Capítulo 7
Julianna llevaba mucho rato sintiéndose realmente incómoda. Necesitaba salir de allí, sentirse a salvo lejos de la gente, de las miradas, de los comentarios de desconocidos. Salió al jardín pero, temiendo encontrarse con alguien, entró a una de las terrazas de la cara de la mansión que daba al bosque que era la zona más tranquila. Vio que los grandes ventanales estaban abiertos y, sin pensárselo dos veces, entró buscando una sala vacía en la que poder descansar sola, sin el ruido de los demás, para encontrar, de nuevo, un poco de equilibrio y serenidad. Al entrar la invadió una extraña sensación de paz, de calma. Miró a su alrededor: debía de estar en una de las bibliotecas, ya que estaba rodeada de libros que cubrían todas las paredes. Estaban colocados en una bonitas estanterías de madera antigua finamente talladas, que llegaban hasta los altos techos de aquella magnífica habitación. Por unos minutos se dejó envolver por ellos y por el silencio de la sala. Sabía que encontrándose sola rodeada de libros, cosa que desde su niñez le había dado paz, volvería a encontrar lo que necesitaba: recuperar el valor para verse, de nuevo, rodeada de gente, aunque solo el tiempo necesario para marchar a su casa lo antes posible. Se quedó en silencio unos minutos con los ojos cerrados, imaginándose a sí misma leyendo cualquiera de esos volúmenes, sentada frente a aquella enorme chimenea, sin que nadie la observase ni juzgase.
A los pocos minutos, escuchó pasos en una de las habitaciones contiguas. La puerta no estaba cerrada, por lo que tuvo el impulso de salir de allí para no espiar ni resultar indiscreta. Estando ya casi en la puerta que daba a la terraza, escuchó su nombre mencionado por la voz de una mujer y, a continuación, también por la de un hombre. Esa voz era la de Cliff de Worken. Casi de inmediato se encontró en el umbral de la puerta que unía ambas habitaciones. Eran la condesa y su hijo hablando sobre ella. Se quedó allí inmóvil y lejos de la vista de ambos, y ninguno pareció notar su presencia.
—Madre, se equivoca. No la miro del modo que usted dice. Julianna solo es la niña que me salvó de muchacho y, por ello, me siento en la obligación de protegerla.
Julianna sintió una enorme punzada en el corazón. «¿La niña que me salvó? ¿Obligado a protegerla?». Se sintió sobrecogida, triste y avergonzada. Él había sabido desde el principio quién era. Sintió hiriente y cruda la punzada de vergüenza y de profunda desilusión, como si alguien le estuviese arrancando un pedacito de su corazón.
—¡Cliff! ¿«Julianna»? Por favor, ¡di «señorita McBeth»! No olvidéis quienes sois. —Su madre soltó aquella advertencia que le cruzó el corazón a Julianna casi como si le hubiese lanzado un puñal—. Todos le estamos agradecidos por salvar tu vida y tendremos con ella una deuda que difícilmente podremos pagar, pero sabes que lo mejor para ella es que consigamos que uno de los caballeros de la fiesta se fije en ella y se case. Que deje de estar sola y desprotegida. No puedes hacerte cargo de ella, y menos mirarla como a una mujer. No puedes dejarte llevar ni convertirla en una de tus amantes porque —la condesa miró fijamente a su hijo— asumo que no has pensado en el matrimonio…
Cliff se sobresaltó.
—No, madre, no he pensado en el matrimonio ni con la señorita McBeth ni con ninguna otra mujer. —Nada más responder Cliff sintió un dolor en el corazón, ¿de veras no se había planteado cómo sería casarse con Julianna?—. De cualquier modo, creo que he de velar por su futuro, porque esté a salvo. Eso se lo debo y lo de casarla ha sido idea vuestra, no lo olvide, madre.
Le enfurecía imaginarse a Julianna en brazos de otro, que ella besase a otro hombre como a él en el bosque.
A Julianna le pareció que la habitación empezaba a darle vueltas. ¿La habían invitado para encontrarle marido? ¿Por qué la besó entonces en el bosque? ¿Qué había estado haciendo con ella? ¿Jugar? ¿Intentar conocerla para encontrarle un marido más adecuado o acorde con su situación? Empezó a notar como le faltaba el aire. Necesitaba salir de allí corriendo. Caminó lo más deprisa que pudo para llegar a las puertas de acceso a la terraza, pero alguien la agarró por detrás y la obligó a girarse. Era Liam Bedford, el amigo de lord de Worken. Apestaba a alcohol y estaba ebrio, de eso no cabía duda.
—Pero si es la encantadora señorita McBeth… —la miraba de un modo que la hizo estremecer, sucio, pernicioso—. ¿Qué está haciendo aquí sola? Permítame acompañarla.
Julianna intentó soltar su brazo, pero la tenía fuertemente sujeta.
—Milord… Por favor, suélteme. Iba de regreso a los jardines a buscar algo de comer y, además, mi compañía debe estar buscándome.
Él empezó a reírse de un modo grosero, lo que hizo que a Julianna le recorriese un escalofrío todo el cuerpo
—¿Su compañía? ¿A quién se refiere? Veamos… ¿Se refiere a Cliff?, jajaja… ¡Qué tipo tan inteligente! Debo alabar su buen gusto con las mujeres. Tiene talento para encontrar la belleza en cualquier lugar, eso es innegable.
Se le acercaba peligrosamente, arqueaba su cuerpo hacia el de ella, pegándose cada vez más. Julianna empezaba a temblar, aquel hombre tan grande y que cada vez la sujetaba con más fuerza haciéndole daño, la empezaba a arrinconar contra la pared.
—Suélteme, por favor, me hace daño. —Levantó un poco la voz, intentando resultar tajante.
—No, querida, no es daño lo que quiero hacerte.
La miraba como si la estuviese devorando. Empezaba a sentir pánico. Tenía que salir de allí.
—Vamos, pajarito, ¿por qué no me das un poco de lo que le das a mi amigo? Todos en esta fiesta saben que vives en su casa del bosque. ¿Un nidito de amor?
Ella abrió los ojos bruscamente, incluso notó como se le dilataron las pupilas, tanto que pronto derramaría lágrimas sin remedio.
—Se está equivocando, ¡suélteme! —gritó.
Julianna se sabía en un grave aprieto. Intentó zafarse de él, pero la agarró apretando demasiado sus muñecas. Notó un fuerte dolor en una de ellas. Se la había partido, o eso le pareció. Quiso gritar, pero él la empujó contra la pared, dejándola unos segundos sin aire por el golpe, y después puso la boca sobre la suya. Julianna empezó a revolverse violentamente, intentando zafarse, y consiguió que dejase de besarla.
—¡Suélteme! ¡Me hace daño! ¡Suélteme! —gritaba revolviéndose. Logró que le soltase uno de los brazos, pero la agarró del cuello apretando cada vez más.
—Deja de gritar y sé buena chica.
Notó mayor presión en su garganta y como la ahogaba, cortándole más y más el aire. Sintió algo frío en la piel de su cuello. Algo se le estaba clavando en la piel y haciéndole un corte que sentía profundo y doloroso. Julianna creyó que era un anillo. Notaba, además del dolor de la presión y de una herida, un pequeño hilo de sangre correr por su cuello, y como la habitación empezaba a perder claridad. Con la mano que le había dejado libre, tanteó los objetos de su alrededor, palpó una especie de jarrón o algo grande de porcelana, lo agarró fuerte y lo golpeó con todas sus fuerzas en la cabeza.
—¡Déjeme! ¡Le he dicho que me suelte!
En ese momento vio como se desplomaba ante ella al tiempo que aparecían en su campo de visión, ligeramente en nebulosa, Cliff y la condesa.
Vio la cara de horror en el rostro de Cliff, y a la condesa que se tapaba la boca con las manos.
—¡Julianna! —gritó Cliff, parecía que se iba a lanzar corriendo a sujetarla—. Estás… ¿estás bien? ¿Qué te ha hecho?
Conforme se acercaba a ella, Cliff iba sintiendo verdadero pánico. Estaba pálida, temblando de manera más que visible, con los ojos a puntos de romper a llorar. Tenía los brazos enrojecidos de haber forcejeado y un corte en el cuello que sangraba más de lo aconsejable
—Julianna… —la llamó
Julianna miró fijamente a Cliff. Estaba avergonzada y todavía asustada, además de enojada por lo ocurrido. Pero, sobre todo, estaba furiosa con ese hombre y su familia por colocarla en aquella situación. Lo comprendió todo de golpe, con absoluta claridad. Durante toda la mañana había estado sintiéndose incómoda por la miradas de las mujeres pero, sobre todo, por las miradas algo posesivas de los hombres, y ahora entendía por qué. Creían que ella era la amante del hijo del conde, y los que no lo pensaban creían que andaba a la caza de marido, y la condesa se dedicaba a exhibirla frente a sus ojos con tan claro propósito.
—No se acerque a mí —dijo ásperamente, casi como si pretendiese que su voz sonase como una lanza dirigida a Cliff—. Creo, milord, que usted y su familia ya han hecho bastante por mí.
Aquello hizo que Cliff se parara en seco. Sus ojos se abrieron de golpe. Los ojos de Julianna brillaban de miedo, pero especialmente de ira, estaba tan enfadada que Cliff sintió como si un profundo odio le atravesara el cuerpo como un disparo.
Julianna notaba como las lágrimas empezaban a rodar por sus mejillas. No quería llorar, pero no podía controlarlas. ¿Eran de miedo? ¿Vergüenza? ¿Ira? Seguía mirando fijamente a Cliff. No podía dejar de mirarlo a los ojos. Sabía que tenía que zanjar aquello. Sabía que debía acabar con eso, por mucho que le doliese, y aun cuando su corazón parecía resquebrajarse igual que su cuerpo. A lo lejos vio de reojo como llegaba el conde y se colocaba junto a su esposa. Mirando en todo momento a Cliff, comenzó a decir con una voz temblorosa, que denotaba su enojo, su profundo malestar:
—Conde de Worken, condesa, acabo de comprender que durante estos años sus señorías han creído tener una deuda conmigo, y asumo que lo que mi hermano me ha comentado hace apenas unas horas era cierto. La proposición que le hicieron a mi padre y la reacción de este. Además acabo de saber que la casa que ocupo es de su propiedad. Pues bien, quiero que esto quede claro desde ahora y para siempre. Espero que no me tomen por una grosera. Aunque, dadas las circunstancias, imagino que no se ofenderán si digo que, ahora mismo, me importa muy poco lo que nadie opine de mí, especialmente dados los comentarios de los que, por lo visto, he sido objeto toda la mañana.
Cliff la miraba avergonzado y dolido, imaginando el dolor, sufrimiento y la vergüenza que le habían provocado, a pesar de que sus intenciones hubiesen sido otras bien distintas.
—Abandonaré, de inmediato, la casa del bosque, y quiero que consideren saldada la deuda que creen tener conmigo. No quiero que vuelvan a considerarme, en modo alguno, responsabilidad suya o de su familia. Porque no lo soy. Por mi parte, no creo que tengan deuda alguna conmigo, nunca lo he creído, y quiero que, de ahora en adelante, todos los miembro de la familia de Worken lo crean también. Es más, espero y deseo que se mantengan alejados de mi persona todo lo que sea posible. No es deber suyo buscarme marido, si es que quisiese tenerlo. No les he pedido nada, no quiero nada, ni espero nada de sus señorías ni de ninguno de sus familiares. —Volvió a mirar fijamente a Cliff—. De ninguno.
Esta última advertencia, aquella mirada de ira en los ojos de Julianna, su rostro cubierto por las lágrimas y el dolor hicieron que a Cliff le temblaran las piernas.
—Usted, milord, no tiene obligación alguna conmigo y, menos aún, responsabilidad alguna de protegerme. No vuelva a acercarse a mí. Se lo repito, milord, no está en deuda conmigo ni con mi familia. Nunca lo ha estado. No nos debe nada y, por lo tanto, no tiene motivo alguno para acercarse de nuevo a mí… nunca más.
«No quiere que me acerque a ella, no quiere que la vea». Cliff se sintió morir.
—Julianna… Señorita Macbeth… Está herida, hay que curar…
Cliff intentó de nuevo acercarse a ella, estaba… Tenía que ayudarla. Pero, antes de que diese un paso, Julianna se giró en dirección a la puerta y se despidió sin mirarlos. Estuvo a punto de echarse a correr detrás de ella. No podía dejar que se fuese y menos así. Necesitaba abrazarla, volver a sentirla cerca y que ella se sintiese como en el bosque entre sus brazos, protegida y a salvo de todo… Pero justo cuando iba a hacerlo, escuchó por detrás:
—Cliff.
La voz de su madre sonó firme.
—He de ir a ayudarla, madre.
La voz de Cliff sonaba suplicante, como un ruego, esperando la aprobación de su madre, una que le diera la fuerza y el impulso necesario para salir en su busca.
—¿Es que no la has escuchado, hijo? Quiere que la dejemos. Debemos respetar sus deseos, al menos, eso se lo debemos. Está claro que nos hemos conducido de una manera errónea en todo este asunto y es ella la que está pagando las consecuencias. Creo… Creo que, por lo menos, debemos respetar sus deseos. Ahora necesita estar sola. Necesita tranquilidad.
La condesa se sentía mortificada ¿Cómo habían caído en la soberbia de decidir sobre el futuro de Julianna sin ni siquiera contar con sus deseos?. Comprendió de golpe cómo debía sentirse la muchacha y el mal que le habían causado con sus buenas intenciones. Y, para colmo, la acababan de atacar por culpa de los actos de su propia familia.
Cliff se giró bruscamente y se dirigió con violencia hacia Liam Bedford, que empezaba a incorporarse en ese momento.
—¡Cobarde! ¡Canalla! ¡Te voy a matar!
Cliff le dio un par de puñetazos en la cara y este se tambaleó. Por detrás lo agarraron el conde y su hermano, que había presenciado la última parte de la escena, y apartaron a Cliff de ese hombre como pudieron.
—Hermano, por favor, no merece la pena. Está borracho —decía Ethan, intentando tranquilizarlo y sujetándolo con fuerza, pues Cliff iba a matarlo como le soltasen.
—Ethan, llévate a tu hermano antes de que lo mate… —le ordenó el conde al mayor de sus hijos y, girándose con furia, le espetó a Liam—: Usted, señor, ya no es bienvenido en esta casa. Espero no volver a cruzarme con usted en ningún lugar pero, si lo hacemos, será mejor que se aparte porque si no, lo que mi hijo quería hacerle no será nada en comparación con lo que le haga yo mismo.
señaló a la puerta y Liam Bedford salió tambaleándose como pudo. El conde apretó sus puños y, con expresión severa, miró a su esposa, sabiendo que ella se sentía igual que él, avergonzado y culpable. No solo no habían protegido a Julianna en su propia casa, sino que eran ellos los que la habían puesto en peligro. Aquella muchacha seguía siendo la niña valiente, orgullosa, generosa y honrada que le salvó la vida a su hijo. Era, sin duda, digna hija de su padre. Se sintió tan avergonzado y mortificado que pensó que, ahora, no solo le debían la vida de su hijo sino, además, una reparación por lo que le acababan de hacer. La señorita. McBeth jamás aceptaría pago o recompensa alguna por la vida de su hijo, era demasiado generosa y honrada para ello, y tampoco aceptaría compensación alguna por el daño causado, ni su orgullo ni su loable dignidad se lo permitirían jamás. Aun así, el conde se prometió a sí mismo encontrar alguna manera… Tenía que hacerlo, aquello era ahora una cuestión que iba más allá del honor. Era una cuestión de decencia.
Cliff entró en la biblioteca, agarró una de las botellas de coñac y la lanzó con furia contra la pared.
—Estaba herida, Ethan, ¡herida! Ese cobarde la ha atacado y se ha defendido ella sola. No la he protegido ni siquiera en casa de nuestro padre. —Empezaba a temblar de ira pero también de dolor—. Nosotros hemos provocado esto. ¡Yo he provocado esto! Y, ahora, nos odia… Ella me odia…
Conforme salían esas palabras de su boca, Cliff comprendió que no podía vivir sabiendo que ella lo odiaba, cualquiera menos ella. Julianna no quería volver a verlo. De golpe todo su mundo se tambaleaba.
—Cliff. —Su hermano se acercó y le puso la mano en el hombro, intentando que se tranquilizara—. Creo que tú y yo vamos a tener por fin una conversación de hermano a hermano que deberíamos haber tenido antes.
Cliff se giró para mirarlo, no entendía a qué se refería Ethan. Mientras se dirigía al mueble de las bebidas le lanzó una mirada para que se mantuviera quieto en uno de los sillones.
—Verás, hermano. Durante años, tú y yo hemos disfrutado abiertamente de los encantos y las atenciones de muchas damas, pero los dos sabíamos que no nos habíamos enamorado de ninguna de ellas. Incluso, te confieso, yo creí que en mi caso se debía a que estaba convencido de que, al ser mi obligación lograr un buen matrimonio, el amor o el enamorarme no era algo que debiera preocuparme. —Sacó el tapón de una de las botellas de cristal del mueble de la bebidas y empezó a servir dos copas mientras Cliff le miraba atónito, ¿ese era su hermano mayor?, ¿el que le animaba a hacer las mayores locuras?, ¿cuándo había madurado?—. Lo cierto es que ahora puedo, felizmente, decir que estoy enamorado y que, por suerte, mi enamorada es mi prometida. No obstante, he de reconocer que hubo momentos al principio de nuestro compromiso en los que dudaba de que eso fuese posible, sobre todo porque me negaba a admitir que mis sentimientos y deseos eran algo distinto del deber o incluso del cariño que se suponía debía sentir por la que iba a convertirse en mi esposa. Pero ahora comprendo que la quiero y que no puedo imaginarme vivir sin ella, y menos aún que alguien pudiera hacerle daño.
Cliff lo miraba atónito. Ethan le entregó su copa y ambos bebieron un sorbo. Desconcertado, Cliff preguntó:
—¿Por qué me cuentas eso ahora?
—Pues, verás. Tu caso es distinto pero, también, parecido… Padre se dio cuenta hace unos días de algo que yo he sabido desde hace diez años. Tú quieres a Julianna.
Cliff lo miró con los ojos muy abiertos. Se quedó un momento helado, pero enseguida protestó:
—Ethan, hace diez años Julianna era una niña pequeña. Sentir cariño por una niña pequeña no es lo mismo que quererla y, menos aún, que estar enamorado.
Ethan sonrió con cierta condescendencia como si esperase esa reacción.
—No te estoy diciendo que hace diez años te enamorases de aquella pequeña, sino que por entonces empezaste a quererla y que tu corazón, de alguna manera, te obligó a esperarla, como si supiese que ella era una parte de ti mismo que tarde o temprano tendrías que recuperar. Aunque, más que recuperar, sería más correcto decir reclamar, pues dudo que nunca haya dejado de estar dentro de tu corazón.
Cliff estaba atónito, no sabía qué decir aunque, conforme su hermano hablaba, su corazón parecía asentir, como si fuese ordenando cada uno de los deseos, sentimientos y anhelos que llevaban volviéndolo loco desde hacía tanto tiempo.
—Te pasaste una semana espiando a Julianna, una vez te recuperaste de tu caída, y cada vez que volvías a casa tenías más luz y claridad en los ojos. Tenías un mirada cada vez más limpia, más sincera, y aunque, por entonces, no alcanzaba a comprender del todo lo que ahora sí consigo entender porque estoy enamorado, profundamente enamorado, hermano, te conozco mejor que nadie, y ya entonces ella provocó en ti un cambio que te convirtió de golpe en un hombre. Decías que sentías una necesidad de protegerla de todos que era casi tan fuerte como la necesidad de respirar, ¿lo recuerdas?
Cliff asintió y comenzó a darse cuenta de lo que realmente le estaba diciendo su hermano. Estaba enamorado de Julianna, desde el principio era Julianna. No podría haber para él ninguna mujer que no fuese su Julianna. Había querido a Julianna niña desde el momento en que abrió los ojos y su rostro y su voz dijeron, a ese muchacho asustado de entonces, que ella lo salvaría, que estaba allí por él. Pero ahora estaba enamorado de la Julianna adulta, de sus ojos castaños, de su pelo ondulado, de su sonrisa, de su candor y generosidad, de la forma en que se defendía del mundo como si sintiese que nadie más iba a defenderla, de su fuerza y orgullo… Sí, estaba enamorado de Julianna. La había querido desde el primer instante y ese amor había ido madurando y desarrollándose del mismo modo que sus vidas.
Ethan sonreía, como si viese en sus ojos que su hermano, por fin, había comprendido los que todos sabían desde hacía tiempo. Pero Cliff bajó la cabeza. sujetándosela con las manos mientras apoyaba los codos en sus rodillas.
—Pero ahora me odia. No quiere volver a verme y con razón. La he perdido incluso antes de tenerla. Le he hecho daño, la he herido y tiene motivos más que sobrados para odiarme.
—Bueno, hermano —le dijo Ethan con el tono que solía poner cuando quería retarle—. ¿Y qué piensas hacer?
Cliff lo miró. Lo comprendió enseguida y una luz de esperanza, de repente, se abrió paso ante sus ojos. Con una sonrisa en los labios contestó:
—Pues supongo que habrá que solucionarlo ¿verdad?
Sí, tenía que recuperarla. Julianna debía estar con él y solo con él. Un deseo le recorrió todo el cuerpo y volvió a imaginarse besando a Julianna, acariciándola, desnudándola y haciéndola suya sin importar nada ni nadie más. Era su Julianna, no quería perderla, no podía perderla. Se puso de pie, parecía decidido a ir por ella inmediatamente, pero su hermano le puso la mano de nuevo en el hombro.
—Cliff, ¿no pensarás ir ahora, verdad? ¿Y tú eres el gran estratega de la familia? ¿El vencedor de toda batalla sin importar el enemigo o adversario?… A ver si va a ser verdad eso de que el amor convierte a los hombres en ciegos. —Suspiró—. Piensa que hoy estará tan asustada y enojada que no será capaz de atender razón alguna. Deja pasar el día de hoy y mañana intentaremos arreglar este enredo. Además, tal y como parecía estar al marcharse, necesita no solo serenar su ánimo, sino descansar y recuperarse.
Esto provocó en Cliff un profundo dolor en el pecho, viniéndole, de nuevo, la imagen de Julianna herida, temblando, con el rostro cubierto de lágrimas de dolor e ira. De nuevo sintió el frío y el vacío que le provocó la mirada de odio que le había lanzado. Quiso gritar como un salvaje y salir en busca de Bedford para darle una paliza que recordase el resto de sus días. Pero sería mejor no empeorar las cosas. Lo ocurrido solo lo sabían sus padres y Ethan, y cuanto menos se supiese, mejor para todos, especialmente para Julianna. Ya había soportado bastantes las miradas y susurros de la gente. Sintió dolor, rabia e impotencia. Seguiría el consejo de su hermano y trataría de arreglarlo. Tenía que arreglarlo. Julianna tenía que estar con él y solo con él y se pasaría la vida compensando cualquier pena o dolor que hubiese sufrido. Haría que olvidase cada lágrima vertida hasta ese mismo día.
—Si vuelvo a encontrarme con Liam Bedford, lo mataré con mis manos, Ethan. Advierte a su hermano de lo que ha hecho y de que a partir de ahora, si pretende que su hermano pequeño viva, ha de mantenerlo apartado de mí y de los míos. —Miró con fiereza a Ethan—. No me contendré si lo vuelvo a ver.
Julianna salió de aquella estancia con los ojos enrojecidos y con un nudo en la garganta que casi le impedía respirar. Notaba como su cuello empezaba a hincharse, así como sus muñecas, una de las cuales creía incluso que estaba rota o, por lo menos, dislocada. Al salir a la luz directa del sol, en la terraza que daba a la zona de acceso al bosque, tuvo que enjuagarse las lágrimas y ajustar sus ojos para saber exactamente dónde se encontraba. Se paró y todavía jadeante, temblando y con la cabeza saturada y abarrotada de imágenes, tuvo que decidir qué hacer en ese preciso instante. Lo primero era salir de allí sin llamar la atención. Consiguió respirar hondo un par de veces y girar un poco la cabeza a ambos lados. Aún no había comenzado el almuerzo, por lo que los invitados estaban repartidos por algunos de los salones de la mansión o en los jardines delanteros y de la zona este, justo en el otro lado. Julianna no pudo evitar sentir cierto alivio al comprobar que en esa parte aún no había nadie, así que, con determinación y paso firme, cruzó el jardín hasta llegar al bosque. Desde allí podría llegar a casa rápidamente por los senderos que cruzaban los caminos aledaños a la casa del bosque.
Justo al llegar a la zona donde comenzaba la primera hilera de árboles, Julianna no pudo evitar disminuir su marcha, tomar y soltar bruscas bocanadas de aire, respirar violentamente y, aún temblorosa, finalmente detenerse, como si estuviese intentando encontrarse a sí misma. Miró en derredor sin ser del todo consciente de lo que la rodeaba. Por un segundo se alegró de que Amelia se hubiese marchado antes, ya que la sola idea de haber tenido que buscarla por los jardines para regresar le hubiese supuesto una tortura y otra nueva humillación.
Apenas recordaba el camino de regreso. Justo al tocar el pomo de la puerta se dio cuenta de que no recordaba nada de cómo había regresado, del camino que había tomado, ni siquiera entendía cómo había podido encontrar el sendero, ya que nunca antes había recorrido esa zona en sus paseos por el bosque. Pero sí era consciente de que lo había hecho corriendo, sin detenerse ni para tomar aliento. Al girar el pomo pensó de nuevo en Amelia y en lo que pensaría si la viese en ese estado. Se asustaría sin remedio, y Julianna no se creía capaz de buscar excusas ni de entablar una conversación racional con ser humano alguno. Intentó entrar sin hacer ruido, esperando que se hubiese acostado como le prometió que haría justo antes de subirse a aquel carruaje.
Se detuvo unos segundos debajo del umbral de la puerta principal y, al no escuchar ningún ruido, supo que Amelia estaba acostada o, por lo menos, en su habitación y, salvo que ella fuera a buscarla, no notaría aún su regreso. Con sumo cuidado subió las escaleras con pasos un poco vacilantes, lo que hacía que se balancease un poco, obligándola en un par de ocasiones a apoyarse en la pared, siendo de nuevo consciente del dolor de una de sus muñecas. Ahora estaba segura de que no estaba rota, pero sí demasiado magullada como para moverla con soltura. Al llegar a su habitación, se encontró de frente con su imagen reflejada en el espejo y se echó a llorar. Pero, en esta ocasión, era un llanto descontrolado, de miedo, de puro terror. No podía dejar de mirar su propia imagen. Su vestido estaba totalmente empapado y sus zapatos llenos de barro. Ni se había dado cuenta. Debió de cruzar el bosque tan apuradamente, tan desesperadamente, que ni recordaba haber atravesado alguno de los pequeños riachuelos ni las zonas de los caminos con barro. Tenía los brazos enrojecidos e incluso parecía que empezaban a amoratarse. En el cuello tenía claramente la marca de la mano de ese hombre, y un corte bastante profundo que volvía a sangrarle, lo que la obligó a detenerse de nuevo en su vestido y ver que tenía toda la parte delantera con manchas de sangre y algún desgarro que ni siquiera había notado.
Empezó de nuevo a temblar y, por inercia, se dejó caer sobre sus rodillas, intentaba abrazarse a sí misma, pero enseguida vio que uno de sus brazos le dolía en exceso. A los pocos segundos se dejó caer del todo en el suelo, quedándose sentada, con la espalda apoyada en la puerta de su dormitorio, mirando, sin saber muy bien por qué, su secreter.
Se quedó allí aturdida, dolida… En su cabeza y en su corazón empezaron a brotar todas las imágenes, los recuerdos, las voces, las historias, los acontecimientos lejanos y también los más recientes. Toda su vida. Debieron pasar varias horas, porque sentía el cuerpo tan dolorido y entumecido que le costó incorporarse. Cuando estuvo en pie, miró a su alrededor como si buscase algo, pero no sabía lo que era. Quizás una señal, un atisbo de luz. Fue entonces cuando divisó sobre su secreter su señal: la última carta de su tía Blanche.
—Tía Blanche… tía Blanche…
Supo entonces lo que debía hacer. Tenía que vaciar esa casa, de inmediato. No permanecería allí ni un día más, pero tendría que ir a algún sitio y ninguno mejor que junto a su tía Blanche.
—Sí, sí. Será lo mejor, adelantaré el viaje. Nos iremos mañana a primera hora a Cork y, una vez allí, tomaremos el primer barco a Londres. Cuando lleguemos al puerto de Cork, enviaré aviso para que sepa que vamos de camino. —La mirada de Julianna parecía por fin recobrar consciencia, retomar la realidad de donde estaba—. Sí, eso haremos —dijo con determinación.
Se miró en el espejo e inhalando aire de manera abrupta, como si con ello estuviese inhalando fuerza y valor, decidió limpiarse las heridas y ocultárselas a Amelia y al resto del mundo. Se pondría un vestido de mangas largas y, en el cuello… Bueno, buscaría un pañuelo o un chal. Debía cambiarse y recoger todo lo que en esa casa pudiese dejar la más mínima señal o constancia de su paso por ella. De pronto, una punzada en el pecho le hizo ser consciente de que, durante unas pocas semanas, ese había sido su primer hogar y de que en él, realmente, se había sentido bien, incluso feliz. Pero no, no debía pensar eso, ahora no. Tenía que enfrentarse a la verdad y hacerlo rápidamente, marcharse lejos de inmediato, dejar todo aquello atrás.
Antes incluso de moverse tomó la determinación de que al llegar le contaría a su tía todo lo sucedido, pero solo a ella, únicamente a ella. Sin su padre a su lado, ella era la única persona en la que podría encontrar algo de consuelo o comprensión y, desde luego, sabía que podía confiar en Blanche sin reservas, aunque no entendía cómo era posible, ya que su relación era meramente epistolar. Pero, aun así, tenía esa certeza, sabía que era así, lo sabía. Su tía Blanche era la única persona en la que podía confiar y, sin duda, la apoyaría.
Durante las siguientes horas fue, habitación por habitación, recogiendo todo lo que le perteneciese y guardándolo con cuidado en los baúles. Intentó no hacer ruido alguno para no despertar a Amelia, que hacía ya un buen rato estaba dormida profundamente. De ello se cercioró antes de empezar a embalar las cosas. Dejó para el final la cocina, ya que esperaba recogerla a primera hora de la mañana, tras informar a Amelia de que se irían de inmediato.
En cuanto se levantase, mandaría a Amelia a la parada de postas a comprar dos billetes para el coche que salía a Cork a las once de la mañana y, después, a dar aviso a dos de los hombres de la parada para que, de inmediato, y antes de esa hora, llevasen un carro y recogiesen todas sus cosas para que fuesen enviadas directamente al guardamuebles del puerto de Cork, donde más adelante enviarían a recogerlas. Amelia y ella viajarían solo con lo necesario.
Preparó dos misivas que dejaría en la puerta de la casa. Una, para el señor Pettiffet, informándole de la conclusión inmediata del arriendo de la casa aportando, además, el dinero correspondiente al tiempo que había permanecido ocupándola y las llaves del lugar. Y otra para el señor Cartem, despidiéndose de él, agradeciendo su amabilidad y el trato que le había dispensado en ese tiempo y enviándole sus mejores deseos para él y su familia, así como algo de dinero por su ayuda. Meditó por unos minutos acerca de enviar aviso de su partida a su hermano o a las hermanas de Saint Joseph, pero comprendió que, al primero, no podría informarle de su partida sin especificarle cuál iba a ser su destino. Si le decía que iría a casa de la tía Blanche, haría lo imposible para impedir que se marchara y, en ese momento, Julianna no tenía ya fuerzas suficientes para enfrentarse a nada ni nadie más. Y, respecto a las hermanas, comprendió que sería a ellas a las primeras que irían a buscar sus hermanos para averiguar dónde estaba, una vez se dieran cuenta de su partida, así que decidió que lo mejor era dejarlas al margen, aunque le dolía no poder despedirse de los niños y de algunas de las hermanas personalmente. Dejaría las dos bolsas del dinero ganado con sus pasteles en la tienda del señor Burton antes de partir, indicándole que llevase a los niños del orfanato, una vez por semana, fruta fresca y algunos dulces. Podía confiar en que el señor Burton cumpliría su encargo y que no le insistiría pidiéndole información si ella no quisiere dársela. Una vez se supiera a salvo, encontraría un medio de hacer llegar mensualmente al señor Burton un poco de dinero para que abasteciese al orfanato de algunas cosas.
Acababa de terminar ambas cartas cuando entró Amelia en la cocina. Con un tono lo más tranquilizador posible le dio los buenos días.
—Amelia, ¿cómo te encuentras? Tienes mejor aspecto…
Amelia la miró, sorprendida de verla sentada rodeada de papeles tan temprano, ya que ni siquiera había empezado a amanecer.
—Muy bien, no sé lo que me ocurrió, le pido disculpas…
Antes de que continuase, Julianna la interrumpió:
—No te preocupes. Por favor, sírvete una taza de té y siéntate un momento conmigo. Tenemos que hablar de algunas cosas.
Amelia abrió los ojos de par en par, notando, entonces, lo serio del semblante de Julianna. Una vez hubo tomado asiento frente a ella con una taza de té entre las manos, los ojos de Amelia se dirigieron horrorizados al cuello de Julianna donde se le veía parte del morado y de la herida. Con tanto ajetreo a Julianna debió caérsele, en algún momento, el pañuelo que se había anudado antes para cubrírselos.
—¿Está herida? —La cara de Amelia al hablar lo decía todo.
—Amelia, por favor, te lo ruego, no te asustes ni te preocupes. Estoy bien. —Intentaba parecer tranquila, aunque notaba que su voz temblaba un poco—. Es un poco complicado de explicar ahora, por lo que te rogaría, por favor, dejemos la explicación de lo acontecido para más adelante. Pero no es de eso de lo que hemos de hablar.
Julianna tuvo que pararse para tomar aire y beber un poco de té, pero continuó:
—Amelia, ante todo has de prometerme ahora mismo que guardarás en secreto los planes que tengo para las dos… Bueno, para las dos si es que aceptas venir conmigo, claro…
Amelia la miraba todavía con el rostro algo desencajado, pero asintió.
—Sí, sí. Le prometo que no diré nada.
Julianna le sonrió, intentando parecer de nuevo lo más relajada posible.
—Verás. Tengo una tía, hermana de mi padre, con la que nadie sabe que mantengo un contacto epistolar. Me invitó, hace tiempo, a pasar una temporada con ella. Hace tiempo había pensado que tú y yo fuésemos juntas a su casa de Londres… Eso iba a ser dentro de unas semanas… Sin embargo, por circunstancias que, lo siento, no te puedo explicar ahora mismo, he decidido adelantar el viaje. He pensado que, a lo mejor, te gustaría acompañarme, no como dama de compañía, sino más como una hermana, , si gustas, ya que es así como te considero, pero has de saber que no sé cuándo regresaremos…
Por unos segundos Julianna esperó la respuesta de Amelia. No quería forzarla a acompañarla, pero esperaba que no decidiese regresar a Saint Joseph, porque las hermanas acabarían enviándola a trabajar de criada a alguna casa y eso no era lo que ella quería para Amelia.
Tras una pausa, Amelia contestó:
—¿Me llevaría con usted? ¿Como… como su hermana? ¿De verdad? —Sus ojos se le llenaban de lágrimas.
—Amelia, has de comprender que la asignación de mi padre me permitirá, bueno, nos permitirá vivir sin grandes lujos, pero, al menos, sin la preocupación de depender de nadie, siempre que seamos sensatas, claro.
De nuevo Amelia la miró como si le estuviese regalando el mundo.
—¿Su tía permitirá que me quede con usted en su casa?
—Le escribí preguntándoselo hace tiempo y, como podrás comprobar, mi tía es alguien especial. Creo que se parece a mi padre. Es muy generosa y, por lo que he podido comprobar, amable y cariñosa. No solo me dio su permiso, sino que te invitó especialmente a quedarte en su casa en calidad de huésped.
Amelia se quedó como una verdadera estatua. Julianna la miró esperando una respuesta antes de continuar a explicarle el resto de sus planes.
—¿Amelia?
—¡Sí, sí, sí! Gracias, gracias, pero ¿cómo se lo podré agradecer? ¿Qué puedo hacer?
Julianna de nuevo la interrumpió, pero esta vez sonriendo sinceramente.
—Amelia, lo primero que vamos a hacer es tutearnos ambas. ¿No crees que llamarme Julianna sería más apropiado siendo ahora hermanas? —Amelia se sonrojó, pero asintió sonriendo—. Bien. Pues, si te parece, vamos a centrarnos en lo más inmediato porque nos urge hacer muchas cosas y no tenemos apenas tiempo.
Julianna, de repente, se sintió como un militar arengando a las tropas, pero no podía pararse a pensar, no podía pararse a sentir nada, no, en ese momento. No podía permitírselo, porque se vendría abajo y ya no podría reaccionar.
Amelia se incorporó un poco, poniéndose algo más firme en su silla, como señal de que estaba preparada. Parecía haber notado el tono urgente y decidido de Julianna y se dispuso a estar a la altura. No podía fallar a quien tan bien la había tratado, a quien le acababa de decir que la consideraba una hermana. Por fin tenía una familia y no le fallaría.
Julianna le explicó los detalles que consideraba necesario que supiese. No le dijo el nombre exacto de su tía y otras cosas, pues creía que la mayoría de las cosas que ella debía saber podría contárselas con tranquilidad y con la cabeza fría en el barco camino de Londres. De momento, solo necesitaba saber lo importante y lo que debían hacer antes de partir definitivamente ese día, ya que apenas quedaban cinco horas antes de la salida del coche de postas que deberían tomar y, todavía, había muchas cosas que acabar.
De nuevo, le hizo prometer que no contaría nada a nadie, ya que, hasta que estuviesen en Cork, ambas debían de ser muy discretas para que no se supiese que ambas se habían marchado ni su destino. Amelia no solo volvió a prometerle no decir nada, sino que un momento antes de ir a por los billetes se paró frente a Julianna, le dio por sorpresa un beso en la mejilla y le dijo, con una gran ternura, que ella también la quería como una hermana, y que confiaba en ella como nunca antes había confiado en nadie, porque desde que vivían juntas sentía que tenía un hogar. Desde ese instante, Julianna supo que ahora había dos personas en las que podía confiar incondicionalmente: su tía Blanche y Amelia. De cualquier modo, debía tener cuidado porque aún era muy niña y sentía que debía protegerla como a tal y no cargarla con responsabilidades o con sus temores.
Llevaban casi una hora sentadas en el coche de postas. Amelia miraba por la ventana, parecía tranquila y también esperanzada, como si ese fuese el viaje a una nueva vida. Julianna también lo sintió así, pero estaba demasiado cansada como para mostrar entusiasmo, y demasiado dolorida. Volvía a tomar conciencia de lo magullado que tenía el cuerpo y, sobre todo, el corazón. Retrocedió mentalmente a todo lo que había hecho esa noche y esa mañana. Recordó el dolor al cerrar la puerta de la casa a la que no regresaría nunca, el dolor de dejar el jardín y el huerto en el que tanto habían trabajado. Recordó lo que pensó al ver como todas sus cosas eran subidas a un carro por unos hombres, sin saber cuándo podría volver a tenerlas en una casa que ella pudiera considerar suya. Recordó cuando dejaron atrás el cruce que llevaba al pueblo, el paso de los campos amarillos de los trigales y los maizales a los campos verdes y lo que suponía ese cambio, el abandono de ese horizonte, de ese paisaje que había formado parte de su infancia, de la vida junto a su padre. Sintió una terrible sensación de vacío y su garganta seca al no saber cuándo regresaría, incluso si alguna vez lo haría. Notó algunas lágrimas recorriendo sus mejillas, que se apresuró a secar antes de que las viese Amelia.
No había conseguido dormir ni siquiera unos minutos, a pesar del cansancio. No lograba alejar la imagen de Cliff acercándose a ella en la mansión. Al cerrar los ojos, esa imagen la llevaba a un ataque de ira y de dolor por igual. Al llegar a Cork, ya era noche cerrada. El cochero les indicó dónde dirigirse para adquirir los pasajes del barco a Londres, pero, dada la hora que era, se dirigieron a la posada que les recomendó. Gracias al cielo les quedaba una habitación libre. Julianna no se veía capaz de dar ni un paso más arrastrando la maleta y ese cansancio que cada vez era más acusado. Sin apenas probar bocado, acabó exhausta en la habitación, rogando porque el barco que salía a media tarde del día siguiente tuviese aún pasajes disponibles.
El cochero también les informó, antes de marchar, que al día siguiente, a primera hora, salía una rápida goleta de mercancías con destino a Londres y que, la mayor parte de las veces, era utilizada por los comerciantes locales para el envío de correos o misivas urgentes. Julianna redactó una breve nota para su tía Blanche informándole de su inmediata llegada y, solicitando a uno de los meseros que se la entregara al capitán de esa goleta, cruzó los dedos para que llegara pronto a manos de su tía, al menos, antes de presentarse ante ella en la puerta de su casa.
Estaba tan cansada que, nada más apoyar la cabeza en la almohada, todo a su alrededor desapareció cayendo en un profundo sueño, del que solo despertó cuando Amelia le avisó que había amanecido. Sin probar el desayuno, salvo una taza de té, Julianna y Amelia se dirigieron al puerto para adquirir los pasajes y, tras preguntar a varios de los marineros y estibadores del puerto, lograron dar con la embarcación que esa tarde partía a Londres. Al subir la barandilla de acceso a la cubierta para preguntar por la posibilidad de viajar en ella, Julianna no paraba de murmurar:
—Que haya pasajes. Por favor, que haya pasajes.
—¿Señorita McBeth? —Se acercaba hacia ella el contramaestre—. Acaban de comunicarnos que uno de los pasajeros no llegará a tiempo de subir a bordo por lo que, si no les importa compartir camarote y cama, podríamos acomodarlas en la zona de babor.
Julianna suspiró de sincero alivio y, tras darle las gracias, se dirigieron a la posada a recoger su bolsa, pagar la cuenta y pasar por la consulta de uno de los médicos locales, pues las heridas de Julianna parecían molestarle en exceso. Aunque la verdadera razón era que no quería llegar con un aspecto demasiado alarmante a la casa de su tía, más aún cuando las rojeces habían dado paso a unos moratones excesivamente visibles y la muñeca necesitaba ser vendada debidamente, por temor a que le quedase una lesión permanente.
A los pocos minutos de zarpar, Amelia se sentía realmente mareada. Tras tomar una copa de un líquido recomendado por uno de los oficiales, Julianna la ayudó a regresar al camarote que les habían asignado y la dejó descansar.
En la cubierta, con el viento de mar abierto y ese agradable olor a sal, a mar, pero sobre todo a libertad, Julianna empezó a tomar conciencia de su nueva situación. Pasase lo que pasase, no regresaría al que, hasta ese momento, había considerado su hogar, su pueblo, sus vecinos. «De todos modos, nada me espera ya allí. No es ya mi hogar. No tengo nada ni nadie a lo que regresar». Suspiró al tiempo que notaba como se le humedecían los ojos. «No, no. No vas a llorar. Has de ser fuerte. Papá ha de sentirse orgulloso de ti. Has de enseñarle que puedes salir adelante, que puedes y que vas a luchar».
No conseguía quitarse esa opresión en el pecho que la acompañaba desde el mismo instante en que salió corriendo de la mansión y, ahora, allí, respirando hondo en la cubierta del barco, frente al mar, parecía todavía oprimirle aún más. Sacudió la cabeza e intentó inhalar tanto aire como le fuese posible, pero cuanto más lo hacía, más angustiada se sentía. «El pasado es el pasado. Has de dejar todo y a todos atrás, Julianna, has de…». Se apretó instintivamente el pecho con la mano, como si con ello se protegiese el corazón de la imagen que la atormentaba, la imagen de Cliff en el bosque, besándola. «No, no… Has de dejarlo todo atrás, especialmente a él». Julianna seguía sin comprender por qué se había comportado con ella de ese modo. «Si solo se sentía en deuda conmigo, si lo único que quería era exhibirme frente a candidatos aptos para el matrimonio, ¿por qué me besó?». A pesar del enfado y de la incomprensión, recordar esos instantes en el bosque la llevaban a notar de nuevo su piel ardiendo, su cuerpo excitándose por el mero recuerdo del beso, de su tacto, de su aliento cálido y sensual sobre su piel. No lograba entenderlo a él, pero tampoco a sí misma. Era la persona que más daño le había provocado jamás. Un daño que no alcanzaba a comprender y del que difícilmente se recuperaría y, aun así, seguía sintiendo aquella salvaje oleada de deseo, de sentimientos, de… «¡Ni se te ocurra!», se ordenó, «¡Ni se te ocurra decir amor! Eso no puede ser amor. ¡No lo es! Yo soy ingenua e inexperta y seguro que solo estoy atolondrada por cómo me miraba, por tener a un hombre tan guapo y experimentado coqueteando conmigo… Sí, sí, solo es eso. Un aturdimiento pasajero. El capricho de una niña boba». Necesitaba creerlo, necesitaba, desesperadamente, creer que no era más que eso porque, de lo contrario, no se recuperaría jamás.
Se pasó prácticamente todo el viaje en cubierta. Realmente le gustaba estar en alta mar, miraba a los marineros, a los oficiales, y hubo momentos en que envidió esa vida. Sabía de la dureza del mar por lo que su padre le contaba de su juventud, de la época en la que trabajó como pescador, de la crueldad oculta del mar, pero también recordaba como le describía los momentos de pura y verdadera belleza, la sensación de libertad, las estrellas y la camaradería. Reconoció a su alrededor algunas de esas cosas y casi pudo imaginarse viviendo así. No le desagradaba esa idea, recorrer mundo, ver distintos lugares, costumbres, gentes, y levantarse con esa asombrosa luz que la rodeaba y acostarse bajo aquel increíble cielo repleto de luces tan brillantes como los más puros diamantes. Aun estando tan cerca de la costa, y al pensar que las sensaciones tenían que ser más vívidas en mar abierto, sentía la emoción de lo que debían ser todas aquellas sensaciones.
Al menos, esos dos días en el barco permitieron mitigar y alejar un poco la opresión de su pecho y, aunque la seguía notando ahí, ahora ya parecía permitirle respirar sin tanto esfuerzo.
Julianna estaba de pie junto a Amelia, en medio de uno de los embarcaderos del puerto de Londres, con su maleta entre ellas, cuando un lacayo, elegantemente vestido, se inclinó frente a ella y preguntó con un tono cortés:
—¿Es usted la señorita McBeth?
Julianna lo miró con la sensación de que el hombre estaba seguro de que era ella a quien buscaba y que preguntaba por mera cortesía.
—Lo soy.
Él volvió a inclinarse, pero en esta ocasión para coger la bolsa que había entre ellas, y continuó:
—Permítanme. La señora viuda de Brindfet las espera en el coche.
Hizo una leve seña en dirección al carruaje más elegante que Julianna había visto en su vida. Julianna se sintió de golpe nerviosa por conocer en persona a esa tía a la que quería, especialmente, porque se había formado una imagen de ella durante aquellos años, en gran medida, sobre la base de los recuerdos, nada objetivos, de su propio padre. Sintió, además, un profundo alivio y agradecimiento por que hubiera ido a buscarlas, ya que al bajar del barco tuvo la sensación de encontrarse perdida en medio de la más bulliciosa y peligrosa ciudad del mundo.
Una vez frente a la puerta del carruaje, otro lacayo la abrió y salió una hermosa mujer de pocos años menos que los que tendría su padre. Tenía una elegancia y una suavidad de movimientos que solo una gran dama podría mostrar. Por un momento, Julianna dudó que fuese su tía, ya que su padre y ella eran de origen humilde, y aquella mujer desprendía clase y elegancia por cada poro de su piel como si fuese algo innato. No obstante, la duda le duró solo un segundo, el tiempo que le llevó alzar la vista y posar los ojos en su rostro. Julianna se vio a sí misma en ese rostro. Era la versión elegante, con gracia y clase, de sí misma. Era su tía, sin duda. Tenía sus ojos, los ojos de su padre, el gesto de sus labios… pero aquella mujer era una gran dama.
Antes de tener tiempo para reaccionar, Julianna se encontraba en los brazos de esa señora. Era un abrazo cálido, cariñoso, era… familiar. Tan agradable que Julianna notó como le temblaban las piernas, como su fortaleza iba desapareciendo sin remedio
—Mi querida niña, ¿cómo estás? Recibí tu mensaje y me preocupé. ¿Estás? ¿Estás? —Por un momento su melodiosa voz, su tono cariñoso y tranquilizador le trajo a la memoria la voz y la ternura de su padre—. Mi pequeña, creo que estás agotada —concluyó cuando, tras separarse de ella, la observó con gesto preocupado. Sin embargo, levantó la mirada por encima del hombro de Julianna y, alargando el brazo como invitándola a recibir también un abrazo, señaló—: Y tú, pequeña, debes de ser Amelia. —Sin darle oportunidad de reaccionar, le sonrió y la abrazó—. Amelia, querida, estás muy pálida.
Julianna alcanzó a decir:
—Tía Blanche, Amelia no ha descansado nada en el viaje. Ha estado indispuesta desde que zarpamos y debe estar agotada.
—¡Qué desconsiderada soy! Las dos debéis estar agotadas. Vamos a casa. Allí comeréis, tomaréis un baño caliente y dormiréis hasta recuperar las fuerzas. Ya habrá tiempo de charlar con tranquilidad. Tenemos todo el tiempo del mundo para ello.
Volvió a sonreír e hizo un gesto al lacayo para que las ayudase a acomodarse en el carruaje.
Amelia intentó por unos minutos prestar atención a todo los que sucedía fuera, pero finalmente el cansancio pudo con ella y se quedó adormilada con el bamboleo del carruaje. Julianna miraba asombrada a su tía. Tenía una mirada cálida, reconfortante, y una sonrisa que desarmaría a un ejército, sincera y amigable. Y, sobre todo, un porte digno de una reina. Se parecía tanto físicamente a ella y, sin embargo, eran tan distintas.
—Tía Blanche… Le debo una disculpa por presentarnos así. Imagino que habrá sido…
Su tía la interrumpió, inclinándose un poco hacia ella y poniendo su mano sobre la de Julianna. Desde luego le había visto las marcas de los brazos y del cuello ,por lo que Julianna iba a explicarse, pero, justo cuando iba a empezar a hablar, de nuevo la interrumpió, recordándole, otra vez a su padre, puesto que parecía leerle la mente solo mirándola a los ojos:
—Querida. —Hablaba en un tono muy suave, como si no quisiese despertar a Amelia—. No hay nada que decir que no pueda esperar a mañana. Ahora estás a salvo, en casa, tu casa. Nos ocuparemos de todo mañana.
Julianna la miró, conseguía tranquilizarla con su sola presencia y era tan agradable, casi maternal, que quiso dejarse llevar, pero tenía tanto que decirle, tanto que explicarle.
—Gracias, tía Blanche… Pero… —Le costaba por primera vez en su vida encontrar las palabras adecuadas—. Creo que sería mejor que le contase todo lo que nos ha ocurrido y…
De nuevo la refrenó:
—Sincera y directa como Ti, te pareces demasiado a tu padre y a mí. Está bien, cariño, si lo crees necesario, pero podemos esperar a que comáis y que os deis un baño para relajaros un poco. Podemos hablar con calma cuando dejemos a la pequeña en su cama. —Miró de reojo a Amelia.
Julianna asintió y se dejó invadir otra vez por esa sensación de seguridad y protección. Se apoyó sobre el respaldo y se limitó a mirar por la ventanilla del carruaje. A pesar del bullicio que las rodeaba, ella no veía y no oía nada, estaba tan aturdida y exhausta como Amelia.
El carruaje se paró y su tía anunció que habían llegado. Cuando se abrió la portezuela, la mano de uno de los lacayos se puso delante para ayudarlas a bajar. Una vez fuera, Julianna se quedó asombrada por la mansión ante la que se hallaban. La expresión de su cara debió ser tal que su tía le dijo, casi al oído:
—Querida, mi difunto esposo era un comerciante de mucho éxito. Ya habrá ocasión más adelante para detalles…
Se giró para dar instrucciones a un mayordomo y a unas doncellas que aparecieron ante ellas como por arte de magia.
La casa era de tal suntuosidad que tanto Amelia como Julianna no podían dejar de mirarlo todo. Las fueron llevando por varias salas, hasta llegar a un salón que daba a un jardín lleno de árboles y flores exóticas de infinidad de colores y que, incluso desde la distancia, emanaban una fragancia embriagadora. En el salón, estaba preparada una mesa con comida y junto a ella había varios sirvientes preparados para servirla.
—Queridas, antes de pasar a vuestros dormitorios, ¿por qué no comemos un poco? Necesitáis recuperar fuerzas, y lo primero es alimentar vuestros cuerpos antes de llevar vuestras mentes a reposar.
Su tía estaba ya a la altura de una de las sillas que el lacayo retiraba tras ella para ayudarla a sentarse, y lo mismo hicieron Julianna y Amelia, como hipnotizadas por sus movimientos y la tranquilidad y familiaridad que desprendía. Lo cierto era que parecían dos niñas pequeñas dejándose guiar y obedeciendo como corderitos las instrucciones que les iban dando. Julianna parecía relajarse, dejando que, por una vez, fuese otra persona la que se preocupase. Además, se sentía extrañamente reconfortada por su tía y por la amabilidad y candor que irradiaba.
Una hora más tarde se encontraba metida en una enorme bañera con agua caliente espolvoreada con unas sales que desprendían un aroma embriagador, dulce y fresco. Encima de la cama había un bonito camisón con una bata que su tía debía haber comprado para ella hacía semanas. Sin duda alguna, era tal y como su padre la había descrito. Generosa, desprendida, amable y cariñosa. Siempre le decía que su hermana tenía un don para juzgar a los demás y que, si consideraba que eras merecedor de su cariño o su aprecio, no escatimaba en el mismo y entregaba, sin reparos, a esa persona su lealtad y afecto sin esperar nada a cambio. Pero, por el contrario, despreciaba la falsedad, la avaricia, la hipocresía y la crueldad, y despreciaba, por encima de todas las cosas, a aquellos hacían gala de tales defectos. De hecho, su padre sabía el mal concepto que tenía de sus tres hijos mayores, y aunque él los quería, era muy consciente del carácter de estos y no podía defender su comportamiento y, menos aún, las intenciones de los mismos respecto a su hermana Blanche, cosa, además, ella no perdonaba ni olvidaba. Aunque lo que Julianna no sabía era que la animadversión que ella sentía hacía sus hermanos se debía no solo a la debilidad y malicia de sus caracteres, sino, especialmente, al trato que dispensaban a la pequeña Julianna y a su propio padre, al que no dudaban criticar y menospreciar a la menor ocasión. Razón esta por la que, en la última visita de uno de ellos a su casa de la costa, su tía les pidió que dejaran de visitarla, ya que en su casa no toleraría en modo alguno el desprecio y la ingratitud de los muchachos hacia un padre que se había sacrificado siempre por ellos. Y menos cuando el objeto del desprecio era su adorado hermano Ti, el hermano que tanto la quiso y tanto cariño le había dado en su infancia.
Lo que Julianna tampoco sabía es que su tía se había cuidado mucho de que sus hermanos no supieran cuál era, realmente, su posición económica. Ellos, al igual que Julianna hasta entonces, creían que su difunto esposo le había dejado una cuantiosa suma, lo que le permitiría una vida acomodada y exenta de ciertas preocupaciones, pero desconocían la verdadera fortuna de su tía. Era una mujer muy inteligente, precavida en lo que asuntos serios concernía, y sabía cómo evitar ciertos peligros, de eso empezaba a ser muy consciente Julianna.
Una vez vestida con ese bonito camisón, que a Julianna le pareció la prenda más suave que había tocado su cuerpo hasta entonces, y con la bata puesta, dudó si bajar a ver a su tía o esperar a que ella subiese, porque no le parecía decoroso recorrer la casa así vestida, y porque la mansión era tan grande que pensó que acabaría deambulando por ella sin rumbo fijo.
De nuevo tuvo la sensación de que su tía era adivina, porque llamaron a la puerta y enseguida apareció con sus elegantes andares y esa sonrisa que desarmaba a Julianna. Era tan cálida y acogedora que de inmediato respondió a su vez con una sonrisa.
—Veo que ya estás un poco mejor. Tienes mejor cara, y, por fin, veo un poco de brillo en esos preciosos ojos, querida.
Hablaba en un tono tan amable y cariñoso que producía un efecto inmediato en Julianna. Le recordaba tanto a su padre que parecía tener una parte de él a su lado.
—Tía Blanche, es demasiado generosa. No debe tomarse tantas molestias, y este camisón… Nunca podré agradecerle… Gracias.
Empezó a tocar con suavidad, algo temblorosa, las cintas que ataban la bata, y las miró como avergonzada, casi llorosa. Su tía se acercó y la volvió a abrazar.
—Julianna, eres mi familia y, por si no lo sabes, no solo eres la hija de mi hermano Ti y su viva imagen, sino que, además, hace muchos años que te considero una hija. En una ocasión, le pedí a tu padre que me permitiese hacerme cargo de ti, que vivieses conmigo casi como madre e hija, pero tu padre te quería demasiado, eras su alegría y no podría haber dejado que crecieras lejos de él. No lo culpo, al contrario, lo entiendo, como también entiendo que no me permitiera darte… Bueno, me dejaba enviarte algunos regalos de vez en cuando… Pero nunca lo reprendí por ello, más bien lo contrario. Tu padre y yo, y creo, mi pequeña, que tú también, éramos iguales. Orgullosos, testarudos, demasiado obstinados para admitir nada que no nos hayamos ganado.
Levantó la mirada parecía recordar cada instante junto a su hermano y provocó en Julianna una sensación maravillosa de comprensión porque, por fin, alguien parecía entender lo mucho que lo echaba de menos y el inmenso amor y respeto que tenía hacia él, el hombre más bueno y cariñoso del mundo.
Estaba muy asombrada por la revelación de su tía y, emocionada y con una lágrima corriendo por la mejilla, solo alcanzó a decir:
—Gracias, tía. No creo que nadie pueda halagarme más y mejor que diciendo que me parezco a papá. Ojala sea cierto… Aún lo echo tanto de menos… ¿De verdad quería que viviese con usted? Papá nunca me lo mencionó, aunque, si soy sincera, creo que no hubiese podido vivir lejos de él, aunque me habría encantado venir a visitarla y conocerla mejor. Usted también se parece tanto a él.
Su tía la abrazó mientras le decía cariñosa:
—Lo sé, cariño. De pequeña no me despegaba de él. Quería parecerme a él en todo, lo imitaba… Eran otros tiempos, desde luego, pero parece que fue ayer cuando me traía a casa sobre sus hombros… Bueno, supongo que ambas lo echamos de menos, pero, ahora, nos tenemos la una a la otra, ¿no es cierto? —Se apartó y le puso ambas manos en la cara con una gesto muy maternal y agregó—: Bueno y a Amelia… Ahora tengo dos preciosas hijas. —Sonrió mientras a Julianna aún le caían lágrimas de emoción, incapaz de decir ni una sola palabra.
—Está bien, está bien, pero… vamos a sentarnos junto al fuego y nos ponemos al día. Has de contarme muchas cosas y lo mejor es que estemos tranquilas —dijo, arqueando las cejas y mirando los moratones de las muñecas y del cuello.
Julianna suspiró y, sin proponérselo, en cuanto se acomodaron junto a la chimenea empezaron a salirle las palabras, el relato de todo lo ocurrido, como si fuese la historia que se le cuenta a un niño antes de dormir. Comenzó casi desde el principio, desde la noche en que ayudó al conde de Worken a encontrar a su hijo herido. Su tía escuchó paciente, sin sobresaltarse, sin soltarle la mano y con expresión dulce, aunque por algunas de sus miradas supo que conocía algunos de los hechos que le narraba. Julianna habló y habló y, en algunos momentos, lloró y sollozó. Sin embargo, conforme salían las palabras de su boca, también salían de su cuerpo parte de su angustia y su pesar. Solo se guardó para sí un detalle que no quiso revelar a su tía, aunque no sabía realmente por qué, y fue el beso en el bosque y, sobre todo, lo que le había hecho sentir.
Al finalizar, su tía esperó unos minutos a que Julianna recobrara el aliento y quizás también un poco de paz. Después le habló con una voz tan calmante como la de una madre arrullando a su hijo pequeño, tranquila y mirándola fijamente.
—Julianna, querida. Durante todos estos años, he estado en contacto no solo contigo, sino también con tu padre. Te conozco casi tanto como él, porque eras su mayor orgullo y el centro de cada carta que recibía suya. No puedo ocultarte que muchas de las cosas que me has contado las conocía a través de las propias palabras de Ti. Creo que obró correctamente en cuanto al conde, a su hijo, su proposición e incluso en mantenerte al margen de todo, ya que con ello no pretendía sino protegerte y, sobre todo, permanecer fiel a sí mismo y a su propio honor.
Julianna la escuchaba paciente e iba comprendiendo que su tía, sin ella saberlo, había formado parte de su vida de una manera más intensa de lo que creía y, a su modo, también la había querido y protegido desde mucho antes.
—Creo, no, estoy convencida, de que has hecho lo correcto al venir aquí y, desde luego, a partir de ahora has de tener la seguridad de que no estás sola, de que lo que te ocurra a ti me ha de ocurrir a mí.
Julianna la miraba agradecida y, sin que hiciera falta que se lo dijese, su tía lo sabía.
—Creo, también, que mi hermano estaría de acuerdo conmigo en lo siguiente. —Tomó aire y empezó a hablar con una serenidad que dejaba a Julianna anonadada, pero también esperanzada en que a partir de ahora las cosas irían bien—. Ya antes de recibir tu mensaje de ayer, había hecho planes para ti y, si tú estás de acuerdo, podremos seguir adelante con ellos. Por favor, déjame explicarlos, así como exponer las razones de los mismos, antes de tomar una decisión. Además, conociendo a tu padre, estoy convencida de que, sabiendo que iba a faltarnos a ambas, daría su aprobación a los mismos.
Julianna se limitó a asentir.
—Julianna, en cuanto llegases, iba a pedirte que te quedases conmigo, que vivieses conmigo. Sé cómo son tus hermanos y cómo era vuestra relación. Además, has de saber que eres mi única heredera y, como tal, ahora eres una rica heredera, porque, a pesar de sus intentos, tus hermanos no recibirán ni un penique del dinero de mi difunto esposo. No está en mi ánimo buscar su perjuicio, por supuesto, pero, desde luego, tampoco su beneficio a mi costa.
Julianna la miró asombrada y no pudo sino interrumpirla, aunque la voz le salía entrecortada:
—Tía Blanche, yo no quiero su dinero. Mi padre me ha dejado una asignación con la que viviré muy dignamente. Además, mientras no me case o no pida la independencia legal, mis hermanos controlarían los bienes que usted me dejase y eso no estaría bien. ¿No tiene otro pariente al que dejarle su herencia, o quizás un orfanato o alguna organización de ayuda a los necesitados?
Su tía soltó una carcajada de satisfacción y orgullo y movió suavemente la cabeza
—Sí, sin duda eres digna hija de tu padre. Julianna, aunque no te independizases de tus hermanos, existen maneras de evitar que los bienes que te deje lleguen a sus manos, y ni hablar de que los administren. Mis abogados han redactado una fórmula en virtud de la cual tú serás la propietaria de esos bienes, tanto si te casas como si no, y solo podrán ser administrados por ti o por la persona que tú designes, pero nunca por tus hermanos.
Julianna la miró aún más sorprendida.
—Aun así, tía, no es correcto…
Su tía de nuevo se apresuró a interrumpirla:
—Por favor, querida, deja que yo decida lo que es correcto o lo que no, al menos en lo que se refiere a mi herencia.
Julianna iba de nuevo a protestar, pero por la expresión de su tía supo que esa batalla la tenía perdida.
—Volviendo al asunto más inmediato, ¿podrías considerar seriamente vivir conmigo? Repartiríamos el tiempo entre Londres, París, mi casa en el campo y una pequeña residencia que mantengo en la costa, esta última quizás como recuerdo de mi niñez. —Julianna iba a contestar cuando ella añadió—: Antes de darme una respuesta, has de saber que me gustaría que fuéramos la familia que considero que ya somos. Para mí eres la hija que siempre quise tener y como tal te estimo. A partir de ahora, estarías bajo mi protección y entre las dos podríamos educar a Amelia como mi pupila, es aún demasiado joven y presumo que, hasta ahora, solo ha recibido la educación y las oportunidades que buenamente le hayan podido proporcionar las hermanas del convento. Además, no formo parte de la nobleza, puesto que no tengo título, pero mantengo muy buena relación con algunas de las mejores familias nobles y de la alta sociedad de Londres y de París. Os presentaré a ambas. Os prepararé para presentaros y que alternéis en las mejores fiestas, bailes y que disfrutéis de la misma seguridad y el bienestar que mi esposo me proporcionó a mí. Créeme cuando te digo que eso es lo único que desea esta anciana y lo que más feliz le haría. Tendría a mi Julianna conmigo.
Julianna comenzó a llorar en cuanto escuchó «mi Julianna». Lo dijo con tanta ternura y amor, como tantas veces se lo escuchaba a su padre al acostarla por la noche, que se le derritió el corazón.
—Puedo deducir por tu reacción que estás dispuesta a pensártelo.
Esta vez fue Julianna la que se apresuró a interrumpirla.
—No tengo nada que pensar, tía Blanche. Para mí sería un orgullo que me dejase quererla como una hija a su madre, me aventuraría a decir que creo que ya la quiero como a tal… y estoy tan agradecida por su cariño que el resto no me importa, aunque he de decirle, quizás advertirle —Julianna sintió que se ruborizaba un poco avergonzada— que no soy muy ducha en el trato social, tiendo más a buscar la soledad y la tranquilidad y además… Bueno, tampoco es que sea digna de ser expuesta. Carezco de belleza, de prestancia, de elegancia, de…
Su tía se rio divertida. Julianna no entendía exactamente por qué, pero ella, con una enorme sonrisa en la boca, intervino:
—Julianna, me vanaglorio de ser una persona sincera, lo que, sobre todo en mi juventud, me trajo no pocas reprimendas de mi madre y, después, de mi marido. Por ello, ¿me creerás si te digo que eres toda una belleza y que ,si existe alguna muchacha digna de ser exhibida con orgullo, esa eres tú, querida mía? En cuanto a lo de las dotes sociales y la elegancia, he de añadir que te pareces tanto a tu padre como a mí. En mi niñez y en mi juventud yo era aún más tímida que tú y evitaba en la medida de lo posible a casi todo el que no fuera familiar directo o amigo íntimo de la familia, pero el amor de mi hermano Ti primero, y el de mi marido después, me dieron la seguridad en mí misma y el aplomo que necesitaba para afrontar cualquier cosa. Solo hay que aprender ciertos trucos, y con tu carácter e inteligencia solo habrás de ser tú misma.
Julianna se rio por la forma en que su tía la comparó con ella, de esa forma tan encantadora, y no pudo sino agradecer con una sonrisa los halagos que recibía y que le llegaban a lo más profundo de su orgullo y, si lo hubiese creído posible, habría pensado que de golpe había crecido varios centímetros.
—Julianna, es casi medianoche, debes estar agotada. Por la mañana, durante el desayuno, podremos terminar de hablar de algunos detalles. De momento, deberíamos descansar las dos. Tú, porque estarás ya del todo exhausta y yo, porque soy una señora de cierta edad.
Julianna sonrió divertida.
—Además, mañana nos espera un largo día de compras, porque hemos de procuraros el vestuario adecuado para vuestra nueva vida, y estimo que Amelia va a disfrutar tanto como nosotras, así que, sin más dilación, voy a retirarme. Buenas noches, querida.
Se levantó, le dio un beso en la mejilla y cerró tras de sí la puerta mientras Julianna le volvía a dar las gracias y le deseaba buenas noches.
Julianna durmió algunas horas, pero, antes del alba, se despertó inquieta. Empezó a meditar sobre la conversación con su tía. Aunque le producía cierta ansiedad que quisiese presentarla en sociedad, ya que no podía imaginarse esas fiestas y bailes donde se sentiría tensa y fuera de lugar, , también se sentía arropada, querida, y era tan agradable volver a sentir esa conexión con alguien como la que había sentido junto a su padre. Le vino a la cabeza lo que le dijo su tía: «ahora eres una rica heredera».
—Oh, eso es tan extraño —susurró—. Debería hablar con ella. Intentar que no siga adelante con esa idea.
Pensó en sus hermanos. A pesar de lo que su tía le había prometido, no estaba segura de que la herencia estuviera a salvo de ellos, ni tampoco de estarlo ella misma, porque aún debía pedirles permiso para casarse, si es que eso llegaba algún día. De cualquier modo, no estaba dispuesta a dejar que interfiriesen en su vida nunca más. La idea de independizarse era cada vez más tentadora, aun conociendo las limitaciones y restricciones que existían para una mujer, cualquier alternativa se le antojaba mejor que hallarse a merced de sus hermanos de cualquier modo. Se quedó pensando un rato, mirando todo lo que le rodeaba. Saltó de la cama y fue a mirarse en el espejo. De nuevo sintió la opresión en el pecho al ver en su reflejo las marcas en su piel, en su cuello, sus muñecas… Se obligó a desviar la mirada.
—No, no. Todo eso queda atrás. Comienzo una nueva vida.
Pensando en ello, agradeció a su tía que no hubiera hurgado en los acontecimientos más desagradables, que no la hubiera forzado a mostrarle ni contarle más de lo que Julianna estaba dispuesta, y tampoco entró a valorar o juzgar el comportamiento del conde y su familia, aunque sí honró la posición de su padre y su forma de proceder.
—Eso demuestra lo leal que era con su hermano, pero también que es generosa y comprensiva.
Decidió que, a partir de ese momento, haría cuanto estuviese en su mano para agradecer a su tía todo lo que estaba haciendo y le devolvería con creces el amor y ternura que le mostraba.
—Voy a ser la mejor hija del mundo. Haré que se sienta orgullosa —se dijo, mirándose al espejo con ánimo renovado—. Vas a aprender a ser toda una dama… —Justo en ese momento recordó a Amelia. Sacudió la cabeza y dijo en voz alta—. Menuda hermana estás hecha. Ni siquiera sabes cómo se encuentra.
Cogió su bata apresuradamente y salió corriendo a la habitación contigua, donde la noche anterior había dejado a Amelia durmiendo. Al entrar con cuidado vio que seguía en el mismo sitio, profundamente dormida. Se la quedó mirando unos instantes y se giró para marcharse, pero, al hacerlo, tropezó con un diván sobre el que había extendido un precioso vestido de seda en color verde agua, un abrigo a juego y en el suelo, a sus pies, unas preciosas botas de cordones a la última moda.
Sin duda, tía Blanche era una mujer generosa y precavida. Sonrió y salió, evitando despertar a Amelia. Al llegar a su habitación vio que en el diván de su dormitorio había otro elegante vestido de un azul claro con un abrigo de terciopelo azul oscuro con guantes, sombrero, bolso… Era más elaborado que el de Amelia, propio de una señorita de más edad, comprendió. Enseguida, tras ella, aparecieron dos doncellas.
—¿Señorita? Soy Adelaide y ella es Gloria. Somos sus doncellas.
Julianna miró a las dos mujeres que había en su habitación, una de las cuales había dejado una bandeja con una taza de chocolate y una pequeña cesta de plata en la que supuso habría algún bollo o bizcocho. Ambas hicieron una reverencia. Debían tener poco más años que ella, eran menudas y de aspecto agradable e iban elegantemente uniformadas. Julianna se sonrojó y estuvo también a punto de hacer una reverencia, pero, no sabía cómo, al instante comprendió que no sería correcto.
—Buenos días, soy Julianna. Sobrina de la señora Brindfet. Encantada de conoceros —respondió con el tono más formal y educado que pudo.
La misma doncella de antes añadió:
—Lo sabemos, señorita. La señora nos informó de su llegada y nos asignó como sus doncellas. ¿Quiere que la ayudemos a vestirse y a peinarse?
Julianna asintió.
—Sí, muchas gracias.
Mientras la vestían, peinaban y perfumaban, sin que ella tuviese más que levantar los brazos y quedarse quieta, le informaron que su tía había encargado varios vestidos, ropas de cama, ropa interior, complementos como guantes, sombreros, bolsos, zapatos y botas, corsés, camisolas, pañuelos, sombrillas e incluso algunas joyas, que estaban en su nuevo tocador y en el vestidor, para ella y para Amelia. En cuanto terminaron de vestirla, le enseñaron ese vestidor en el que estaban todas esas prendas debidamente colocadas. Julianna abrió los ojos como platos. Allí había vestidos de noche, de paseo, de montar, había tantos que era imposible que fuesen para una sola persona.
Cuando hubieron terminado, Julianna se miró en el espejo y se asombró: de nuevo ese rostro y esa figura tan familiar y tan extraña, la misma que la del día de la Fiesta de la Cosecha… Se le encogió el corazón al pensarlo y sintió una punzada aguda en el estómago.
—¡Julianna, Julianna!
Le duró poco la congoja porque apareció corriendo Amelia en camisón con su vestido en la mano, nerviosa y eufórica
—¿Es para mí? ¿De verdad es para mí? —Se paró en seco delante de ella—. Oh, Julianna. Estás preciosa. ¡Qué vestido! ¡Qué peinado! Estás… Estás…
Justo detrás de ella sonó la voz de su tía, que estaba entrando en ese momento terminando la frase por ella:
—Estás preciosa —sentenció—. ¿Me das permiso para entrar, querida?
Julianna asintió mientras echaba una rápida mirada a su aspecto y al vestidor.
—Tía Blanche. Esto es demasiado… El vestidor…
Su tía hizo un gesto con la mano despreocupado.
—Como dijimos, vida nueva, y hay que estar preparada y armada adecuadamente para ello, ¿no es cierto? —Levantó la ceja y sonrió.
Julianna soltó una carcajada casi nerviosa. La forma de expresarse de su tía era dicharachera, franca, pero en ella seguía sonando todo elegante.
—Gracias, tía. —Terminó de decir.
Su tía miró a Amelia y preguntó:
—Y tú, pequeña, ¿por qué no estás aún vestida? Si no te gusta ese vestido puedes elegir cualquier otro. Venga —la arengó moviendo las manos—, que te esperamos para el desayuno. Hemos de hablar de nuestros planes de hoy.
Amelia se apresuró a decir totalmente sonrojada:
—Me encanta el vestido. Es precioso, gracias. —Miró a Julianna y añadió—: No tardo nada. Lo prometo.
Y, sin más, salió corriendo de la habitación con una enorme sonrisa en los labios.
Su tía sonrió satisfecha:
—En fin. La primera lección será enseñarle que las señoritas no corren, salvo que las persiga el ejército de Napoleón.
Ambas se rieron.
—Bueno, mientras Amelia se queda en casa con su nuevo preceptor, tú y yo iremos a ver a un abogado, a firmar los papeles para que solicites la independencia de tus hermanos. —Suspiró hondo y añadió, mirándola muy fijamente—: He pensado mucho y creo que, para que seas dueña de tus decisiones, no solo sobre los bienes que te deje, ya que respecto a esto está todo bien atado, sino para que seas tú la que decida sobre tu vida sin tener que dar explicaciones, lo mejor será obtener esa independencia legal. Y, como quedarás bajo mi protección, no dudo que te la concedan. Es seguro que intenten hacer algo en provecho propio si tienen ocasión y, sinceramente, creo lo más conveniente eliminar toda ocasión de que así sea. —Suspiró—. Julianna, disculpa que sea tan franca, sé que son tus hermanos y que los quieres, a pesar de sus defectos y de su comportamiento, pero ambas sabemos que has de protegerte, incluso de ellos. Es más, me aventuraría a decir que has de protegerte especialmente de ellos.
Antes de que su tía continuase, intervino:
—Tía Blanche, anoche pensé en lo que hablamos y yo también creo que es lo mejor. Además, es verdad que los quiero, pero también me producen cierto miedo y me preocupa lo que puedan hacer en el futuro respecto a mí, sobre todo, cuando se enteren de que vivo aquí.
Su tía tomó su mano mientras decía:
—Pues, en ese caso, no perderemos el tiempo. En un par de semanas, con un poco de suerte, se solucionará este asunto, o poco tiempo más, si se empeñasen en complicar los trámites, y después de eso podremos olvidarnos de él. Y ahora… otro pequeño asunto… Julianna, anoche no te lo pregunté, porque todavía estabas angustiada, pero quería presentaros a uno de mis más queridos y viejos amigos. Tiene dos hijos. La pequeña es una joven encantadora, con la que sé haréis muy buenas migas y os convertiréis, rápidamente, en grandes amigas. Pero creo que podremos posponer las presentaciones unos días, hasta que os encontréis plenamente repuestas.
Esto último lo dijo mirándole los brazos y el cuello que, aunque ahora estaban perfectamente cubiertos por el vestido, sabía que aún le dolían y le incomodaban. Julianna suspiró y contestó:
—Gracias, tía. Creo que será lo mejor. Además, así podrá ponerme al tanto de todo lo que necesito saber y enseñarme alguno de esos trucos que mencionó ayer.
Su tía se rio, dándole un nuevo apretón en las manos.
—Ay, querida. Eres tan lista y franca como yo. —Volvió a reírse—. Es muy agradable saber que tu padre tenía razón. Nos parecemos mucho físicamente pero sobre todo en el carácter… Bueno, es comprensible, ambas crecimos bajo el maravilloso influjo de Ti.
A Julianna cada vez le gustaba más la forma de pensar y de expresarse de su tía, era extrañamente familiar…
Esa mañana, fueron a los abogados de tía Blanche, donde, además, de tratar el asunto de Julianna, esta se sorprendió cuando su tía les pidió que preparasen los documentos para convertirse en la tutora legal de Amelia, incluyendo la constitución de una dote para cuando llegase a casarse. Después recogieron a Amelia en casa. Estaba entusiasmada con lo que su nuevo preceptor iba a enseñarle, lo cual complació a Julianna tanto como a tía Blanche, que insistía en que Amelia la tratase también como si fuese su tía carnal y le costó no pocos intentos esa mañana conseguir que por fin lo hiciera. Las llevó a un bonito restaurante a comer, en una de las zonas más exclusivas de Londres, cerca de las principales tiendas y de unos preciosos jardines donde, les informó su tía, solían ir a pasear las damas de la alta sociedad acompañadas de elegantes caballeros.
Julianna se sentía cohibida cuando los caballeros la miraban. No estaba acostumbrada a centrar la atención de una manera tan evidente, pero, en esas ocasiones, su tía le agarraba la mano como muestra de satisfacción y añadía frases como «ya te había dicho, querida, que eres toda una belleza» o «a partir de ahora, vas a tener que acostumbrarte a que los caballeros te admiren y las damas te envidien, es parte del trabajo». Intentaba hacer que Julianna se sintiese relajada, quitarle importancia a ese tipo de cosas y, de una forma algo rara, pensaba ella, lo lograba. Sin embargo, seguía sintiéndose un poco incómoda ante la mirada de los extraños. No sentía el miedo o la sensación de estar fuera de lugar de antes. «¿Será esto a lo que se refería mi tía cuando hablaba de adquirir confianza y seguridad?», se preguntó cuándo salieron del restaurante y al menos seis caballeros se tocaron el sombrero e inclinaron la cabeza como saludo.
El resto de la tarde la pasaron comprando telas, ropa interior de unos finos y delicados materiales y algunos sombreros, e incluso entraron en una librería, donde tanto Amelia como Julianna seleccionaron libros como para estar ocupadas un año entero.
Tía Blanche parecía intentar que Julianna no pensase en lo que había ocurrido las semanas anteriores, porque las mantuvo tan ocupadas durante los siguientes días que siempre caían como troncos en sus camas. Julianna se quedaba todas las noches intercambiando anécdotas con tía Blanche. Se narraban sus respectivas vidas como si tuvieran la necesidad de no tener secretos entre ellas. Salvo el beso en el bosque. Julianna seguía teniendo la imagen de Cliff grabada en el corazón. Procuraba alejarlo de su mente, especialmente por las noches, pero sus ojos verdes, sus manos, su voz, parecían perseguirla sin remedio. No podía contarle eso a su tía. No era por vergüenza o por falta de confianza, sino porque creía que eso sería confesar, reconocer al fin, que estaba enamorada de él. Que estaba enamorada del único hombre que jamás podría tener, del hombre que le había hecho tanto daño. Del hombre que le había roto el corazón.