Capítulo 8
Llevaban poco más de dos meses en Londres. Julianna y Amelia ya se habían habituado a aquella casa, a sus habitantes y, sobre todo, a su tía Blanche. Se profesaban cariño sincero, y lo mejor era la incorporación de Amelia a esta familia de mujeres. Gracias a su preceptor y a verse rodeada de un cariño familiar, se había vuelto tan vivaracha y resuelta que parecía otra persona, pero era tan agradecida y amable que las hacía sentirse orgullosas a las dos. Además, aprendía tan deprisa y devoraba tan eufórica los libros y las lecciones de su preceptor que este se vio obligado a incorporar algunas materias a las clases. Todas las mañanas bajaba corriendo las escaleras deseosa de empezar las lecciones, aunque la de no correr como si estuviesen en el campo todavía se le resistía.
Julianna había tomado por costumbre montar todas las mañanas junto su tía, quien, a pesar de su edad, se resistía a dejar ese ejercicio diario. Lo cierto era que lo hacía con una naturalidad pasmosa. Julianna, sin embargo, tardó unos días en acostumbrarse a la silla y a la postura de montar de las damas, pues ella estaba acostumbrada a galopar a horcajadas por la pradera en cuanto tenía ocasión.
Una de las noches, tras la cena, mientras tía Blanche enseñaba a Amelia a bordar con hilos de plata, Julianna se quedó mirando el cielo por la ventana y sintió cierta tristeza y nostalgia. Se trataba de una tristeza bien conocida, porque desde hacía semanas la acompañaba allá donde fuera. En la ciudad no podían verse las estrellas, añoraba muchísimo escaparse de noche, tumbarse en soledad en el maizal o cerca de los bosques y mirar el brillo de los astros en el cielo, oler a campo, hierba y… libertad.
Tía Blanche, de nuevo, la sorprendió:
—Querida, ¿echas de menos escaparte a ver las estrellas? —dijo, y Julianna la miró con los ojos grandes y la boca entreabierta—. Tu padre me contaba, en sus cartas, que te escapabas casi a diario, que nunca te alcanzaba y que, a veces, le dieron ganas de atarte a la cama en cuanto te ponías el camisón.
Sonrió y Julianna se rio imaginándose a su padre atándola para evitar sus escapadas.
—Bueno, siempre tenía que buscar nuevos métodos de fuga. —Reconoció sonriendo—. Pero papá llegaba tan cansado que, normalmente, se dormía antes que yo, así que, en cuanto escuchaba su primer ronquido, me escapaba… —Las tres se rieron, y Julianna dijo entonces, con una voz algo más triste—: Pero tengo que reconocer que echo de menos el cielo, el olor a campo, el aire por la noche.
«El bosque donde me besó…».
Su tía la miró:
—Te entiendo bien. —Se giró para mirarla mientras conversaban—. Cuando me casé y nos trasladamos a la primera casa que tuve con el señor Brindfet, tardé un poco en acostumbrarme a no tener el mar cerca, a no sentir el aire marino por las mañanas, y aún hoy, hay veces que lo añoro. Por eso compré una pequeña casa en un encantador pueblecito costero y voy un par de veces al año. De hecho, podríamos organizar una excursión de varios días para dentro de un par de semanas. Yo veré el mar y tú las estrellas…
—Me encantaría, tía Blanche. Sería maravilloso, gracias.
Julianna sonó francamente emocionada. Amelia levantó la vista de su bastidor y preguntó, con voz queda:
—¿Pero tendremos que coger otro barco?
Las dos mujeres rieron ante su cara de horror.
—No, Amelia, no. No tendrás que subir a ningún barco…
Se rieron de nuevo tras la comprensiva contestación de la tía.
A la mañana siguiente, mientras desayunaban, tía Blanche puso a su lado tres cartas.
—Bueno, niñas, tengo una grata sorpresa. —Les hablaba con tranquilidad y casi sin mirarlas mientras tomaba una de las tres cartas—. Mi gran amigo, el almirante Rochester, y su hija, lady Eugene, tras saber que estáis aquí conmigo, nos han invitado a tomar el té en Hortford. Ya han abierto su casa para pasar en Londres la temporada, que comenzará en apenas unas semanas. Su residencia está relativamente cerca de aquí y seremos la primera visita que reciban, así que creo que deberíamos aceptar su amable invitación. Podríamos visitarles mañana.
Julianna sabía que era el momento de hacer que su tía se sintiera orgullosa de ellas y de dar ese nuevo paso de la nueva vida, así que, con convicción, contestó:
—Será un honor, tía Blanche, además, nos ha hablado tanto de su amigo, del amigo del señor Brindfet, que ardo en deseos de conocerlo por fin, y cómo no, a su hija.
—En ese caso, decidido. Julianna, ¿sabes cómo puedes ganarte para siempre el cariño incondicional del almirante? Haciendo uno de esos deliciosos pasteles. Es el hombre más goloso sobre la faz de la Tierra. Si prueba uno de tus dulces manjares, lo tendrás a tus pies sin necesidad de decir nada más. —Se rio.
—Entonces, no hay nada más que decir. Mañana por la mañana, antes de nuestro paseo, le prepararé el más rico pastel que haya probado nunca. —Ambas se rieron—. ¿He de entender, tía, que este es uno de esos trucos? —añadió pícaramente.
Su tía volvió a reírse y añadió:
—Uno de ellos. —Movió un dedo frente al rostro de Julianna—. Uno de ellos…
A los pocos minutos, Amelia se disculpó y fue a reunirse con su preceptor para sus clases. Una vez que estuvieron solas, su tía prosiguió. Sostuvo otra de las cartas con gesto serio y claramente preocupado.
—Ahora que estamos solas, quería decirte que esta tarde deberíamos ir al despacho de los abogados, pues me informan que ya soy la tutora legal de Amelia, pero que, además, cariño, ya estás desligada legalmente de tus hermanos, y que puedes recoger la documentación que así lo acredita.
Julianna la miró asombrada:
—¿Tan rápido? Creí que sería más arduo conseguir que mis hermanos accedieran, después de su reacción cuando el abogado contactó con ellos la primera vez.
Su tía le contestó firmemente, mirándola a los ojos.
—Comprobarás, Julianna, que las buenas relaciones pueden facilitar mucho las cosas en algunas ocasiones. Uno de los mejores amigos de mi difunto esposo es uno de los más célebres magistrados del país y… Bueno, digamos que ha allanado un poco el camino, porque tus hermanos, como indicabas, en un principio parecía que iban a oponerse y poner muchas trabas, pero finalmente desistieron. Imagino que para ahorrarse habladurías y, quizás, también los costosos trámites legales…
Julianna no preguntó nada más, si bien se sintió inmensamente aliviada.
Sin darle tiempo a asimilar esta noticia, y mientras colocaba junto a su mano otra de las cartas, su tía, con gesto más serio y tenso, añadió:
—Ten. Creo que deberías leerla. Es de tu hermano Ewan.
Julianna cogió la carta y la miró con expresión de asombro y, casi temblando, la abrió y comenzó a leerla, saltándose las cortesías iniciales:
Estimada señora,
(…)
Mis hermanos y yo nos encontramos en la penosa situación de informarle de los últimos hechos acontecidos en relación con nuestra hermana pequeña, Julianna, y rogarle que, si tiene noticias de ella o de su paradero, nos dé aviso lo antes posible, ya que, tras lo que paso a narrarle, podrá imaginarse lo consternados y preocupados que estamos.
Nuestro padre, en su testamento, dejó a Julianna una dote que percibirá a modo de asignación hasta que contraiga matrimonio. También pidió que, hasta ese momento, ella permaneciese en la que, hasta entonces, había sido el único hogar que conocía. No obstante, Julianna siempre ha sido una niña rebelde, con un temperamento difícil de controlar, y decidió marcharse de casa y buscar una residencia propia al contar con esa asignación para sufragarla, desoyendo la voz y consejos de sus hermanos mayores…
Julianna levantó los ojos de la carta con expresión furiosa.
—¿Cómo se atreven a insinuar que yo, deliberadamente, incumplí el último deseo de mi padre? ¡Dios santo! Fueron ellos los que me invitaron, y no precisamente de un modo muy cordial, a abandonar la que hasta entonces creía mi casa… Es… es…
Su tía le sujetó la mano.
—Querida, no importa lo que ellos digan en esa carta, ambas sabemos la verdad, y no debes alterarte por ellos ni por sus opiniones… Continúa leyendo, por favor.
Julianna volvió a mirar la carta, esperando lo peor, dada la petición de su tía y el semblante severo de esta.
Sin consultar ni pedir consentimiento de sus hermanos, arrendó una casa, algo apartada del pueblo, y se marchó a vivir allí con la única compañía de una de las jóvenes que vivían en el orfanato de Saint Joseph. Pero, hace unas semanas, envió al gestor de la casa una misiva diciendo que daba por concluido el arriendo, recogió todas sus pertenencias y, desde entonces, desconocemos su paradero. Como comprenderá, nuestra preocupación ha sido considerable e, incluso, barajamos la posibilidad de dar parte a las autoridades para que intentasen encontrarla, pero, tras sopesarlo templadamente, estimamos que ello podría dar lugar a rumores que pudiesen degenerar en un escándalo que perjudicase su reputación…
—Pero… están insinuando…
Julianna suspiró furiosa, pero se obligó a terminar la carta antes de sacar peores conclusiones, aunque era difícil no hacerlo.
Incluso nos vimos en la obligación de ocultar el hecho de que desconocemos el destino de Julianna a nuestros amigos y vecinos. Es más, el conde de Worken, que, como recordará, es el propietario de las tierras de las que soy arrendatario, se interesó por nuestra hermana, y tuvimos que reconocer ante el mismo que ignorábamos dónde se hallaba y rogarle la debida discreción al respecto.
Nuestra preocupación se ha tornado ahora en alarma y consternación, ya que recibimos la petición formal de independencia de Julianna y la posterior concesión de la misma por la Magistratura General de Londres. Hemos sabido que todo ello se ha gestionado a través de unos abogados de Londres. Por esta razón, sospechamos que pueda estar residiendo en esa ciudad y, de ser así, es posible que intente contactar con usted en algún momento. En el caso de que esto aconteciese, le rogaríamos nos informase para tomar las medidas oportunas e intentar recuperar a nuestra hermana, como sería el deseo de nuestro padre…
Sin ganas de continuar leyendo las despedidas y formalidades banales de su hermano, Julianna miró a su tía con verdadera preocupación y con lágrimas en los ojos que amenazaban con salir de pura rabia. Empezó a balbucear las ideas que se le cruzaban por la cabeza:
—Saben que estoy en Londres… Vendrán a buscarme. La familia del conde… ¿Por qué les han preguntado por mí? No querrán que regrese, ¿verdad? Ahora puedo decidir, ¿no es así?
Su tía esperó unos segundos a que dejará de hablar y expuso con un tono tranquilo:
—Julianna, eso último que has dicho, ahora eres tú la que decide… Bien, bien. Esa es la conclusión a la que quería que llegases porque… Veamos… ¿Qué tal si vamos por partes?
Julianna la miró tímidamente y asintió. Su tía prosiguió de manera casi ceremoniosa, como si estuviese recitando o revisando los menús de la semana con la cocinera.
—En cuanto a que tus hermanos saben o pueden saber que estás en Londres y que pueden venir a por ti. Bueno, podrían descubrir que estás conmigo y venir a buscarte, pero ahora no pueden obligarte a nada. Si quieres vivir aquí, no pueden oponerse, y si se oponen, es una cuestión que a ti no ha de preocuparte, como tampoco me preocupa a mí. Ahora estás en disposición de verlos o no verlos, de ir o no con ellos… Y si lo que deseas es quedarte aquí, puedes hacerlo sin preocuparte de sus amenazas y, por Dios, si lo hacen, estoy yo para ayudarte y entre las dos… Bueno… Será mejor que recen, porque cuando las mujeres McBeth nos enfadamos, que tiemble quien nos haya enojado. —Respiró profundamente como si así quedase concluido el asunto.
Julianna asintió e incluso empezó a relajar la expresión de su rostro, no solo por la sensatez y la calma que mostraba su tía, lo cual le inspiraba una ciega confianza en sus palabras, sino por su modo de exponer, de hilar los pensamientos y preocupaciones de Julianna de un modo tan llano, casi prosaico, haciendo que pareciera que apenas tenían importancia o, por lo menos, que no debían ser fuente de alarma o desasosiego.
—Respecto al conde de Worken y su familia… —Movió la cabeza suavemente y, entornando los ojos, continuó—. Julianna, desapruebo sus acciones y, por ende, su modo de conducirse contigo y con tu porvenir. Fue desafortunado, irresponsable, egoísta, haciendo gala de un modo de disponer de la vida de los demás que raya en la soberbia. No está en mi ánimo valorar ni juzgar si ese modo de proceder tenía o no un motivo honorable, o si se basaba en buenas intenciones o en un agradecimiento por hechos del pasado. Dios sabe que si alguien hubiese salvado la vida de mi pequeño le habría estado inmensamente agradecida y habría movido cielo y tierra para demostrarle ese agradecimiento si me lo hubiese pedido. Pero lo que sí creo que debemos hacer, y digo debemos porque lo que te pase a ti me pasa a mí, y si te duele a ti me duele a mí, es perdonar su comportamiento, para olvidar, para seguir adelante. Perdonando dejas atrás el rencor y el sufrimiento y podrás mirar hacia delante sin preocuparte por ellos o por si se consideran o no aún en deuda contigo. Ahora tienes una nueva vida y mereces disfrutarla.
Julianna la miraba con gesto serio e intentando esbozar una sonrisa contestó:
—Gracias, tía. De nuevo, tiene razón. Intentaré no preocuparme por mis hermanos e intentaré, además, perdonar. Es cierto ahora tengo una nueva vida, una vida feliz.
Durante unos minutos, ambas se quedaron muy calladas, sopesando sus propias palabras y las reacciones mutuas. Julianna había respondido lo que creía que su tía esperaba escuchar, aunque comprendía que realmente era lo que debía hacer. Sin embargo, tenía una imagen fija en el fondo de su mente: Cliff de Worken. «He de perdonar para olvidar… Olvidar… ¿Cómo voy a olvidarlo? A pesar de todo no consigo olvidarlo…».
El resto del día lo pasó ocupadísima realizando recados y diversas compras con su tía que, de nuevo, parecía empeñada en dejarla exhausta para evitar que pensase demasiado en todas esas ideas y preocupaciones. Su tía envió la respuesta aceptando la invitación de su amigo y, entre ambas, seleccionaron los vestidos que se pondrían para esa tarde, ya que querían causar buena impresión en su primera visita social. Los nervios de esa visita suavizaron un poco la rabia y la preocupación que tanto la carta de su hermano como las poco veladas insinuaciones de la misma le habían provocado.
Por la mañana, Julianna se levantó muy temprano. Estaba ansiosa por preparar el pastel para el almirante. Había decidido hacer dos, uno con crema y praliné y otro con frutas. Mientras cocinaba, se sorprendió a sí misma recordando las últimas semanas, lo mucho que había cambiado Amelia, lo mucho que había cambiado ella misma. Sin embargo, seguían siendo las mismas y su tía parecía aceptarlas y apreciarlas como tales. No solo no parecía importarle que fuesen como eran, sino que las alentaba a permanecer fieles a sí mismas.
Tía Blanche no criticaba que Julianna permaneciese todos los días al menos una par de horas sola en la biblioteca leyendo, o que disfrutase en la cocina elaborando complicados pasteles o dulces y probando nuevas recetas con la pastelera. Incluso se sorprendió cuando, tras echar a perder uno de los bonitos vestidos nuevos por culpa de una salsa de moras, ella le regaló todo un arsenal de delantales y sobrefaldas para usar en la cocina.
Aprobó incluso que ayudase a la hija de la cocinera a montar un pequeño negocio casero de pasteles, del que Julianna se convirtió, de repente, en socia. De momento, solo elaboraban en la cocina de la mansión, en el día libre de gran parte del personal de cocina, algunos postres que la muchacha vendía en las casas en las que servía como ayuda externa (ya que se acercaba la época en que se abrían las grandes casas y mansiones de la ciudad para la nueva temporada de bailes y reuniones de la alta aristocracia y de las familias más adineradas del país, y solía haber trabajo para muchas muchachas y mozos que completaban los servicios de todas ellas). Se trataba de una muchacha joven, que iba a casarse con el asistente de cámara de un duque de una casa de la zona, y necesitaban ahorrar todo lo que pudiesen para la boda y el alquiler de una casita en la zona de los muelles. Y parecía un negocio prometedor, porque a las pocas semanas de empezar contrataron a una amiga de la muchacha para que las ayudase con los pedidos. Su tía Blanche le daba consejos para que, en el futuro, las muchachas montasen una especie de pastelería, de la que Julianna podía ser «socia en la sombra», como ella lo llamó, y ayudar a las dos jóvenes a llevar la contabilidad, la documentación y aconsejarles nuevas recetas y modos de gestión. Su tía se había convertido, años atrás, en una experta comerciante con la ayuda de su marido, que alentó, en su día, las buenas dotes administrativas y el ágil don para las inversiones de su esposa, pidiéndole consejo en algunos de sus negocios cuando veía que la visión femenina podía serle de ayuda o, incluso, llevándola consigo en algunos viajes y permitiendo que tía Blanche apareciese como socia de varios negocios, como el de la exportadora textil que aún mantenía y en la que, durante un tiempo, fue la encargada de seleccionar personalmente las telas y materiales para la importación y exportación desde China o América.
De momento, todo aquello solo eran ideas de futuro que permitían a Julianna soñar y ver el mundo de otra manera, y su tía lo sabía. Veía la mente inquieta de Julianna y su necesidad de sentirse útil, como ella en su juventud. De cualquier manera, también sabía que vivían en una sociedad en las que las mujeres solían tener las manos atadas para muchas cuestiones, y tía Blanche así se lo expuso, aunque enseñándole también que basta una fuerte voluntad y un poco de inteligencia para lograr todo lo que se propusiese. Como ella elocuentemente declaró, «puedes hacer muchas cosas siempre y cuando no lo hagas de manera pública. Yo ayudaba a mi esposo en sus negocios y era socia directa de algunos de ellos, pero no se lo diría a nadie en público ni aunque me azotasen».
De momento, el negocio de Julianna solo daba algunos pequeños beneficios que había ido depositando como ganancias en una caja, para el día que se casase la muchacha comprarle el vestido de novia y algunos detalles. Hecho que había descubierto, de manera accidental, la cocinera y madre de la futura novia, que, desde entonces, demostraba una admiración casi reverencial por su señorita.
Su tía, además, le había enseñado que debía ser consciente de cuál era ahora su posición. El no pertenecer a la aristocracia ni a la nobleza no era óbice para encontrarse por encima de quiénes trabajaban para ellas, pero sin que ello supusiera mayor diferencia que la de ser empleador y empleado, no dueño ni amo, y menos aún alguien que pudiera disponer de la vida de los demás a su antojo. Su tía detestaba a los déspotas y tiranos, independientemente de su rango o cuna, y se lo inculcaba a las dos jóvenes casi a diario. Todo el servicio era extraordinariamente leal a su tía, la respetaban, de eso no había duda. Le explicó que, a todos los que trabajaban para ella ahora o en el futuro, bien en su casa o bien en cualquier otro lugar, había de tratarles siempre con respeto, cortesía y decoro, pero que había ciertas confianzas que no debía tomarse ni tampoco permitirse. Su tía venía de una familia humilde y sabía bien de lo que hablaba, de la necesidad de que se respetase a cualquier persona por lo que era, no por su clase, y de la necesidad de respetar el trabajo ajeno, ya fuese un sirviente o un abogado. Observó a su tía durante ese tiempo y se dio cuenta de que, en privado, trataba de una manera muy cercana, casi como si fuesen amigas íntimas, a su doncella personal, e incluso permitía que esta le expresase sus opiniones abiertamente sobre casi todo, pero solo cuando estaban a solas en su dormitorio, solo allí y si no había nadie más en la sala. De ese modo, Julianna trataba a gran parte del servicio, con más cercanía de la que sería normal, pero mantenía ese respetuoso espacio, esa distancia de cortesía que le había enseñado su tía. De todos modos, todos los sirvientes de la casa, desde el mayordomo hasta el personal de cocina y las caballerizas, mostraban un cariño especial por las dos nuevas señoritas, e incluso las ayudaron a adaptarse a su nueva vida, a aprender a moverse en la ciudad y les contaban, cuando su tía no los oía, los chismes de las familias con las que iban a codearse a partir de entonces. Gracias a las informaciones que los sirvientes se contaban entre ellos cuando iban al mercado, a las tiendas y sitios donde se reunían lejos de sus señores, sabían de todos cuantos asistirían a los bailes y cenas a los que su tía les iba anunciando que acudirían. Julianna no recordaba los detalles de la mayoría, pero, al menos, sería capaz de reconocer algunos nombres de haberlos escuchado esas semanas.
Respecto a Amelia, tía Blanche no solo permitía que pasase todos los días un rato ayudando a los jardineros a plantar flores o nuevos tipos de plantas, sino que, al descubrir lo mucho que le gustaban los huertos, una mañana la llevó a la parte trasera del jardín, donde los jardineros habían preparado toda una zona para que fuese su huerto particular, y le animó a plantar todo lo que se le ocurriese. Ella y su preceptor pasaban parte de la mañana en el jardín y en su huerto, y mientras él le hablaba de botánica, de agricultura, de ciencia, y le decía los nombres científicos o en latín de flores, plantas y animales, Amelia le explicaba cómo se plantaban algunas hierbas aromáticas y medicinales, o cómo plantar y cuidar hortalizas, Le enseñaba sus tomateras recién plantadas, sus pepinos, coles y algunas de esas hierbas aromáticas que, decía, luego utilizarían para hacer ricos manjares. Además, al igual que Julianna, Amelia devoraba cuanto libro caía en sus manos, sin importar la materia, y se había revelado como una joven con unas excelentes dotes para los idiomas, pero sobre todo para la botánica y el cultivo de frutales y verduras de todo tipo.
En lo que, en cambio, ninguna de ellas mostraba talento alguno era en dos actividades que debían conocer todas las damas bien educadas en esa época: la música y la pintura. En cuanto a la primera, porque ninguna de las dos tenía oído alguno, y tanto el profesor de canto como el de piano casi invitaron a la tía Blanche a invertir su dinero en actividades que no llevaran a ambas al ridículo seguro, lo que hizo que ambos se llevaran una buena reprimenda de su airada y ofendida tía quien, no obstante, en privado reconoció, entre risas, que tenían más razón que un santo. Ni con años de clases de canto o de piano hubiese logrado que ninguna de las dos destrozasen los tímpanos de sus invitados. En cuanto a la pintura, bueno, comprendieron las tres enseguida que hay talentos con los que se nace y otros con los que no. Amelia tenía cierta habilidad en el carboncillo y el dibujo lineal, pero lo que se suponía debían hacer las damas eran pinturas como acuarelas, paisajes bucólicos y pinturas de flores y jarrones, lo que a ella no le gustaba. En cambio, sí hacía graciosas caricaturas en carbón de todos cuantos veía.
Había, sin embargo, una actividad con la que Julianna especialmente disfrutaba: el baile. El maestro de baile acudía todas las tardes y les enseñaba a bailar como «verdaderas damas». El vals, el minué, «bailes pomposos», como los definió Amelia el primer día, y que hacían, no obstante, las delicias de todas ellas, ya que pasaban buenos ratos dando vueltas por el gran salón de baile de la mansión. A falta de otros caballeros en la casa, en más de una ocasión la tía Blanche pidió al mayordomo principal de la casa, Furnish, y a varios de los lacayos, que les sirvieran de acompañantes o que algunas de las doncellas bailasen con alguno de los sirvientes para servirles de ejemplo en algunos movimientos. Lo cierto era que, gracias a esos momentos, junto con los que pasaban en la cocina o el jardín, y el carácter de ambas muchachas, tanto Amelia como Julianna se metieron a todo el servicio en el bolsillo en menos de una semana.
Con los pasteles debidamente colocados en unas bandejas que llevaba uno de los palafreneros, y con sus dos protegidas perfectamente vestidas para la ocasión, la señora viuda de Brindfet se dirigió en uno de sus mejores carruajes a la mansión Hortford, donde las esperaban el almirante Rochester, el duque de Frenton, y su hija, lady Eugene.
—Queridas, antes de la visita, debería hablaros de nuestros anfitriones, no sin advertiros que lo que voy a relataros es casi sabido por todos en esta sociedad. Sin embargo, es un tema que no se menciona, al menos no de modo directo. Y vosotras tampoco debéis hacerlo. Aprenderéis que este mundo, sobre todo la aristocracia, tolera y acepta muchas cosas siempre que no se hable de ellas a viva voz, aunque también es bastante cruel con las personas involucradas en algunos asuntos. Prometedme ser discretas y, por supuesto, tratar con el debido decoro y respeto tanto al almirante como a lady Eugene, que es toda una señorita a la que, además, conozco y aprecio sinceramente desde que era un bebé.
Ambas asintieron y escucharon, sentadas frente a ella en el coche, con plena atención.
—Veréis. El almirante, bueno, él quiere que se le llame así porque se ganó a pulso su rango en la Marina y está especialmente orgulloso de él. Lleva retirado muchos años. Es el duque de Frenton, por lo que, si él no os indica que le llaméis almirante, que estoy segura lo hará de inmediato, deberéis dirigiros a él de acuerdo a su rango, es decir, «Excelencia». Tiene un hijo, Maximilian, lord Maximilian, futuro duque de Frenton, y que, siguiendo sus pasos, actualmente es capitán en la Marina Real. Al igual que a su hermana, al joven Maximilian le tengo un especial apego, aunque es un bribón. —Se rio y entornó los ojos—. Es encantador. Un caballero simpático y divertido, con un gran éxito entre las damas, así que no bajéis la guardia, incluso a mí me resulta difícil resistirme a sus encantos. —De nuevo se rio, pero miró a Julianna como advirtiéndola de lo que debía esperar—. Me imagino que lo conoceréis muy pronto, ya que esta temporada, como su hermana será presentada, estará aquí para ayudarla y, sobre todo, protegerla de admiradores demasiado ansiosos… De hecho, Julianna, tú y Eugene acudiréis juntas a muchas reuniones, y esperábamos que os apoyaseis la una en la otra. Amelia es demasiado joven, por ello no podrá asistir a todos los bailes o cenas, pero vosotras dos podéis protegeros y ayudaros estando juntas. Eugene es un poco más joven que tú, querida Julianna, tiene dieciocho años, pero la presentación en sociedad de las señoritas normalmente se hace entre esa edad y los diecinueve o veinte, por lo que no será raro que acudáis juntas. Es una joven francamente dulce y buena, pero su origen hizo que muchas jóvenes de su clase la tratasen mal en su infancia, y la pone muy nerviosa ser presentada entre sus pares, pues teme la condescendencia de su clase y que la miren por encima del hombro. Pero tanto su padre como su hermano la protegerán y ayudarán y, además, goza de buenos amigos que harán lo posible para que su ingreso en la sociedad sea lo más satisfactorio posible. Amigos entre los que me encuentro, por supuesto, y espero que, a partir de hoy, vosotras también.
De nuevo asintieron, y Julianna, entornando los ojos, preguntó, aun a sabiendas de que su tía iba a continuar:
—¿Su origen?
—Niñas, recordad que estos temas no se tratan en público, y si alguien lo hace es porque es mezquino, cruel o simplemente una persona que disfruta humillando a los demás, y por desgracia, en esta sociedad, especialmente entre la nobleza y la alta aristocracia, abundan muchas personas así, aunque luego se consideran a sí mismos caballeros o damas. Cosa que evidentemente no son, a pesar de sus cunas o títulos…
Hizo un ademán con la mano como signo de desaprobación a tales individuos y también de reproche a sí misma por andarse por las ramas.
—El almirante, por razones obvias, pasaba muchos meses en el mar o enfrascado en asuntos oficiales de la Marina Real. Tras el nacimiento de su primer hijo, y ya sin la presión de dar un legítimo heredero al ducado, durante los meses en que su marido se hallaba fuera del hogar, la duquesa se dedicó a buscar otras diversiones. El almirante se casó profundamente enamorado de su esposa, pero después de algunos años, y viendo su carácter y que hallarse tanto tiempo sola la haría infeliz, le dejó libertad, con la única condición de que fuese discreta y, por supuesto, de que sus actos no perjudicasen ni al ducado ni a su hijo. Sin embargo, se quedó embarazada de su último amante, y fruto de esa relación nació Eugene. Una niña adorable a la que, tras la muerte de su madre en el parto, el almirante reconoció como suya, a sabiendas de que no lo era, y a la que ha querido y protegido como si fuera sangre de su sangre. Y que Dios proteja al que dude de la legitimidad de su hija u ose poner en duda que no es hija suya. Es hija del almirante a todos los efectos, nacida dentro del matrimonio y, por lo tanto, nadie ha de dudar de que sea una Rochester, un miembro del ducado de Frenton de pleno derecho. Entre la aristocracia abundan los hijos ilegítimos, los matrimonios por escándalo y cosas por el estilo. Pero también hay mucha mezquindad, celos e intereses que hace que lo peor de las personas saque a la luz los secretos de las familias, con intención de dañarlas o de obtener algún provecho con ello. Es una de las cosas para las que deberéis estar preparadas, las murmuraciones, los cotilleos, los rumores… Pero no os dejéis intimidar ni avasallar. Me tenéis a mí y la una a la otra, y eso es lo más importante, no lo olvidéis. Bueno, y espero que, a partir de ahora, también podamos contar con el almirante y con Eugene y hagamos frente común. —Volvió a reírse como si de una broma privada se tratase—. ¿Me prometéis que seréis buenas con Eugene? ¿Qué le daréis la oportunidad de ser vuestra mejor amiga? Estoy convencida de que, en poco tiempo, acabaréis adorándoos las tres.
Casi ya a las puertas de Hortford, Amelia y Julianna le prometieron aceptarla sin reservas y tratarla como les había pedido tía Blanche.
A estas alturas, tía Blanche se había encargado de aleccionarlas sobre la forma de presentarlas en sociedad, ya que, si bien no había dudas respecto a Julianna, sí, en cambio, respecto a Amelia. Al menos al principio, pues con el tiempo la tía solucionaría cualquier problema y ya estaba en manos de sus abogados todo el asunto de la legal adopción de Amelia. De cualquier modo, ya había puesto a trabajar a esos abogados. Le habían informado, tiempo atrás, que en Saint Joseph los datos que figuraban de la niña eran muy poco reveladores de sus orígenes. En el registro, simplemente aparecía junto al nombre que le dieron las hermanas, como dato de identificación, que fue encontrada recién nacida en la puerta de una iglesia de uno de los pueblos cercanos, y que, por lo tanto, era de padres desconocidos, aplicándose de este modo, por norma del orfanato, un apellido común como a otros niños. Sin embargo, tía Blanche había pedido a los abogados que formalizasen la documentación para que, a todos los efectos, Amelia figurase con el apellido McBeth, lo que haría más fácil no solo su integración familiar, sino también su presentación sin necesidad de dar demasiadas explicaciones. De este modo, ambas serían presentadas como las señoritas McBeth, Julianna como su sobrina y heredera, y Amelia como, de momento, su pupila y protegida.
Nada más entrar en la impresionante mansión de Hortford, fueron recibidas por el almirante y por lady Eugene. El almirante era un hombre enorme, con la piel claramente curtida por años en el mar, pero con una presencia propia de la más distinguida aristocracia y con un rostro muy agradable y de expresión severa pero sincera. Sin duda alguna, la tía Blanche tenía razón, porque en cuanto le enseñaron los pasteles hechos en su honor, obsequio personal de Julianna, se ganaron su simpatía y, tras el primer bocado, además, su admiración y cariño sincero. Realmente era el hombre más goloso del mundo. Era extremadamente culto, educado, con una conversación entretenida y jovial. Apenas llevaban una hora allí y tía Blanche supo que las niñas se lo habían metido en el bolsillo. Fueron cariñosas, amables y, asombrosamente, el almirante las hizo sentir tan relajadas que fueron ellas mismas casi desde el primer momento. Lady Eugene parecía nerviosa por conocerlas, estaba ansiosa de tener amigas de su edad que no la tratasen como hasta entonces algunas jóvenes de su clase, y salvo su prima lady Adele y la hermana pequeña de esta, Estella, no se relacionaba con jovencitas. No tardaron mucho en congeniar, la sencillez e inocencia de Amelia y la dulzura y generosidad de Julianna hicieron mella en la muchacha enseguida, y en pocos minutos les rogó la llamasen Eugene y no por su título de cortesía. Por su parte, Amelia y Julianna quedaron encantadas de poder tener una amiga como Eugene, que era toda una dama, dulce, generosa y, como después la describieron, «toda una belleza», con esos ojos grises y su pelo rubio.
Durante toda la tarde el almirante y tía Blanche se lanzaron miradas propias de los casamenteros que acababan de unir a una pareja de novios. Parecía que, desde el principio, hubiesen esperado que las tres congeniasen para así sentir que sus protegidas podrían contar con una amistad sincera que les permitiese apoyarse entre ellas, poder contarse los secretos propios de las jóvenes y, además, servirse de compañía mutua.
Durante las tres semanas siguientes, el almirante y Eugene visitaban a diario la mansión a la hora del té, aunque también iban a comer o cenar cada vez con más frecuencia. El almirante encontraba, con aquellas mujeres, la paz y un ambiente familiar, acogedor y, sin embargo, estimulante e interesante que echaba en falta, sin saberlo, hasta ese momento. Las tres jóvenes disfrutaban de su mutua compañía, de confidencias y de risas. Amelia enseñó a Eugene a plantar en el huerto y pronto contó con ella como «ayudante» para esa tarea, para disgusto del preceptor, que se pasaba gran parte de la tarde reprendiéndolas por no comportarse como señoritas de bien, sino como «labriegos con faldas». Eugene tocaba el piano con una agilidad y gracia que Amelia y Julianna no podían dejar de admirar boquiabiertas, animándola a tocarles siempre tras el té o la cena, llenando de música aquellas reuniones. Además, Eugene ayudó a ambas en sus lecciones de baile y pronto mejoraron gracias a sus consejos, así como con los consejos en cuanto a la forma de vestir, de llevar algunas prendas y de recogerse el pelo.
Julianna preparaba todos los días algún postre, dulces y pastelitos que el almirante degustaba con voracidad. Bromeaba con secuestrarla para que le preparase deliciosos manjares a diario. Julianna pasaba mucho rato con el almirante y su tía y él le enseñaba todo lo que sabía de navegación y sobre viajes. Estaba fascinada con la mar desde el viaje a Londres y recordaba la sensación de libertad en la cubierta de aquel barco como una experiencia memorable. Por su parte, el almirante comenzó a encariñarse rápidamente con las niñas, especialmente con Julianna, con su forma de pensar estimulante, abierta y sincera, su generosidad, su dulzura y sencillez, e incluso le gustaba esa timidez que esperaba no perdiese con los años. Enseguida agradeció que su hija pudiese contar con aquella muchacha como amiga, con su lealtad y su forma de proteger a los suyos. No paraba de fijarse en lo protectora que era con Amelia, como se preocupaba por ella por encima de sí misma y, al poco tiempo, empezó a ver que ese comportamiento lo extendió sin reparos ni reserva hacia su hija, lo que le hizo sentir un agradecimiento sincero y profundo por esa joven que, en apenas unos días, había conseguido que su hija se abriese como solo la había visto hacer cuando Eugene estaba con su hermano Maximilian. Incluso empezó a desear que su hijo se embobase con ella tanto como su hermana y él mismo, porque adoraría tener a Julianna como parte de su familia.
Tía Blanche le había contado todo lo relacionado con Julianna, incluyendo el comportamiento del conde de Worken y el incidente con lord Bedford. Esto último, por si era necesario estar pendientes de ese «caballero» en alguna ocasión y, por la cara que puso el almirante, tía Blanche supo de inmediato que si se lo cruzaba acabaría ahogándolo con sus rudas y marineras manos. Aunque sí le llamó poderosamente la atención que, en el momento de contarle la historia de Julianna, no reveló al almirante la identidad del conde. Simplemente habló de él y de su familia como de una familia de la nobleza irlandesa. Posteriormente, cuando analizó mentalmente el porqué de esa reserva, supuso que sería su instinto natural de protección, por la posibilidad, más que evidente, de que el almirante conociese al conde e, incluso, que fueran amigos o parientes lejanos. No temía, desde luego, que el almirante hiciese, ni remotamente, nada en perjuicio de Julianna, todo lo contrario. Por su comportamiento con ella y sobre todo, por lo mucho que conocía a su amigo, sabía que podía contar con su ayuda incondicional para proteger a Julianna de todo y de todos si fuese necesario, pero todavía no quería someter a Julianna a la presión de enfrentarse de nuevo al conde y sobre todo a su hijo. Sabía que ese momento era inevitable, sobre todo si empezaban a frecuentar los mismos círculos en pocas semanas. Además, algo le decía que Julianna sentía algo más por Cliff de Worken que lo que le había dicho, aunque quizás ella no fuese del todo consciente de ello. En ocasiones, la encontraba abstraída o callada, encerrada en sus propios pensamientos de una forma más propia de alguien enamorado que de alguien preocupado por acontecimientos que ya parecían demasiado lejanos y hasta superados.
Una de las noches, tras la cena, y mientras las tres jóvenes hablaban tranquilas en una sala contigua contándose anécdotas e intercambiando ideas para los bailes a los que pronto tendrían que acudir, el almirante se puso a hablar con su querida y vieja amiga del futuro de las tres jóvenes y le confió una preocupación respecto a Julianna que tía Blanche no había estimado hasta entonces. La belleza de Julianna, que era, en su opinión y en comparación con la de cualquiera de las muchachas que se presentase ese año, muy superior.
—Querida Blanche, ¿eres consciente del peligro que corre Julianna?
Blanche abrió los ojos como platos y, aunque no era tonta, no lo vio venir.
—Si te refieres a que ahora es una rica heredera, que, además, es bastante bella y, por lo tanto, el objetivo de muchos posibles, digamos, pretendientes no deseables, no te preocupes, soy muy consciente —respondió, adoptando una posición de seguridad y de madre sobreprotectora.
El almirante la miró con el ceño fruncido y, girándose un poco para mirar a Julianna, que seguía en la otra habitación, añadió:
—Umm, bastante bella… Ya no soy ningún jovenzuelo, pero te puedo asegurar que Julianna es algo más que una joven belleza… ¡Es de una belleza arrebatadora! Yo diría que es extraordinariamente bella. Posee una belleza y un encanto tal que haría a cualquier hombre volverse loco si se lo propone. Pero el peligro para ella es… ¿cómo podría expresarlo? Lo que hará que ningún caballero pueda dejar de mirarla y quién sabe, algo más peligroso para ella, es que ella no es consciente de que realmente es de una belleza extraordinaria. Y, para colmo, esa timidez que hace que sea tierna e inalcanzable a la vez… Créeme, ningún caballero con ojos en la cara, de hecho te puedo asegurar que ningún caballero que se encuentre en Londres y alrededores y respire, podrá resistírsele. Y no creo que ella sea consciente de ello y, desde luego, no está preparada para los envites a los que, te auguro, la van a someter. Es demasiado inocente, necesita que se la proteja más aún que a Eugene.
Tía Blanche miró a Julianna desde la distancia y comprendió rápidamente a lo que se refería el almirante. No había considerado la inocencia y la timidez de Julianna como punto que unir a su belleza, cada vez más evidente, lo que confería a la joven un halo de inocente sensualidad que cualquier cazador masculino olería a millas de distancia. Era una belleza que, aunque no hubiese tenido un penique en el banco, lograría con solo una bajada de pestañas arrebatar los mejores partidos a cualquiera de las jóvenes que se fueran a presentar, y lo peor es que ella ni lo sabía ni lo creería, por mucho que se lo pudiera decir su tía o cualquiera. Tenía demasiado grabados en su fuero interno los insultos y desprecios a los que se vio sometida de pequeña para creer lo contrario. Y aunque le confesó una mañana a tía Blanche que, en ocasiones, se veía bonita cuando la terminaban de peinar y vestir, sabía que ella no se veía a sí misma como la belleza que realmente era y eso era algo a lo que los hombres no se resistían.
—No lo había visto así. Quizás tengas razón, pero entonces… ¿qué propones? —preguntó al almirante.
Este bebió de su copa de brandy y dijo:
—Voy a confesarte una cosa, querida amiga. He pensado, de hecho, he deseado, que el destino —arqueó las cejas y miró a la tía Blanche— convierta a Julianna en mi futura hija.
Tía Blanche hizo un ademán nada creíble de ofensa.
—¿Julianna con el picaflor de Maximilian? Bueno, bueno, almirante, no sé si Maximilian sería capaz de estimar como se merece a mi sobrina… —Miró al almirante con esa mirada pícara, sabiendo ambos que habían tenido en más de una ocasión la misma idea.
—No adelantemos acontecimientos, pero conociendo como conozco a mi hijo y sabiendo que Max de tonto no tiene un pelo, sé, no, te aseguro que caerá rendido ante Julianna en cuanto la vea, y no deseará ni podrá separarse de ella en cuanto esa dulce sobrina tuya le diga cualquier cosa. Max está perdido.
Ambos se rieron y se imaginaron la escena sin parar de reírse del pobre Max.
—Bueno, pero de no ser así… ¿Cuál era tu plan? —insistió tía Blanche.
—En realidad no es ningún plan, sino una consecuencia lógica de los planes que ya teníamos, es decir, queremos que Eugene y Julianna asistan a los mismos sitios y estén juntas en todo momento, ¿verdad?
Tía Blanche asintió.
—Pues es lógico. Max ya ha dicho que acompañará siempre a su hermana, porque no piensa dejarla sola bajo ninguna circunstancia, y será el acompañante también de Julianna y, por lo tanto, su protector. Los dos sabemos que cuidará de Julianna tanto como de Eugene, aunque no se lo pidiésemos, y si las dos aparecen siempre del brazo de Max y acompañadas por él, muchos indeseables se lo pensarán dos veces antes de acercarse a cualquiera de ellas.
—Es decir, la protegerá como una hermana o, si te sales con la tuya, como un pretendiente que espanta a posibles moscones o competencia…
Tía Blanche se hacía todavía la inocente, porque sabía que el almirante prefería ser el que tomase las riendas de todo. Bueno, al menos que creyese que era así.
—¡Exactamente! —Sonrió y volvió a beber de la copa. Mirando de nuevo a Julianna, añadió jocoso—: Has de reconocer que sería una bella duquesa, una gran duquesa… —Puso de nuevo una sonrisa pícara.
—Una duquesa que podría hacer dulces pasteles para complacer a su goloso suegro… —dijo divertida la tía Blanche, terminando la frase de su amigo.
El almirante se echó a reír con sonoras carcajadas que provocó la mirada de las tres jóvenes, que se rieron también al escucharlo.
Maximilian llegó a Hortford dos días después, con intención de ayudar a su hermana en su preparación para su presentación en sociedad y darle su más profundo apoyo y cariño, pues apenas faltaban unas semanas. Lo único que le hastiaba de esa situación era que lo convertía, sin quererlo, en blanco de todas las matronas, casamenteras y madres con hijas casaderas que hubiese en Londres. Era un joven realmente atractivo, todo un caballero de exquisita educación, con una fortuna y un título en su poder y que, además, era un reconocido amante y seductor. «La perfecta diana para todo dardo casamentero que vuele estos días por Londres», pensaba, a punto de llegar al vestíbulo de Hortford con su elegante uniforme de capitán de la Marina y su porte de sempiterno soltero seductor.
Al llegar, preguntó al mayordomo por el duque y su hermana, y aquel le informó que habían salido, como todos los días, a ver a la señora viuda de Brindfet y las sobrinas de esta. Mientras se aseaba y se vestía antes de bajar a esperar a su padre y su hermana, Max se preguntó cómo estaría la señora Brindfet. Max la conocía desde muy pequeño. A ella y a su difunto esposo siempre les tuvo en gran estima y cariño, pues tras la muerte de su madre, la duquesa, pasaron algunos veranos en su casa de campo cuando Eugene era muy pequeña, y esta, además, pasaba muchas semanas en compañía del matrimonio cuando su padre, en sus últimos años en la Marina, tenía que viajar. Su padre siempre confió en ese matrimonio y en el cariño que profesaban a la pequeña, sobre todo, tras la muerte prematura de su pequeño y único hijo. Tras recordar algunos momentos de su infancia con ellos y esos bonitos ojos color miel de la señora Brindfet, que siempre le transmitieron una ternura y una verdad que no podía explicar, intentó recordar a sus sobrinas. «¿Qué sobrinas?». Sabía que tenía algunos hermanos muy mayores repartidos por Escocia e Irlanda, pero creía que ya habrían muerto, aunque sí recordaba que hablaba de un hermano que era granjero o algo por el estilo, por lo que empezó a pensar que a lo mejor eran hijas de ese hombre. «Vaya, dos jóvenes granjeras… No sé, tampoco parece tan apetecible pasar así todos los días… porque, si no he entendido mal, mi padre y Eugene les visitan todos los días… ¡qué raro!».
Tras almorzar solo en el comedor, desilusionado por la solitaria acogida, el mayordomo le pasó la nota que acababan de recibir, en la que el almirante informaba al ama de llaves que pasarían la tarde en la mansión Brindfet y que cenarían allí antes de ir al teatro.
—¡Vaya! Pues sí que me echaban de menos —espetó malhumorado, viéndose solo en aquel comedor lleno de sillas vacías.
Se levantó del asiento, ya con una curiosidad excesiva en cuanto a las entretenidas tardes en la mansión Brindfet, y pidió que le ensillaran un semental mientras se cambiaba para ir a visitar a la vieja amiga de la familia. «Y a las granjeras», pensó, de nuevo, malhumorado.
—Señora Brindfet. —Furnish, el mayordomo, desde el umbral del salón azul, atrajo la atención de las dos personas de la sala—. El capitán Rochester, lord Frenton, acaba de llegar y espera poder ser recibido, ya que, además, acaba de ser informado de que su excelencia y lady Eugene se encuentran aquí de visita.
—Por favor, hágalo pasar, seguro que tomará el té con nosotros —dijo tía Blanche con tono solemne, pero mirando al almirante.
Su particular reto iba a empezar y ambos parecían disfrutar con sus tejemanejes casamenteros. Dos niños con dos nuevas marionetas en sus manos. ¡Que Dios los cogiera confesados!
El almirante y tía Blanche, en ese momento, estaban solos, departiendo sobre las noticias del periódico en el salón que daba a los jardines y desde donde observaban a Amelia y a Eugene, que recogían unas flores para preparar saquitos perfumados para los cajones y armarios de sus vestidores. Julianna se había retirado, tras la comida, a la biblioteca, a leer uno de los libros que le había prestado el almirante y que esperaba comentar con él en la hora del té, y ya había avisado al servicio de que acompañasen los bollitos con una de sus últimas creaciones, una crème brûlée de chocolate con crujiente de moras. Siempre anunciaba al almirante el dulce preparado para él antes de la hora del té, porque así se pasaba un buen rato intentando imaginar los ingredientes y luego, tras probarlo, insistía en adivinarlos todos solo con su paladar. Se había convertido en su particular juego, y lo cierto es que provocaba muchas risas entre ellos y la tía Blanche, que les llamaba «pasteleros de pacotilla».
Pero, en esta ocasión, estaba claro que la diversión giraría en torno a Maximilian y Julianna, y a la más que esperada reacción del primero hacia esta. Mientras Furnish lo acompañaba al salón donde se encontraba el almirante y su vieja amiga, Max no pudo sino empezar a imaginarse cómo serían las dos granjeras y, sobre todo, cómo se verían rodeadas de todo el lujo de aquella mansión, y sonrió disimuladamente antes de entrar en aquel espacioso salón.
Al entrar hizo una reverencia y los saludó cortésmente mientras se acercaba a darle un abrazo a su padre.
—Padre, me han informado que estabais aquí, me alegro de estar de regreso, ¿cómo os encontráis? ¿Y Eugene? —Antes de recibir la contestación de su padre, se giró, poniéndose de cara a tía Blanche—. Señora Brindfet, es un placer volver a verla. —Le besó suavemente los nudillos—. Espero no importunarles, pero acabo de regresar y ardía en deseos de ver a mi padre y a mi hermana. Lamento la interrupción.
—Claro que no interrumpes. Eres siempre bienvenido y, por supuesto, te quedarás a tomar el té con nosotros.
Tía Blanche sonreía, igual que el almirante, de un modo peculiar que, sin duda, hizo que Max se diera cuenta de que ambos tramaban algo.
—Disculpa, Max, que no te hayamos recibido en Hortford, no te esperábamos hasta mañana —intervino el almirante
—Sí, perdone, padre, pero hemos tenido vientos favorables los últimos días y hemos conseguido arribar antes —añadió, con la seguridad de que un marino como su padre entendería sin vacilar ese tipo de cambios de planes, pues es el mar el que determina el día y hora de llegada a cada puerto.
—¡Pues bienvenido a casa, hijo! —Le dio un nuevo abrazo—. Ahora nos pondremos al día y, en cuanto a tu hermana, ahí la tienes, con Amelia, luchando con la naturaleza… —Hizo un gesto señalando a los ventanales.
Max observó a su hermana, relajada junto a una muchacha con cara de niña, de unos quince o dieciséis años, que parecía más una señorita londinense que una granjera de visita en la gran ciudad. Se detuvo un momento observando la escena y comprobó lo radiante que estaba Eugene riendo e intercambiando bromas con su joven amiga mientras un caballero con pinta de maestro de escuela francés parecía reprenderlas a ambas. Max empezó a sonreír mientras se acercaba lentamente al ventanal.
—Umm, está preciosa, padre. A partir de ahora, tendré que ir armado para espantar a todos los pretendientes que se le acerquen…
Se giró con una amplia sonrisa y miró de nuevo a su padre, que empezó a reírse al igual que tía Blanche.
—Sí, hazlo, hazlo, pero, por favor, asegúrate de no manchar las alfombras de Hortford, recuerda que forman parte del patrimonio familiar —respondió el almirante entre risas.
Tía Blanche ya había tirado del cordón para avisar al Furnish y, al presentarse este en el umbral, le dijo:
—Por favor, avise a lady Eugene y Amelia para que entren a tomar el té, pero que antes se aseen un poco, ya que vemos que tienen tierra hasta en los sombreros. —señaló, mirándolas de refilón y haciendo el gesto propio de las madres ante las travesuras de sus hijos—. Avise también a mi sobrina que la esperamos para el té, y que nos lo sirvan aquí, gracias.
Max durante unos minutos intercambió con su padre algunos gestos y palabras propias de un recuentro entre padre e hijo antes de pasar a preguntar a su anfitriona por sus huéspedes.
—Señora Brindfet, no recordaba haber tenido el placer de conocer a ninguna sobrina suya…
Tía Blanche, que sabía que no hay nada peor para un joven soltero que no poder conocer a fondo a toda soltera apetecible de la zona, pensó que ese pobre muchacho no sabía dónde se había metido sin saberlo y, con una sonrisa propia de la más hábil estratega y mirando de reojo a su viejo amigo, contestó:
—Querido Max, te conozco demasiado bien como para que no me tutees, y la diferencia de edad ya no llevaría a malas interpretaciones en cuanto a la cordialidad o familiaridad entre ambos, así que, por favor, llámame Blanche.
Max soltó una carcajada y empezó a recordar mentalmente lo mucho que le gustaba la compañía de esa excéntrica mujer, quien, a pesar de no pertenecer a la nobleza, cuando aún no levantaba ni medio metro del suelo lo trataba como a un simple niño, llamándolo «Max» a pesar de recibir el trato de «lord» por todas las personas ajenas a su reducido núcleo familiar, excepto ellos, claro, y eso siempre había logrado hacerle sentir cercana, cordial
—En realidad, solo tengo una sobrina: la señorita McBeth, Julianna, hija de mi hermano Timón, que falleció hace unos meses, lo que ha auspiciado que pueda contar y disfrutar de manera permanente de la compañía de Julianna, lo que, sin duda comprenderás, es toda una bendición…
En ese momento arqueó un poco la ceja, pues sabía que acababa de aguijonear la curiosidad y el interés de Max de manera irremediable.
—Cuánto lamento el fallecimiento de su hermano, y ¿su madre? —preguntó ya del todo aguijoneado.
—La madre de Julianna murió pocos meses después de nacer ella, por lo que es huérfana de padre y madre.
Como no parecía que fuera a insistir, tía Blanche se ahorró dar detalles sobre los hermanos de Julianna. El almirante, que estaba debidamente informado, parecía estar de acuerdo con esa prudencia. Su hijo era un hombre extremadamente discreto, pero parecían estimar conveniente ahorrarse detalles que no provocaban daño ni perjuicio a nadie y sí la necesidad de dar algunas explicaciones incómodas. Además Max detestaba sobremanera los chismes, especialmente por el dolor que muchos le habían provocado en su niñez en relación al comportamiento disoluto de su madre y la paternidad dudosa de Eugene. De modo que ambos parecieron aprobar en silencio el uso de la discreción como norma.
—También tengo la fortuna de poder contar con la compañía de mi pupila, Amelia McBeth, que es como una hermana para Julianna y, por lo tanto, como una sobrina más para mí.
Justo en ese momento entraron Amelia y Eugene, quien, en cuanto vio a Max, se lanzó corriendo hacia él, dejando que este la abrazase con ternura y cariño después de tantos meses alejados.
—¡Max!, ¿cuándo has vuelto? Te esperábamos mañana, ¡qué guapo estás!, Espero que me hayas traído muchos regalos después de tenerme tan abandonada estos meses.
Max no paraba de reír observando a su hermana a la que no había visto tan relajada, feliz y dicharachera delante de otras personas que no fuesen él o su padre, y solo cuando estaban solos, en toda su vida.
—Bueno, bueno, a ver déjame que te vea. Umm, no, no, tú no eres mi hermana… No, no, mi hermana era una mocosa flacucha. —Hizo ademanes de galán, sonriendo y entrecerrando los ojos—. No, no, esta belleza que tengo delante de mí no puede ser mi hermana. —Miró en broma a su padre—. Padre, ¿qué ha hecho? ¿La ha cambiado por la hija de los vecinos?
Eugene soltó un bufido de falso enfado y le dio un codazo, ruborizada por el piropo desenfadado de su hermano
—Eso lo dices porque eres mi hermano, tu opinión no cuenta…
—Querida hermana, en eso estás totalmente errada. Has de saber que mi opinión es la única que a ti ha de importarte. ¿Quién te va a querer más que yo?
Ella sonrió y lo abrazó después de darle un beso en la mejilla, diciendo:
—Eres un bobo, realmente eres el bribón que dice tía Blanche…
Max miró divertido por encima de la cabeza de Eugene a la tía Blanche, que hizo un gesto con los hombros, le sonrió con descaro y se limitó a decir:
—Prerrogativas de la edad, querido… Tengo opiniones irrebatibles sobre todo y sobre todos.
Max se rio mientras asentía con un leve gesto de cabeza. Eugene se apartó de él y cogió a Amelia de la mano para acercarla a su hermano.
—Max, permite que te presente a la señorita Amelia McBeth. Es la pupila de tía Blanche y mi muy querida amiga, así que no le pongas ojitos de donjuán, que no se merece que le partas el corazón.
Amelia hizo una reverencia y un saludo de cabeza perfecto. Eso pensó tía Blanche.
Lo miró y, totalmente ruborizada, simplemente susurró:
—Milord…
Max hizo una reverencia y, cogiendo levemente su mano y apoyando los labios en la palma, añadió:
—Señorita McBeth, es todo un honor, y permítame estimarla en la misma medida que mi hermana a partir de hoy.
Miró como todo un seductor a Amelia, consiguiendo, como se proponía, que se pusiera roja como un tomate. Desde luego no se podía resistir a embelesar a una jovencita, aunque solo fuese para no perder la práctica.
—¡Max! ¡Deja en paz a mi pupila si no quieres que pida que traigan a los perros, que creo que hoy no han comido!
Tía Blanche lo miraba divertida y el almirante se reía escandalosamente por detrás mientras se intercambiaba sospechosas miradas con su amiga. En ese momento, Furnish abrió la puerta para dejar pasar a las doncellas y los lacayos con el servicio del té, y el almirante exclamó:
—Ah, ¡por fin! Furnish, por favor, diga a Julianna que se presente inmediatamente o no respondo de que quede nada cuando ella aparezca…
Max lo miraba sorprendido, no solo por la familiaridad con que su padre parecía tratar a las jóvenes, sino porque, sin duda alguna, disfrutaba de aquella casa y de la compañía de sus habitantes. Sentía, además, curiosidad por los comentarios de su padre, como si tuviese ciertas bromas privadas y juegos con aquellos nuevos personajes de su vida. El almirante, que comprendió la expresión de su hijo, añadió:
—Hijo mío, tu hermana y yo somos asiduos invitados en la casa, donde, además de poder disfrutar con la grata compañía de mi vieja amiga y de sus encantadoras niñas, puedo deleitarme con los riquísimos manjares que preparan las preciosas manos de una de nuestras anfitrionas, que parece poseer el don de convertir un simple saco de azúcar en el más exquisito manjar…
Max abrió los ojos de par en par. Su padre solo se comportaba con semejante hilaridad y distensión en el club de oficiales de la Marina, ante viejos camaradas y caballeros amigos de toda la vida. Estaba totalmente asombrado, realmente aquella casa tenía un especial embrujo para los miembros de su familia, pensó.
Mientras iban todos sentándose en los sillones y Max acompañaba a uno de los sillones de orejeras a tía Blanche, con la cortesía propia de todo un caballero, perfeccionada a lo largo de muchos años de alternar en el mundillo, miraba a su hermana y a su padre como si los viese por primera vez en su vida, con otro aire, con otra vida. Especialmente su hermana, a quien la compañía de las mujeres de esa familia parecía haberla dotado de cierta seguridad y aplomo que jamás había visto en ella.
El almirante, al igual que tía Blanche, observaban la cara de desconcierto de Max, divertidos y expectantes mientras Blanche, además, apreciaba lo realmente atractivo que era Max, imaginando la bonita pareja que haría con Julianna. Ella con esos ojos de color miel y su pelo castaño ondulado, y él con esos ojos azul grisáceo heredados de su madre, el pelo negro y el porte elegante, varonil y la imponente figura y presencia heredada de su padre. «Sí, sin duda, es un ejemplar masculino digno de ser mirado y admirado», pensó, observándolo con la seriedad de quien analiza a candidatos para sus niñas.
En ese momento apareció, por la puerta que estaba a la izquierda de Max, que aún permanecía de pie, una distraída Julianna, con un vestido color lavanda y un recogido bajo que dejaba caer grandes mechones de su maravillosa melena castaña sobre sus hombros y algunos rizos naturales enmarcando su cara. Llevaba un grueso libro de cartas de navegación en una de las manos y un chal en la otra.
—Disculpad el retraso. Creo que he vuelto a perder la noción del tiempo… —En ese momento se percató de que no estaban solo los habituales de la hora del té, aquella peculiar familia que habían formado entre los cinco, y se ruborizó de inmediato, fijando sus ojos en la imponente figura masculina que se estaba girando hacia ella de pie junto a su tía—. Per-perdón… Furnish no me avisó que teníamos compañía…
Max se quedó de piedra, literalmente. Abrió los ojos de golpe, sus rodillas parecían fallarle, indicándole que era necesario que se sujetase en las enormes orejeras del sillón para no caerse, lo cual hizo, intentando no perder la compostura con una de las manos. Con el rostro totalmente helado y con un gesto más propio de un colegial embobado que de un seductor experimentado, fue girándose para ponerse de cara a aquella especie de diosa terrenal aparecida súbitamente. Comenzó a mirarla al detalle, deleitándose en ella, en toda ella. Era de una belleza espectacular, con rasgos suaves pero bien definidos, un precioso pelo castaño que invitaba a enredar las manos en él perdiendo la compostura y el sentido de la realidad, una figura sensual, esbelta, pero con unas curvas perfectamente realzadas por el corsé y por ese elegante vestido color lavanda, y con esa expresión de inocencia y candor que revelaban unos indescriptibles y profundos ojos de color miel que brillaban como el más brillante de los faros. Era hipnótica. Era como si hubiesen iluminado de golpe la habitación para cegar a quien tuviese la osadía de mirarla. «Por Dios bendito», pensó. Max era incapaz de articular palabra por primera vez en su vida, tenía la garganta seca como si acabase de cruzar el desierto del Sahara sin gota de agua que llevarse a la boca para aliviar su sed, las manos temblorosas y el corazón martilleándole el pecho, avisándole de la necesidad de respirar. «No hubiese recibido mayor impacto ni con un cañonazo en todo el vientre», pensó.
Las miradas de auténtica satisfacción del almirante y la tía Blanche no podrían haber sido más claras y, desde luego, no tuvieron ni siquiera la intención de disimular ,con sus ojos fijos directamente en la expresión de Max y su reacción casi cómica.
—Julianna, querida, permíteme presentarte a mi hijo, lord Maximilian Frenton, que acaba de llegar del servicio en la Marina y que va a acompañarnos las próximas semanas. Max, permite que te presente a la querida señorita Julianna McBeth, sobrina de Blanche.
«Julianna, una diosa para los mortales», pensaba él, intentando fijar sus ojos en algún punto ciego para que la mente, que se le había quedado en blanco, tornase a su natural estado de sensatez o, por lo menos, de suficiente inteligencia como para articular un saludo educado.
Julianna, que no conseguía descifrar la mirada de esos ojos grises ni la rigidez que parecía haber adoptado ese joven, se limitó a hacer una reverencia y una inclinación de cabeza antes de dar el paso definitivo para entrar en la habitación, aunque en ese instante estaba ya ruborizada, lo que, por otra parte, ya era habitual en ella. Claro que eso él todavía no lo sabía.
—Milord, nos alegra que haya venido. Espero que se considere tan bienvenido en casa de mi tía como lady Eugene y el almirante, a los que estimamos como parte de nuestra pequeña familia.
Max, haciendo un esfuerzo inmenso por moverse con la toda la dignidad de que fue capaz, se acercó a ella, tomó su mano y, haciendo una reverencia, dijo:
—Señorita McBeth, es un placer conocerla, y gracias por su amabilidad.
«Huele a flores silvestres, a moras y a… hogar». De repente, dio un respingo en su fuero interno: «¿Por qué se me habrá ocurrido eso?».
Max notaba los ojos de su padre y sabía con absoluta certeza que los de la tía de Julianna también estaban clavados en él. «Sí, está claro, ahora entiendo las miradas de los dos viejos truhanes». Recobrando la compostura poco a poco, puso su brazo frente a Julianna y dijo, con el suave tono que utilizaba como arma de clara seducción:
—¿Me permite que la acompañe a un asiento?
Julianna apoyó la mano y caminó a su lado hasta uno de los asientos bajo la mirada de todos los de la sala.
Max se pasó un buen rato haciendo esfuerzos mentales para ir recuperando la naturalidad y serenidad que siempre lo acompañaba, aunque cada vez que la miraba notaba que le faltaba el aire. Lo cual, dado que estuvo mirándola las dos horas siguientes, hizo que le faltara el aire como si acabara de recorrer la distancia entre Londres y Cambridge o de correr los cien metros vallas, como hacía cuando estudiaba en Eton.
La fue observando con detalle toda la tarde, disfrutando de esa visión, pero, poco a poco, además, disfrutando también de ella. Se ruborizaba y bajaba suavemente la mirada con cada halago o comentario favorable que le hiciera cualquiera, incluso la joven Amelia, lo que le daba un aspecto de candidez y timidez irresistible. Al sonreír, parecía como si no temiese que se escuchase su risa, reía con sinceridad, no como las damas a las que estaba acostumbrado, que esbozaban sonrisas falsas o meras sonrisas de seducción. Julianna no realizaba gesto alguno con intenciones en ese sentido. Era refrescante, dulce, generosa en su forma de hablar y de comportarse con los de su alrededor, incluso tuvo un par de gestos de cariño casi protectores hacia Eugene. Hablaban entre las tres como si fuesen viejas amigas, no, ¡como hermanas! Se asombró al comprobar el cariño y el trato entre las tres jóvenes. Hizo que todavía la deseara más. Si profesaba cariño sincero por su hermana, que para Max era su mayor tesoro, ya se había ganado un pedazo de su corazón. El modo en que hablaba con el almirante, con cordialidad, familiaridad, riéndose entre ellos de sus propias bromas y gestos. Y para colmo… ¡hablaba de libros de Marina con él! Aprendiendo, disfrutando de los detalles del gobierno de un barco… Tuvo que contenerse en un par de ocasiones las ganas de saltar sobre la mesa baja que los separaba, cogerla en sus brazos y besarla, haciendo desaparecer el mundo a sus pies. En un minuto parecía toda candidez e inocencia y, al minuto siguiente, movía, sin darse ni cuenta, ese precioso talle, o las delicadas manos, o dejaba caer a uno de los lados suaves ondas de su cabello, consiguiendo que todo el cuerpo de Max se tensase de golpe de puro deseo hacia esa sensualidad pura, dulce y salvaje al mismo tiempo.
Y lo más sorprendente es que, tras las dos horas intercambiando bromas y anécdotas con su padre, Eugene y esas tres mujeres que desprendían una fuerza, una cordialidad y una vitalidad renovadora, Max empezó a relajarse de veras ante ellas, de un modo natural, familiar. A pesar de los esfuerzos por contener ciertas partes de su cuerpo que iban a su propio ritmo, al ritmo de Julianna, Max estuvo disfrutando cada instante de las risas, de los sonidos de unas voces que le resultaban acogedoras, de esa manera de relacionarse entre ellos. Comprendió enseguida el embrujo que aquella casa y que sus bellísimas habitantes provocaban en los miembros de su reducida y querida familia.
En algún momento del té, su padre le informó que estaban planeando pasar cuatro días cerca de la costa, en la casa que Blanche tenía en un pueblecito costero cerca de Portsmouth, pues ya tenían todo preparado para el comienzo de la temporada. Todavía quedaban unas semanas para su inicio, ya que oficialmente se inauguraba con el baile de máscaras de la condesa viuda de Rostow, y consideraron conveniente, para coger fuerzas para los meses que se avecinaban, descansar en el campo con el mar cerca para respirar aire puro.
Max decidió al instante que olvidaría cualquier placer mundano de Londres por unos días con tal de poder disfrutar de más tardes como esa y, sobre todo, de poder ver, oír y sentir cerca de él a Julianna. Así que, tras el té, y aunque fue invitado a cenar con ellos y acompañarles al teatro, Max se disculpó por tener un compromiso previo y se acercó a Hortford y a un par de sitios para dejar todos los asuntos pendientes atados, ya que nada ni nadie le impediría acompañar a esa extraña colección de seres adorables a la costa.
Por la noche, se reunió en White’s, su club de caballeros habitual, con algunos viejos amigos de Eton y compañeros de la Marina, algunos de los cuales temían como al diablo la temporada que se avecinaba y a las madres de las damiselas casaderas, que andarían a la caza del mejor partido para sus hijas y nietas, o incluso para entretenimiento propio. Mientras, otros empezaban a describir algunas de las posibles candidatas a Belleza de la Temporada, que empezaban a dejarse ver por algunas reuniones salones y meriendas. «Julianna. Este año y, si no me equivoco, el resto de los años, ese honor recaerá sin duda en Julianna». Estando en ese salón, lleno de caballeros y amigos, se sintió todopoderoso frente a ellos, como si él fuese el único de todos los hombres allí reunidos conocedor del camino a la fuente de la eterna felicidad, del camino a Julianna. Cada vez que la imagen de esa preciosa, inocente y sensual mujer se le venía a la mente, allí, de pie, bajo el umbral de aquel salón, con el sol entrando por los enormes ventanales haciendo que sus ojos brillasen como verdaderas piedras preciosas, sonreía y se excitaba como un colegial imberbe. Quería, deseaba oír de esos labios, que invitaban a ser besados sin fin, su nombre, escuchar que lo llamase «Max» con esa boca, convencido de que, una vez lo llamase así, sería suyo sin remedio. Ya no podría escuchar su nombre en boca de otra mujer provocándole aquel deseo, esa sexualidad descontrolada.
Mientras salía del club, totalmente absorto en la imagen de Julianna y el cosquilleo creciente que notaba en la punta de los dedos ante la idea de pasar con ella unos días en un pueblecito costero, sin apenas distracciones externas, sonriendo de nuevo, chocó con un hombre fornido que iba seguido de otro un poco más alejado, y a los que enseguida reconoció.
—¡Frenton!, ¡Max!, ¡que sorpresa!, te hacíamos en la mar.
Ethan de Worken, el hermano mayor del mejor amigo de Max, Cliff, le sonreía amigable.
—Milord, Ethan, realmente es una grata sorpresa. Acabo de regresar. He venido para acompañar a mi hermana Eugene, que este año hace su debut en la temporada, y he de velar porque ningún… en fin… que ya he limpiado todas mis pistolas —dijo riéndose al tiempo que Ethan se carcajeaba y era flanqueado en un segundo por un demacrado Cliff de Worken, uno de los viejos compañeros de ambos de la marina.
—Cliff, amigo. —Se abrazaron como solo dos compañeros de armas pueden hacerlo—. Ah, perdón, ahora creo que he de llamarte «señoría», ¿no es cierto?
Hacía alusión a la concesión de un título nobiliario por los servicios prestados como oficial, pero Cliff hizo un gesto con la mano y le dio un puñetazo suave en el hombro.
—Canalla, todavía no. Será oficial dentro de unas semanas, cuando deje de ser capitán de la Marina Real a todos los efectos. Así que ya has regresado… Vamos a tomar una copa y a charlar.
—Ya me marchaba, disculpadme. Mañana parto a la costa para pasar unos días en familia, pero nos veremos cuando regrese.
—Está bien, está bien, pero ¿cómo está el almirante? ¿Y lady Eugene? Creo que lady Adele fue a visitarla el otro día, pero no se hallaba en casa.
Cliff le habló con ese tono aparentemente despreocupado y de eterno seductor que empleaba incluso con los caballeros, dándole ese aire de dandi revoltoso que volvía locas a las damas.
—Están muy bien, gracias. —«Mejor que bien diría yo…»—. Les diré a mi padre y a mi hermana que habéis preguntado por ellos y que nuestra prima vino a visitarla. Me imagino que estará muy atareada ultimando los detalles de vuestro enlace.
Esta vez dirigió la mirada y una sonrisa burlona a Ethan, que respondió sonriendo:
—Oh, sí, parecería más bien que se casan nuestras madres, que nos tienen a ambos de un sitio a otro al ritmo de tambor como si fuéramos soldados rasos en formación…
Los tres se rieron y, tras un par de gestos de despedida, Max se marchó, no si prometer visitarlos acompañados del almirante y de Eugene en cuanto regresasen de la costa. Al marchar, Max observó la oscura sombra en los ojos de su amigo y el cansancio reflejado en ellos. Se prometió a sí mismo acudir a hablar con él en cuanto regresasen, porque era obvio que algo lo preocupaba en extremo, y le ofrecería su ayuda como en otras ocasiones había hecho Cliff con él.
Además de la sólida amistad que años luchando codo con codo en la mar proporciona a dos caballeros, a Cliff y a Max los unía un vínculo de estrecha camaradería, iniciada durante los primeros años que ambos pasaron en Eton. Años en los que Max recibió un apoyo y una sincera amistad de Cliff y de su familia, cuando tuvo que soportar los desplantes y desaires de algunas de las familias de su clase social, sobre todo, de los hijos de otros nobles que, aunque muchos no heredasen título o este fuese de peor condición que el gran ducado de Frenton, se consideraban con el derecho de menospreciarlo por las «indiscreciones de su madre» y el «dudoso nacimiento de su hermana». Max se vio apoyado en muchas peleas a puñetazos y otras con espadas por Cliff y su hermano Ethan, que eran tan pendencieros y alocados como Max y aún más mujeriegos que él.
Cuando Cliff mostró su deseo de ingresar en la Marina Real, al igual que Max, fue el almirante el que se encargó de patrocinarlos a ambos en el ingreso como oficiales de base, y les enseñó todo lo que sabía de navegación, de tácticas militares y de estrategia, pero advirtiéndoles, como pronto aprenderían por sí mismos, que la mar no hace distinciones entre el hijo del conde y el de un cocinero. En la mar y en la Marina Real había que ganárselo todo a pulso. Él no admitiría otra cosa. Y así fue. Ambos se fueron ganando cada ascenso, cada batalla, cada victoria, con esfuerzo, tesón y camaradería entre ellos y sus hombres. Esa era una de las razones por las que Cliff y Max admiraban y respetaban al almirante y, sobre todo, le estaban agradecidos. Ambos sabían que una parte de lo que eran se la debían a ese testarudo duque que se negaba a ser llamado como tal e imponía que se le llamase por su rango militar. A diferencia de Max, que al dejar la Marina heredaría la fortuna y el título familiar, Cliff tenía como una de sus metas hacer fortuna propia, porque consideraba que todo el patrimonio familiar debía ir a parar a manos de su hermano Ethan como primogénito y como futuro conde de Worken. Además, en el fondo del corazón de Cliff siempre latía esa alma errante y pendenciera que solo una extraña fuerza de la naturaleza conseguiría aplacar y serenar.