Capítulo 4
Julianna no podía quitarse de la cabeza esos penetrantes ojos verdes, ni esa voz suave e hipnótica que hacía que le vibrase cada parte de su cuerpo. Se sentía indefensa ante aquel hombre. Sentía que, si él se lo propusiera, podría lograr de ella lo que quisiera sin el menor esfuerzo. Además, parecía conocerla bien… «No. No seas tontas. Eres bastante simplona. Seguro conoce muchas chicas como tú y sabe cómo conseguir lo que quiere casi sin pensarlo», se decía así misma.
Necesitaba centrarse, quitarse de la cabeza a Cliff de Worken. Le vendrían bien los tres días por delante dedicados a preparar los dulces que le habían encargado. Tras ordenar todos los productos que había comprado, incluida la cinta para el pelo que iba a regalarle a Amelia por su cumpleaños, dos días después dedicó la tarde a trabajar en el huerto junto a Amelia, y un rato a buscar frutos rojos y algunas bayas para sus dulces. Incluso encontró, durante su búsqueda de frutos rojos, un lugar perfecto para llevar a Amelia a hacer un pequeño picnic a media tarde para festejar su cumpleaños y entregarle sus dos presentes, la cinta y un viejo libro de cuentos suyo de cuando era más joven, por el que Amelia había mostrado interés en más de una ocasión. A Amelia le gustaba especialmente cenar fuera en el jardín y casi se había convertido en una costumbre para ambas. Solían encender un farolillo con una vela sobre la mesa de madera que habían colocado en una especie de montículo desde el que se veía el estanque. Leían, usualmente una vez terminada la cena, alguno de los libros de aventuras que tanto le gustaban a su joven compañía. Julianna se había dado cuenta de lo bien que se le daban los idiomas, por lo que procuraba estimularla a aprender el francés y el italiano, leyéndole novelas y libros con pasajes escritos en esos idiomas. Además, disfrutaba sobremanera con la jardinería y el huerto y, literalmente, devoraba libros sobre este tema. Pero esa noche, Julianna estaba especialmente cansada así que se disculpó, dejándole, no obstante, libertad para que se quedase a leer un rato si lo deseaba. Nada más apoyar la cabeza en la almohada se quedó dormida.
Al despertar con el primer rayo de sol que entraba a través de la ventana, Julianna sintió una extraña felicidad, no sabía explicar de dónde provenía pero estaba segura de haber dormido muy profundamente y, en algún momento, haber soñado con Cliff de Worken. No recordaba el sueño en sí, pero sí las sensaciones que le producía, la calidez de su aliento en su piel, la sensualidad de su voz, la profundidad de su mirada. Sí, había soñado con él. Empezó, entonces, a notar cierta angustia. No debía dejarse llevar por sueños de jovencita enamoradiza. No podía permitir que viejos recuerdos infantiles y la reacción que ahora provocaba ese hombre en su cuerpo cada vez que se le acercaba, le hiciesen perder el poco sentido común que aún conservaba. Necesitaba alejarlo de sus pensamientos. Necesitaba mantenerse ocupada.
Se levantó de un salto y comenzó con su rutina diaria. Tras las actividades ordinarias de la casa, Julianna comenzó a preparar algunos de los dulces y pasteles para la señora Covenport, ya que le había encargado toda la repostería de su mesa. La señora Ryller le había solicitado pasteles y fruta escarchada para la suya. Lo cierto es que ella no había acudido nunca a la Fiesta de la Cosecha de la Workenhall, pero su padre le contaba todos los años lo que sucedía en ella. Le comentaba detalles de la comida de cada mesa y de las flores que ponían para decorarlas. Siempre le detallaba estas cosas sabiendo que, a ella, los cotilleos sobre los asistentes, los vestidos de las damas más elegantes o las parejas que se formaban en la misma no le interesaban en absoluto. En cambio, disfrutaba escuchando la descripción minuciosa de las mesas y las decoraciones que las señoras, esposas de arrendatarios o lugareños, que acudían al evento se esmeraban por hacer en su mesa. Era costumbre que las esposas de los arrendatarios montasen, alrededor de los jardines, mesas en las que ponían, para el disfrute de todos los asistentes, comida, dulces y guirnaldas de flores para las damas y lazadas con flores para los juegos de la tarde. Solían llevar platos preparados por los cocineros de sus casas, en los casos de aquellas casas más acaudaladas, y con los que pretendían impresionar al conde y a sus invitados. Sin embargo, la mayoría eran platos preparados por las propias esposas de los arrendatarios y sus hijas. Aunque no había un concurso ni nada por el estilo, todas ellas competían, año tras año, por ser la mesa con mayores elogios y por todos era sabido que la mesa que más gustaba solía ser aquella con las mejores tartas y los mejores dulces. Por ello, Julianna se había propuesto conseguir que las mesas de la señora Ryller y de la señora Covenport fueran, en lo que a dulces se refería, las más alabadas. Aunque, por supuesto, ambas se atribuirían el mérito del trabajo de Julianna. Detalle que a ella, en el fondo, no le importaba, le bastaba con saber que sus dulces habían sido degustados y apreciados por los asistentes.
Preparó la masa que necesitaría para los pasteles de fruta y la guardó convenientemente, preparó la fruta para ser escarchada, ya que se trataba de un proceso que requería de dos días de labor y de reposo y, finalmente, horneó un bizcocho para la tarta de cumpleaños de Amelia así como algunas galletas.
Antes de tomar el té, decidió que saldría a coger algunas moras más y, con suerte, encontraría algunos arándanos tardíos que eran los que más le gustaban para hacer los pasteles rellenos con crema. «Seguro que eso gustará a todos los asistentes», se decía a sí misma mientras se colocaba la capa y cogía la cesta para traerlos con cuidado. Antes de salir, indicó a Amelia que podía ir al estanque a mojarse los pies, como le había pedido antes del almuerzo, pero le rogó que tuviese cuidado, ya que no sabía nadar y no quería que se distrajese y acabase cayendo en la parte profunda. Amelia asintió y le deseó un agradable paseo.
Al poco de empezar a caminar, comenzó a recordar la conversación con el comandante de Worken. El haber estado ocupada le había permitido no pensar en él más de lo necesario, aunque debía reconocer que, en algunos momentos, recordaba esos ojos verdes y la sonrisa provocativa y se le aceleraba el corazón, al tiempo que le vibraba, de un modo muy vívido, la piel. Sonrió pensando en que era el hombre más guapo que había visto en su vida. Tenía el mismo rostro que de muchacho pero, ahora, resultaba más atractivo, pues sus rasgos se habían terminado de formar adquiriendo una presencia más imponente y cierta aura de peligro. Se parecía, sin duda, al conde, su padre, tal y como Julianna lo recordaba de la noche del accidente en la que creyó que era un rey guerrero.
Comenzó a recoger algunas moras, sin poder evitar comerse algunas en el proceso. De niña solía recogerlas con su padre y al llegar a casa no quedaba ni una, pues ambos las devoraban en el camino de regreso, intentando dilucidar cuál de los dos había recogido las más sabrosas. Por supuesto, su padre siempre le dejaba ganar. Sonrió al recordarlo. Cada vez le resultaba más tranquilizador pensar en él, recordar los momentos en su compañía. Lo echaría siempre de menos, pero ya no se echaba a llorar cada vez que pensaba en él. Cuando había recogido bastantes, decidió ir a buscar los arándanos en la zona este. El señor Cardem le había comentado que solía haber bastantes junto a los claros de los cedros más altos. Antes de llegar, encontró un encantador lugar rodeado de flores silvestres de muchos colores, olía a lavanda, a jazmín, a cerezo, a hierba húmeda. Le pareció el lugar perfecto para el picnic de cumpleaños de Amelia, así que procuró memorizar el itinerario y poder repetirlo sin problemas al día siguiente. Empezó de nuevo a caminar y, cuando iba a girar para tomar el sendero que parecía conducir a ese lugar, se topó de bruces con el rostro de Cliff de Worken. Le sonreía de una forma tentadora, sensual, seguro de sí mismo. Julianna sintió que todo su cuerpo ardía mientras el corazón le martilleaba tan fuerte en el pecho parecía querer salírsele de golpe.
—Buenas tardes, señorita McBeth. Me había parecido verla en la distancia. Parece que, últimamente, le encuentro cada vez que salgo a cabalgar —dijo mientras se inclinaba cortésmente.
Su voz era cálida, sensual, tan provocadora que parecía salir de esos hermosos labios como si fuera una canción con la que llamaba a Julianna. Era la melodía del flautista de Hamelín y ella un niño encantado… Julianna sentía como le temblaba todo el cuerpo y temía que sus rodillas cediesen por el nerviosismo. Intentaba entender las sensaciones que provocaba en ella su cercanía, así como comprender los sentimientos que se desataban en su interior cuando la miraba o le sonreía, e incluso cuando se imaginaba esas grandes y masculinas manos sobre su cuerpo. La simple recreación en su cabeza de la imagen de sus manos, de unas caricias sobre sus brazos o su cintura hacía subir su temperatura al menos diez grados.
De reojo pudo avistar, apostada a unos metros, una magnífica yegua torda de color gris con una bonita silla con el blasón de los Worken repujado en el lateral. Esa pequeña distracción fue la que la devolvió a la realidad para poder contestar.
—Buenas tardes, comandante —consiguió decir, aunque su voz denotaba tanto su sorpresa como su nerviosismo.
Por unos segundos Cliff la miró a placer y le gustó comprobar que el cuerpo de Julianna parecía responder al suyo de una manera casi natural. Se ruborizaba y parecía encenderse como un faro que guiase la flota a puerto siendo, él mismo, una fragata buscando la costa más cercana y segura. Estaba preciosa con su pelo recogido en una sencilla trenza hasta los hombros, suelto por detrás dándole cierto aspecto aniñado. La sorpresa hacía brillar más sus ojos y Cliff tuvo un enorme deseo de abrazarla, de besar sus carnosos labios y de acariciar lentamente todo su ser y disfrutar de su sabor y de su aroma, del tacto y calidez de su piel, como ningún hombre antes.
—Señorita McBeth, veo que está recogiendo algunas bayas.
Cliff aprovechó que ella no se había movido un ápice para acercarse aún más. Olía a frutas, a bosque y a galletas. No pudo disimular una media sonrisa al imaginársela esa mañana, en la cocina, cubierta de harina y horneando galletas. A Julianna le pareció aún más provocadora que su sonrisa anterior. «¿En que estaría pensando? ¿La miraba como si quisiera acercarse mucho más? Notaba su piel tan cerca, su calor, ese perfume a especias que seguro provenía de aceites traídos de algún lugar exótico».
—Sí… Voy a preparar unos dulces.
Suspiró, sintiéndose ligeramente estúpida, pues apenas si le salió un pequeño hilo de voz y era evidente que ese hombre la intimidaba. No estaba asustada, pero sí se sentía indefensa ante él y se odió a sí misma por vacilar tanto, convencida como estaba de que él notaba esa reacción y sabría cómo sacarle partido.
—Umm… Creía que este bosque y todo lo que contenía era propiedad del conde. ¿Le permite —arqueó un poco las cejas— recoger estas bayas?
Sonrió del mismo modo que cuando retaba a su hermano. Esperaba que la respuesta de Julianna le permitiese abordar alguna forma de continuar con ella el resto de la tarde y creía haber lanzado el sedal para ello. La tarde anterior no había pescado nada pero, hoy, una pesca distinta se daría mejor, pensó adquiriendo sus ojos una mayor intensidad, y un especial brillo ante la idea de poder tener a su protegida aún más tiempo cerca de él.
—Sí… Bueno… No… Es decir… Le pregunté al señor Cartem, uno de los guardas, si podía tomar algunas y me aseguró que no había ningún problema.
Su voz sonó titubeante, pero él soltó una gran carcajada y la miró como si fuesen dos niños pequeños jugando a verdad o mentira y acabase de descubrir a su oponente. Julianna no pudo sino sonreír y, casi con cierto alivio, señaló:
—Vaya… Ha sido muy fácil, ¿verdad? —Sonrió aún más y Cliff notó como se le encendía el cuerpo y su deseo por esa sensual y encantadora mujer—. He caído sin remedio… —Suspiró—. He sido demasiado inocente. Yo sola he puesto el cebo, ¿no es así, comandante?
Cliff la veía sonreír y sonrojarse. Parecía tan divertida como él. Por fin había conseguido que se relajase un poco ante él. Sin duda se tomó bien su ocurrencia. Esa era la Julianna niña que recordaba cuando estaba con su padre, despierta, risueña, con un fino sentido del humor.
—Señorita McBeth, es usted demasiado sincera. —Sonrió suavemente, mirándola con cierto candor—. No creo que sea su inocencia lo que la ha hecho caer, sino más bien su sinceridad, su ausencia de malicia y quizás… Bueno, siguiendo su ejemplo de sinceridad… A lo mejor, tengo cierta experiencia en eso de conseguir que los demás acaben en mi terreno.
Puso una gran sonrisa pícara y burlona. Sabía que ya había conseguido levantar ese muro de desconfianza en ella y, aunque estaba convencido que aún querría mantener cierta distancia con él, pensaba que ya no le costaría tanto alcanzar un poco de ella, un poco de su esencia.
Ella volvió a sonreír, lo que produjo en Cliff una sensación mejor que la de la mayor de sus victorias.
—Bueno, en ese caso, digamos que ha sido una victoria y una rendición —contestó ella con un brillo en los ojos que Cliff no había visto hasta entonces.
¿Estaban los dos flirteando? Casi se apartaron ambos al mismo tiempo, como si hubiesen leído, de repente, ese mismo pensamiento al cruzar sus miradas.
Aunque los dos se habían apartado, él no quería dejar de sentir su proximidad. Procuró que la distancia entre ellos no fuese demasiada.
—Entonces —continuó Cliff, mirándola—, si soy el vencedor, ¿cuál es mi premio?
Julianna sintió que el corazón se le aceleraba tanto que casi tuvo que ponerse la mano en el pecho para evitar que se le saliese. «¿Su premio? ¿Qué premio?». Por unos segundos sintió pánico y con un susurro contestó:
—¿Premio? No sé… ¿Qué querría?
«Ay, ¡por todos los cielos!, ¿qué acabo de hacer?», se reprendió a sí misma.
Cliff volvió a reír abiertamente y, con un tono lo más inocente que pudo, ya que no quería dar un paso en falso, ni que ella volviese a ponerse a la defensiva, contestó:
—De nuevo, creo que ha vuelto a caer. Veamos… ¿qué tal uno de esos dulces que va a preparar?
«Muy bien, Cliff, eso no puede ser más inocente e inofensivo. Vé poco a poco. Julianna no es como esas damas de los salones que se lanzan a tus brazos con una sola mirada. Has de tener cuidado con ella… Pero es tan deseable… No creo haber deseado tanto besar a una mujer en toda mi vida», pensaba mientras señalaba la cesta, intentando parecer lo más despreocupado y natural del mundo.
Julianna le sonrió como signo de aprobación. Suspiró aliviada pero, también, un poco desilusionada. «¿Es que esperabas que te besara, tonta?». Empezaba a notar la lucha interna que se producía en su interior y lo difícil que era mantenerse serena ante él. «¿Pero qué te ocurre? Nunca has sido enamoradiza ni te has embobado con nadie», se reprendía, de nuevo, a sí misma. Empezaba a convertirse en una costumbre enfadarse consigo misma cada vez que estaba con él.
—Supongo que es un premio acorde con la victoria y un castigo no demasiado desproporcionado por la rendición. Al fin y al cabo, las bayas pertenecen a su señoría, así que, siendo justos, le corresponden una parte de los pasteles que haga con ellos.
Cliff vio el camino abierto para conseguir lo que llevaba días queriendo lograr, pero no encontraba el modo de hacerlo sin encontrarse de plano con su negativa. Ahora volvió a lanzar el sedal. Era su oportunidad.
—Bien, bien. Pues si es de justicia… ¿Qué le parecería si le pido que me entregue mi premio en la Fiesta de la Cosecha? Es la fiesta donde todos esperamos degustar los mejores dulces del condado, ¿no es cierto?
Antes de que hubiere terminado Julianna se apresuró a intervenir:
—Yo… yo no estoy invitada y…
—La acabo de invitar, señorita McBeth.
Él se apresuró a interrumpirla antes de que ella consiguiese escabullírsele entre las manos.
Julianna sintió, de pronto, pavor. Se estaba viendo a sí misma yendo a la fiesta. «No, no», se decía, «no sabría que hacer allí».
—No, no, por favor… —Su voz estaba algo temblorosa—. No me gustaría ofenderle. Es muy amable invitándome, pero… —«Julianna, ¡piensa, piensa!»—. Comandante, no estaría bien que llevase dulces a la fiesta. He de confesarle algo… Hay dos esposas de arrendatarios, invitadas, que han comprado algunos de mis pasteles y dulces para sus mesas y… bueno… No estaría bien que yo también llevase dulces por mi parte, ¿no cree?
De repente se dio cuenta de que, además, de que no había dicho que no quisiese ir, su confesión le podría acarrear graves problemas. Había traicionado la confidencialidad implícita que, al aceptar los encargos, debía respetar. Rápidamente lo miró con fijeza.
—Pero, pero… Por favor… ¡Vaya! He cometido una indiscreción imperdonable. No puede saberse, aun cuando no le diga los nombres de las damas. Mi comportamiento no ha sido correcto.
Julianna le miraba suplicante y avergonzada por su revelación.
—Veamos —contestó Cliff. No revelaría su secreto, por supuesto, pero tampoco perdería la ocasión de verla en la Fiesta de la Cosecha. Seguro que estaría preciosa con un vestido de tarde y flores en el cabello. Sin perder un ápice de tiempo continuó—: Le propongo una cosa —dijo con esa mirada de satisfacción al saberse vencedor—. Yo le guardo el secreto y, además, la libero del castigo, pero, a cambio, ha de aceptar mi invitación y acudir a la fiesta como mi invitada. Aunque, eso sí, deberá señalarme, por supuesto discretamente, qué mesas tienen sus pasteles para así darme la oportunidad de probarlos.
«Julianna, has vuelto a caer, está claro que es más listo que tú».
—Comandante… Yo… Yo… No me siento cómoda en ese tipo de reuniones sociales, tan multitudinarias y… Además, no creo que una joven soltera deba acudir sola a esos sitios.
Seguía intentando escabullirse. «Luchadora hasta el final, no se rinde fácilmente, eso me gusta, desafiante y tímida al mismo tiempo».
—Bueno, podría acudir con algún pariente o con alguna dama de compañía.
Se sintió avergonzado por unos instantes. «Espero que no la esté presionando tanto que se vea obligada a acudir con uno de sus odiosos hermanos. No, no… Podría aceptar ir con su joven doncella y procuraría que no se perdiese entre tantas personas y miradas curiosas. Me aseguraré de protegerla».
Julianna esperó unos segundos y no supo qué contestar. Sentía verdadero temor de resultar demasiado torpe o fuera de lugar en aquellos enormes jardines, rodeada de tantos desconocidos. No quería decir que sí. ¿Por qué de repente le preocupaba más que él pensase que era torpe o insulsa en comparación con el resto de las jóvenes que acudirían a la fiesta, que la incomodidad y recelo tan arraigados en su personalidad y que, antes, determinaban su negativa a acudir a ese tipo de reuniones?.
—¿Le ofendería que meditase un poco la conveniencia de su oferta? —repuso con voz suave, mirando casi de soslayo a Cliff, como si se avergonzase de no ser capaz de contestar o de buscar una excusa realmente aceptable que le permitiese salir airosa de aquello.
Cliff sonrió. Sabía que lo había conseguido, porque podría vencer las dudas u obstáculos que ella le pusiese ahora. Al final, no había declinado la invitación y eso, para él, ya era una victoria. Había estado en numerosas negociaciones con duros y expertos comerciantes. Había combatido con los más fieros y curtidos adversarios y tenía la certeza de que ese punto de partida bastaba para saberse vencedor.
—No, por supuesto. Tómese el tiempo que desee, pero sospecho que a la jovencita que la acompañaba el otro día le encantaría poder visitar los jardines de la mansión y disfrutar de los juegos.
Cliff lo sabía, le había ganado la partida esta vez. Julianna lo miró con los ojos abiertos de par en par. Acababa de darle otro motivo del que resultaría complicado excusarse. Realmente debía ser el temible adversario, el gran marino del que todos hablaban en el pueblo. Estaba claro que era tenaz, inteligente… Suspiró en su interior, sabedora de que se hallaba desarmada y carente de la habilidad necesaria para vencer a alguien como él.
Cliff la observó unos segundos. En esos momentos, en la mente de Julianna, se estaba debatiendo una dura batalla. Veía la indecisión en sus ojos. Conocía esa mirada. La había visto en muchos de los caballeros con los que solía jugar a las cartas, sopesando las jugadas, valorando las opciones.
—¿Regresaba ya a casa o iba a buscar más bayas?
Quería permanecer con ella todo lo posible esa tarde y debía encontrar el camino de lograrlo. Ella lo miró de nuevo con indecisión, como si temiese que su respuesta le permitiese conseguir aún más de ella. Deseaba y temía al mismo tiempo que siguiese con ella.
—Bueno, lo cierto es que me dirigía a una zona que el señor Cartem me recomendó para coger arándanos. «¡Julianna!, ¿tan incapaz eres de evitar ser tan sincera ante él o, por lo menos, más discreta o esquiva?», se reprendió de nuevo.
Él volvió a acercársele, obligándola a levantar un poco la cabeza para poder verle directamente el rostro. Hizo un leve movimiento inclinándose suavemente y, sorprendiéndola, rozando ligeramente su mano, asió la cesta donde llevaba las moras. Bajó lentamente su cara poniendo sus labios a la altura del oído de Julianna, de modo que su respiración resultó como una suave y cálida caricia en su cuello. Susurró:
—En ese caso… ¿Me permitiría acompañarla? Salvo que quiera estar a solas con sus amigas las ardillas.
El deseo que sentía de inmediato con la proximidad de ese musculoso y varonil cuerpo, de su aroma, la sensualidad de su voz, provocaba en Julianna una sensación tan intensa que sentía desaparecer todo lo que la rodeaba, y, aún con ello, no pudo evitar soltar una suave carcajada ante esa última ocurrencia. La forma divertida y desafiante con que le hablaba empezaba a resultarle familiar y eso hizo que a Julianna le diese un vuelco el corazón.
—Bueno, si lo estima conveniente y si nos cruzamos con alguna, haré las oportunas presentaciones. —Julianna volvió a sonrojarse, ¡estaba coqueteando con él!, ¡nunca había coqueteado y ahora lo hacía tan abiertamente que resultaba casi increíble! «¿Cómo lo hace?, ¿cómo consigue que mi cuerpo arda en deseos y que mi mente y mi corazón anhelen cada vez más su compañía?». Empezaba a temer estar enamorándose.
Esa risa sincera, abierta, adorable provocó un deseo nuevo en Cliff, unas sensaciones desconocidas, quería más, quería más de aquel sonido, de esa increíble sensación de cercanía y deseo con una mujer, con esa mujer. Lo que provocaba en él era indescriptible y abrumador.
Cliff hizo un pequeño gesto para que lo guiase y comenzaron a caminar. Ella notaba la cercanía de su cuerpo. Notaba como él caminaba con una proximidad que, en otras circunstancias, se consideraría una señal de que tenían una relación impropia y que, desde luego, no permitiría si alguien pudiera verlos. De hito en hito y con disimulo, lo observó. Era realmente guapo, alto, fuerte y viril, con el porte de todo un caballero, pero con la apostura de un aventurero. No pudo sino sentir ciertos celos imaginándose las muchas damas que habría tenido entre sus brazos, en su cama. Estaba segura de que no le habrían faltado las mujeres más bellas y seductoras. Algunas serían cortesanas y otras grandes damas. Todas ellas, con seguridad, elegantes, bellas y distinguidas a su manera. Se sintió algo insignificante y mortificada por lo poco que alguien como ella podría ofrecer a un hombre como aquel. «¿Por qué te pones a pensar eso ahora? Se trata de un hombre tan alejado de ti como la luna. Sois tan diferentes en todos los aspectos… Fortuna, posición, rango… No te mortifiques ni empieces a soñar despierta y menos con imposibles», meditaba Julianna mientras caminaban.
El silencio entre ellos empezaba a parecerle una tortura, sobre todo cuando miró a Julianna, que parecía ensimismada en sus propios pensamientos, y había cambiado algo en su semblante. Ahora parecía preocupada. Cliff quería escuchar de nuevo su voz, ver su sonrisa. Necesitaba escuchar de nuevo esa suave y melodiosa risa…
—Dígame, Julianna, ¿desde cuándo vende pasteles?
En cuanto se escuchó a sí mismo formulando esa pregunta, temió que la asignación de la que su padre le había hablado no fuese lo bastante elevada para permitirle vivir dignamente, y que se viese obligada a trabajar para mantenerse. Porque no lo permitiría, no dejaría que pasase necesidades. Julianna no dudó en contestar con sinceridad.
—Desde niña, la cocina ha sido para mí un refugio. Me relajaba cocinar. La cocina era uno de los lugares en los que me sentía segura, allí era y soy yo misma. No tenía que pedir perdón por dedicar tiempo a una cosa en la que no parecía tan torpe o poco ducha.
Cliff sintió un dolor en el pecho. «¿Pedir perdón? ¿Perdón por ser una persona especial y magnífica? ¿A qué necio o estúpido has tenido que pedirle perdón? Dímelo que le daré una lección que no olvidará jamás». Cliff todavía se sorprendía por la fuerza con la que necesitaba proteger a Julianna, necesitaba saber que estaba bien. No, aún más. Necesitaba saber que era feliz. Le hubiese gustado cogerle de las manos, besarla y decirle que era excepcional, pero temió interrumpirla. Parecía, por fin, relajada otra vez y, como él había intuido hacía ya mucho tiempo, una vez se abría a alguien, se entregaba por completo, con sinceridad, sin ambages ni dobleces. Se mostraba como era. No adoptaba una pose frente a los demás buscando su aprobación o el halago fácil.
—De pequeña —continuó Julianna con voz cándida y tranquila—, mi padre fomentó mis dos pasiones, la lectura y la cocina. Para la primera, solía traerme cuantos libros le era posible y, reconozco, cuantos más ponía en mis manos, más horas pasaba leyendo. Normalmente, buscaba lugares remotos en los que leer en soledad pero también me gustaba sentarme a su lado, muy cerca de él, cuando estaba en casa. Yo leía mientras él fumaba en su pipa u ojeaba el periódico, el correo o también leía un libro. Para la segunda, la cocina, bueno… Supongo que, mientras otras niñas aprendían de sus madres a bordar, a conversar para las fiestas y bailes o salían con ellas de compras, a elegir vestidos y a tomar el té con amigas o vecinas, yo me acercaba a la figura femenina más cercana, nuestra ama de llaves y cocinera, la señora Finney. Era una mujer mayor, que apenas sabía leer y escribir y que, aun siendo muy callada y recta, siempre me trató con mucho respeto y yo diría, además, que con algo de cariño a pesar de su carácter tosco y huraño. Era una mujer muy trabajadora y constante que disfrutaba con la repostería, lo que me permitió aprender mucho de ella. Observándola, imitándola y, cuando hube crecido un poco, leyéndole recetas que luego probábamos. Supongo que así aprendí cómo hacer unos buenos bizcochos, cómo endulzar las frutas o cómo hacer que las masas resulten apetitosas con pocos ingredientes.
Escuchándola hablar, Cliff sintió un cariño sin límites por ella. Había recibido un amor inmenso de su padre, posiblemente él fue el único que, de verdad, le había mostrado cariño sincero y verdadero, pero sería, en parte, para compensar las muchas carencias de su vida, las cosas de las que se vio privada: una madre, unos hermanos que la protegiesen y apoyasen, el cariño de una familia y unos amigos. Pero, al mirarla, no vio tristeza, amargura o melancolía en su rostro, sino que parecía recordar esos momentos con ternura y sincera nostalgia. Desde luego, era generosa y cálida. Con qué poco se conformaba. Con qué poco era feliz. Cliff abrigó cierta angustia e indignación. Parecía que Julianna pensaba que ella no merecía más, que tenía asumido que no debía esperar nada más, cuando ella se merecía ser feliz de verdad. Se merecía todo lo que el mundo pudiese ofrecer.
—Por otro lado —continuó después de una pequeña pausa—, mi padre me inculcó que el trabajo dignifica y hace que uno se sienta satisfecho. Sí, sí, lo sé —decía sacudiendo levemente la cabeza a ambos lados—, una señorita, una dama, al menos las damas de su rango, no deberían trabajar, y menos a cambio de un salario, salvo que se vean obligadas a ello o verdaderamente lo necesiten. Bueno, yo no pertenezco a su rango de modo que… —Se encogió ligeramente de hombros sin detenerse ni desviar la mirada del camino—. En su testamento, mi padre estableció a mi favor una pequeña dote que mientras siga soltera iré recibiendo como asignación. No es que sea una gran fortuna, pero sí creo que me permitirá vivir dignamente. Bueno, no estoy acostumbrada a lujos así que tampoco espero tener grandes gastos… De cualquier modo, no creo ser una mujer caprichosa ni manirrota o, al menos, no lo he sido hasta ahora. De hecho, confieso que soy demasiado sencilla. —Julianna iba a decir que era sosa y aburrida, insulsa, insignificante, nada dada a los lujos por carecer de lo necesario para que los mismos luzcan en ella, pero sintió pudor en el último momento—. El caso es que, aunque verdaderamente no necesite el dinero, nunca viene mal contar con algo guardado por si en el futuro me convierto en la mayor caprichosa del condado. —Se rio suavemente mientras inclinaba un poco la cabeza para no tropezar por el camino—. De todos modos, creo que la verdadera razón de que me haya animado a vender los dulces es que así puedo pasar tiempo en la cocina, con el valor añadido de que encuentro una enorme satisfacción en que valoren mi trabajo, que reconozcan mi labor. No sé si es banalidad, un deseo superficial de adulación o elogios o, simplemente, una forma de demostrarme a mí misma que puedo alcanzar una pequeña porción de independencia, que soy algo más que una carga para otros… ¿Es una actitud impropia?, ¿lo escandalizo?
«¿Por qué le preguntas eso? ¿Por qué te importa su opinión y lo que piense de ti?». Julianna lo miró, intentando adivinar que estaría pensando, pero se encontró con que él la miraba insistentemente, lo que le produjo un temblor que recorrió su cuerpo desde la nuca hasta la punta de los pies. Parecía estar analizando sus palabras y sus gestos, como si estuviese desentrañando su carácter a través de su forma de expresarse y del modo en que ella parecía abrirse a él de un modo inconsciente, innato. «¿Qué le pasaba con él? Le provocaba la misma necesidad de sinceridad, de ser ella misma, que su padre, ¿cómo era posible? Seguro estaba espantado ante su simpleza y falta de mundo».
Julianna procuró no parecer demasiado ansiosa ante su respuesta, esbozó una leve sonrisa y estrechó su mirada centrándose en sus labios, en el movimiento de su boca al hablar. Fue peor, porque se puso más nerviosa y notaba cómo se le aceleraba el corazón. Cuanto más cerca lo tenía, más despertaba en ella sensaciones y sentimientos de mujer. Hasta ahora, no se había ni planteado que ella pudiera resultar una mujer apasionada o que anhelase el contacto o el cuerpo de un hombre y, menos aún, que fuese capaz de desear tan profunda y casi lascivamente a alguien, pero Cliff había despertado en ella un mundo desconocido.
—¿Escandalizarme? Todo lo contrario. Creo comprender de lo que está hablando. Para mí, mis logros dentro de la Marina y el hecho de haber conseguido mi fortuna con mi propio esfuerzo, sin haberme valido del apellido y el título de mi padre, es quizás lo que más orgullo me produce.
«Hasta ahora, porque creo que me siento orgulloso de ti, mi pequeña Julianna. Orgulloso de la mujer en la que te has convertido», pensó mientras la volvía a mirar con intensidad.
Esa mirada provocaba un efecto inmediato en Julianna. Se le desbocaba el corazón, le ardía la piel y deseaba que él le acariciase. Deseaba notar ese torso firme y duro mientras él la estrechaba entre sus brazos. La mirada de Cliff adquirió una intensidad inusitada, sus pupilas ardían como llamas. Juliana se tensó al pensar que resultaba demasiado transparente y que él notaba ese pecaminoso deseo en ella, esos impulsos hasta ahora desconocidos y por ello incapaces de ser controlados.
Sin apenas proponérselo, Cliff se fue acercando a ella, despacio, con movimientos casi envolventes. Era su cuerpo el que actuaba, no su mente. Ella iba retrocediendo suavemente. Parecía intuir sus intenciones, pero no huía. Cliff notaba el rubor de sus mejillas, su leve temblor, sus labios ligeramente abiertos por la sorpresa, pero, también, por el deseo, y esa mirada que, sin saberlo, lo invitaba a besarla. Cuando Julianna había retrocedido lo bastante para que su espalda tocase el tronco de uno de los robles del sendero, Cliff, con suavidad, casi con el sigilo de un gato montés en plena caza, apoyó una de sus manos sobre el roble mientras se inclinaba sobre ella. Lentamente, acarició su mejilla y con un dedo levantó su barbilla, obligándola suave, lenta y deliciosamente a mirarlo, permitiendo tener tan cerca de su boca sus labios que cada una de sus entrecortadas respiraciones parecía el reclamo de un beso.
Necesitaba besarla. Necesitaba sentirla tan cerca de él que se convirtiesen en uno. Comenzó a besarla suavemente, abriéndose camino en ella, buscando su rendición. Besarla era lo único que importaba, sentir una parte de ella… La sensación fue tan intensa, tan desesperada, que se dejó llevar sin remedio… El beso fue adquiriendo una fuerza y una intensidad inusitada, desconocida incluso para él, que comprendió que, en ese momento, no había mañana ni nada más importante que ese instante, ese beso, ese dulce roce de sus cuerpos. El contacto de sus húmedos labios, sus pechos, sus muslos, la suavidad de su piel en contacto con la suya… Comenzó a acariciar sus caderas. Lentamente fue dirigiendo sus manos hacia su espalda como si quisiera memorizar su silueta, alcanzó sus nalgas y las acercó hasta notar como su cuerpo y su entrepierna se tensaban de puro deseo, de pasión real y vívida. Retiró sus labios de los de ella con suavidad, mirando su rostro, que brillaba encendido por el deseo recién despertado, recién descubierto. Sus ojos comenzaron a abrirse, centelleando como nunca antes, lo que hizo que el cuerpo de Cliff ardiese aún más. Comenzó entonces a acariciar con sus labios y con su lengua su cuello, sus hombros, el hueco entre sus clavículas. Escuchó un leve suspiro y un gemido de satisfacción salir de los inconscientes y sinceros labios de Julianna. Era como si se hubiesen abierto las aguas del Mar Rojo. Era suya. Julianna se había entregado completamente a ese beso, con la misma pasión e intensidad que él, como si estuviesen destinados y llamados por la diosa Fortuna a ese momento.
Al sentir los labios de él sobre los suyos, acariciándolos con deseo, abriendo su boca lentamente, buscando su lengua, cada vez adquiriendo más intensidad, más fuerza, Julianna creyó perder el sentido, todo le daba vueltas. Parecía estar flotando. Cerró los ojos y se dejó llevar. Sentía sus manos acariciándole, su torso duro y musculoso aprisionándola contra el árbol. Era una sensación maravillosa, abrumadora e intensa. Ese musculoso cuerpo contra el suyo, abrazándola con verdadera pasión… Se hallaba entre esos fuertes brazos, y esos muslos varoniles abriéndose paso entre los suyos. Aquello era puro fuego. Separó sus labios lentamente interrumpiendo el beso, y Julianna recuperó el aliento, pero su pulso estaba tan desbocado que tardó unos segundos en poder abrir los ojos. Él la miraba con tanto fuego que notaba su piel arder. Su rostro a escasos centímetros del suyo y sus manos tocándola con fuertes, decididas y expertas caricias le hicieron perder la razón. No sabía dónde estaba. Solo existía él, en ese momento. Cuando comenzó a acariciarla con sus labios, a acariciar con su lengua su rostro, bajando lenta y sensualmente por la piel libre de su cuello, sus hombros, su hueco en la base del cuello, ya no hubo vuelta atrás, suspiró y gimió de placer.
Cliff se separó con el cuerpo tenso. El sonido de placer de Julianna fue una llamada y un aviso hacia su cordura y sentido del honor. Hizo que, de repente, recobrase la razón. Tenía que controlarse. No podía dejarse llevar así con ella, pues estaría perdida, indefensa y él lo sabía. La mirada de Julianna, que parecía suplicarle que no se separase de ella, que se fundiese con ella, encendió aún más su deseo, pero debía parar o después ya no habría fuerza de la naturaleza que le impidiese hacerla suya allí mismo, sin importar nada ni nadie más. Su respiración entrecortada, su pecho moviéndose desbocado, el ardor que desprendía su encendido rostro con esas mejillas rojas y deseables, su olor de mujer sensual e inocente al mismo tiempo… Cliff tuvo que hacer acopio de toda la fuerza de su ser para apartarse de ella. Acarició suavemente su mejilla y, casi en un susurro, consiguió decir:
—Querida Julianna. Será mejor que me detenga, porque si continúo, sé que no podré refrenarme. Consigues que pierda el control de mí mismo… —Se acercó aún más a ella y, con sus labios apoyados en su oreja, susurró—: Por favor, por favor, ven a la Fiesta de la Cosecha…
Julianna abrió los ojos de par en par. Esa súplica le llegó como un disparo al corazón. Tembló bruscamente. Cliff se apartó tan sorprendido como ella por su ruego. Le había salido del corazón, estaba seguro de ello. ¿Qué le pasaba?. Esperó unos segundos sin dejar de mirarla y, haciendo una leve reverencia, señaló:
—Será mejor que me despida ahora, porque no sé qué podría pasar si no me marcho… Julianna, realmente deseo verla en la fiesta… Cuento con ello.
Se giró sin esperar respuesta y se marchó en la dirección donde había dejado su montura, pero, tras unos pasos, volvió a darse la vuelta para volver a verla unos instantes, como si quisiera memorizarla.
Julianna no dejaba de temblar. ¿Aquello había ocurrido de verdad?. Se tocó las mejillas con las manos, parecían arder como la lava. «¿Eso es lo que se siente cuando te besan?», se preguntó con cierta inocencia, pero en cuanto comprendió lo sucedido, una luz se encendió ante sus ojos. Estaba enamorada. Estaba enamorada del comandante Cliff de Worken. Quería a ese hombre, le deseaba más allá de toda razón por absurdo que pudiera resultarle. Anhelaba su compañía, su voz, su picardía, pero, sobre todo, lo deseaba, quería sentirlo dentro de ella. Estuvo apoyada en ese roble con las rodillas temblando, con el corazón y la respiración que no conseguían serenarse. ¿Cuánto llevaba allí parada?. Había perdido por completo el sentido de la realidad, del tiempo y del espacio. Aquello parecía un sueño, pero no lo había sido porque aún notaba su olor, su calor y su tacto sobre su piel. Cliff de Worken la había besado y lo había hecho como si fuera la mujer más deseable del mundo, como si no le importase nadie más. Tenía que regresar, tenía que ir a casa, se decía mientras recogía la cesta que había quedado en el suelo, a su lado. Comenzó a caminar de regreso, cada vez más deprisa. Tenía que regresar a la seguridad de su casa.
Cliff comenzó a galopar sobre la ladera. Necesitaba sentir el aire fresco sobre su cara. «¿Qué ha sido eso?», se preguntaba con el corazón martilleándole en el pecho. Nunca había sentido nada igual al besar a una mujer, ni había perdido el control de esa manera. El cuerpo de Julianna era pura pasión. Lo sabía. Sabía que, tras esa timidez, ardía toda mujer sensual y pasional. Sintió una fuerte opresión en el pecho y, al mismo tiempo, una enorme satisfacción por lograr lo que ningún hombre antes. Ningún hombre la había escuchado gemir de placer y ninguno lograría que sus ojos brillasen con el mismo deseo que había visto en ella. «No, no, Julianna solo brilla conmigo, brilla para mí… Detente, Cliff, ¡detente!», se ordenaba mientras espoleaba la montura para ir más deprisa, como si el sonido de los cascos de la yegua al galopar pudiesen ahogar el extraño y frenético ritmo de su corazón. Estaba empezando a dejar que sus instintos masculinos hacia Julianna se antepusiesen a su deseo de protegerla. «Pero no solo deseo su cuerpo… Lo deseo todo de ella… ¡Basta, Cliff! ¡Basta! Debes controlarte. Julianna no es una conquista, ¡no puedes convertirla en tu amante!». De nuevo espoleó a su yegua.
Al cruzar el vestíbulo de la mansión parecía algo más sereno. Cabalgar le había ayudado, pero empezaba a sentirse culpable y a la vez anhelante. Una extraña sombra asomó en su mirada.
—Buenas tardes, hijo.
Su padre salía en ese momento de la biblioteca y lo vio acercarse con un paso pausado pero decidido. El conde pareció frenar un poco su ritmo cuando lo miró a la cara, arqueó las cejas y con un tono algo más ronco le preguntó:
—¿Ha ocurrido algo? Pareces preocupado.
Cliff se tensó. Su padre lo conocía bien y no podía mentirle. Lo respetaba demasiado para ello, pero tampoco podía decir, sin más, lo que acababa de pasar, sobre todo porque ni siquiera él sabía lo que acababa de suceder.
—No, padre, no ocurre nada. Vengo de cabalgar y me ha servido para meditar sobre algunas cosas.
—Meditar sobre algunas cosas… —repitió su padre mientras lo miraba como solo un padre mira a su hijo: para que Cliff supiera que contaba con su apoyo y ayuda si los necesitaba, y como si conociese su dilema y comprendiese mejor que él mismo lo que ocurría. Sin embargo, no lo presionó. El conde era demasiado perspicaz en lo referente a sus hijos y sabía que Cliff acudiría a él cuando lo necesitase y, si tenía que tomar alguna decisión, podría contar con su consejo sincero y honesto en cuanto se lo pidiese. De cualquier modo, Cliff ya era un hombre hecho y derecho y debía ser él quién lo buscase si lo creía conveniente. Ya no era un crío al que ir encaminando por el lado correcto o al que guiar para que siguiese la senda más conveniente. Era todo un hombre que debía decidir por sí mismo y, sobre todo, primero debía conocer qué es lo que quería para poder determinar con seguridad cómo proceder, qué camino tomar.
—Está bien, Cliff. Si quieres hablar o necesitas mi ayuda, sabes dónde encontrarme —añadió con esa voz firme y suave que Cliff conocía tan bien.
Mientras se giraba sobre sus talones y regresaba a la biblioteca Cliff lo miró fijamente. Comprendió lo que su padre acababa de hacer. Le estaba dando el espacio y la confianza necesaria para aclararse, pero, además, para decidir lo mejor por sí mismo. Por un segundo deseó llegar a ser para sus hijos tan buen padre como lo había sido el suyo con él. «¿Hijos?». De nuevo sintió un fuerte golpe en el pecho. Era la primera vez en su vida que pensaba en la idea de tener hijos, ¿Qué quería decir aquello?.
Cliff no podía dejar de pensar en lo ocurrido y en el dilema al que iba a tener que enfrentarse. Deseaba tanto a Julianna que empezaba a darse cuenta de que, tarde o temprano, sucumbiría por no poder controlarse. Aún le asombraba haberlo logrado esa tarde. Recordaba el beso, la respuesta apasionada de ella. Su sabor, su dulce aroma, su tacto. Pero ¿qué estaba haciendo? No podía dejarse llevar, él era un hombre experimentado que no podía arrebatar la inocencia de una mujer sin más y menos la de Julianna. Ella merecía más. Le daba vueltas y vueltas a esas ideas cuando oyó una voz llamándolo.
—¿Querido? —Era la voz de su madre que se oía un poco a lo lejos—. Nos retiramos al salón azul para tomar una copa, ¿nos acompañas o vas a quedarte en el comedor mirando esa copa de vino? —Su madre lo miraba con preocupación.
—Has estado muy callado durante la cena, incluso diría que huraño… ¿Te has caído del caballo de nuevo, hermano?
Cliff levantó de golpe la cabeza en la dirección de Ethan, que lo miraba, al pasar frente a él camino de la salida, entornando un poco los ojos y con esa sonrisa desafiante y petulante que ponía cuando quería enfadar a su hermano pequeño. Pero Cliff comprendió que ese juego de palabras tenía doble sentido. Le avisaba que sabía lo que había estado haciendo por la tarde o que, por lo menos, lo sospechaba.
—Hace muchos años que no me tira ninguna montura, Ethan —contestó, sabiendo que su hermano entendería también su doble sentido y daría por concluida la chanza.
Sin embargo, Ethan insistió:
—Eso es porque aún no has montado ninguna que requiera ser domada de verdad o que te lime a ti ese impetuoso y prepotente carácter que tienes y que te hace creer que eres inquebrantable e invencible.
Le volvió a mostrar esa sonrisa indolente que demostraba sus intenciones. Cliff entendió que no ganaría esa batalla sin revelar más de lo que querría, por lo que procuró dejar correr la conversación e intentar encaminarla hacia otros derroteros menos comprometedores.
—Sí, quizás, pero ¿qué tal si acompañamos a madre y a tu encantadora prometida al salón y tomamos allí un coñac?
Cliff no tardó mucho en salir a la terraza. Necesitaba aire fresco. Necesitaba despejar su mente, pero su hermano lo siguió.
—Cliff, ¿has buscado a la señorita McBeth esta tarde? —le preguntó con gesto serio y voz dura como si realmente no necesitase contestación ni confesión alguna.
Cliff lo miró como un niño pequeño descubierto en plena travesura, pero no contestó. Su hermano suavizó el rostro y le pasó la mano por el hombro antes de reclinarse sobre la barandilla exterior y mirar al horizonte.
—Ten cuidado, hermano. Recuerda que ella no es ni una dama experimentada ni una consumada seductora y que tiene más que perder que tú. De hecho, tiene todas las de perder… Debes contenerte. —Dejó pasar unos segundos y, mirándole directamente a los ojos, esperando con solo un gesto saber la respuesta, le espetó—: ¿No habrá pasado nada, verdad?
Cliff apartó la mirada de él, como si temiese que leyese más de lo necesario en su cara, y adoptando una postura similar a la suya miró en dirección al bosque.
—No. No ha pasado nada… Bueno… La he besado —confesó al fin.
Notaba la mirada de Ethan fija en él, pero no se giró para comprobar su expresión y él parecía estar dándole tiempo para que se explicase. Y, como si sintiese la necesidad de contestar a una pregunta no formulada, señaló:
—No digas nada. Lo sé. Empiezo a cruzar una línea peligrosa… Y lo cierto es que no sé ni cómo ha ocurrido… A veces parece tan inocente como una niña y, otras, la más deseable y sensual de las mujeres, y todo aderezado con una mente despierta, sincera, noble. Desprende un inocente candor y, al mismo tiempo, fuego abrasador.
Se sorprendió a sí mismo por el cariz que estaba tomando aquella revelación. Su voz sonaba triste, anhelante, pero también cargada de culpabilidad y responsabilidad por lo ocurrido. Sacudió suavemente la cabeza y apoyó las manos en la barandilla.
—Cliff… No sé qué consejo darte salvo que tengas cuidado y que recuerdes que has de proceder con cautela.
—La he invitado a la Fiesta de la Cosecha. No ha aceptado, pero…
En ese momento la condesa apareció tras de ellos y preguntó animadamente:
—¿A quién has invitado, hijo?
Cliff y Ethan se giraron para mirarla casi como impulsados por un resorte.
—A la señorita McBeth, madre —contestó Ethan, intentando echarle una mano.
Su madre lo miró directamente sin detener su andar hacia ellos.
—¿Así que, realmente, estás decidido a protegerla y velar por su futuro? En ese caso, deberíamos ayudarte. Al fin y al cabo, todos estamos en deuda con ella. Me devolvió a mi hijo, ¿no es así?
Cliff temió, por un momento, lo que su madre tramaría, porque, por muy buenas que fueran sus intenciones, empezó a vislumbrar por su mirada los planes de esta.
—Veamos… —continuó ella con tono despreocupado—. Ese día habrá muchos caballeros solteros apetecibles que podrían pretender a una joven bella e inocente como la señorita McBeth… Después de todo, con los años se ha revelado como toda una belleza no carente de atributos y de encanto, por mucho que intente disimularlos con su timidez.
Por un momento los ojos de Cliff se dilataron «Julianna en brazos de otro…». Sintió una ansiedad desconocida.
—Podríamos asegurarle un buen porvenir con un buen casamiento —seguía la condesa como si nada—, más aún si lo auspiciamos nosotros. Desde luego, tendrá mejores pretendientes si media el conde, aunque sea discretamente, claro.
Ethan intervino. Parecía querer socorrer a Cliff sin que este quedara demasiado en evidencia
—Recuerde, madre, que su padre prohibió expresamente al conde cualquier intervención en esa línea hace unos años y le instó a no inmiscuirse en el futuro de su hija, al ser este una cuestión meramente familiar y, por lo tanto, responsabilidad de su propio padre y de nadie más.
Cliff miró a su hermano, dándole las gracias en silencio, y en el rostro de Ethan asomó una leve sonrisa dándole a entender que lo había comprendido.
—Sí, es verdad —contestó con un suave hilo de voz—. Pero, en fin… Su padre… Su padre, por desgracia, ya no está y sus hermanos… Bueno, todos sabemos cómo son sus hermanos. Dudo que ellos velen adecuadamente por el interés de la señorita McBeth, no por encima del suyo propio.
Sin duda, su madre había dado en la diana. Esa era una verdad irrefutable que ni Cliff ni su hermano podrían rebatir y que, en el fondo, sabían que suponía un peligro real para Julianna, aunque ella, de seguro, intentaría defenderse de ellos con todas sus fuerzas. Cliff debía afrontar esta realidad. Eso era algo que no podía ignorar.