que boba», se decía a sí misma mientras él le sonreía como un gladiador victorioso.

Cliff parecía querer levantar los brazos para demostrar al resto de los caballeros la diferencia entre ellos y él. Ella le había reservado un baile porque era él, solo él, el que ocupaba, tanto si ella era consciente como si no, su mente, su corazón y, dentro de poco, su cuerpo.

—En ese caso, resérvame el vals de la cena y concédeme el honor de acompañarte durante la misma.

Aunque el tono impositivo ciertamente le molestó un poco, ya que él no preguntaba, no pedía, sino que parecía simplemente exigir, reclamar, Julianna dejó de lado ese malestar para concentrarse y hacer un rápido repaso de las normas de protocolo que durante tantas semanas llevaban estudiando para recordar cuál era el vals previo a la cena, «umm, tres valses primero… después la cena… otros tres valses después».

—Lo siento, milord, pero lo tengo comprometido. —Él enarcó con cierto disgusto la ceja. Ella continuó—. Se lo he prometido a Max.

Cerca de ellos se escuchó:

—Llegas tarde, amigo, te vuelves lento con la edad —dijo un Max sonriente, con Amelia y Eugene a cada lado.

Cliff levantó la vista, lo miró con una sonrisa complaciente y le dijo con voz socarrona:

—Pero, como caballero y amigo, no tendrás inconveniente en cedérmelo, ¿verdad?

Max sonrió y contestó:

—Tendrás que preguntar a la dama, es privilegio suyo.

Cliff asintió y centró su vista en Julianna, quien, mirando a Max, preguntó:

—¿No te importaría?

—Mientras me reserves el siguiente… Digamos que consideraré el modo de reclamar perjuicios al caballero. —Miró a Cliff, quien, entornando los ojos, sabía que hablaba en serio y que eso le costaría una buena caja del mejor coñac.

—En tal caso —miró de nuevo a Cliff, aunque ruborizándose ante la intensidad de su mirada—, supongo que podría concederle el vals, aunque la cena… —Miró con disimulo a Amelia y a Eugene.

Cliff, dirigiendo su mirada a la dirección marcada por ella, comprendió y señaló, de modo que solo lo oyera ella:

—Entendido. —Sonrió—. Quizás —alzó la voz de nuevo y en tono despreocupado añadió con una alegre sonrisa— podamos cenar en grupo, ¿no, Max?

—Una gran idea, siempre y cuando las damas nos prometan exclusiva atención y no alienten a las hordas de caballeros que las asediaban para que nos pongamos celosos…

—Eso —señaló Eugene— no pienso prometértelo jamás, Max. No le pidas a una flor que desatienda a las mariposas que se posan en sus pétalos.

Cliff y Max se rieron sonoramente y el primero, girándose para que pudieran escucharlo todas, señaló jocoso:

—Espero que ninguno de vuestros caballerosos pretendientes os escuchen compararles con delicadas mariposas. Su estima y pundonor podrían verse seriamente afectados, sobre todo viniendo de flores que tienen muchas, pero que muchas, espinas con que arañar a esos pobres incautos.

Eugene se rio suavemente por su malicia.

Durante un rato, Max y Cliff se aseguraron, como por tácito acuerdo, de tener en movimiento a las jóvenes, con el fin de evitar que se vieran rodeadas de todos los caballeros que no paraban de mirarlas con claro deseo de acercarse a ellas y reclamar sus atenciones. Aunque, en el fondo, Cliff pretendía reclamar, bajo la atenta mirada de todos los ojos centrados en ellos, a Julianna como suya, detalle que, desde luego, no pasaron por alto ninguna de las matronas ni madres de jóvenes solteras de la sala, y menos aún los caballeros, que fijaban su atención en Julianna sin apenas disimulo

Para cuando sonaron las primeras notas mediante las que los músicos avisaban del inicio del primer vals, Julianna ya se encontraba siendo escoltada al centro del salón de baile por un firme y sonriente almirante; y Eugene, por Max, que no paraba de hacerle bromas para que se relajase.

—Almirante —dijo Julianna un poco nerviosa—, si lo piso, no chille, se lo ruego.

El almirante se rio y, con un tono algo paternalista, pero que a Julianna consiguió sonarle tranquilizador, contestó:

—Pequeña, te sostendré desde el primer acorde, tranquila, cielo, lo harás muy bien, estoy seguro. —Le guiñó un ojo.

A Julianna le bastó que él le dijese eso para enderezar la espalda, sonreírle y dejar que él la guiase.

Mientras, las parejas bailaban y Cliff permanecía junto a la señora Brindfet y a Amelia, la cual parecía entusiasmada en su charla con el joven Jonas y lady Eleanor.

Ante la firme mirada de Cliff a la pareja formada por el almirante y Julianna, y, quizás, por sentir que había sido en exceso severa un rato antes con él, la tía Blanche decidió hablar con él.

—Comandante, debe saber que dudo en extremo, y usted también, que cualquiera de los caballeros que hay en esta sala llegue a conseguir la atención de Julianna. Conozco a mi sobrina y detesta el engreimiento, la petulancia y la doble moral que muchos de ellos rezuman por todos los poros de su cuerpo. —Cliff centró entonces su atención en tía Blanche—. Sí, sí. —Hizo un gesto despreocupado con la mano y continuó—. Mis palabras pueden parecer, en exceso, severas e, incluso, injustas para toda una clase social que se considera superior, es decir, la buena sociedad. Incluso puede sonar a rencor concentrado. Pero, créame cuando le aseguro que no es mi caso y, desde luego, menos aún el de Julianna, pues aún no lleva en este ambiente lo suficiente para tener recelos tan marcados. Pero soy consciente, y mi sobrina también, pues como sabrá no tiene un pelo de tonta, a pesar de ser muy inocente e incluso ingenua, que todos o casi todos los caballeros de esta sala ven en Julianna a una joven hermosa y ahora, además, una rica heredera, pero, en el fondo, para ellos, y usted y yo sabemos que es así, esas dos cualidades han de pugnar con lo que ellos consideran un grave defecto o, si no un defecto, sí un fallo: la falta de sangre noble en su linaje. Ni Julianna ni yo tenemos ni una gota de sangre aristocrática por nuestras venas y, para la inmensa mayoría de las personas de esta sala, los apelativos de «burguesía», «comerciantes», «plebeyos» rondan en sus cabezas como campanas desaprobadoras. —Ella levantó las cejas y suspiró—. No crea que para nosotras es una vergüenza o lo consideramos un estigma. No, no es eso. Es más, si nos tocan esa cuerda, nos saldrá la vena guerrera y defenderemos con ahínco nuestro origen. De hecho, habrá observado el orgullo que desprende Julianna cada vez que habla de su padre y, desde luego, cuando destaca que era arrendatario, no lo hace como menoscabo de su posición, sino con admiración por el esfuerzo y el tesón que para ella eso representaba. —Se detuvo un momento para ver si veía desaprobación en la mirada de Cliff como en muchos de sus pares ante esa defensa de una posición social que ellos consideraban inferior, pero para su agrado y tranquilidad lo único que consiguió apreciar fue interés en sus palabras y la comprensión del significado de las mismas—. Lo que pretendo expresar, es que Julianna mantendrá las distancias con todos ellos por pura precaución o, si quiere estimarlo así, como protección. No les dará pábulo alguno a despreciarla ni a menoscabar su persona. En cualquier caso, si algún caballero pretende conseguir de Julianna algo más que una sonrisa o una palabra amable, va a tener que ganárselo y demostrar su valía. Además, los ojos de Julianna son incapaces de posarse en más de una persona y ambos sabemos que, al menos, en eso usted les lleva clara ventaja. —Le dio un suave golpe con el abanico en el brazo y volvió a mirar a la pista de baile.

A lo lejos seguía el almirante girando y girando orgulloso con Julianna en sus brazos. Cliff sonrió con una sensación de calor en el cuerpo y de pura satisfacción, y de nuevo centró la vista en Julianna

—Pero seguirá sin ser su dueño. Recuerde mis palabras… Compañero, sí, dueño, nunca —añadió, sonriéndole, tía Blanche, lo que hizo que Cliff le sonriera comprensivo y, también, agradecido.

Con la alegría de saberse tácito campeón del corazón, de las miradas y de la atención de Julianna, y ante el ánimo que parecía querer transmitirle su tía, Cliff meditó en silencio cada una de las palabras de tía Blanche. En el fondo, reforzaban la conversación que había mantenido esa tarde en el carruaje con Adele y, aunque, en cierto modo, esos recelos o esa natural desconfianza hacia sus pares podía ser una ventaja para él en la situación actual, también podía, a largo plazo, constituir, como acertadamente consideraba Adele, un obstáculo que debía superar para levantar la reticencia de Julianna a comprometerse con él.

Al finalizar el primer baile, tanto Julianna como Adele comenzaron las respectivas rondas con sus acompañantes, un cotillón, un minué… Conforme avanzaba la noche ambas se fueron relajando hasta la llegada del vals de la cena. Hasta entonces, Julianna no tuvo ocasión de hablar con Cliff, pero siempre notaba su presencia cerca de ella, observándola, escuchando cada comentario, prestando atención a cuanto caballero se les acercaba o con el que bailaba. Deseaba hablarle, prestarle atención, poder mirarlo de frente y sin tapujos, pero él no parecía querer más que asegurarse de vigilarla, al igual que Max. Empezaba a pensar que Cliff no quería que sus pares, las damas de la sociedad o incluso su familia lo viesen en público con ella, no de la manera que creía ella empezaba a mirarla hasta esa noche. En privado sí, pero en público no, se dijo. Se comportaba de forma distinta, amable y cortés, sí, pero distante, manteniendo su posición frente a ella. Durante unos segundos incluso le asaltaron algunas de las palabras que meses atrás le espetó, como cuchillos hirientes, como insultos directos a su persona, lord Bedford, «su amante, su querida». Aquel canalla pensaba que Julianna era la querida del comandante, y ¿por qué no?, pensó de nuevo. En el fondo parecía querer comportarse con ella de esa manera, como un amante atento y deseoso en privado, pero como un mero conocido en público. Su ansiedad se empezaba a hacer patente, puesto que incluso en un par de ocasiones Eugene le preguntó si se encontraba bien, que estaba algo distraída, y ello le provocó algunos nervios.

Con una cortés inclinación, Cliff se plantó frente a ella y con un tono suave señaló:

—Señorita McBeth, si no recuerdo mal, este es nuestro vals. —Le ofreció de modo formal su brazo.

Ella, casi por inercia, al igual que llevaba haciéndolo toda la noche, hizo una suave genuflexión y apoyó su mano enguantada en su brazo y dejó que la guiase a la pista de baile. «Sin más palabras, sin más gestos, sin nada más que pudiere delatarle…», pensó mientras caminaban lentamente entre las parejas que al igual que ellos se iban colocando.

La hizo girar, le colocó una mano en la espalda y levantó su brazo sujetándole con delicadeza su mano para la correcta posición, Segundos después estaban girando sobre la pista. Ella no lo miraba a la cara y las veces que levantaba un poco la barbilla parecía buscar un punto más allá del propio Cliff.

Julianna notaba cierta tensión, y no una agradable, sino fría, densa. Cliff, por su parte, notó la rigidez en Julianna, en sus brazos, en sus gestos, la tensión de su espalda. Estaba incómoda. ¿Sería por él?

—Bien, querida, ¿lo está pasando bien esta noche?

Necesitaba oír su voz, intentar saber que pasaba por su cabeza y si algo iba mal, que se lo dijese.

—Sí, milord, está siendo muy agradable. Quizás un poco agotadora —contestó ella tímida y formalmente.

La respuesta ambigua y carente de tono o nota alguna de la picardía y la afabilidad de Julianna, unido al hecho de que no levantó la vista para mirarlo, molestó y preocupó a Cliff por igual. Quería verle los ojos, quería notar el movimiento de sus labios. Olía tan bien, su calor era tan agradable, familiar, sensual, excitante, Ahora notaba otra tensión pero era distinta, la que le presionaba incómoda la entrepierna, la que despertaba de nuevo el deseo del cazador, del depredador con su presa en sus brazos.

—Tras este baile será la cena, podrás relajarte y reponer fuerzas —dijo en voz baja.

Julianna notaba la distancia, la formalidad de la conversación, la incomodidad de ambos. ¡Por Dios!, llevaba soñando con ese baile semanas, estar en sus brazos, tenerlo tan cerca, poder oler su particular aroma, masculino y especiado, sentir el calor y la firmeza de su abrazo, y, ahora, estaba deseando que acabase lo que se estaba convirtiendo en una tortura, incapaz de mirarlo, de levantar su vista del alfiler con un diamante que prendía su perfecta corbata de lazo más que para mirar por encima de su hombro.

Cliff no lo soportaba más, era del todo superior a sus fuerzas notarla tan distante, tan ajena a él. Deseaba cogerla y arrastrarla a cualquier otra habitación, abrazarla y sentirla de nuevo como suya.

—¿Ocurre algo? —preguntó mientras que con la mano de su espalda Julianna notaba la presión que hizo que se acercasen un poco el uno al otro.

—¿Milord?

De nuevo sin levantar la cabeza, pensó tenso. No lo soportaba más.

—Mírame, Julianna.

Su voz fue apenas un susurro pero firme, ronca, no brusca, pero sí decidida. Julianna tardó unos segundos pero, finalmente, alzó la vista, lo que enseguida comprendió fue un error. Encontrarse con esos inmensos mares verdes, intensos, ardientes, le provocó una momentánea pérdida de la realidad. Al cabo de unos segundos, que para ella fueron eternos, él le sonrió y con su melodiosa voz añadió

—Estás frunciendo el ceño y te muerdes el labio, y si sigues mirándome así voy a creer que estás enfadada conmigo. —Lo dijo con una cadencia, con una nota de humor que solo consiguió que Julianna apretase más el labio y que se ruborizase—. ¿Y bien? —insistió—. Acaso… ¿he hecho algo que te haya molestado? Porque de ser así te ruego me reprendas como estimes conveniente, si bien antes espero conocer el motivo de la aflicción causada para poder encontrar un medio adecuado para enmendarme y reparar el posible agravio.

—No ocurre nada, es solo que creo que me vendría bien refrescarme un poco. Cuando acabe el vals, iré a la zona de descanso de las damas.

Mintió, no quería decirle la cantidad de ideas, de dudas e inseguridades que le corroían en ese momento el cuerpo. ¿Se estaría equivocando con él?, ¿habría estado viendo al Cliff que quería ver no al Cliff de verdad?

—En ese caso, te acompañaré hasta allí al finalizar.

«¡No, por Dios!» pensó Julianna con clara alarma.

—Preferiría pedírselo a Eugene, creo que a ella también le gustará refrescarse un poco antes de la cena.

Para alivio de Julianna, él aceptó la explicación, ya que no añadió ningún otro comentario y, tras dar el último giro, la acompañó junto a Eugene, que también salía de la pista de baile de brazos de otro caballero. Ambas se dirigieron al tocador de señoras, que se hallaba justo detrás de unos biombos de seda de la zona de descanso de las damas, de modo que quedaban ocultas tras ellos.

—¿Ocurre algo, Juls? Estás muy callada desde hace un buen rato.

Julianna la miró y le sonrió antes de contestar con la misma excusa dada al comandante, pero sin tiempo de hacerlo, porque se escucharon las voces de tres damas que entraban en la sala al otro lado de los biombos. Ambas se miraron y se quedaron calladas.

—¡Bah! Eso son bobadas —dijo una—. Mi madre me contó que es una hija ilegítima, fruto de una relación extramatrimonial de su madre, que era una promiscua reconocida. La suerte la tuvo en que el duque la reconociera sin más, aun no siendo claramente hija suya, pero cualquiera sabe quién es su padre, incluso se dice que era un mero criado. ¡Qué horror!

—En todo caso, sea quien sea, eso no importa, tiene, desde que nació, el apellido, la posición y la fortuna del ducado, así que sigue siendo un excelente partido —dijo otra de las voces, pero con un claro tono de desprecio en su voz.

—Pues yo la he estado escuchando mientras conversaba al lado de mi grupo con varios caballeros y me ha parecido una joven agradable y claramente bien educada, y he de reconocer que me muero de celos por el vestido que lleva. Mi madre casi se desmaya cuando la ha visto aparecer, ella lleva meses intentando que Madame Coquette nos acepte como clientas —dijo una tercera.

—Caroline, ¿por qué no te guardas tus ridículas impresiones para ti? Deberías concentrarte más en intentar encontrar un buen partido, querida. Esta es tu tercera temporada y no parece que vaya a ser mejor que las dos anteriores, ¿verdad? —le espetó la primera voz—. De cualquier modo, no me preocuparía demasiado por ella, supongo que es una competencia a soportar, aunque no me extrañaría que, además de los rumores de su nacimiento, tenga en su contra sus relaciones sociales.

—¿De qué estás hablando, Sarah? —preguntó la voz de la chica a la que llamaron Caroline—. De hecho, la he visto conversando, nada más llegar, con lady Adele, que es su prima, y por ella emparentará con los De Worken dentro de pocas semanas, sin olvidar que, tanto si es cierto o no lo de su nacimiento, eso poco importa, pues es, a todos los efectos, hija de uno de los duques con uno de los títulos y uno de los linajes más antiguos de Inglaterra.

—Caroline, en serio, si no tienes nada inteligente que aportar a la conversación, te rogaría que no hablases. —Se escuchó una risita tonta procedente de la segunda muchacha—. Me refiero a esas señoritas McBeth, por supuesto.

—No te comprendo. —De nuevo intervino Caroline.

—De veras, Caroline, empiezo a entender por qué es tu tercera temporada sin pretendientes… —El tono de desdén era del todo molesto incluso para los oídos de las silenciosas orejas que escuchaban atónitas tras el biombo—. ¿No te has fijado cómo las miran todos los caballeros? Especialmente a esa «Julianna». ¡Por favor! ¡Si hasta el nombre es vulgar! Desde luego será una belleza, bueno, si es que eres de esos que admiran los rasgos algo rústicos en las mujeres… Y sí, gracias a esa señora Brindfet, su tía, será una heredera más rica que Creso, pero esos dos «detalles» no obvian lo realmente importante, el linaje, la sangre. No son más que burgueses, nuevos ricos, comerciantes, dinero nuevo. Eso, ningún caballero de buena posición y cuna, podrá olvidarlo, y dudo que llegue a perdonarlo en pro de esos dos atributos que son la supuesta belleza y la fortuna. La clase, la cuna, la buena sociedad y las buenas relaciones, no se pueden compensar con algo tan ordinario como el dinero —insistió la tal Sarah.

—No puedo estar más de acuerdo —intervino de nuevo la segunda en discordia—. Por mucho que ahora tengan rendidos a sus pies a los caballeros por haberlos deslumbrado momentáneamente, la novedad se pasará y, desde luego, yo también dudo que consideren a ninguna de ellas por un motivo u otro, buenas candidatas para nada y menos aún para esposas. Se cansarán de ellas y revaluarán, como ha de ser, sus prioridades y valores, fijándose en aquellas de nosotras que podemos ser esposas adecuadas y asegurarles un buen matrimonio, una buena posición en la sociedad y buenas relaciones y lejos de todo escándalo y de parientes campesinos, brutos e ignorantes, por mucha fortuna que exhiban.

Ambas se rieron maliciosamente.

—Aunque eso sí, no me importaría hacerme amiga suya por un breve lapso de tiempo para que me presentasen debidamente a lord Cliff de Worken y sobre todo a lord Maximilian Frenton. Es, sin duda, uno de mis candidatos a posible marido. Además de fortuna y título es tan increíblemente guapo… y todas saben que, a la larga, los antiguos libertinos acaban convirtiéndose en los mejores maridos para quienes los cazan —dijo Sarah y se rio con su compañera de su, para ellas, divertido comentario.

Tras ello, se escuchó el frufrú de las sedas rozando por los movimientos de las mujeres, la puerta y después silencio. De nuevo estaban solas. Tanto Julianna como Eugene se quedaron un buen rato en silencio, mirándose como intentando asimilar los maliciosos comentarios de esas «damas». Julianna no pareció especialmente molesta por los comentarios que sobre ella habían hecho, sí, en cambio, por lo dicho sobre Eugene, que empezaba a quedarse algo pálida. Se acercó un poco a ella y le tomó las manos que posaban algo temblorosas en su regazo.

—¿Geny? —preguntó cautelosa.

—Estoy bien, Juls… —dijo ella con una voz temblorosa, con las lágrimas luchando por no salir.

—Geny… —Julianna le apretó un poco más las manos que permanecían fuertemente entrelazadas en su regazo—. No les hagas caso, son muchachas maliciosas y envidiosas. Sabes que no debes dejarte menospreciar por ellas. Están furiosas porque eres la más bonita de todas las debutantes y los caballeros te prefieren a ti por encima de ellas. —Eugene tomó aire y suspiró—. Geny, ¿sabes lo que vamos a hacer? Vamos a salir ahí fuera y no dejaremos que nada ni nadie nos impida disfrutar de esta noche. Tomaremos algo rico, bailaremos y nos reiremos como hasta ahora. Seremos fuertes, ¿verdad que sí? Nos apoyaremos mutuamente y no dejaremos que influya en nosotras la opinión de unas necias, malcriadas y perniciosas niñas. ¿Juntas?

La miró con firmeza intentando no traslucir su propio malestar, esperando ansiosa una respuesta.

Eugene suspiró sonoramente, se secó las lágrimas que todavía no habían corrido por sus mejillas, se incorporó con seguridad y levantando la barbilla asintió firme con la cabeza.

—Juntas.

Mientras se encaminaban en busca de Max y de Amelia, para ir juntos al comedor o a una de las salas donde se encontraban colocadas las mesas para el refrigerio de noche, Julianna iba mirando a su alrededor intentando identificar a las tres jóvenes cuyas voces tardaría mucho en olvidar. Tuvo suerte porque pasaron junto a un grupo de madres e hijas que las miraban con recelo y fue fácil dar con las muchachas en cuestión. Ya estaba preparada para comentarios y gestos despreciativos hacia su persona y hacia sus orígenes, eso era algo que había hablado en muchas ocasiones con su tía que, en su día, tuvo que soportar muchos desplantes de la «buena sociedad», que aprovechaban cualquier oportunidad para echarles en cara su origen, intentando con ello menospreciarlos, aunque, en su caso, el efecto era el contrario ya que, cuanto más le recordaban su falta de sangre azul, más orgullosa se sentía de haber logrado todo lo que tenían con esfuerzo, tesón y siendo honestos y honrados consigo mismos y con los demás. Así que ella estaba preparada para aquellos comentarios. Los esperaba, pero escuchar el desprecio, la ofensa gratuita y el despotismo empleado con verdadera crueldad contra Eugene le había llegado al alma y la había puesto muy furiosa. Así que se prometió allí mismo darles una lección a aquellas estúpidas muchachas. Claro que no podía avergonzar a su tía ni al almirante, por lo que decidió que en el baile del día siguiente pondría en marcha algún tipo de venganza, suave, porque tampoco había que ponerse a su altura y ser cruel, pero al menos un castigo debían recibir. Cuadró los hombros al pasar al lado de ellas, alzó la barbilla y sonrió como si nada.

—Habéis tardado una eternidad… Bueno, es privilegio de las hermosas damas hacer esperar a sus caballeros… Vamos a comer algo y así descansáis un poco, que estoy seguro estaréis algo cansadas… —dijo Max con esa adorable sonrisa que exhibía con facilidad.

Le ofreció su brazo libre a Eugene que, sin embargo, prefirió cedérsela a lord Jonas, lo que el consintió educadamente con un gesto de cabeza, aunque le lanzó otra de esas miradas de advertencia al interesado. Al mismo tiempo, Cliff se colocaba junto a Julianna y hacía lo propio, ofreciéndole su brazo y una sonrisa que derretiría los polos en escasos minutos.

Julianna había rebajado la tensión anterior, el incidente de la sala de descanso parecía haber logrado que olvidase todo lo demás, y aunque ahora, de nuevo, lo tenía presente, ya no se sentía tan molesta con él ni con su fría conducta. Por increíble que fuese. tenerlo cerca la hacía sentir segura, incluso protegida frente a los que los rodeaban. Sonrió a Cliff y caminaron hasta el comedor.

Cliff también pareció notar el ligero alivio de esa tensión, porque esbozó una sonrisa más de aliento que de alegría. Al llegar a la sala, las acompañaron a una mesa aún vacía, esperaron a que tomaran asiento y fueron a buscar algo de comer mientras le indicaban a un lacayo que les acercasen una bandeja con limonadas y champagne.

—¿Geny? —La llamó con suavidad y con el gesto algo extrañado Amelia cuando los caballeros se marcharon a buscar el refrigerio—. ¿Te encuentras bien?

—Sí, sí —dijo con casi un hilo de voz y haciendo un claro esfuerzo por sonreír.

Julianna se sentó junto a ella, le tomó la mano y mirando a Amelia bajó la voz y dijo:

—Hemos escuchado a unas envidiosas hacer hirientes comentarios sobre nosotras, pero —dirigió su mirada más resuelta a Eugene— hemos decidido que no nos vamos a dejar zaherir por maliciosas y ladinas muchachas, ya que con ello no conseguirían sino más placer al sentirse victoriosas cuando no debería ser así, ¿a que no, Geny?

Eugene levantó la barbilla, inspiró hondo, sonrió orgullosa y contestó con firmeza:

—No, claro que no. Vamos a disfrutar esta noche, haremos que se pongan verdes de envidia por nuestros bonitos vestidos y bailaremos con los mejores partidos y los caballeros mejor plantados de la fiesta… —Y les sonrió como si el mero hecho de haber tomado la decisión de batallar ya fuese en sí una gran victoria—. Juntas, siempre juntas. —Y le tomó una mano a Amelia, apretando la que Julianna tenía sujeta.

Ellas respondieron también sonriendo:

—Juntas.

Amelia puso una mirada pícara y dijo con un intrigante tono:

—He visto ortigas en los macetones de la galería norte, están colocados alrededor de unos enormes tulipanes. —Y levantó una ceja. Eugene y Julianna lo miraron con los ojos abiertos—. Bueno… —continuó ella con voz traviesa—. Todos saben que los pelos que rodean la punta producen unos picores inofensivos pero muy molestos…

Julianna pensó para sus adentros que no iba a tener que esperar para darles una lección. Las dos sonrieron a su ocurrencia.

—Sí, pero ¿cómo vamos a hacer para que las toquen? —preguntó Eugene.

—No haría falta. Podríamos coger algunos pocos en un pañuelo y luego… Umm, tendríamos que encontrar la forma de que los toquen sin darse cuenta, con las manos que llevan enguantadas como nosotras, y después, cada vez que se rocen la cara, el escote o los brazos irán extendiendo esos pelitos y provocando que un rato después les piquen mucho esas zonas…

Julianna abrió los ojos de par en par y con sonrisa de falso reproche, dijo con voz socarrona:

—Menuda lianta estás hecha, recuérdame que nunca te haga una trastada, debería temer las consecuencias… —Enarcó una ceja y miró a Eugene—. ¿Qué te parece?

—Estupendo, pero sigo sin saber cómo hacer que toquen esos pelitos…

Julianna miró a lo lejos y vio a Max, Cliff y Jonas sirviendo algunos bocadillos, bollos y carnes en unos platos, giró la cabeza para mirar a las dos:

—Se me acaba de ocurrir la forma. Podríamos ponerlos en las palmas de los guantes de los tres. —Señaló en dirección a ellos—. Y en su hombro, y decirles que las saquen a bailar. ¿No dijo una de ellas que Max era uno de sus «candidatos»? Seguro que aceptan encantadas.

Las tres los miraron en la distancia.

—¿Y cómo hacemos para que ellos no acaben también retorciéndose de picores? —preguntó Eugene

—Bueno, el efecto se va mojando los pelitos y los polvos de la ortiga antes de que toquen la piel desnuda, si les decimos que no se toquen la piel descubierta y, después de bailar con ellas, les mojamos las zonas que hayamos cubierto con los polvos, no les ha de pasar nada —aclaró Amelia.

—Eso serviría, ¿verdad?

Julianna se animó de pronto por una venganza algo molesta para las jóvenes, pero ni peligrosa ni demasiado cruel. Las tres intercambiaron miradas varias veces.

—¿Entonces? —preguntó Amelia levantando las cejas

—Yo digo que sí —contestó resuelta Eugene.

—Decidido entonces —contestó también Julianna.

Las tres se rieron excitadas por la emoción.

—¿Qué está decidido? —preguntó con un tono algo hosco de sospecha Max que llegaba seguido de Cliff y de Jonas.

—Querido Maxi, queridísimo hermano… tú harías lo que fuera por mí, ¿no es cierto? —preguntó Eugene en una voz medio suplicante medio maquinadora, y ladeando la cabeza mientras entornaba los ojos.

—¿A qué santo he de encomendarme para evitar la penitencia a la que creo vas a someterme? ¿En qué lío vas a enredarme? —preguntó entornando los ojos.

—En realidad, necesitamos la ayuda de los tres. —Miró con dulce provocación a los demás.

Cliff miró suspicaz a Eugene, después a Amelia y por último a Julianna, y todas estaban sonriendo del mismo modo. Pero ninguna dijo nada.

—¿Y bien? —insistió Max.

—Solo tendríais que bailar con tres señoritas —dijo Eugene con tono travieso.

—Solo bailar con tres señoritas —repitió Max con incredulidad manifiesta.

—Bueno, sí —dijo suavemente Eugene—. Y dejarnos que os pongamos unos polvos en el hombro y en las palmas de los guantes.

Max se inclinó un poco hacia delante abriendo la boca como para decir algo, pero antes de hacerlo intervino de nuevo Eugene mientras se levantaba y cogía del brazo a Amelia para que hiciese lo mismo.

—Vosotros esperad aquí, enseguida volvemos. —Se estaba girando para marcharse cuando de nuevo miró a Max—. ¿Me prestas tu pañuelo?

Max la miró asombrado, pero obedeció sin rechistar. Tres pares de ojos se giraron hacia Julianna de modo imperioso esperando una explicación. Julianna suspiró y los satisfizo:

—¿Podéis ver, si es posible con disimulo y mucha discreción, a esas tres señoritas del fondo de la sala? Una de ellas lleva un vestido blanco con perlas prendidas… —Esperó a que mirasen de reojo y cuando todos asintieron continuó—. Estábamos en la sala de descanso, cuando ellas entraron. Las zonas se separan por unos biombos de seda por lo que no nos vieron y… —Bajó un poco la voz y la cabeza como avergonzada, pero también enfurecida consigo misma por no haberles plantado cara en ese momento—. Las escuchamos hablar y no fueron muy amables con nosotras, pero fueron en exceso crueles con Eugene. Dijeron unas cosas… —Meneó la cabeza con disgusto dejando caer los párpados.

Max endureció el rostro.

—¿Qué dijeron?

Su voz revelaba una profunda ira e indignación, pero sobre todo preocupación. Julianna levantó la cabeza para mirarlo directamente.

—Lo sabes, Max, pero no solo fue lo que dijeron, sino cómo. Casi me levanto y las golpeo. Si no lo hice fue porque Eugene estaba pálida y casi temblando.

La cara de Max se tornó casi agresiva y miró de nuevo en la dirección de las tres.

—Debería darles unos azotes y reprender a sus madres por ser tan… —Respiró hondo varias veces—. Y a vosotras se os ha ocurrido vengaros, claro.

Julianna asintió.

—Sí. Pero no puede saberse que hemos sido nosotras, o al menos de modo que sea demasiado evidente. Además, solo queremos darles una pequeña lección, una pequeña maldad casi infantil, tampoco es que vayamos a exigir una compensación en sangre ni a retarlas en duelo. Aunque… —Enarcó la ceja y las miró de soslayo—. Eugene dispara francamente bien. —Y sonrió maliciosa.

Jonas levantó de golpe la cabeza y con los ojos abiertos.

—¿Lady Eugene sabe disparar?

Max con una gran sonrisa le dijo:

—Las tres saben. Les ha enseñado el almirante y Eugene ha demostrado unas dotes excepcionales. No yerra el tiro.

Max y Cliff se rieron con estruendosas carcajadas. Cliff se giró a mirar a Julianna y centrando de nuevo el tema, preguntó:

—¿Los polvos?

—Ah… bueno, eso ha sido Mely. Ha visto ortigas en una de las galerías y ella sabe cómo recoger el polvo y los pelos que provocan los picores. Os los pondremos a vosotros para que ellas los toquen y un rato después estarán… —Hizo un gesto con la mano—. Y a vosotros os mojaremos con agua la zona donde tengáis los polvos después y ya no pasará nada.

Los tres se miraron y se rieron por lo bajo. Max, con una sonrisa todavía algo tensa, dijo mirando a Cliff:

—Nos equivocamos al elegir generales. Con varias mujeres al frente del ejército, los hombres estaríamos perdidos, menuda inventiva tienen en pocos minutos… —Miró a Julianna y dijo con un tono en exceso galante—. Por mi parte estaré encantado de serviros, mi señora.

Jonas sonrió y, también en tono despreocupado, señaló:

—Nunca creí que diría esta frase, pero… A sus pies, mi general.

Julianna se rio y Cliff concluyó:

—Me sumo a vuestro ejército. Solo indicadnos la víctima y os serviremos sin piedad.

No tuvo tiempo de responder, ya que llegaron Amelia y Eugene con una cara de evidente satisfacción.

—¿Y bien? —preguntó Eugene.

—Los hemos reclutado a todos —contestó alegre Julianna.

El resto de la cena lo dedicaron a preparar el plan. Julianna, sentada al lado de Cliff, se inclinó hacia él un poco y mientras el resto seguía charlando le susurró:

—Gracias.

Cliff la miró, le cogió la mano y se la llevó a los labios besándole los nudillos:

—Un placer. —Y le sonrió haciendo que un río de lava caldease de golpe todo su cuerpo—. Además, los bailes de sociedad siempre resultan demasiado tediosos, un poco de emoción será bienvenida, más aún cuando se trata de castigar justamente una afrenta.

Se rio con esa sonrisa juguetona que Julianna ya comenzaba a conocer tan bien como su propia voz.

Nada más terminar al cena, acompañaron a las tres de vuelta en compañía del almirante y de tía Blanche que, en ese momento, charlaba animadamente con dos elegantes damas de «edad indeterminada», como ella llamaba toda mujer que superase los cuarenta años. Con un pequeño gesto, los tres se dirigieron a por sus respectivas victimas, tras haber sido adecuadamente cubiertos de los polvos en el hombro, la manga y en las palmas de los guantes.

Desde la distancia, Amelia, Julianna y Eugene observaron como solicitaban el vals a las tres jóvenes que con los ojos desorbitados aceptaron sin ni siquiera comprobar en sus carnets de baile si los tenían comprometidos o no. Además, sus madres, estratégicamente situadas cerca de ellas, les dieron su aprobación con exageradas muestras de entusiasmo.

—¿Se puede saber qué están maquinando esos tres?

La voz de lady Adele se escuchó tras las tres muchachas, que rápidamente se giraron y se la encontraron mirando a Cliff, Max y Jonas y la escena que estaban protagonizando, antes de dirigir su mirada de nuevo a las tres muchachas que, sonrojadas, la miraban.

—Ni Max ni Cliff invitarían a bailar a debutantes ni aunque les fuese la vida en ello y, menos aún, en presencia de unas tan entusiastas madres casamenteras… ¿Queréis decirme qué se proponen? —Enarcó la ceja en claro indicio de que no se conformaría con un «no lo sabemos» o un simple silencio.

Eugene suspiró pero no dijo nada. Julianna hizo acopio de valor y confesó, sin que pudieran oírla ni su tía ni las damas que con ella continuaban charlando animadamente. Lady Adele las miró firmemente, después a las jóvenes que se dirigían a la pista de baile del brazo de sus tres inesperados acompañantes y, de nuevo, fijó la vista en las tres maquinadoras.

—Umm… —Se dio un par de golpecitos en la barbilla con el abanico y nuevamente miró a la pista de baile—. No puedo decir que apruebe la venganza de modo general, pero un digno castigo sí me parece aconsejable. —Se rio un poco por lo bajo y le hizo un gesto a Ethan para que se acercase y, mirando a las tres mientras el obedecía, dijo—: ¿No creéis que merecen igual castigo las madres que las hijas? —Levantó ambas cejas.

Las tres la miraron con los ojos abiertos y giraron también en dirección a las tres señoras situadas al fondo de la sala, y fue Eugene la que preguntó:

—Bueno, sí… Supongo… Pero no las pueden sacar a bailar, sería demasiado descarado, además de inapropiado.

Lady Adele le puso una mano en el brazo y le dijo:

—No hace falta invitarlas a baile alguno, bastaría con que les cogiese la mano para saludarlas un caballero cuyo guante estuviera debidamente empolvado. —Sonrió con la misma mirada pícara que habían mostrado antes las tres jóvenes. Justo en ese momento llegó Ethan a su lado y lady Adele, mostrando una encantadora y arrebatadora sonrisa, le dijo—: Querido, ¿me acompañarías a dar una vuelta por el salón y saludar a unas cuantas personas?, me gustaría presumir de prometido.

Ethan sonrió y con una inclinación de cabeza contestó:

—Será todo un honor y un placer, mi dama.

Le estaba ofreciendo el brazo para que apoyase su mano cuando ella lo hizo girar y le sujetó la mano derecha.

—No te muevas, querido —dijo mientras le sostenía la mano con la palma hacía arriba. Giró la cabeza hacia las tres y les dijo—: ¿Me pasáis un poco de esos mágicos polvos, por favor?

Ethan la miraba con las cejas levantadas, pero no se movía, y en cuanto Amelia sacó el pañuelo de su bolso y lo abrió disimuladamente para que nadie los viese, él preguntó:

—¿Pero qué…?

—Tú no te muevas, y, por Dios, no me toques con esta mano hasta dentro de un rato, ahora te lo explico todo. —Y le sonrió mientras terminaba de ponerle algunos polvos en la enguantada palma de su mano derecha.

De nuevo lo hizo girar y se apoyó en su brazo izquierdo y con un leve movimiento de cabeza le indicó la dirección a la que quería ir. Giró la cabeza justo cuando estaban caminando.

—Ahora nos vemos, queridas. Tengo una batalla que afrontar —les dijo guiñándoles el ojo, lo que provocó que las tres se rieran sin remedio.

Al cabo de unos minutos Max, Cliff y Jonas giraban con las tres embobadas jóvenes en sus brazos mientras que lady Adele y lord de Worken, su flamante prometido, hacían las cortesías a las madres de las susodichas, que se mostraban tan encantadas por la deferencia de tan ilustre y encantadora pareja como con la aparente buena suerte de sus hijas, al recibir las atenciones de dos de los solteros más deseados de todas las matronas de la buena sociedad.

Durante los siguientes treinta minutos Eugene y Julianna no pararon de bailar con todos los caballeros a los que les habían prometido un baile, bajo la atenta mirada de Max y Cliff. E incluso Amelia ocupó la pista, ya que pudo bailar con Max el vals que le había prometido, y otro baile con lord de Worken, que amablemente la invitó a ser su pareja en esa ocasión.

Poco después empezaron a observar los frutos de su plan. Una de las jóvenes no paraba de hacer gestos y movimientos extraños, lo que le provocaba la mirada reprobatoria de algunas de las personas que se encontraban a su alrededor. La segunda joven estaba tan incómoda y de tal mal humor que no paraba de decir impertinencias e incorrecciones a cuanto caballero tuvo la osadía de acercársele mientras ella, además, no paraba de rascarse sin disimulo los brazos y los hombros. Y por último, la tercera víctima, la que, además, fue la que más crueles insultos vertió, se encontraba sentada junto a la que seguramente fuese un miembro de su familia, una tía o algo así, abanicándose de un modo nada elegante, con claros signos de rojeces en su rostro y en su escote y realmente enfadada, porque había sido reprendida públicamente por una elegante dama tras protagonizar un incidente algo bochornoso con una bandeja llena de copas de champagne, una joven a la que casi le tira el contenido de la misma y el acompañante de esta. De modo que, además de ser severamente reprendida por este caballero debido al airado y enfurecido comportamiento mostrado por la misma ante otras jóvenes y sus acompañantes, fue objeto de miradas desaprobatorias e incluso descorteses de muchas personas que los rodeaban. Estaba claro que las tres jóvenes estaban tan malhumoradas y tan nerviosas que no hacían más que cometer indiscreciones y, para colmo, se les empezaban a notar las rojeces en la piel, lo que provocaba las miradas recelosas de todos los que se encontraban a su alrededor que, además, achacaban ese rubor al mal comportamiento y a la furia evidente de las tres, sin buscar otra explicación.

Por su parte, las madres de las jóvenes estaban tan enfadadas con sus retoños y su comportamiento que no eran conscientes de su propio nerviosismo ni de las rojeces que empezaban a aparecerles en los escotes y en el cuello de tanto rascarse, y por haber tocado la enguantada mano que les había ofrecido minutos antes lord de Worken.

Max y Cliff, debidamente colocados donde podía vigilar a Eugene y a Julianna, habían estado observando junto a Ethan y a Jonas las distintas escenas que iban provocando sus víctimas y, al cabo de un buen rato, no fueron capaces de evitar reírse casi a carcajadas de lo que iban viendo. Por su parte, Adele ,que aprovechaba algunos momentos para presentar a Amelia a algunas de las más jóvenes invitadas y algunos de los más jóvenes caballeros, observaba desde la distancia las desdichas de las tres y al cabo de una rato no pudo sino colocarse al lado de Ethan, Cliff, Jonas, Amelia y Max para reírse a gusto y, en ocasiones, con poco disimulo, porque realmente aquello parecía un vodevil y ellos los únicos espectadores que conocían el verdadero guion, hacer comentarios de lo más malévolos.

Al final resultó una velada muy entretenida, incluso para los invitados ajenos a lo que realmente sucedía, porque, gracias a los incidentes que fueron protagonizando las tres jóvenes y sus cada vez más malhumoradas madres, tuvieron entretenimiento toda la noche y material para el cotilleo durante unos días. Además, lograron que tanto Eugene como Julianna pasasen una noche entretenida, lejos del agobio y el estrés de ser expuestas por primera vez a la sociedad, pero, sobre todo, lejos del pesar provocado unas horas antes por esas damitas y sus madres.

De regreso a la casa, no pudieron evitar confesarle a tía Blanche el origen de tales incidentes y, tras reprenderlas, sin mucha convicción, tuvo que reconocer que había sido una velada mucho más interesante de lo que prometía al principio.

Antes de abrir la puerta de su dormitorio, Julianna respiró hondo, deseando encontrar una sorpresa de Cliff e incluso en el fondo tenía que reconocer que deseaba encontrarlo a él, igual que la noche anterior. Abrió la puerta con cuidado y entró mirando a su alrededor. No vio nada encima de su cama, ni en el tocador. Fue una sensación extraña, descorazonadora. Suspiró y se dirigió a su tocador, y enseguida apareció la doncella para ayudarla a desvestirse. Con una gran sonrisa le preguntó por el baile y Julianna, ante su entusiasmo y quizás para distraerse y no pensar en Cliff ni en no tener sorpresa esa noche, le contó como transcurrió la velada, incluidos los incidentes, lo que provocó las carcajadas de la doncella y también algunas preguntas sobre ellos por lo que, también a ella le confesó lo que habían hecho y la idea de Mely sobre las ortigas. Con claros gestos de aprobación la doncella la miraba mientras se colocaba el camisón y, antes de despedirse, le dijo entre risas que, por la mañana temprano, preguntaría al jardinero si había ortigas en el jardín y, en caso de haberlas, que las mantuviera lejos de las manos de «la peligrosa Amelia», como la llamó.

Julianna estaba cansada, pero demasiado nerviosa para dormir, por lo que cogió uno de sus libros de navegación y se subió en la cama. Apoyada sobre los grandes almohadones, tras casi media hora mirando la misma página era incapaz de centrarse en lo que leía. Tenía una sensación de vacío que sabía perfectamente a qué se debía. Apenas hacía dos horas que se había separado de Cliff en aquellas enormes escalinatas y sentía anhelo por él, por su sonrisa, por su voz, por su calor. Pero, sobre todo, por lo que le hacía sentir por dentro tenerlo cerca, su contacto, su piel. Se sentía viva, vibrante, ardía por dentro con un solo roce. Suspiró y alzó la vista, fijándola en un punto alejado de la habitación donde estaban, encima de la mesa, los instrumentos de navegación que él le había regalado.

¡Pum!

Giró de golpe la cabeza hacia el balcón ante el fuerte sonido y, al cabo de unos segundos, apareció en el umbral Cliff, con una enorme cartera de cuero bajo el brazo.

—Menos mal que no has cerrado la ventada… He de decir que me ha costado un poco subir y, en aras de que aprecies en toda su justa medida este alarde de romanticismo extremo, he de señalar que creo he destrozado la enredadera en la base y que la hiedra ha quedado seriamente dañada en mi ascenso…

Julianna lo miraba con los ojos como platos sin poder moverse de la cama. El alzó la vista y la fijó en ella. Incluso desde la distancia Julianna pudo observar un cambio en sus pupilas y como se oscurecía el verde agua de sus ojos. Iba a incorporarse un poco sobre la cama para ponerse en pie cuando, desde donde estaba él, se oyó su voz ronca y algo cargada.

—¡Por Dios, Julianna, no te muevas…! Ese camisón es casi transparente. Deja poco a la imaginación y, si te mueves o te acercas, no podré controlarme.

La miraba con una intensidad que provocó un escalofrío en Julianna, pero un escalofrío que casi la hizo sentir poderosa, ardiente. «Si te mueves…», su voz sonó aún más ronca.

Durante unos minutos ninguno de los dos se movió, se miraban en silencio hasta que Julianna no pudo aguantarlo más, era pura necesidad. Lo necesitaba, necesitaba que esa energía y esa vibración, que era pura energía flotando entre ellos, se materializasen, que la tocase. Necesitaba a ese hombre cerca, más cerca.

—Puedes entrar… —dijo con la voz tan cargada como la de él y se incorporó un poco en la cama, casi de rodillas.

Los ojos de Cliff se abrieron de par en par, la observaba como un lobo a su presa y casi parecía dispuesto a lanzarse a ella. Notaba cada uno de sus músculos agarrotados, en tensión pura, su corazón parecía dispuesto a saltar sin permiso de su pecho y su pulso eran tambores marcando el final de una batalla que sabía perdida desde que posó los ojos en ella, con ese camisón y esa melena cayendo en cascadas por sus hombros. Y ahora, ahora ya no podría pararle ni un ejército, «Por todos los santos», pensaba, mientras daba un par de pasos adentrándose en la habitación.

—Julianna, por Dios, vuelve a sentarte…

—¿Pero? ¿Por qué? ¿Qué pasa? No voy desnuda.

Mantenía los ojos abiertos, fijos en el rostro de Cliff, un rostro con las facciones endurecidas y tensas.

—Julianna, ese camisón es casi… Dios… Julianna, vas a matarme —decía con la voz cada vez más ronca—. Tienes las velas justo a tu espalda. Créeme, causarías el mismo efecto desnuda.

Julianna no se movió pero, en cambio, Cliff se fue acercando poco a poco, rodeó la cama y se puso justo al lado de ella y, como si fuese un títere ajeno a sus movimientos, alzó la mano que tenía libre y le acarició la mejilla. Enseguida dio un paso atrás y, mirándole con el ceño fruncido, pidió con la voz profunda, contenida:

—Al menos, tápate con la colcha. Si no, no podré quedarme, no podría contenerme.

Julianna obedeció, aunque, en ese mismo instante, con Cliff iluminado por la luz del candelabro de la mesita, con el rostro centelleando gracias a esos ojos ebrios de pasión y con cada uno de los duros, firmes y cincelados músculos de su cuerpo en tensión, ella se prometió que, antes de llegar el alba, tenía que ser suya, solo suya. Tenía que sentirlo dentro de ella, tocar ese cuerpo libre de las prendas que le impedían sentir su calor, su tacto, su dureza. No quería pensar en nada más, en nadie más. Por una noche quería que el mundo dejase de moverse o, si seguía en movimiento, que a ella no le importase en absoluto. Incluso ahora no le importaba no llegar a ser más que su amante, una amante temporal, no ser para él más que alguien que pasó por su vida de modo temporal. Solo le importaba ser suya y que él fuese suyo, por unas horas o unos días, pero suyo.

Venían de mundos distintos, sin duda eso lo sabía desde hacía tiempo, pero lo visto y vivido las horas anteriores habían afianzado esa idea, esa certeza. Venían de mundos tan distintos que era imposible que llegaran a ser algo más, pero por fin a ella no le importaba. Sabía que no lo podría tener más allá de un tiempo determinado, y aun así no podría ser suyo por completo, porque una parte de él estaba tan lejos de ella y era tan inalcanzable que jamás podría alcanzarlo. Pero ahora, esa noche, en ese momento, no le importaba. No lo iba a pensar. Por una vez, por una sola vez, dejaría de ser sensata y tomaría lo que deseaba sin pensar en el mañana. Además, si se ponía a pensar en el mañana tendría que enfrentarse a la realidad, a lo que había más allá de las puertas de su dormitorio: un mundo que los separaba, un mundo en el que Amelia y ella estaban en peligro, en manos de Timón, un mundo que era aún más peligroso e incierto que meses atrás, porque ahora tenía personas a las que quería, en las que tenía que pensar y que, pasase lo que pasase, ella las pondría por delante de sí misma, de sus deseos e incluso de su felicidad. Eran más importantes. Pero esta noche, esta noche, solo estaban ella y Cliff, solos los dos. Se mordió el labio inferior y volvió a mirarlo a los ojos.

—¿Por qué estás aquí? —preguntó casi en un susurro, con miedo a lo que respondiese.

El volvió a acercarse y, con la mano en su mejilla, acariciándole los labios con el pulgar, le sonrió con esa evocadora y sensual sonrisa de quien sabe que es un depredador astuto y eficaz.

—He venido a traerte tu sorpresa. —Volvió a sonreír—. ¿Creías que me había olvidado?

Julianna se ruborizó por sus palabras, por el ronco tono de su voz que parecía rozarle la piel como la más sensual de las caricias y por esos ojos verdes que la atravesaban y le llegaban hasta lo más profundo. Sentía un calor, una oleada de excitación en las entrañas que le bajaba como un río hasta el centro de su pasión.

—No sabía… Bueno… No sé…

Volvió a morderse el labio. Era incapaz de pensar con cordura con él mirándola de ese modo, con el calor de su mano, de sus largos y firmes dedos acariciándole como una promesa de lo que podría venir después.

—Déjame un poco de espacio, por favor.

Cliff señaló junto a ella mientras se sentaba en el borde de la cama y colocaba a su lado la enorme cartera de cuero y, sin tiempo a reaccionar, simplemente se inclinó hacia delante y la besó, un beso tierno, ligero, dulce pero tan sensual que casi no se dio cuenta de que solo la había tocado con los labios, porque todo su cuerpo se disparó hacia las llamas de algo que ya ardía en su interior.

Los ojos de Julianna se dilataron mientras él se incorporaba, quedando sentado con su costado rozando su cadera y con uno de sus muslos tocando su muslo por encima de la colcha. Julianna se inclinó un poco, percibiendo el aroma almizclado y especiado de su cuerpo, el calor que transmitía, la fuerza, la poderosa atracción que emitía.

Abrió la cartera y sacó varios pliegos, los abrió, los extendió encima de la cama y luego la miró, sonriendo complacido ante la expresión de expectación de Julianna.

—Te he traído algunos mapas, algunas cartas de navegación y un mapa de las estrellas. —Se inclinó de nuevo y depositó un suave beso en su frente mientras ella parecía fascinada por lo que le mostraba—. Debes saber a dónde dirigirte antes de emprender un viaje, a no ser que quieras acabar a la deriva. —Cogió uno de los pliegos y señaló el puerto de Londres—. Si este es tu punto de origen, dime… ¿A dónde te gustaría ir?

Julianna abrió los ojos fijándose en la fuerte mano, esos dedos largos y bien dibujados, en la firmeza de sus rasgos claramente patricios. La movió con la suya instándola a seguir el camino que ella marcaba y la dirigió a un punto determinado del mapa.

Cliff fijó su vista en el punto marcado.

—¿A las Indias? Interesante… ¿Por qué allí?

Julianna giró la cabeza para verle el rostro, observando que estaba sonriendo, consiguiendo que le recorriese una cálida sensación de hallarse en casa. Después de unos segundos consiguió centrarse en la pregunta que le había formulado y, dirigiendo de nuevo su vista al mapa, contestó:

—Porque parece un lugar lejano, desconocido, distinto y exótico. Un lugar en el que las cosas son tan diferentes… —Lo miró con un intenso brillo en los ojos—. El almirante me dejó uno de sus libros de viajes y hablaba de la India, parece un lugar a medio camino entre la civilización y lo salvaje. Sus tradiciones, sus creencias, su forma de vida, la describe como una mezcla entre la superstición y los principios naturales más básicos, pero también a medio camino de lo más avanzado. Creen en dioses de varios brazos y, sin embargo, también en el respeto por los mayores, sus enseñanzas, su sabiduría. Siguen unas firmes tradiciones sociales y religiosas y fomentan el que las mujeres sean expertas en el arte del cortejo y la seducción. Me parece fascinante ese contraste y… —Sonrió—. Está en el otro extremo del mundo. ¡Un viaje largo lleno de aventuras!

Cliff se rio ante esta última forma de resumir todo lo anterior. Tan inocente y a la vez tan intrépida. Se imaginó ese viaje tan largo con ella encerrada en su camarote para él solo. Echó un vistazo de soslayo a su insinuante camisón y maldijo para sus adentros. Se obligó a centrarse en ella, no en sus apetitos.

—Ven.

Le ofreció la mano mientras se ponía de pie, pero al instante, en cuanto ella se movió un poco dejando caer la colcha que la cubría, se arrepintió. Se le endureció la mirada cuando Julianna se incorporó y tuvo que obligarse a apartar la mirada y dirigirla al taburete frente al tocador donde se encontraba su bata. Esa bata sería lo único que de momento la salvaría de ser devorada de inmediato, pensó. Y en cuanto ella salió de la cama, la soltó y le señaló la bata.

—La vas a necesitar para salir al balcón.

«Y para que no te arranque ese dichoso camisón de un tirón», pensó.

La dejó pasar delante de él en dirección al tocador, intentando centrar su mirada en la cama y obligándose a recoger los pliegos extendidos en ella para mantener las manos ocupadas. Los dejó encima de la mesa y se giró para comprobar que ya estaba algo más tapada

—¡Por todos los santos! ¿Es que ya no venden ropa de cama que no lleve a un hombre al borde de la locura? —dijo con los ojos fijos en la silueta perfectamente visible bajo aquellas dos finas, finísimas capas de seda.

Si antes le costaba controlarse ahora le costaba hasta respirar. Y para complicarlo más ella se acercaba a él despacio y con una media sonrisa, mezcla de sensualidad y candidez, que llamaba a gritos a la fiera que llevaba dentro, permitiendo que el movimiento del aire y de sus caderas marcasen aún más sus curvas, sus esbeltas y deseables curvas con cada roce de la tela.

Julianna se paró a medio metro de él, mirándole directamente a los ojos. Cliff extendió uno de sus brazos y la arrastró sin pensarlo hasta él, la abrazó cubriendo su cuerpo con sus brazos, instándola a pegarse a él, a apoyarse en él. Cada una de sus curvas quedó perfectamente amoldada a su cuerpo, sus muslos, sus caderas, sus pechos. Aquellas dos capas permitían perfectamente sentir el calor que desprendía su cuerpo, sentir cada una de sus suaves y blandas formas femeninas chocando con el duro y poderoso cuerpo de Cliff.

Una luz se iluminó dentro de ese femenino, sensual e inocente cuerpo guiando los sentidos, las reacciones de Cliff. Inclinó la cabeza para besarla. Un beso anhelante, hambriento, incendiario. Cliff tuvo que sujetar muy fuerte las riendas, sus riendas, porque las notaba desbocarse. Necesitó un esfuerzo casi sobrehumano para interrumpir el beso, pero tenía que hacerlo, tenía que terminar lo que había ido a hacer primero. Tenía un plan perfectamente trazado desde hacía días y debía seguirlo. Julianna debía estar segura de él, de ellos y sobre todo de un posible futuro, juntos.

Levantó la cabeza y con ella en sus brazos, firmemente sujeta, la observó mientras abría los ojos y centraba poco a poco su vista con las pupilas dilatadas con un velo de pasión, con los labios ligeramente húmedos y ansiosos.

Le rozó la mejilla con la nariz y después se inclinó dejando besos en su mejilla, en su oreja, dando un pequeño mordisco al lóbulo, que le provocó un gemido de placer que a Cliff le llegó hasta lo más profundo, y lo retuvo ahí, un sonido que procuraría escuchar miles de veces a partir de entonces, que lo provocaría cada noche para poder cerrar los ojos con él antes de dormir con ella en sus brazos.

—Acompáñame al balcón —le susurró, como acariciando su oído—. Quiero que veas algo.

La tomó la mano y la guio hasta el balcón, pero manteniéndola pegada a su costado. Estaba conteniendo sus demonios internos pero, desde luego, no iba a privarse del placer de notar su dulce y apetitoso cuerpo junto al suyo, su calor, su aroma, ese aroma que trastornaba cada uno de sus sentidos.

Al llegar la hizo pasar delante de él, pero asegurándose de tener su cuerpo pegado a su torso, asegurándose de que ella recibía su calor y estaba perfectamente abrigada. La colocó frente al telescopio donde colgaba, como en noches anteriores, una nota.

Julianna la miró y después alzó la vista buscando los ojos de Cliff. Él sonrió seductor, arrogante y sugerente mientras le ordenaba con voz cálida:

—Léela.

Julianna la cogió, la desdobló y, siguiendo sus órdenes, la leyó:

 

Afrodita es la diosa griega del amor apasionado y sexual, y no puedo imaginar a nadie que represente esa deidad mejor que tú. Eres la diosa que imagino en mis más ardientes sueños, la diosa a la que deseo, a la que anhelo cada noche y a la que quiero poseer y que me posea por completo. Soy tu más fiel y humilde adorador, tu siervo, mi Afrodita. Permite a este mortal mostrarte cuanto desees, tus anhelos, cuanto quieras satisfacer.

Tuyo por siempre,

Cliff de W.

P.D. Mira por el telescopio.

 

Se inclinó para mirar por el telescopio en silencio. Esta vez, había un enorme buque anclado en el centro del puerto con grandes antorchas por toda la cubierta y en el casco, como siempre, justo encima de la salida del ancla, perfectamente iluminado por grandes faroles, el nombre del barco: Afrodita.

Sin decir nada, Julianna se giró y, levantando los brazos para abarcar el cuello de Cliff, se puso de puntillas y lo besó mientras por sus ojos se deslizaban varias lágrimas. Quería ser suya y él le estaba diciendo que la deseaba, a ella, solo a ella, a su Afrodita. Le iba a enseñar el placer, a amar… quería ser suya y lo sería.

—Cliff… enséñame… muéstrame…

Con Julianna en sus brazos y mirándole con esos ojos inocentes, inexpertos, llenos de curiosidad y avidez por el deseo y la pasión, con lágrimas corriendo sueltas por sus mejillas ,Cliff tuvo que hacer acopio de todo el honor que le quedaba para respirar hondo y procurar no comportarse como un bruto ni como un egoísta. Ella era inexperta y no podía dejarse llevar sin más,

—Julianna… —dijo con la voz ronca y con los labios aun rozando la suave y dulce boca de ella—. Tienes que estar segura, cariño, no habrá vuelta atrás.

Quería decirle que, si seguían adelante, se casaría con él, sería suya para siempre. Pero, sin saber por qué, no fue capaz de decirle eso, quizás por temor a que se cerrase del todo y no solo no lo aceptase en ese momento sino que no lo hiciese nunca.

—¿Confías en mí? Tienes que confiar en mí.

Julianna no alcanzó a comprender el verdadero alcance de lo que Cliff le preguntaba, pero no le importaba, solo quería estar en sus brazos, ser acariciada por él y acariciarlo, y dejarse llevar por la pasión con él, solo con él, por lo que se limitó a asentir y dejarse llevar. De nuevo lo besó hasta que fue él quien tomó el control del beso y del cuerpo de ambos. Cliff giró con ambos abrazados de modo que el cuerpo de Julianna quedase entre el suyo y la pared del balcón, no solo quería tenerla más cerca de él, sino segura, resguardada de la brisa que corría por el balcón y calentita por el calor de su cuerpo y de sus brazos en torno a ella.

El beso tardó poco en convertirse en algo más, en un intercambio sensual de caricias mutuas y en el inicio de una recíproca invasión de sus cuerpos y los deseos de ambos. Cliff la besó con voracidad, recibiendo con placer la entrega y el pleno asentimiento de Julianna. Ya no había posibilidad alguna de escapar, había perdido la batalla contra su fiera interna y dejó sueltas las riendas de su deseo y, con ellas, el poco autocontrol que hasta entonces había tenido.

Julianna estaba casi desnuda en sus brazos, con apenas dos finas capas de seda que no solo le permitía sentir cada una de sus curvas y sus ligeros movimientos sino que, además, le daban libre y fácil acceso a ese deseable, suave y sensual cuerpo. Se aferró a ella y ella a él. Se dieron y devolvieron los besos con ansia, como una necesidad mutua. La tenía entre sus brazos, la reclamaba como suya, la iba a poseer y marcar como suya para siempre.

Sus manos fueron deslizándose poco a poco por su cuerpo, manteniéndola apoyada contra la pared pero sin aprisionarla del todo. Quería que ella pudiese moverse ligeramente para que lo tocase, lo acariciase, lo explorase. Julianna liberó uno de sus brazos y fue, al igual que él, deslizando una de sus manos por su cuello, su hombro, hasta apoyarla en su prieto y duro torso. Ese tembloroso y suave contacto excitó aún más a Cliff, su mano insegura buscando su contacto, su piel, su pecho, llevó a Cliff a perder toda capacidad de reacción por unos segundos. Enseguida bajó sus manos hasta su trasero y, con suavidad pero con firmeza, lo acercó a su cuerpo frotando ligeramente sus muslos, sus caderas, sus partes más sensibles. Julianna gimió entre sus labios y sintió como ardían sus venas, como se le aceleraba el pulso y el estremecimiento que recorrió su cuerpo bajo sus manos, bajo esas expertas y sensuales caricias.

Cliff interrumpió el beso para recuperar el aliento y, quizás, para recobrar algo de cordura y sentido.

—Julianna. ¿Estás segura? Si continuamos no podré parar… —Le rozaba los labios con los suyos y notaba la respiración acelerada de ella, sus suaves jadeos, su cálido aliento.

—Estoy segura, estoy segura, no quiero que pares —contestó con los ojos cerrados y con sus labios buscando los besos de Cliff.

Cliff se apoderó de nuevo de su boca, la apretó aún más contra su cuerpo y la alzó para llevarla dentro, a la cama. Ella se dejó llevar, se aferró a él abrazándolo aún más firmemente desde el cuello. Cuando las piernas de Julianna chocaron con la cama, Cliff la bajó para que apoyase los pies sobre el suelo, sin soltarla, sin detener el beso. Fue ella la que pareció, esta vez, tomar algo de iniciativa, pues le puso ambas manos en el pecho y comenzó a abrirle con movimientos dubitativos la chaqueta, obligándole a romper el abrazo para dejarla quitar la prenda, que cayó directamente al suelo. Siguió explorando su pecho, buscando los botones de la camisa con sus manos temblorosas. Cliff tomó sus manos y jadeó:

—Déjame a mí.

Se desabrochó la camisa y dejó que ella explorase a placer, le abrió la prenda con ambas manos dejando al descubierto poco a poco cada músculo, cada recodo, cada parte prieta, dura y musculada del varonil y perfecto cuerpo masculino frente a ella. Con las palmas extendidas y fijando la vista en ese magnífico cuerpo, Julianna acarició a placer, se fijó con los ojos muy abiertos en ese duro pecho, saboreando su calor, la suavidad de su piel, la firmeza de cada parte. Cliff la dejó hacer, observando la cara de Julianna, deleitándose de su expresión de curiosidad, de deseo, de descubrimiento. Dejó que le quitase la camisa, que lo acariciase y mirase durante unos minutos hasta que suspiró, y el contacto de su cálido aliento en su pecho fue como encender una cerilla en un polvorín. Le pasó la mano bajo la barbilla obligándola a mirarlo a los ojos. Esos enormes ojos ámbar en los que se apreciaba la llama que ardía en su interior. Por unos segundos se quedó quieto, pero después se inclinó besándola con ardor, sujetando su rostro con ambas manos y dejó que saliese a la superficie el depredador que llevaba dentro. Comenzó a acariciarla con las manos y con los labios fue recorriendo su rostro, dejando un reguero de besos, de caricias sensuales con la lengua que consiguieron su propósito, derretir por completo a Julianna, que vio como sus rodillas fallaban, necesitando apoyar sus piernas en la cama, lo que aprovechó Cliff para apartarse un poco de ella y así extender sus manos sobre sus hombros,, deslizando la bata primero y después el camisón, que quedaron a los pies de Julianna mientras ella permanecía desnuda frente a él, sonrosada, cálida, hermosa. Cliff tuvo que contener el aliento ante la imagen de ese perfecto y hermoso cuerpo, con sus cabellos sueltos cayendo en cascadas por sus hombros y su espalda, con su mirada fija en el torso de Cliff y con los labios hinchados y excitados.

Sintió una oleada de excitación, de vida, de energía recorrerle su cuerpo ya endurecido y excitado. De nuevo la tomó por los hombros y fue acariciando con la palmas extendidas su cuello y después fue bajando hasta cubrir con ambas manos los pechos, turgentes, sedosos, perfectos. Julianna jadeó y arqueó un poco la espalda como por reflejo. Cliff se inclinó y mientras acariciaba y torturaba dulcemente los pechos fue recorriendo con sus labios y la lengua su garganta hasta llegar a sus senos ya excitados y endurecidos. Julianna se mordió el labio para contener un grito ahogado ante la deliciosa sensación que le provocaba su tormento, temblando y sonrojándose con cada contacto.

Al cabo de unos minutos, Cliff la aupó a la cama dejándola tendida con las piernas ligeramente colgando frente a él. La miró y sonrió y, en apenas un par de movimientos, se quitó el resto de su ropa, quedando plenamente desnudo frente a Julianna, cuyos ojos se agrandaron ante ese poderoso y fuerte cuerpo masculino desnudo y excitado. Ambos recorrieron sus cuerpos desnudos con la vista, deleitándose y acariciándose con la mirada en silencio. Cliff dio el paso que los separaba, inclinándose sobre ella, cubriendo su cuerpo con el suyo. Comenzó a besarla ligeramente en el cuello, los hombros, acariciando con sus manos sus pechos ya endurecidos y que ella notaba dolorosamente pesados y plenos, antes de cubrirlos con su boca. Saboreó a placer ambos pechos, sus pezones endurecidos, lamiéndolos y dándole pequeños mordiscos, provocando gemidos de placer en Julianna que, con sus manos aferrándose en sus hombros, se movía suavemente bajo las caricias de Cliff.

Posó una de sus manos en su estómago y comenzó un baile de caricias por su cintura, sus caderas, mientras que con la mano libre seguía torturando uno de sus pechos. Alzó la cabeza para verle el rostro enrojecido por la pasión y, sin dejar de acariciarla, de nuevo tomó su boca saboreando su calor y la inocencia que desprendía. Julianna se estremeció bajo él,

—No tengas miedo, cariño, iremos despacio hasta que tu cuerpo esté listo para recibirme —le dijo con la voz ronca mientras con sus labios continuaba acariciando su cuello.

Julianna mantenía las manos en sus hombros y, con cierta indecisión, intentó bajarlas para acariciarle. Cliff notando su nerviosismo y su temor, alzó la cabeza, colocándose a escasos centímetros de su ruborizado rostro y, con un suave susurro mientras le tomaba una de sus manos dirigiéndola por su torso, la instó a acariciarlo:

—Puedes tocarme, cariño, déjate llevar. Explora todo lo que quieras. Soy tuyo, todo tuyo. Haz conmigo lo que quieras.

Julianna abrió aún más los ojos y dirigió su mirada hacía el cuerpo desnudo de Cliff, que se había apartado un poco de ella para permitirle verle bien, para darle acceso a lo que quisiera. Julianna suspiró y de nuevo dirigió su mirada a las verdes profundidades oscurecidas de Cliff, que la miraba con ardor.

—Dime lo que he de hacer. —Por fin logró susurrar con la voz algo temblorosa y con clara indecisión—. No sé qué he de…

Cliff la besó sin dejarle terminar y de nuevo se apartó un poco.

—Haz lo que quieras, lo que desees.

Julianna inclinó un poco la cabeza para poder verlo bien y con las palmas de las manos extendidas sobre su pecho, notando su calor, el ritmo acelerado de su corazón, comenzó a acariciarlo, bajando lentamente, sintiendo el leve temblor que le provocaba su contacto e incluso el suave ronroneo que salía de su garganta cuando lo rozaba con las uñas. Aquello la hizo sentir poderosa, audaz, casi libertina.

Cliff sonrió ante la expresión de su rostro, el placer inexperto e inocente pero cargado de sensualidad y lujuria novel que se leía en el rubor de sus mejillas, en el brillo de sus ojos, en su descompasada respiración y en esos labios, enrojecidos, enfebrecidos que se curvaban levemente ante él.

Comenzó a sentir una especie de pasión posesiva, primitiva, primaria y, sin poder evitarlo, de nuevo se apoderó de sus labios y acercó sus cuerpos excitados, provocando un gemido de sorpresa en Julianna cuando, sobre su cadera, notó el duro, caliente y firme miembro de Cliff, que con suavidad abrió sus muslos con una de sus rodillas y comenzó a acariciar la cara interna de los mismos con una de sus manos. Se separó de ella y bajó su cuerpo, colocándose entre sus rodillas, y con sus labios comenzó un sendero de caricias desde el ombligo hasta su sexo, provocando que las llamas que se habían encendido en las entrañas y el pecho de Julianna se elevasen hasta sentirse arder de placer. Cuando cubrió su sexo con su mano, Cliff continuaba besándola y lamiendo el bajo vientre, y al sentir como pasaba de las caricias de su sexo a introducir suavemente uno de su dedos y comenzar un extraño pero excitante baile en su interior, Julianna dio un pequeño respingo, pero Cliff la sujetó con su otra mano, poniéndosela en el vientre y susurrando con sus labios rozando su piel:

—Déjate llevar, cariño, solo siente, solo déjame hacer a mí. —La acariciaba con los labios sin dejar de torturar su sexo con los dedos—. Pequeña, estás tan húmeda, tan mojada y cálida… —Posó los labios, la boca en su intimidad—. Dios… y sabes tan bien… —Al escuchar un leve gemido susurró de nuevo—: Solo siente, pequeña, solo siente.

Le introdujo otro dedo antes de volver a moverlos en su interior, haciendo que sus músculos interiores y los de sus muslos se tensaran. Julianna contuvo el aliento cuando sintió los labios de Cliff rozando, acariciando sus ingles, buscando con su lengua, sus dientes y su boca algo que lograba llevarla a un mudo de lujuria y desenfreno que no quería abandonar. Ante los contenidos gemidos de Julianna, durante unos breves instantes, Cliff curvó sus labios en una sonrisa lenta, sensual antes de proseguir atormentándola. Sus manos se aferraron a su espeso cabello buscando algo donde asirse, donde mantenerse sujeta a este mundo. El brutal asalto de sus nervios, las sensaciones que la elevaban más allá de la razón y del sentido de la realidad, parecían llevarla lejos, tan lejos que era imposible reaccionar ante esa lengua cálida, firme, sensual que enfebrecía su sexo, su interior. Sus caricias se fueron haciendo cada vez más intensas, más apremiantes. Ella sofocó un grito al alcanzar el clímax, quedando rota en mil pedazos, con el cuerpo extrañamente excitado y relajado al mismo tiempo.

Cuando fue recuperando algo de la conciencia perdida, Julianna se encontraba extrañamente satisfecha, pero aún anhelante de algo desconocido. Miró a Cliff, que se había apoyado sobre ambos codos sobre ella y con su rostro sobre el de ella la observaba recuperar el aliento, la observaba mientras ella conseguía de nuevo centrar su mirada en sus ojos. En un instante sintió, otra vez, los dedos de Cliff en su interior mientras él cubría sus labios con los suyos en un apasionado y nada delicado beso. Ella alzó los, aún, algo pesados brazos para abarcar su cuello, para aproximarlo un poco más a ella. Gimió en protesta al notar como Cliff retiraba sus dedos y se apartaba un poco cambiando de postura, instándola a abrir un poco más las piernas para recibirlo, tomando bajo su cuerpo sus nalgas de un modo que impulsaba las caderas, de modo que el cuerpo de Cliff se encajaba a la perfección entre sus piernas, entre sus muslos. La acarició un par de veces con la punta de su miembro antes de introducírselo poco a poco, dejando que se fuese acostumbrando a él, dejando que su cuerpo se fuese abriendo a él. Cerró fuerte las manos sobre sus nalgas instándola a colocarse en una mejor postura y la atrajo hacía sí, empujándola y consiguiendo que a Julianna la sensación de ese duro y cálido cuerpo y ese reclamo y posesividad le produjesen descargas de adrenalina. Alzó un poco las caderas, como si un ser atávico la guiase en su ignorancia lo instó a seguir, a penetrarla más y más. Los movimientos de Cliff fueron lentos hasta que, en una embestida larga, directa y segura, llegó hasta el final, hasta la capa de su virginidad. Julianna se tensó y soltó el aire que estaba conteniendo.

Cliff se paró, se contuvo con fiero control y la besó para darle calor, para mantenerla con él.

—El dolor pasará, solo dura unos momentos, hasta que tu cuerpo me pueda acoger bien… —La besó cariñoso, paciente, tierno—. Cariño… shhhh, solo será un momento. —La calmó en un suave susurro entre besos y ligeras caricias.

Julianna se dejó besar, consolar mientras él se mantenía quieto dentro de ella unos segundos, esperando que se recuperase y se adaptase a su tamaño. Al cabo de un rato comenzó a moverse de nuevo y el dolor dejó paso a una exquisito placer, a unas sacudidas de sensaciones brutales que parecían provocarle espasmos de puro deleite. Sin parar de besarla, de acariciarle con sus labios, Cliff fue adaptando el ritmo conforme ella iba encontrando una y otra y otra vez las sensaciones placenteras. La respuesta del cuerpo de Julianna, que acogía cada embestida, que lo recibía alzando aún más las caderas instándolo a profundizar cada vez más, consiguió excitar a Cliff hasta hacerlo arder del todo. De pronto se vio subyugado a ese Cliff salvaje, primitivo y cavernícola que reclamaba triunfal ese paraíso. Se apoderó de él una ardiente y desconocida sensación de poder, de anhelo, de necesidad por ella.

Julianna comenzó a balancearse debajo de él, su pulso se disparó ante las acometidas cada vez más seguras y profundas de Cliff. Los seductores besos, las caricias de sus pechos, el contacto del roce de su blanda piel con la cálida y dura piel del cuerpo de él, la fricción de esa ligera capa de vello de los muslos y del pecho de Cliff contra ella, la excitaban aún más. Había una cierta ternura en esa fiereza, en esa invasión de un cuerpo duro. Con sus manos se aferró a sus hombros, a sus caderas e incluso a sus nalgas, pidiéndole embestidas cada vez más largas y profundas, y él obedecía con placer. El descubrimiento de la pasión de Julianna y de la ardiente recepción de su cuerpo consiguió que Cliff perdiese todo control, toda capacidad de sujeción de sus instintos.

La explosión interior de Julianna al alcanzar el clímax, esa febril excitación final de placer, la sintió conectada al suyo y, tras unos instantes, él la siguió sin remedio, se estremeció dentro de ella, sobre ella, alrededor de ella.

Con los cuerpos rotos, deshechos y demasiado pesados para reaccionar, fueron recuperando poco a poco el aliento. Cliff se elevó un poco sobre sus codos, aliviando el peso de su cuerpo, pero manteniéndose aún dentro de ella, de su calor. La observó mientras ella volvía a la consciencia, totalmente sonrojada, con los labios hinchados y el pelo alborotado cubriendo la almohada. La besó con ternura antes de que ella comenzase a abrir los ojos.

—Julianna, cariño… ¿Estás bien? Dime que estás bien.

Mantenía sujeto su rostro con ambas manos a la espera de que ella abriese del todo los ojos. Julianna fue curvando los labios dibujando una deslumbrante sonrisa que le robó el aliento, que hizo arder su corazón ante ese rostro, ante esos ojos que lo miraban cubiertos con un velo de satisfacción y de una plenitud que lo dejaba atónito.

Con la sonrisa aún en los labios, Julianna contestó con la voz ahogada y la respiración aún trabajosa.

—Estoy… estoy bien…

Cliff se retiró de ella con suavidad, se tumbó de espaldas llevándola con él, acomodándola con la cabeza sobre su pecho, con las piernas entrelazadas y rodeándola con su brazo ,mientras que con el otro subía la sábana para cubrir sus cuerpos hasta la cintura.

Con el cuerpo de Julianna yaciendo a su lado, satisfecho, relajado, agotado, Cliff supo que era eso todo lo que quería, todo lo que necesitaba, lo único sin lo que no podría vivir. Comenzó, casi por inercia, a acariciarle la cadera, el brazo, las mejillas mientras ella permanecía recostada, exquisitamente exhausta y calentita entre sus brazos.

La besó en la frente y dijo mientras se levantaba de la cama:

—No te muevas, cariño, tengo que hacer una cosa.

Julianna gimió al notar que se apartaba de ella.

—Espera, cielo, es solo un momento.

Fue hasta el palanganero y, tras mojar una de las toallas en agua, fue hasta ella y la instó a abrir un poco los muslos para limpiarle la sangre. Lo hizo con una ternura y una delicadeza que hizo ruborizar de nuevo a Julianna. Después, tras asearse él, volvió a su lado y se tendió junto a ella abrazándola como antes, acariciándole el pelo y la mejilla con la punta de los dedos.

—Deberías dormir un poco. Te despertaré antes de irme, lo prometo.

La besó en la frente. Tras unos breves minutos, con la mejilla aún apoyada en el hueco de su hombro, preguntó tímidamente:

—¿Es… Es siempre así?

—¿Así?

Aunque Cliff entendía lo que le preguntaba, deseaba saber cómo se sentía ella. La miró fijamente.

—Bueno, tan… no sé. Ha sido… —Los caóticos sentimientos y sensaciones de Julianna en ese momento eran del todo imposibles de comprender y menos aún de expresar—. Tan apasionado…

Cliff se rio suavemente ya que, desde luego, había sido apasionado. Ella era increíblemente apasionada ante sus estímulos sexuales. Él la había imaginado ardiente, pero su respuesta, su reacción natural ante su cuerpo y sus caricias, habían sido mejor de lo que se habría podido imaginar, de lo que podría haber soñado. Julianna era su perfecto complemento y sus cuerpos lo sabían. Cualquier encuentro anterior con una mujer palidecía ante esas nuevas sensaciones, ese nuevo descubrimiento, ese placer tremendo y casi infinito sentido instantes antes. Pero ¿cómo hacérselo entender? ¿Cómo intentar explicar algo que se escapaba de su propia capacidad de entendimiento? ¿Cómo explicar que, en el momento en el que se vació en ella, se sintió como un colegial a punto de desmayarse de puro éxtasis? ¿Cómo explicar que sentirla agarrar su miembro en cada embate lo llevaba al borde de la locura? ¿Cómo explicar que la tensión de contenerse al principio para no dañarla había explotado en una lujuriosa sensación excitante y sensual que lo envolvía liberando no solo esa tensión anterior, sino un calor, un fuego que amenazó en algunos instantes con hacerlo arder en un explosión de deseo y pasión desatados y liberados de un encierro en el que no sabía habían estado desde siempre? ¿Cómo explicar que casi se pone a gritar como un inexperto cuando notó los espasmos de su propio orgasmo anunciando su liberación final? ¿Cómo explicar aquella locura? Si eso era lo que el amor le hacía a dos cuerpos, por Dios que juraba no renunciar jamás a ello.

—Créeme, cariño —le dijo mientras con los dedos bajo el mentón la instaba a mirarlo—. Nunca es así. Nunca. No creo que exista nadie que pueda hacerme sentir lo que siento contigo, desearla tanto como te deseo a ti. Julianna, eres única, la única para mí.

No sabía de dónde salían esas palabras, salían sin más, como si alguien dentro de él le estuviese hablando a los dos. Pero sabía que era cierto, cada palabra, cada sensación, cada sentimiento y la besó de nuevo. Julianna lo observó unos instantes en silencio.

—Cariño, deberías dormir, mañana sentirás el cuerpo un poco dolorido.

«Dios santo», jadeó para su interior, la deseaba de nuevo tanto, con tal intensidad que empezaba a dolerle el cuerpo, pero tenía que dejarla descansar, su cuerpo necesitaba recuperarse y él no la iba a lastimar por nada del mundo.

Los ojos de Julianna empezaban a pesarle tanto como el resto del cuerpo, sus párpados le pesaban incapaces de permanecer abiertos. Se sentía agotada, felizmente agotada. Acomodó la mejilla en el hombro de Cliff y la mano en su pecho sintiendo su calor y los rítmicos latidos de su corazón. Tras unos instantes, en los que sintió como él la abrazaba un poco más cerca acomodándola entre sus brazos, la oscuridad se cernió en torno a ella llevándola a un pesado y relajado sueño.

Cliff no tardó tampoco mucho en cerrar los ojos, aunque sentía un cosquilleo extraño en el estómago y en el pecho, una especie de nerviosismo. Estaba abrumado por las sensaciones tan intensas, por lo apremiante de su necesidad de ella, por esas primitivas y casi primarias sensaciones que lo habían invadido, pero, sobre todo, por la seguridad de que no podría volver a vivir sin Julianna. Los meses sin saber de ella fueron una pesadilla pero ahora… esa cálida sensación de su cuerpo dormido, relajado entre sus brazos, tras la pasión, la sensualidad, la lujuria desatada entre ellos… No podría vivir sin ello, ahora ya no… Sabiéndola entre sus brazos, el sueño venció y por fin se durmió.

Cuando por fin abrió los ojos, empezaba a clarear el cielo. Ese cuerpo blando, suave y femenino a su lado le hizo sentir nuevamente el deseo, pero era demasiado tarde, tenía que levantarse o toda la casa se enteraría de que había pasado allí la noche. Con suavidad rodó sobre sí mismo de modo que Julianna quedase tumbada de espaldas. La observó un momento, él de costado apoyado sobre un codo, le retiró con suavidad unos mechones que caían rebeldes sobre su rostro y la besó con delicadeza en las mejillas, en el cuello, en el hueco sensible bajo su oreja

—Julianna… —le susurró con voz dulce y ronca. Volvió a besarla bajo la oreja—. Julianna cariño, tienes que despertar. —Le acarició la mejilla con la nariz antes de besarle suavemente los labios.

Ella gimió y serpenteó un poco bajo su abrazo. Fue lentamente abriendo los ojos y centrando la vista. Al notar el cálido aliento de Cliff sobre sus labios, el roce de su boca, Julianna sonrió mientras iba abriendo los ojos. Se estiró un poco y extendió los brazos atrapando a Cliff con ellos.

—Umm… estoy soñando, no me despiertes… es tan agradable…

En su mente aparecía Cliff, ella abrazada a él, su calor, su voz, sus caricias. No quería despertarse.

Cliff sonrió.

—Cariño, abre del todo los ojos, vamos… —De nuevo la besó—. Tengo que marcharme antes de que los sirvientes empiecen a ocupar la casa.

Julianna abrió los ojos de golpe y se encontró con esos verdes lagos justo delante de ella. Cliff esperó a que regresase otra vez al mundo de los conscientes. La besó en los labios, en la mejilla y de nuevo en los labios antes de alzar ligeramente el rostro para observarla bien.

—¿Siempre duermes tan profundamente? Estás preciosa, tan relajada…

Cliff sonrió de nuevo mientras ella agrandaba los ojos en una mezcla de asombro y de conciencia de realidad. De pronto ella se tensó y miró a su alrededor.

—Dios mío, ¿qué… qué hora es?

—Cariño, aún es temprano, he de irme pero… —Se separó un momento de ella para observarla bien y para darle espacio para incorporarse un poco—. Tenemos que hablar un momento.

La besó en la mejilla y la instó a acomodarse sobre las almohadas y el cabecero. Cuando, obediente, ella se quedó mirándolo en silencio, Cliff se sentó de modo que pudiesen mirarse a la cara y le tomó una de sus manos y, tras besar la palma, la miró fijamente

—Julianna, cariño. Lo que ha pasado esta noche lo cambia todo, lo sabes ¿verdad?

Julianna lo miraba helada mientras un escalofrío de miedo y desasosiego le recorría la espalda, pensando que él volvería a mostrar la cara fría y distante del baile y que le pediría que fuese su amante o solo una compañía ocasional, una secreta relación, una más entre otras muchas. Casi por inercia bajó los párpados y tragó saliva. Se notaba la boca seca, y una punzada de dolor atravesándole el corazón.

—¿Cielo? —Cliff miró como le cambiaba la expresión—. ¿Qué pasa? ¿Te arrepientes?

En cuanto lo preguntó una extraña sensación de pánico lo recorrió entero. Julianna alzó la vista rápidamente y enseguida contestó:

—No, no, no claro que no… —Su voz empezó a sonar un poco temblorosa—. Es solo que… ¿Qué quieres decir con que lo cambia todo? —«Que no lo diga, por favor, que no me pida que sea su amante…».

Cliff apretó un poco su mano.

—Cariño, cuando te pregunté anoche si estabas segura y dije que no habría vuelta atrás, hablaba en serio. Ahora me perteneces, eres mía, no renunciaré a ti.

Julianna se tensó como si esa sensación de posesión impuesta, de no tener elección le provocase una fuerte reacción de rechazo y de ira.

—¿Qué… qué quieres decir…? ¿Que yo no puedo elegir? —Julianna retiró la mano que le tenía sujeta —¿Yo no puedo decidir? —Por alguna extraña razón su cuerpo se tensó de frustración, de pura furia—. Tú no eres mi dueño. Soy una persona libre que puede decidir lo que quiere y…

Cliff le puso un dedo en los labios. Por algún motivo, algo de lo que había dicho la había enfurecido, pero no podía permitir que dijese nada que les separase, tenía que frenarla, tenía que averiguar lo que estaba pensando antes de que…

—Julianna… exactamente, ¿qué es lo que has entendido de mis palabras?

Sin tiempo a reaccionar ella le espetó con el ceño fruncido y los ojos encendidos:

—¡No voy a ser tu amante!

Cliff abrió los ojos de par en par.

—Mi aman… —Empezó a reírse casi nervioso, sacudiendo la cabeza.

Julianna se quedó con el aliento contenido mirándolo aún más enfadada:

—¿De qué te ríes?

Él, sin dejar de reírse, la atrapó entre sus brazos y, a pesar de la resistencia de ella, la colocó bajó su cuerpo, atrapándola bajo su peso, sosteniéndola con cuidado. Le sonrió divertido… tan inocente, tan dulce, tan terca…

—Cielo. Quiero que seas mi amante, sí, desde luego. Vive Dios que lo deseo ardientemente. —La besó a pesar de que ella mantenía su cara enfurruñada—. Y mi amiga. —La volvió a besar—. Y mi compañera. —Otro beso—. La madre de mis hijos. —De nuevo la besó y se apartó un poco para mirarla bien, para que ella lo mirase bien y asegurándose de que le entendiese cada palabra y con un tono firme, seguro, lento continuó—: Quiero que seas mi esposa, mía para siempre. Quiero ser tu marido, tuyo para siempre, y que todos lo sepan.

Le sonrió mientras, bajo su abrazo, Julianna relajaba un poco el cuerpo y también las facciones de su rostro, dándole tiempo para que ella asimilase lo que acababa de oír.

—Pero… —Estaba tan asombrada como abrumada—. ¿Por qué quieres casarte conmigo? —preguntó con cierta dosis de aprehensión, como si acabase de escuchar la mayor locura del mundo.

—Aparte de porque he pasado la noche contigo, en tu cama, haciéndote el amor… —dijo con cierta socarronería y sonriendo.

Ella frunció de nuevo el ceño. Cliff la soltó de su abrazo porque quería expresar todo lo que llevaba dentro con la seguridad de que ella entendiese plenamente cada palabra, cada sentimiento, cada idea.

—Julianna, quiero casarme contigo por mil razones; porque me haces reír, porque eres generosa, inteligente, dulce, cariñosa, valiente, ingenua y traviesa… porque eres tú. Eres mía, mía… —La miró intentando que ella comprendiese lo que para él significaba la certeza de que ella era solo suya—. Julianna, sé que soy feliz a tu lado, a pesar de que me vuelvas loco cuando me llevas la contraria, cuando te empeñas en hacer las cosas por ti misma o cuando sonríes a otros en vez de a mí. Sé que no puedo vivir sin ti porque te amo, te adoro, te necesito. Eres lo único que necesito y, créeme, es la primera vez en mi vida que he necesitado algo que no sea mi propia libertad y esa libertad, ahora, no significa nada, no tiene sentido si no la vivo contigo a mi lado. No me cansaré de decirte que te amo, Julianna, te quiero con todo mi corazón.

Por los ojos de Julianna empezaban a asomar algunas lágrimas. «¿Me ama? ¿Me ama?». Durante unos minutos ella lo miró con ojos húmedos y algo atemorizados mientras que él la miraba fijamente. A Cliff esos instantes le parecieron eternos. No podía moverse, estaba rígido y, aunque quería alzar una mano y llevarse cada una de las lágrimas que corrían por sus asustadas y enrojecidas mejillas, no se atrevía a hacerlo por temor a asustarla más, a interrumpir el torrente de ideas que surcaban su cabeza y seguro también su corazón.

Julianna cerró unos segundos los ojos y suspiró con fuerza.

—Pero… Pero… —Se obligó a abrir los ojos—. No lo entiendo… ¿Por qué estabas tan frío anoche en el baile? Creí que… —Negó con la cabeza—. Parecía que quisieras distanciarte de mí delante de los que son como tú, como si te avergonzase que te relacionasen…

Cliff detuvo inmediatamente las ideas que empezaba a atisbar se formaban en la mente de Julianna:

—¿De los que son como yo? —Pero antes de continuar, empezó a entender—. Julianna, anoche…

No sabía cómo explicar que no quería que todos se diesen cuenta de lo que sentía por ella porque la convertiría en el centro de todas las atenciones y murmuraciones, pero tampoco la podía dejar sin más, no sin su protección, no sin que él pudiese…

—Julianna —comenzó de nuevo tajante—. Anoche no quería comprometerte en público, aunque deseaba que me viesen contigo no quería que me viesen contigo… —Julianna entrecerró los ojos sin comprender—. Tengo un pasado y, si me viesen en exceso cariñoso contigo, podrían malinterpretar la situación y eso dañaría tu reputación, y yo quiero protegerte de todas las formas posibles, de todo y de todos, incluso de mí, al menos hasta que anuncie nuestro compromiso. —Le tomó la barbilla con los dedos obligándola a mirarlo a los ojos—. No me avergüenzo de ti. Nunca lo he hecho y nunca lo haré. No podría. De hecho, puedo asegurarte que, si alguno de los dos es digno de ser objeto de reproches, de castigo por ser cómo es, ese soy yo. No soy un santo, lo sabes, ¿no es cierto? Tengo un pasado y, aunque no voy a pedir perdón por él, tampoco puede decirse que sea del todo digno de alabanzas.

Julianna ladeó un poco la cabeza asimilando la información, los gestos de Cliff, la firmeza y la seguridad que parecía transmitir en sus palabras. Pero aún había algo, algo que la inquietaba: mundos distintos, tan distintos, ella no podría encajar jamás en ese mundo, no al menos para siempre, no podría ser ella entre esa sociedad, los salones, los comentarios, las normas.

—Cliff, somos tan distintos. Pertenecemos a mundos tan distintos… Yo no encajaría en tu mundo. Acabarías avergonzándote de mí, de quién soy, de dónde vengo. Yo no podría… —Negó con la cabeza—. Tú eres, eres… —Hizo un gesto con la mano abarcándolo a él—. Es decir, tú eres de la nobleza irlandesa, tu familia, tus amigos…

Cliff la acercó para besarle los labios, deteniendo su diatriba y con ello su torrente de ideas y dudas.

—Julianna, quien eres es el resultado de tu pasado, de tus orígenes, de tu familia, de tus amigos, y yo soy el resultado de mi pasado, de mis orígenes, de mi familia y de mis amigos. Sí, es cierto. Pero tú eres para mí y yo soy para ti. De eso estoy seguro. Tú encajas conmigo y yo contigo. Tú me completas a mí y yo a ti. No tengo dudas respecto a eso. Lo sé desde hace muchos años, pero hasta hace poco no lo he comprendido, o mejor dicho, no me he permitido comprenderlo. Tú también lo sabes. —Respiró hondo—. Lo sabes. Lo sabes, cariño, pero has de darte cuenta, has de comprenderlo igual que yo. Y hasta entonces esperaré. No voy a presionarte y no quiero que me respondas ahora, sino cuando, por fin, estés tan segura como yo. Pero ten por ciertas dos cosas; la primera, que no voy a alejarme de ti ni permitir que te alejes de mí. Y la segunda, que nos vamos a casar, porque te quiero y sé que me quieres, porque eres mía y yo soy tuyo. Vamos a vivir juntos, vamos a ver el mundo, juntos, vamos a tener hijos juntos y voy a adorarte, mimarte y protegerte cada día del resto de mi vida, incluso aunque eso te vuelva loca.

Julianna tembló por la seguridad que tenía mientras que a ella le embargaba un temor casi irracional y, al mismo tiempo, la recorría un anhelo y un deseo exacerbado por la imagen que en su cabeza acababa de insertar con la habilidad de un experto manipulador. Ellos dos juntos, toda una vida, juntos.

—Julianna. —Miró de reojo al balcón—. Casi es de día y he de marcharme. Volveré para recogeros e ir a montar… —Se paró un momento y la miró con ternura—. Quiero que me prometas que hoy no cabalgarás

Julianna lo miró con el ceño fruncido sin comprender lo que le pedía. Él se acercó y le besó la frente antes de ponerse de pie junto a la cama. Se giró para enfrentarla y le acarició la mejilla con un dedo.

—Cielo, hoy tendrás el cuerpo un poco dolorido y, aunque ahora no lo creas, te sentirás algo cansada. Prométeme que hoy solo pasearás.

Julianna lo miró, sonrojándose por la belleza de su cuerpo desnudo ante ella, que le impedía casi emplear cualquier atisbo de sensatez para responder, pero, finalmente, asintió. Cliff sonrió ante su sonrojo y la dulce timidez que de nuevo asomaba en su rostro.

—Bien, en ese caso, te veré en unas horas.

Recogió su ropa y se vistió tan rápido como pudo, bajo la atenta mirada de Julianna, que no podía dejar de observarlo, deleitándose con ese perfecto cuerpo masculino ya casi a la luz del día, recordando cada caricia, cada roce bajo él, su peso, su calor. Se sonrojó sin remedió de los pies a la cabeza mientras Cliff sonreía cada vez que la miraba de hito en hito.

Una vez vestido, se acercó de nuevo a la cama, se inclinó sobre ella y la besó, al principio con dulzura pero, al cabo de unos segundos, con la misma pasión, necesidad y ansiedad que la noche anterior. Julianna gimió, encendiéndose de nuevo, notándose arder otra vez. Cliff se apartó recobrando un poco de aire y suspiró, provocando en Julianna otra oleada de calor al notar el cálido aire que salía de sus labios.

—Dios… —Jadeó—. Cariño, o me voy ahora, o no respondo de mí. —Julianna sonrió y de nuevo se sonrojó—. Te veo en unas horas. Vuelve a dormir, aún puedes descansar un poco más.

La besó en la frente: si de nuevo la besaba en los labios ya no podría parar. Rodeó la cama y se dirigió al balcón.

—Cliff.

Él se giró y en ese momento Julianna olvidó por qué lo había llamado, él entrecerró los ojos y, cuando iba de nuevo a moverse, ella le dijo:

—No te caigas. —Le sonrió.

Cliff comenzó a reírse mientras se giraba para salir al balcón y, con la voz sensual y pícara que tan bien se le daba, dijo, antes de desaparecer por el balcón tras las cortinas:

—Cariño, te adoro.

Julianna se dejó caer en las almohadas con los brazos abiertos en cruz, suspiró y aunque pretendía ponerse a pensar de nuevo el sueño la venció. Él tenía razón, estaba demasiado cansada y ya no despertó hasta que escuchó los golpes de la puerta, lo que la obligó a salir como un resorte de la cama para ponerse el camisón, antes de que entrasen y la viesen totalmente desnuda.