Capítulo 5

 

 

Al llegar a la puerta de su casa, jadeante, temblorosa y algo desconcertada, Julianna se sintió tan cansada y abrumada por los últimos dos días que tuvo que inhalar aire y llenar sus pulmones varias veces antes de entrar, para recuperar un poco de compostura, algo de serenidad. Si Amelia la veía en ese estado se preocuparía y, seguro, le haría preguntas que, en ese momento, Julianna se sabía incapaz de contestar.

Intentando parecer lo más natural posible, entró en la cocina cesta en mano y la depositó sobre la mesa. Miró por la ventana y observó a Amelia trabajando todavía en el huerto. Inhaló de nuevo un poco de aire, notando el aroma a galletas y bizcocho que todavía impregnaba toda la estancia, y se sintió reconfortada y, quizás, algo más aliviada. Esos olores le recordaban que estaba en casa, a salvo. Aquello le dio un poco de la serenidad perdida, lo cual agradeció sobremanera. Salió e indicó a Amelia que entrase, que ya había trabajado demasiado en el huerto, que prepararían juntas la cena y, después, si quería, le leería un poco del libro que tenían a medias.

Tras la cena, Julianna parecía haber vuelto a ser ella misma. Estar ocupada y tener a Amelia cerca, por callada que fuese la mayor parte del tiempo, la ayudaba a no pensar demasiado en lo ocurrido. Aun así, se notaba nerviosa, excitada, algo distinta. Cliff de Worken le había enseñado con ese beso, con ese abrazo, con esas caricias, un mundo totalmente desconocido para ella, la pasión que no sabía que existía. Nunca pudo imaginarse que su cuerpo pudiera encenderse de esa manera con una mera caricia, que pudiera sentir tanto y de una manera tan intensa. Procuró parecer despreocupada, tranquila, aunque estaba muy lejos de estarlo. Algo había cambiado y lo había hecho para siempre, y lo más extraño era que estaba eufórica, casi flotando.

Antes de abrir el libro, miró a Amelia y preguntó:

—Amelia, ¿no ibas a ir al estanque? Creí que te apetecería descansar un poco y pasear.

Amelia se ruborizó y, casi cerrando los ojos, respondió:

—Es que… La verdad, me entretuve leyendo un rato… Cogí el libro de la estantería, el de las solapas grises y me distraje… Lo siento.

Julianna la miró con gesto de curiosidad.

—¿El de protocolo?

Ella reconocía el libro, claro que lo reconocía. Al ser tan tímida, siempre quiso no llamar la atención, y le preocupaba en exceso no saber comportarse adecuadamente delante de los demás en fiestas o reuniones. Al carecer de una madre que la fuese guiando, que la aconsejase e instruyese, siempre temió no estar a la altura cuando ello fuese necesario. Por ese motivo, su padre le regaló unas navidades un libro enorme que contenía las normas y usos que toda dama respetable debía conocer para comportarse en sociedad. Lo cierto era que casi se lo sabía de memoria. De hecho, estaba ajado y descosido en algunas partes de haberlo usado tanto.

—No sabía que te interesasen esas cosas.

De nuevo Amelia se sonrojó y logró decir tímidamente:

—Bueno, las hermanas de Saint Joseph nos decían a las chicas que, para encontrar marido, es necesario saber comportarse con corrección y dignidad.

Julianna sintió una profunda compasión por Amelia. Al igual que ella, carecía de una guía para esos menesteres y, además, era tan tímida y apocada en esos temas como ella misma.

—Ah, comprendo. Bueno, si quieres, ambas podemos leerlo juntas y así yo también recordaré cómo debemos comportarnos. ¿Te parece bien?

Amelia sonrió y asintió y, de repente, ladeando un poco la cabeza para mirarla, dijo algo que sorprendió a Julianna y que la hizo soltar una carcajada:

—¿También quiere encontrar marido?

Julianna no pegó ojo. Se pasó toda la noche sintiendo los ojos de Cliff de Worken sobre ella, recordando, como si estuviese allí mismo, su olor, el calor de su cuerpo, esos labios… Y cuando se levantó de la cama por la mañana, estaba tan cansada que le costó unos segundos asentar con firmeza los pies en el suelo. «Bueno», pensaba molesta, «es el cumpleaños de Amelia, eso nos distraerá y, además, he de preparar aún muchos dulces…». Se vistió y bajó corriendo a la cocina. Amelia ya se había levantado y estaba preparando el té.

—Buenos días —la saludó mientras hacía un gesto con la cabeza.

—Buenos días, Amelia —contestó acercándose a ella para tomar el desayuno juntas en la mesa que daba al jardín—. He pensado que deberíamos pasar toda la mañana preparando los encargos y, con suerte, antes del té de la tarde, habremos acabado.

Amelia la miró por encima de la taza.

—Muy bien. Pero, quizás, deba ir primero al pueblo, el señor Burton se olvidó incluir la harina de maíz en el pedido de ayer.

—¡Vaya! —dijo Julianna frunciendo el ceño—. Eso sí que es un problema, porque si me acerco a por ella no me dará tiempo a hornear todo antes de la tarde y quería… Bueno, dejar la tarde libre para nosotras.

No quería decirle que pretendía sacarla a merendar por su cumpleaños para darle una sorpresa.

—Yo podría ir, si me deja. Apenas puedo ayudar en la preparación de la crema. Aún no se me da muy bien esa parte.

Julianna recordó que la última vez se le cortó la crema y Amelia se sintió tan avergonzada que casi se echa a llorar.

—Yo podría ir por la harina y a recoger el correo…

—Bueno… No sé. Nunca has ido sola. ¿Crees que estarás bien?

No le preocupaba tanto que fuese sola, sino que pudiese manejar la calesa.

—Creo que sí. Siempre era yo la que manejaba el carromato de Saint Joseph cuando las hermanas nos llevaban a todos al campo. Creo que no será muy distinto.

Julianna sonrió. Amelia era muy tímida, pero había demostrado ser trabajadora, constante y muy despierta y responsable. No debía sorprenderle que las hermanas dejasen que ella llevase el carromato viejo y destartalado del orfanato cuando sacaban a los niños, en ocasiones especiales, al campo o alguna fiesta del pueblo.

—Está bien, si crees que… Bueno, si de verdad quieres ir, lo cierto es que me encantaría saber si tengo algo de correo pendiente.

Hacía una semana que había escrito a su tía Blanche y sabía que ella le habría contestado. Estaba deseando recibir noticias suyas, sobre todo porque, en su última carta, le contaba alguno de los muchos planes que había preparado para su visita, para la que apenas quedaban dos semanas. Amelia asintió con una gran sonrisa en los labios, como si con ese gesto Julianna le estuviese demostrando lo mucho que confiaba en ella. Tenía esa sonrisa de orgullo y satisfacción que ella reconocía, porque era así como ella se sentía cuando su padre le dejaba hacer algo nuevo, algo que parecía demostrarle que confiaba en sus habilidades, que confiaba en su hija.

Unos minutos más tarde llamaron a la puerta. Amelia se levantó y volvió enseguida con un sobre lacrado con un lazo y un sello. Julianna reconocería ese sobre en cualquier parte. Era la invitación a la Fiesta de la Cosecha. Cliff de Worken no había olvidado la invitación. Claro que no. «Cuento con ello»: enseguida resonaron en la mente de Julianna, como si fueran un eco, sus últimas palabras y esa mirada penetrante. Sintió que el corazón le daba un vuelco.

—Uno de los lacayos de la mansión ha traído este sobre a su nombre. Es… —Amelia lo miraba con admiración—. Es precioso.

Julianna se levantó y, con la mayor naturalidad, lo abrió, aunque supiera de antemano lo que era. Amelia la miraba con los ojos muy abiertos, deseando saber qué era. La observaba como si lo que Julianna estuviese abriendo el mayor tesoro del mundo.

—¡Vaya! Es una invitación a la Fiesta de la Cosecha en la mansión. —Julianna intentó hacer ver que aquello era una sorpresa inesperada, mientras que los ojos de Amelia aún se abrieron más—. Supongo que… Bueno, quizás, deberíamos ir —señaló con un tono lo más calmado posible—. Después de todo, yo nunca he asistido y, por tu expresión, creo que te gustaría acompañarme, ¿no es así?

Julianna miró unos segundos más a Amelia, que estaba casi petrificada.

—Yo… yo… ¿Yo también iré?

Lo preguntó con tal tono de sorpresa y miedo que Julianna casi se veía a sí misma, hace años, rogándole a su padre que no le hiciera acompañarlo la primera vez que recibió la invitación. Aunque en Amelia, por el contrario, la curiosidad podía más que la timidez, y era fácil ver que deseaba acudir a la reunión en la mansión del conde de Worken. Julianna volvió a sonreírle, recordando lo que le había anticipado Cliff: que a su joven acompañante seguro le encantaría asistir, y no pudo evitar soltar una leve risa.

—Yo soy una joven soltera y no puedo asistir sola a ese tipo de eventos, y, como es una fiesta al aire libre y de día, no será inapropiado acudir contigo de compañía. Claro que… Si no quieres o no te sientes preparada, no te obligaré.

De nuevo, escuchaba en el fondo de su mente aquellas palabras, las mismas que su padre le decía siendo ella una pequeña niña asustadiza, temerosa de la gente, de las fiestas y de los bailes, y se sintió orgullosa de parecerse un poco a él. Amelia dio un leve pasito atrás como si estuviese meditando los pros y los contras y, finalmente, alcanzó a decir con un hilo de voz:

—Sí, sí, podría acompañarla… Y ahora tengo un vestido que ponerme.

Julianna sonrió por la ternura que le despertaba la inocencia de Amelia. Empezaba a considerarla como una hermana pequeña.

—Está bien —sentenció con un tono decidido y casi solemne—. En ese caso, creo que debemos ir.

Amelia parecía querer ponerse a saltar de euforia y, al mismo tiempo, a gritar de miedo… Julianna pensó que ella estaba en la misma situación. Sacudió suavemente la cabeza y, cogiendo el delantal, señaló:

—Bien, pues decidido. Y, ahora, yo he de ponerme a hacer una crema y tú, Amelia, has de ir a por harina, ¿verdad? —Sonrió abiertamente mientras se giraba para recoger y despejar la mesa y ponerse a trabajar.

Después de una hora escuchó la calesa y, pocos minutos después, Amelia apareció en la cocina con los paquetes de harina y varios sobres en las manos. Julianna le ayudó a soltar todo encima de la encimera, que estaba más despejada, y preguntó:

—¿Cómo te ha ido? Creí que tardarías un poco más. ¿No has tenido ningún problema, verdad?

No quería reconocer que había estado preocupada y con el corazón en un puño preguntándose si se había equivocado al dejarla ir sola. Amelia la miró y le respondió con cara de preocupación.

—No, no señorita, no he tenido ningún problema. El señor Burton me ha pedido que le transmita sus disculpas por su descuido y ha incluido un poco más de harina en compensación, y a mí me ha regalado esto. —Sacó unas pequeñas florecillas de encaje de un paquete—. Son para el pelo, o eso me ha dicho…

Julianna sonrió.

—Son muy bonitas, Amelia. Si quieres, te las puedo poner en el peinado el día de la fiesta. Creo que quedarían muy bien con tu vestido, y te prestaré unos pendientes de perlas para que vayas preciosa ese día.

Amelia sonrió.

—Gracias.

Pero de inmediato bajó un poco la mirada, como si estuviese avergonzada.

—¿Ocurre algo, Amelia? ¿No te habrán molestado en el pueblo, verdad?

Si fuese eso, nadie mejor que ella para consolarla, pensaba Julianna.

—No, no… Pero… Creo que he cometido un error imperdonable y se va a enfadar conmigo. —Movió nerviosa las manos a la altura de su regazo.

Julianna soltó lo que tenía en las manos y le indicó que se sentase para contárselo.

—Verá, señorita, mientras preparaba el pedido, el señor Burton me preguntó cómo estaba usted y me limité a decirle que bien. Pero siguió hablando y diciendo que dos jovencitas solas debían aburrirse mucho estando en una casa tan aislada del pueblo, con tan pocas diversiones cerca, y se me escapó, sin querer, que a usted la habían invitado a la Fiesta de la Cosecha en la mansión…

Julianna frunció el ceño. Desde luego era una indiscreción y, seguramente, medio pueblo ya sabría que estaba invitada y sería el centro de los cotilleos de esa tarde, pero tampoco era tan malo, se consolaba a sí misma, después de todo, a su familia la habían invitado durante años. Tampoco debía tomarse como algo que debiera preocuparla en exceso.

Pero Amelia continuó:

—Un caballero que estaba en la tienda, y que dijo era su hermano mayor, me preguntó cuándo había llegado la invitación y si estaba a su nombre o al de su familia… Como no supe qué contestar, solo dije que la invitación la habían traído esta mañana.

Julianna se quedó un momento sin aliento. Eso no era buena señal. Su hermano, que presuponía sería Ewan, se interesaba por la invitación y, sin duda, no traería nada bueno. Desde luego, si le pedía asistir con ella, podría negarse, puesto que la invitación estaba a su nombre, no al de su familia, y ella no tendría, forzosamente, que acudir de su brazo como acompañante ya que, mientras no fuese sola, no estaría mal visto y ya tenía decidido ir con Amelia. Además, la compañía de su hermano no era precisamente la que necesitaba para encontrarse lo suficientemente segura de sí misma para ir a la mansión del conde. Antes de ir con él, prefería declinar la invitación. Intentando tranquilizar a Amelia y con un tono suave comentó:

—Está bien, Amelia. No has de preocuparte en exceso. Ha sido una pequeña indiscreción, eso hay que reconocerlo, pero seguro que no vuelve a ocurrir. Confío en ti. No es conveniente hablar a extraños sobre… Bueno… Sobre casi nada, porque la gente es muy dada a sacar conclusiones precipitadas y a comentarlas con sus conocidos sin recato. Pero lo hecho, hecho está. Tampoco ha sido nada realmente grave, ¿verdad que no? —Sonrió levemente intentando aliviar un poco su conciencia—. Y por mi hermano, bueno, se habría enterado tarde o temprano… No te preocupes.

Amelia la miró como si se sintiese todavía muy culpable. Intentando cambiar de tema, Julianna comentó:

—Amelia, si me ayudas, seguro terminamos las tareas temprano y podremos hacer un picnic en un bonito sitio que he visto cerca de unos riachuelos… Podríamos celebrar tu cumpleaños, si tú quieres.

Amelia levantó de golpe la cabeza y abrió los ojos. Empezaron a asomar algunas lágrimas

—¿Mi cumpleaños? ¿Sabía que es mi cumpleaños? ¿Vamos a celebrarlo?

—¡Pues claro! Te he hecho ese pastel que está en la encimera junto a la ventana. Espero que te guste. Tiene nata y chocolate.

—¿Un pastel? —preguntaba aún asombrada—. Nunca he tenido un pastel de cumpleaños.

Julianna soltó una risa.

—Pues este será el primero de muchos y, también, hay naranjada, unos emparedados, unas frutas escarchadas y unos pocos higos con miel. ¿Te gusta el plan?

Amelia empezó a llorar y a asentir. Se puso de pie de golpe y se colocó el mandil mientras iba diciendo:

—La ayudo. Sí, sí. La ayudo. ¿Por dónde empiezo?

Julianna volvió a reírse y comenzaron a trabajar. Después de varias horas trabajando y sin apenas parar a comer, ya que Amelia no quiso detenerse para que les diese tiempo a ir al bosque, por fin habían terminado casi todo. Lo poco que les faltaba lo podrían terminar al día siguiente sin prisas.

Prepararon la cesta del picnic y cada una fue a por su abrigo. Julianna escondió, en el bolsillo interior, los regalos de Amelia para que no los viese antes de tiempo. Salieron juntas, con la joven Amelia tan emocionada por poder celebrar su cumpleaños que no dejaba de sonreír de oreja a oreja. Julianna no podía dejar de pensar en Cliff, pero agradeció enormemente esa distracción. Además, debía reconocer que estaba ansiosa por darle a Amelia sus presentes, estaba deseando verle la cara.

Durante todo el camino Amelia no dejaba de hablar de lo que veía, de lo mucho que le gustaban las flores, de lo bien que olía la hierba, lo alto que eran los pinos. Sin duda, estaba excepcionalmente dicharachera, estaba exultante, feliz. Eso alegró a Julianna tanto como si fuese ella misma.

Al llegar al claro extendieron las mantas, abrieron las dos cestas y colocaron todo primorosamente. Amelia colocó, como decoración, las florecillas que había ido recogiendo por el camino e incluso se colocó una pequeña flor celeste detrás de la oreja. Julianna pensó que, al igual que al resto de los niños del orfanato, a Amelia le había faltado tanto toda su vida que lo poco que le podía dar Julianna a ella le parecía un mundo.

Disfrutaron de la merienda y Julianna se sorprendió escuchando las risas de Amelia mientras le leía el libro sobre protocolo. Le resultaban graciosas algunas de las normas de etiqueta y las comentaba asombrada. Pero lo mejor fue, como Julianna esperaba, la cara de asombro y de agradecimiento infinito cuando le entregó sus dos presentes. Lloró mientras le daba las gracias y Julianna quedó profundamente conmovida.

Durante las dos horas que estuvieron juntas, Julianna no pensó ni una sola vez en Cliff ni tampoco en lo nerviosa que le ponía la idea de ir a la Fiesta de la Cosecha. Había disfrutado casi tanto como Amelia e incluso se sintió relajada y feliz como hacía mucho no se encontraba. Sin embargo, esa felicidad se esfumó de un plumazo cuando, al llegar a casa, vio apostado a la puerta el caballo de su hermano, y a él apoyado en la barandilla de la entrada, esperándola. Estaba empezando a anochecer, así que Julianna imaginó que llevaría un buen rato allí y eso la puso nerviosa. Al llegar a la puerta, saludó a su hermano con un gesto formal de cabeza e indicó a Amelia que entrase al tiempo que le entregaba la cesta que ella llevaba.

—Buenas tardes, Julianna. Tienes buen aspecto, me alegro.

Ewan la miró de arriba abajo como si inspeccionase una yegua. La hizo sentir incómoda inmediatamente

—Gracias. Tú también pareces estar bien —se limitó a contestar.

—¿No me invitas a entrar?

El tono petulante e inquisitivo que notaba en su hermano y ese aire de superioridad que adoptaba cuando quería lograr algo de ella la hicieron ponerse a la defensiva de inmediato.

—Bueno, hermano, es un poco tarde para una visita social, sobre todo tan inesperada. Si quieres te invitaré a tomar el té otro día y te la enseño adecuadamente… —contestó ella, deseando que se marchase.

—Lo cierto es que también quería tener una conversación contigo y supongo que comprendes que no es conveniente tenerla aquí fuera, pues está anocheciendo —insistió él.

A Julianna no le quedó más remedio que invitarlo a entrar y, con cierto desagrado, le preguntó si quería un jerez o una copa de vino

—Sí, gracias. Una copa de vino estaría bien… Y por el olor, presumo sigues cocinando tus deliciosos postres.

Julianna se limitó a indicarle un asiento y a servirle una copa de vino, pero se cuidó mucho de ofrecerle dulce alguno, aun sabiendo que era una descortesía por su parte. Esperaba no tener que alargar más de lo necesario la presencia de su hermano allí.

—Bueno, Ewan, tú dirás… ¿De qué hemos de conversar? —preguntó sin dilación y mirándolo directamente a la cara. No quería parecer intimidada ante él y no se dejaría avasallar.

—En realidad… ¿Es cierto que has recibido una invitación para la Fiesta de la Cosecha de la mansión del conde?

—Sí —contestó, sabiendo que él querría ir más allá

—Y dime, ¿han invitado a toda la familia?

Julianna querría acabar con ese juego de inmediato así que le contestó:

—Ewan, por favor, espera un momento aquí. —Salió de la habitación y pocos segundos después regresó con el sobre en las manos. Extendió el brazo para enseñárselo y le dijo con tono de indignación—: Puedes mirarlo si quieres. Viene a mi nombre y la han traído a mi casa. Es evidente que me han invitado a mí, no a toda la familia.

Ewan miró el sobre, pero no hizo ademán alguno de cogerlo. Después se envaró y a Julianna le pareció ver como sus ojos brillaban por la envidia y la indignación.

—Ya veo… Pero no debes acudir a un acto social así tu sola, eso lo sabes, ¿no es cierto? Eres una mujer joven y soltera y no es decoroso.

Arqueó las cejas como esperando que ella le pidiese ayuda, pero empleó, además, un tono casi amenazante, que hizo que a ella un escalofrío le recorriese la espalda.

—No iré sola, por supuesto. Amelia irá como mi dama de compañía —contestó, intentando parecer firme y decidida.

Él la miró con un gesto de desaprobación o, aún peor, de verdadero enojo, y con un tono seco y ronco insistió:

—¿No crees que deberías ir del brazo de alguno de tus hermanos? Siguen siendo dos jóvenes solteras solas acudiendo a un lugar público.

Julianna se puso de pie y con voz firme, como cuando les había hablado a sus hermanos la última vez, le espetó:

—No, no lo creo. Además, ya le he prometido a Amelia que la llevaría, y no seríamos dos jóvenes solteras solas, sino una señorita soltera y su dama de compañía, no lo olvides.

Con eso Julianna zanjaba la cuestión, aunque, conociendo a su hermano, estaba segura de que algo tramaría. Ewan bebió un trago de vino y Julianna notaba como la furia oscurecía sus ojos fijos en ella. «Ahora viene lo peor, seguro», pensó Julianna.

—Debe ser que, muerto nuestro padre, querrán comprobar si ahora su antigua proposición es mejor recibida.

Julianna lo miró asombrada y estaba claro que esa era la reacción que esperaba de ella, porque Ewan esbozó una sonrisa maliciosa y plena de satisfacción.

—¿Antigua proposición? —Julianna preguntó con los ojos muy abiertos, enfadándose consigo misma por caer en su trampa al preguntar. Pero no podía simplemente ignorar el comentario, y menos habiendo mentado a su padre. Ewan, seguramente, lo sabía.

—¡Vaya! Al parecer es algo que nuestro padre te ocultó, ¡qué sorpresa!, ¿verdad?

Volvió a sonreír, satisfecho y claramente preparado para herirla con sus palabras. Julianna nunca entendió ese deseo y el gusto que le producía a él y a su hermano mayor, Timón, mortificarla sin motivos. Especialmente Timón, porque era cierto que la culpaban de la enfermedad de su madre y su prematura muerte, pero, aun así, esa forma de buscar deliberadamente el sufrimiento de su hermana pequeña denotaba una malicia que ella creía iba más allá de aquel antiguo rencor.

—Pues veras, querida hermana —continuó él, claramente complacido consigo mismo—,cuando cumpliste dieciocho años, el conde vino a visitar a nuestro padre con una proposición que era claramente muy ventajosa para todos, pero que padre rechazó por orgullo o por ese incomprensible afán de proteger a su niñita, e instó al conde a alejarse de nuestra familia, lo cual, evidentemente, no nos ha beneficiado a… Bueno, a ninguno, ¿verdad?

Estaba claro que iba a decir «no nos ha beneficiado a Timón, Bevan y a mí», pero en el último momento se contuvo. La miraba con odio, con rabia. Julianna no entendía realmente de que hablaba, necesitaba saber qué es lo que su padre le había ocultado y por qué.

 

—Ewan, hiciese lo que hiciese nuestro padre, seguro que fue lo que estimó más correcto en ese momento, y nunca habría hecho nada que nos perjudicase a ninguno de nosotros.

Julianna sabía que su padre sentía debilidad por ella pero, también, que siempre quiso a sus hijos y les inculcó los mismos valores y esperanzas que a ella, aun cuando le constaba que, en ocasiones, se mortificaba por el carácter veleidoso, egoísta y a veces cruel de sus hijos, especialmente de Timón e Ewan, sintiendo un pesar cada vez más profundo con los años cuando tenía que sacarlos de uno u otro aprieto. Su hermano soltó una escandalosa carcajada que hizo que a Julianna se le erizasen los pelos de la nuca.

—Nunca fue un hombre demasiado ambicioso, ¿no es cierto? —Aquello le dolió a Julianna más que si la hubiesen insultado a ella directamente, pero él continuó—. El conde, que se creía en deuda con nuestra familia… Y, si lo piensas, nos debía la vida de su hijo…

Julianna lo miró furiosa y, antes de permitirle continuar, le espetó con brusquedad:

—¿Que está en deuda con nuestra familia? ¿Que nos debe la vida de su hijo? Ewan, deberías tener cuidado. Te recuerdo que ayudar a una persona en peligro es lo menos que podría esperarse de cualquier persona de bien. El conde no nos debe nada, y menos a nuestra familia. En todo caso, no nos debe la vida de su hijo, a lo sumo me debería a mí la vida de su hijo. Pero no sé por qué te atribuyes lo que no te corresponde. El conde no te debe nada, no nos debe nada a ninguno de nosotros.

Los ojos de Julianna brillaban de ira e indignación. Había elevado de modo poco prudente la voz. «¿Cómo se atreve?».

—Por lo visto, has heredado los defectos de nuestro padre. —Aunque pretendía que Julianna se ofendiese con semejantes palabras, ella levantó la barbilla en señal de orgullo y de indiferencia por la opinión de Ewan—. En fin, nos habría venido muy bien a todos. Habríamos conseguido magníficos contactos y una buena suma.

Julianna no podía más.

—¿De qué estás hablando, Ewan? ¿En qué consistía esa proposición? Déjate ya de rodeos.

Aunque sabía que su hermano disfrutaba viéndola tan enfadada y ofendida, Julianna no podía esperar más ni estaba dispuesta a seguir los juegos y trucos de su hermano.

—¿No es evidente? Le ofreció a nuestro padre ayudar a encontrar un buen marido, un matrimonio ventajoso para ti e incluso entregar una dote en tu nombre.

Julianna no pudo evitar soltar un grito de sorpresa. Ewan sabía que había dado en un punto sensible y se dispuso a profundizar más en la herida.

—Pero nuestro orgulloso padre declinó la oferta sin más, alegando que esa era una responsabilidad suya como tu padre y que, además, no tenía intención de obligarte a casarte si no era tu deseo, y, para colmo, rechazó la dote sin más.

Veía como los ojos de su hermano se encendían de rabia, mostrando no solo odio hacia ella sino, además, hacia su honrado padre. Julianna estaba paralizada. «Pretendían casarme como pago de una estúpida deuda». Sintió como la atravesaba una profunda desolación.

 

—De hecho —continuó él, tras un par de minutos en que Julianna lo veía disfrutando de su estupor y desconcierto—, nuestro padre fue más allá y le pidió que no volviese a invitarnos a las fiestas y que se mantuviesen alejados de nosotros.

Julianna recordó entonces como dejaron de recibir esas invitaciones, la excusa vaga de su padre y el alivio de este al creer que ya no debía tratar con el conde más que con la relación propia de propietario y arrendatario. Ewan la miraba con placer por el sufrimiento causado, eso era evidente.

—Bien, hermana, supongo que al fallecer padre, es posible que crean conveniente reiterar la proposición, aunque, claro, en ese caso, deberían hablar con tus hermanos, ¿no crees?

Juliana estuvo a punto de golpearlo en el rostro, pero, haciendo acopio de toda la compostura que pudo, dijo:

—Ewan, en primer lugar, te reitero que el conde no nos… —Alzó la barbilla—. El conde no me debe nada. Por otra parte, ya te anticipo que no tengo intención de casarme ni a corto ni a mediano plazo, así que abandona de una vez esa idea. No me han ofrecido nada y dudo mucho que lo vayan a hacer. De cualquier modo, jamás aceptaría ni dinero ni ningún tipo de ayuda en ese sentido proveniente de esa familia, ni que me concertasen matrimonio alguno, y menos aún que os pidiesen a vosotros permiso. No hará falta que exprese mi intención de pedir la independencia formal si continuáis insistiendo en aprovecharos de mí, ¿verdad?

Julianna no iba a dejar que sus hermanos se aprovechasen de ella, pero tampoco que lograsen beneficiarse en modo alguno de la familia del conde utilizándola a ella como cebo. La cara de Ewan era de asombro, pero también de profundo enfado y, antes de que volviese a insistir, Julianna optó por mentir descaradamente.

—La invitación se debe, sin duda alguna, a la intercesión de alguna de las señoras que han comprado mis pasteles para ese día. Habrán solicitado que me permitan acceder a la mansión para dejar perfectamente instaladas las mesas, nada más. Y creo que una prueba evidente de ello es que la invitación la recibí hoy mismo, es decir, dos días antes de la fiesta, lo que demuestra que no estaba en la lista de invitados y, menos aún, que el conde haya urdido ningún plan para reiterar esa absurda proposición.

Julianna pensó que, probablemente, Ewan no se quedase satisfecho con esa explicación, pero estaba tan aturdida por aquellas revelaciones que tampoco tenía la mente lo suficientemente clara para batallar más con él. Los labios de Ewan se abrieron con intención de hablar, pero Julianna creyó que sería mejor no darle más munición para que volviese a atacarla. No se veía con fuerzas para resistir otro envite, no en ese momento.

—Ewan, aclarado el asunto, te ruego que te marches. Es muy tarde y Amelia y yo tenemos muchas cosas que terminar para finalizar nuestros encargos. Pero espero que hayas comprendido que no consentiré que vuelvas a intentar decidir sobre mi vida, y menos con intención de sacar provecho alguno, o llevaré el asunto de mi independencia legal hasta la últimas consecuencias. Buenas tardes. —señaló de modo brusco, apartándose y guiando su mano en dirección a la salida.

Su hermano se enfureció y resopló de ira por la advertencia y por el descaro de Julianna. Estaba claro que había dejado de ser la niñita insulsa a la que podía pisotear sin que ella rechistase y eso lo puso colérico. Se limitó a salir sin despedirse, sin mirarla siquiera.

Julianna se sentía como si una manada de caballos salvajes le hubiese pasado por encima. Se dejó caer en el sillón. La cabeza iba a estallarle, tenía demasiadas ideas, sentimientos encontrados y temores corriendo desbocados dentro de ella. Miraba por la ventana, pero sin ver nada más allá, estaba tan abrumada y aturdida que no era capaz de reaccionar. Le esperaba otra noche larga dando vueltas a toda esa información, a los acontecimientos recientes, a esos deseos y sentimientos recién descubiertos que parecían minar cualquier capacidad que tuviese Julianna de pensar con cordura y sensatez.

Tras muchos minutos sentada allí en silencio, se dirigió a la cocina, donde sabía que la esperaba Amelia, tan feliz y contenta por la que parecía haber sido la mejor tarde de su vida, y le pidió una taza de té. Necesitaba templar los nervios y recobrar algo de compostura. Al día siguiente debían terminar los encargos y llevárselos a la señora Covenport y a la señora Ryller, y no quería fallar en su primer trabajo serio con ellas, y menos por las dañinas intenciones de su hermano. Suspiró y se puso a comentar con Amelia su programa para el día siguiente. Amelia estaba tan feliz que le transmitió tranquilidad y sosiego con solo mirarla.