Capítulo 6
Julianna se pasó toda la noche teniendo extrañas pesadillas con sus hermanos, con su padre, con la imagen del imponente conde de Worken que recordaba de cuando era una niña, pero, también, con las caricias, el profundo y sensual beso de Cliff, sus manos sobre su pecho, sus caderas, el contacto de sus labios y su lengua sobre su piel.
Al levantarse, comenzó de inmediato a trabajar con Amelia, recordando constantemente las palabras de su hermano, que se mezclaban con las sensaciones extrañas que le provocaba Cliff y el dolor que volvía a aparecer al recordar a su padre. Pero, cada vez que notaba que se le cortaba la respiración, comenzaba con un nuevo postre o pastel. Nunca antes había necesitado tanto la sensación de control y seguridad que le producía cocinar y nunca antes agradeció tanto el contar con unos encargos que la obligaban a no parar, a trabajar concentrada en la tarea.
Tras un ligero almuerzo, colocaron todo debidamente en unas bandejas que instalaron con mucho cuidado en la calesa. Una vez seguras de que no se moverían, se dirigieron a entregar los dulces a la señora Covenport y, después, a la señora Ryller. Le pidió a Amelia que la acompañase en ambas visitas porque temía que, si iba sola, volvieran a abordarle todos esos sentimientos, ideas y pensamientos y estaba agotada, literalmente agotada. Además, estaba sopesando muy seriamente no ir a la Fiesta de la Cosecha, aunque eso provocase cierta desilusión en Amelia y, sobre todo, significara no volver a ver Cliff. Ante este último pensamiento, sintió un dolor en el estómago como si alguien acabase de darle un puñetazo y se le cortó la respiración. Tuvo que concentrarse en llevar las riendas de la calesa para evitar perder el control en más de una ocasión. En realidad, cada vez que le venía a la cabeza la imagen de Cliff, se desconcentraba y perdía un poco la cercanía de las imágenes de la realidad inmediata, como si, durante unos segundos, se encontrase en otro sitio. Lo veía a escasos centímetros de su rostro, mirándola con deseo, y sentía con nitidez la reacción de su propio cuerpo ante el suyo, una reacción demasiado vívida, casi incontrolable.
La señora Covenport era una mujer menuda, rechoncha, que dejaba caer sobre su frente algunos mechones de pelo en forma de tirabuzones. A Julianna le agradaba porque tenía un aspecto campechano y saludable. Tras los saludos iniciales, las invitó a entrar en su casa mientras uno de los sirvientes metía en la cocina los dulces. Le pareció que estaba francamente complacida con la variedad y la selección que le llevaron y, tras conversar unos minutos con ella sobre los encargos y probar algunos, les entregó una pequeña bolsita con monedas que Julianna se limitó a coger y agradecer, pero sin abrirla, ya que estaba segura de que habría sido generosa y que le habría dado más de lo convenido. Y porque, además, en el fondo para Julianna lo importante era el simple hecho de que valorasen su trabajo lo suficiente para pagar por él. Tras darse mutuamente las gracias y las despedidas corteses de rigor, Julianna se dirigió a su segunda entrega. Ahora tenía una sensación de satisfacción y aprecio por su labor mayor que cuando hubieron terminado todos los dulces y los observaron perfectamente colocados en la mesa de la cocina y del salón de casa. El hecho de que otra persona alabase su labor la llenaba de orgullo y pensó que así debía sentirse su padre cada vez que volvía de vender a los comerciantes en el mercado la cosecha de cada año.
La visita de la señora Ryller fue muy breve e incómoda para Julianna. Era de esas mujeres extremadamente aduladoras, pero poco francas y, aunque supo enseguida que estaba más que complacida con los pasteles y las frutas, ya que solo tuvo que ver su cara al probar algunos, ninguna de las dos parecía interesada en alargar aquellos momentos más de lo necesario por lo que, al igual que en la visita anterior, se limitó a coger la bolsita de monedas sin ver su interior y a despedirse con cortesía y amabilidad.
De nuevo la invadía esa sensación de orgullo por lo logrado, por poco e insignificante que pudiera ser. Aunque tenía pensado regresar directamente a casa, Julianna sabía que necesitaba mantenerse ocupada para no pensar, para no dejarse invadir y avasallar de nuevo por esa oleada de sentimientos contrapuestos, de sensaciones hasta ahora desconocidas y, sobre todo, por el desconcierto y desasosiego que la conversación con su hermano le provocaba. «¡Por el amor de Dios, Julianna!, no dejes que te haga eso, estás dándole precisamente lo que quería», se reprendió a sí misma cuando al recordar la cara de satisfacción y placer de su hermano al contarle lo que él sabía que le causaría daño. Por ello, y aprovechando que veía a Amelia también muy nerviosa, preguntó a salir de casa de la señora Ryller:
—Amelia, aún es temprano. ¿Te apetecería que visitásemos a las hermanas y nos quedásemos un rato a jugar con los niños?
—¡Sí, sí!, por favor. Les puedo contar nuestra tarde en el bosque y les enseñaré a las niñas mi nueva cinta.
Estaba claro que la idea tenía gran acogida. Por un momento sintió cierta vergüenza, porque estaba tan imbuida en sus propios pensamientos y problemas que ni siquiera se había dado cuenta de que Amelia se había recogido el pelo en un bonito peinado, dejando mechones sueltos por su frente y la parte delantera del cuello, y que lo había hecho utilizando la cinta que le había regalado por su cumpleaños.
—En ese caso, iremos, y te pido disculpas, porque no te he dicho lo deslumbrante que estás con ese peinado y lo mucho que me agrada que te guste tu regalo. Estás preciosa, de hecho, mañana podríamos peinarte del mismo modo para la fiesta y colocar algunas de las florecillas que te regaló el señor Burton. ¿Te gustaría?
«Oh, no… Julianna, estás perdida. Está claro que tu subconsciente te traiciona… acabas de reiterar tu intención de ir. Ya no hay marcha atrás, le romperías el corazón».
La cara de alegría de Amelia lo decía todo. Al cabo de pocos minutos Amelia preguntó:
—¿Podríamos…?
—Sí, Amelia, dime.
Amelia se miraba las manos, que tenía en el regazo y que movía con cierto nerviosismo
—Me preguntaba si… ¿Le molestaría si leyésemos esta noche el libro de su estantería? No quisiera… Bueno… No quisiera hacer algo incorrecto mañana.
Julianna supo de inmediato que se refería al libro de normas sociales y, por un instante, tuvo el mismo temor que Amelia.
—Claro, por supuesto. Creo que yo también debería desempolvar mis modales para una reunión tan concurrida… Es una magnífica idea, Amelia, gracias. Cenaremos en el jardín y leeremos hasta que nos cansemos. ¿Te parece bien?
Amelia la miró claramente aliviada y sonrió.
—Muy bien. Gracias.
Lo cierto es que también le sirvió de alivio a la misma Julianna, porque no solo recordaría algo que una señorita de su edad debería saber tan bien como respirar, sino también para alejar de su cabeza de nuevo todo lo demás.
Al cruzar el pueblo, Julianna paró la calesa delante de la tienda del señor Burton y dijo a Amelia mientras sacaba unas monedas de una de las bolsitas:
—Creo que podríamos llevarles unas golosinas a los niños y decirles que se las regalas tú como celebración por tu cumpleaños.
Amelia la miró entusiasmada.
—Pero eso es demasiado…
—Claro que no. No todos los días es tu cumpleaños, además, has trabajado muy duro estos días, al menos has de permitirme agasajarte un poco.
Amelia se ruborizó y, cogiendo las monedas, entró en la tienda del señor Burton. Se giró y, sin detenerse, señaló:
—No tardaré mucho, lo prometo.
Julianna sonrió.
—No te preocupes, Amelia. Te espero aquí. Vé tranquila.
Cuando la vio salir de la tienda Julianna no pudo evitar reír suavemente. Llevaba una cesta llena de golosinas, caramelos y unas serpentinas de papel. Le brillaban los ojos como a un niño pequeño el día de Navidad y se sintió inmensamente feliz. Estaba decidida a tratar a Amelia como una hermana más que como una dama de compañía y, de hecho, en una de sus últimas cartas, le había pedido a su tía Blanche permiso para que Amelia la acompañase, no como simple dama de compañía, aunque tampoco quiso llegar a escribir como hermana por si con ello ponía a su tía en un compromiso excesivo o en una situación incómoda, ya que realmente ella no conocía en persona a su tía Blanche ni los círculos en los que se movía. Sólo sabía que su difunto marido la dejó en muy buena posición económica y que pasaba la mayor parte del año en su casa de Londres y el verano en una residencia cerca del mar, pero desconocía todo lo demás. En la última carta, demostró, de nuevo, lo generosa y cariñosa que era, tal y como la había descrito en infinidad de ocasiones su padre, ya que no solo aceptó su sugerencia sino que decía que estaría encantada de conocer a Amelia y recibirla en su casa como una huésped más.
Con todo lo acontecido esos días, Julianna había olvidado comentárselo a Amelia, pero ahora estimaba más prudente no comentarle nada, ni del viaje, ni de sus planes, hasta un par de días antes de partir. Aunque estaba segura que Amelia no volvería a ser indiscreta y confiaba en ella en ese sentido, temía, sin embargo, a sus hermanos. Sobre todo a Ewan, por hallarse en el pueblo, ya que ahora estaría pendiente de las dos. Y, si a ella conseguía intimidarla, Amelia en sus manos sería como una hoja de papel.
Por otro lado, tanto Julianna como su tía habían acordado no informar a sus hermanos del viaje, ya que conocían los oscuros intereses de sus hermanos respecto a la herencia de la tía Blanche. Estos la adulaban e intentaban engatusarla cada vez que la visitaban, aduciendo alguna tonta excusa. Sin embargo, la tía Blanche no soportaba a ninguno de sus hermanos ni el modo en que se comportaban tanto con Julianna como con su padre. De ahí que ambas consideraban que ellos no dejarían que Julianna tuviere relación alguna con ella o, por lo menos, la dificultarían, sobre todo si llegaba a sus oídos que llevaban años manteniendo una estrecha relación por carta auspiciada por su padre.
Tía Blanche siempre decía que no temía por ella ni por su herencia porque, decía, «yo haré con ella lo que considere oportuno y eso no incluye a oportunistas ni interesados, por muy familiares que digan ser». Sin embargo, sí había dejado traslucir, en más de una ocasión, cierto temor por Julianna, porque mientras esta no lograse la independencia legal estaba en manos de sus hermanos o, al menos, bajo cierto control de los mismos, a pesar de que el padre de Julianna procurase en su testamento protegerla todo lo que pudo. En una ocasión, Julianna le preguntó a su tía cómo podía verse libre de sus hermanos y fue ella la que le informó sobre la independencia legal, los trámites para solicitarla y las consecuencias de ello, señalando, además, que si algún día faltase su padre era un asunto a tener muy en cuenta.
El resto de la tarde se le pasó volando. Fue un gran acierto visitar a los niños del orfanato, que estaban entusiasmados con sus golosinas y con el relato de la tarde en el bosque. Amelia fue describiendo, hasta la extenuación, cada minúsculo detalle del picnic, especialmente el haber tenido un pastel de cumpleaños y sus dos presentes, enseñando con orgullo la cinta de su pelo.
Las hermanas parecían asombradas del trato tan cordial que Julianna daba a Amelia, ya que creyeron al principio que Julianna solo la contrataba como criada o sirvienta, y les preocupaba que le estuviese dando una posición demasiado «elevada», dijeron, «para una chica huérfana de padres desconocidos». Esto último molestó un poco a Julianna, pero consideró que aquel no era ni el lugar ni el momento adecuado para enredarse en una discusión de la que se sabía perdedora de antemano. La sociedad en la que vivían era así y poco podía hacer ella por cambiarla, sobre todo porque Julianna solo era la hija de uno de los arrendatarios del conde y Amelia y ella vivían en una comunidad pequeña donde las costumbres y la diferencias de clases parecían importantes para los vecinos y lugareños. Por ello, se limitó a tranquilizarlas, aclarando que lo que ella quería era una dama o señorita de compañía, y que Amelia había resultado ser una excelente elección ya que, además de tener un carácter similar al suyo, era extremadamente trabajadora, inteligente y despierta. Incluso dijo, con absoluta sinceridad, que le había cogido un gran cariño y que no podría tratarla de otro modo. Con eso pareció que quedaba zanjada la cuestión, a pesar de la cara de reproche que algunas de las hermanas le dedicaron.
Una vez en casa, Julianna preparó una cena ligera mientras Amelia guardaba los últimos utensilios que habían estado utilizando los días previos. Amelia puso la mesa para la cena y encendió un par de lámparas del jardín mientras Julianna se refrescaba un poco, y finalmente dejó la cena en la mesa auxiliar del jardín.
Al salir, Julianna sintió de nuevo la tranquilidad y la seguridad que le inspiraban su casa, su jardín y la amable y tranquila compañía de Amelia. Una de las cosas por las que la había reprendido una de las hermanas de Saint Joseph era que hiciera las comidas en compañía de Amelia, compartiendo mesa y mantel. Sin embargo, Julianna no quiso disculparse por dar esa familiaridad a Amelia y, simplemente, alegó que necesitaba alguien que leyese con ella y que consideraba un momento ideal los instantes posteriores a la cena. Julianna percibió, al mirar de soslayo a la hermana Catherine, cierta desaprobación, pero no quiso darle mayor pábulo e ignoró su suspiro de crítica.
Amelia y ella dedicaron la cena a recordar los momentos pasados con los niños esa tarde, riéndose de las ocurrencias de unos y otros y a leer el libro de protocolo, con lo que, también, intercambiaron numerosos comentarios y risas. Julianna comenzó a recordar cosas que parecían olvidadas por su falta de uso. Incluso, comprendió que durante los días pasados había tratado sin la debida cortesía a Cliff, ya que, por su posición social, debería haberse dirigido a él, en todo momento, como «milord», y no solo inclinar la cabeza al saludarlo o despedirse, sino, además, hacer la genuflexión, que ella tanto odiaba. Se sintió, por unos instantes, como una pueblerina ignorante, pero se prometió a sí misma no olvidar los modales que tanto insistía su padre que debía mostrar. «Carecer de una madre que te enseñe los modales y triquiñuelas femeninas no debe ser una excusa. Has de comportarte siempre como la dama que eres, Julianna. ¿Me lo prometes?». De repente, la voz de su padre estuvo muy presente y ella pareció asentir a la misma en silencio, como si la promesa de comportarse como una dama fuese algo necesario en ese momento.
Cliff se había pasado toda la noche sopesando las opciones de un posible matrimonio ventajoso para Julianna, tal y como lo había descrito la condesa, pero la sola idea de que otro pudiese besarla, tocarla, acariciarla, producía un extraño efecto en él. Se tensaba y se ponía de inmediato de malhumor, sin mencionar esa especie de dolor sordo que sentía en el pecho. Además, Julianna parecía feliz sin tener que buscar marido. «No, no, eso tampoco puede ser. Seguiría desprotegida por mucho que ella crea lo contrario, y sus hermanos…». Cliff sentía que le estallaba la cabeza. Perdía por completo la razón y el sentido de la lógica cuando se trataba de Julianna.
Cada vez que le venía a la cabeza su imagen, notaba un dulce calor invadirle el pecho, pero también una tensión y una excitación desconocida y desbocada. Sus ojos, su suave piel, esos carnosos y deseables labios que, sin duda, habían respondido a su beso de un modo apasionado y natural. Tras la cena y el comentario de su madre empezaba a plantearse la seria posibilidad de que él fuera el mayor peligro para Julianna, porque cada vez le costaba más controlarse y no podía perder el control con ella. No podía robarle la inocencia y su futuro. No podía deshonrarla, pero tampoco podía renunciar a ella, estar lejos de ella.
Cliff decidió mantenerse ocupado hasta la Fiesta. Decidió que pasaría todo el día navegando en la pequeña goleta que tenía atracada en el puerto, en un enclave a poca distancia del condado, y regresar a la mañana siguiente, así intentaría descargar un poco de la tensión acumulada los días anteriores y despejaría la mente. Estar en mar abierto, sintiendo la brisa en el rostro, era lo que le había mantenido sereno los años transcurridos desde que se marchó de Irlanda, y sentía la necesidad de alejarse, de escapar.
A primera hora de la mañana, envió aviso a su contramaestre para que fuese preparando lo necesario para su llegada. Durante el desayuno anunció a su padre su intención de navegar y de regresar a tiempo para la Fiesta de la Cosecha.
Su padre notó enseguida la tensión en la expresión y el cuerpo de su hijo, por lo que prefirió no insistir y se limitó a asentir y desearle buena travesía, aunque también le informó que la condesa había mandado, hacía menos de una hora, un lacayo con una invitación a nombre de Julianna, dado que la noche anterior sus propios hijos le habían comentado que Cliff ya lo había hecho de palabra. Esto hizo que, de nuevo, Cliff se tensara. Deseaba verla como no había deseado nada antes en la vida, pero atraerla a la Fiesta para exponerla como si fuera un cervatillo frente a una jauría de perros de caza lo incomodaba y enfadaba por igual.
El conde notó la expresión de preocupación de su hijo, pero decidió darle la oportunidad de que fuese él mismo el que acudiese a solicitar su consejo o ayuda, sin presionarlo. Lo conocía demasiado bien, era demasiado testarudo y prefirió dejarle espacio para pensar.
Tras un breve galope de una hora, sin apenas esfuerzo, Cliff llegó al puerto y observó que su contramaestre tenía todo listo para zarpar de inmediato. Lo saludó con verdadero entusiasmo. Ninguno de los hombres estaba sorprendido por el aviso de su capitán acerca de la inmediata travesía, ya que por todos era sabido que al capitán Worken, como sus hombres lo conocían, a pesar de que en la Marina Real ya había alcanzado el grado de comandante, le gustaba que todos los barcos y marineros de la flota de la que era propietario estuviesen siempre dispuestos y listos. También solían hacer breves salidas, no solo para mantenerse en forma y tener adecuadamente preparada la nave sino, además, para crear una fuerte camaradería. A Cliff le gustaba contar con hombres curtidos y experimentados en sus barcos, pero también con hombres en los que pudiese confiar, y el mejor medio de hacerlo era creando vínculos entre y con ellos. Las tripulaciones de todos sus barcos la formaban hombres que eran ya como una familia, arriesgaban la vida juntos y se confiaban mutuamente sus vidas.
El día navegando sirvió, sin duda, para que Cliff descargase la tensión física y que se sintiese libre de las reglas sociales que en tierra había de observar a cada momento. Por la noche, esa tranquilidad recobrada se vio alterada. No podía dejar de ver a Julianna, sentir su dulce aliento al besarla, sus inexpertos y expresivos ojos al mirarlo. Quería verla, necesitaba verla, escuchar su voz.
Se pasó la noche entera atormentado por sus deseos, los planes de su madre, el desconsuelo de tener que alejarse de Julianna, la culpabilidad por desear su inocencia tanto como su seguridad. Se había forjado una vida que le gustaba. Su libertad, navegar, regresar a puerto y a los suyos solo para descansar y recobrar un poco del sentido de la civilización y la familia. Pero notaba que algo había cambiado: no quería renunciar a esa vida pero, ahora, sentía que si volvía a ella algo le faltaría. No podía ser Julianna, él no podía ofrecerle lo que ella se merecía. Un hogar, una protección, una familia. El matrimonio no era para él, llevaba demasiado tiempo rehuyéndolo como para no saber que no le bastaba con seguir las normas día tras día. Por un momento, Cliff pensó en Julianna como señora de su casa, pero, también, como su compañera en los viajes, navegando juntos, observando de noche las estrellas en el mar. Julianna parecía también buscar esos momentos de libertad, de aventura, se escapaba sola al bosque. Desde pequeña buscaba lugares desde donde observar las estrellas y respirar aire de libertad. Rehusaba encadenarse por los convencionalismos de sus vecinos. ¿Acaso no era ese el mismo comportamiento que el suyo? «¿Pero qué estás diciendo? Estás loco si piensas que ella aceptaría una vida como la tuya. Aún abandonando el servicio en la Marina Real, no abandonarás la vida en el mar, porque necesitas dejar atrás las ataduras de la sociedad para sentirte vivo y sería injusto obligarla a llevar esa vida errante… pero Julianna sí podría… Ella sí podría soportar e incluso desear esta vida… ¡Basta, basta! Ni siquiera te lo plantees, ¡has perdido la razón! Dios, pero sentirme vivo, necesito sentirme vivo y con ella me sentí… Nunca me he sentido más vivo que con ella en mis brazos, que escuchando su corazón tan acelerado por mi proximidad que parecía salírsele de ese bonito y turgente pecho… ¡Cliff ,debes detenerte de inmediato! Empiezas a cruzar una línea peligrosa y no solo para ti, sino también para ella, sobre todo para ella». Desde la barandilla inhaló el aire del mar, se giró y observó a los hombres de guardia realizando sus tareas. Mientras tanto, el rostro de Julianna lo torturaba, junto con el sonido de su voz al llamarle «comandante», que era una caricia en su piel.
Al llegar los primeros rayos del sol y reflejarse en el mar, Cliff supo al instante que tenía que regresar, la Fiesta de la Cosecha era al día siguiente y, aunque podría apurar para permanecer en el mar otro día, por primera vez en muchos años deseaba estar en tierra más que en el mar.
Al mediodía ya habían atracado sin mayores incidentes y regresó a la mansión como un barco llamado por el faro en la distancia, en silencio, pero inevitablemente.
Ya en la mansión, se dio un baño y bajó a la terraza donde todos estaban tomando el té, incluido Liam Bedford. Al cabo de un buen rato conversando con la prometida de su hermano, le sorprendió lo mucho que le agradaba su futura cuñada. Era sensata, tranquila, aunque con cierto sentido ácido del humor similar al de Ethan. También era elegante sin ser una joven insulsa y cabecita hueca, obsesionada con la moda y ese tipo de frivolidades como muchas de las damas de la sociedad londinense que pululaban por los salones y fiestas sin otra cosa en la cabeza. Lady Adele no era la típica heredera criada con el único propósito de hacer un matrimonio adecuado. Sin duda, empezó a entender las razones por las que su hermano parecía totalmente embobado con ella y se alegró por él, aunque también sintió cierta tristeza y una rara envidia por la seguridad que mostraba Ethan en cuanto a su futuro. Sabía cuál era su deber pero, también, parecía que sabía lo que quería y, por la expresión de felicidad de su rostro, estaba claro que lo había conseguido. Los pensamientos de Cliff de repente se vieron sorprendidos por Liam.
—Bueno, Cliff, ¿qué tal tu breve escapada náutica?
—Ha estado bien. Deberías probarlo. El mar es un lugar fascinante, peligroso y reconfortante al mismo tiempo.
—¿Yo? ¿En el mar? ¡Válgame el cielo! ¡Qué ocurrencia! La máxima distancia que yo pongo entre la tierra firme y mis pies es la montura de un caballo. No creo que llegues a verme nunca en el mar, salvo para cruzar el espacio entre Irlanda e Inglaterra, o esta y el Continente, para alguna oportuna escapada para ver viejos conocidos… —Se rio escandalosamente, lo que hizo que todos se giraran—. De todos modos, en tierra tenemos diversiones y entretenimientos suficientes para un tipo como yo. Sin ir más lejos, la fiesta de mañana. Estoy deseando ver a las jóvenes bellezas del condado y disfrutar de unos juegos con ellas. Es más, tu madre ha prometido presentarme, especialmente, a una joven de extraordinaria belleza, hija de uno de los arrendatarios de tu padre…
Cliff abrió de golpe los ojos y miró con furia a su madre. Estaba claro que se refería a Julianna. «¡Liam Bedford! ¡Por encima de mi cadáver! ¿En que estaba pensando la condesa? Será hijo de un noble, pero no es adecuado para Julianna. Es un tarambana al que le gusta beber más de lo conveniente, con mala reputación, y dudo que sea capaz de permanecer fiel a ninguna mujer… ¡por Dios Santo, Liam Bedford! ¡Ni hablar! ¡No le pondrá un dedo encima a Julianna!». Cliff notaba como le hervía la sangre de ira, de pura ira.
Al ver la mirada de su hijo y la desaprobación que había en ellos, la condesa intentó calmar un poco su evidente enfado y se limitó a señalar:
—Bueno, Liam, solo dije que podría presentarte a algunas de las bellezas locales, algunas de ellas hijas de arrendatarios del conde, eso es todo…
Su tono revelaba su culpabilidad, sin duda, pero también su remordimiento. La condesa debía saber que Liam Bedford no era, ni de lejos, un candidato adecuado. Intentó mantener la calma delante de quien, en ese momento, pensó era un crápula sin escrúpulos ni moral. «¿Cómo ha considerado Ethan a este tipo amigo durante estos años, por mucho que su hermano, el heredero del título de marqués, sí sea amigo nuestro? Este tipejo no le llega a su hermano ni a la suela del zapato». Cliff apenas si contenía las ganas de lanzarle un buen puñetazo a ese hombre.
—Bueno, Liam, verás a muchas jóvenes en edad de casarse, y algunas son verdaderas bellezas locales, pero si mi madre, la condesa, estaba pensando en concreto en una joven que está bajo mi protección, he de advertirte que has de tener cuidado por el terreno que pisas, amigo.
Liam lo miró como si aquello, en realidad, no fuera una advertencia sino, más bien, la revelación de que a esa joven en concreto lo unía una relación especial. Por sus ojos, Cliff enseguida comprendió que Liam había dado por hecho que la joven de la que hablaba era su amante o que lo sería pronto, pero, en vez de sacarlo de su error, se limitó a no añadir nada más. «Si piensa que es mi amante o que pretendo que lo sea, se mantendrá alejado de Julianna por la cuenta que le trae». Aunque lo invadía un profundo remordimiento por la posición en que acababa de colocar a Julianna y el menoscabo que podía causar en su reputación si no lo atajaba rápido llegado el caso, Cliff sentía tanta rabia y rencor en ese momento que no pudo alcanzar a ver las consecuencias de lo que acababa de hacer.
Unos minutos más tarde su hermano se sentó con él y le comentó, no sin cierto enfado en la voz:
—Eres consciente de lo que Liam, y el resto de nosotros, ha entendido de tu comentario, ¿verdad? Porque aunque todos, a excepción de Liam, sabemos lo que hay o, mejor dicho, lo que no hay, entre la señorita McBeth y tú, lo cierto es que acabas de ponerla frente a sus ojos en una posición que no es real ni tampoco ventajosa, y, si me apuras, inconveniente.
Cliff lo miró furioso y con los ojos llenos de remordimientos.
—Lo sé. Pero eso se puede aclarar sin problemas mañana mismo si es necesario. Prefiero que Liam crea que estoy interesado en Julianna, de cualquier modo que sea, para que se mantenga lejos de ella. ¡Por todos los cielos! Liam Bedford. ¿En qué pensaba madre?
Ethan soltó una pequeña carcajada, pero no pudo dejar de mirar con desaprobación la actuación de su hermano.
—Bueno, hermano, tu verás lo que haces, pero asegúrate de que ese rumor no vaya más allá… De todos modos, te estás comportando más como un enamorado celoso que como un protector.
Cliff se giró de golpe para verlo y protestar, pero Ethan ya se había puesto a caminar en dirección a la puerta. Comenzaba a oscurecer. Se disculpó con sus padres y con lady Adele. Sabía que no sería grata compañía esa noche después de lo ocurrido por la tarde y pidió que le ensillaran la yegua torda para cabalgar un rato por la pradera.
Después de casi una hora cabalgando, se encontró, casi sin quererlo, a poca distancia de la casa del bosque, como si la yegua conociese sus anhelos y lo hubiese llevado allí escuchando sus pensamientos. Dejó atada la montura en uno de los árboles del sendero viejo y caminó siguiendo su propio impulso hasta llegar a la parte que daba al jardín trasero. Allí vio sentada, frente a una mesa, a Julianna y a su joven compañía, riéndose. Se quedó parado junto a uno de los árboles. El sonido de esa risa era como el canto de una sirena llamando a los marineros, pero este canto en concreto parecía destinado solo a sus oídos. Era la criatura más deliciosa, dulce y encantadora de cuantas había visto. Trataba con dulzura a la jovencita, más como una amiga que como alguien a su servicio. Estaba deslumbrante, relajada y parecía feliz. Intentó agudizar el oído para escuchar lo que decían. Nunca antes le habían interesado las conversaciones femeninas y, ahora, esperaba anhelante oír sus palabras, escuchar sus opiniones, como un medio para desentrañar ese extraño misterio que era Julianna. Tan sencilla en ocasiones, y tan difícil en otras. Comprendió, al poco de escuchar, que habían empezado a leer un libro comentando las partes de este. Eran normas sobre cómo comportarse en sociedad y ambas reían con algunos de los usos corrientes dentro de la alta aristocracia. Le resultó conmovedor y, entonces, recordó lo que la propia Julianna le había dicho dos días antes. Al carecer de madre, no tuvo ese tipo de guía de pequeña y, por un segundo, percibió el temor que ella debía tener en los actos sociales por su inexperiencia y por esa falta de ayuda materna. «No te preocupes, pequeña, mañana no te dejaré sola e intentaré que te encuentres cómoda entre tanto extraño».
Se quedó observándola hasta que entraron en la casa. Se la veía tan bonita, inocente y sensual al mismo tiempo. Era su sirena, con su cabello brillando con la tenue luz de las lámparas del jardín, con esa costumbre, que empezaba a conocer al dedillo, de morderse el labio inferior cuando meditaba sobre algo y con su forma de mirar, de vez en cuando, al cielo, como anhelando echar a volar y alejarse de todo y de todos. Verla en la distancia era casi adictivo, no podía evitar buscarla. Eso, eso era lo que había echado de menos la noche y el día en la mar. Anhelaba a Julianna, su compañía, verla, escuchar su voz, sentirla cerca. «¡Dios, realmente soy yo el mayor peligro para ella! ¿Cuánto tiempo seré capaz de seguir comportándome como un caballero? ¿Cuánto tiempo tardaré en caer y dejarme llevar por los deseos y la lujuria que despierta en mí, como no lo había hecho antes ninguna mujer? No creo que llegue a saciarme nunca si no es con ella. Esa inocencia es desbordante y, al tiempo, es ardiente y pasional. Lo comprobé al besarla. Me devolvió el beso como si estuviese hecha para mí, como si sus labios respondiesen a los míos porque se pertenecían y mis caricias fuesen las que su cuerpo reclamaba… ¡Basta, Cliff, basta!».
Lo curioso era que ver a Julianna lo apaciguaba y lo ponía ansioso por igual. Parecía tener el poder de calmar sus miedos y su alma como cuando, de niña, le dijo que no se preocupase, que ella lo cuidaría. Era el mismo efecto, calmante, sosegador, cálido y tierno. Pero, por otro lado, encendía su cuerpo hasta hacerlo arder. Toda su piel vibraba y su virilidad afloraba de manera incontenible como si fuera un muchacho inexperto. Notaba su sangre correr y sus manos anhelando su cuerpo. Tocarla, acariciarla, hacerla suya al fin… «Cliff, has de controlarte. No puedes hacer nada de lo que luego te arrepientas… ¿Pero cómo podría arrepentirme de hacerla mía? ¿De tomarla como nunca nadie la ha tomado, de darle placer? ¿De hacerle conocer el éxtasis y la pasión más allá de toda razón, más allá de toda cordura?»
Esa noche, tanto Cliff como Julianna tuvieron algo en común, ambos soñaron con el otro, con sus cuerpos, su calor, su innegable atracción. Pero, a diferencia de Cliff, Julianna empezaba a temer estar enamorada de un hombre tan distinto a ella, tan experimentado y, sobre todo, perteneciente a la nobleza más alta de Irlanda. Era una locura. Cliff, por su parte, luchaba consigo mismo, con su deber, con su honor frente a unos deseos y una pasión que cada vez resultaban más descontrolados.
Al levantarse, Julianna comenzó con los preparativos para acudir a la fiesta y sacó el bonito vestido que no había estrenado todavía para plancharlo. Colocó sobre la cama cada una de sus piezas; la chaquetilla, el corsé, las enaguas y los pantaloncitos de encaje, el bolso de terciopelo de color marfil y la cinta para el pelo. Al bajar, lo dejó todo en el cuarto de la plancha para plancharlo unos minutos más tarde, y revisó con Amelia lo que ella quería ponerse: su vestido nuevo con todos los complementos. Además, le entregó los pendientes de perlas que iba a prestarle para que luego no se le olvidasen. Se sentaron a tomar una taza de té y unas galletas y comentaron cómo se arreglarían el pelo. Por un segundo, Julianna se sintió tan extraña como emocionada y nerviosa. Era la primera vez en su vida que se encontraba en una situación similar, ya que al carecer de hermanas y de madre o de una amiga de su edad, nunca había tenido ese tipo de conversación, pero se sintió reconfortada de poder contar con otra mujer para comentar algo tan femenino como el peinado o como los preparativos para una fiesta.
Amelia preparó el baño para ambas, lo que Julianna agradeció ya que necesitaba sentirse lo más relajada posible para afrontar lo que, algo le decía, iba a ser una dura prueba. Mientras tanto, ella intentaba hacer acopio de valor, sumergida en el agua caliente, mirando de reojo todas las cosas que había dejado encima de la cama tras plancharlo y dejarlo convenientemente preparado. Al subir y mientras Julianna se secaba con los paños de lino Amelia le comentaba lo mucho que le gustaba su vestido, y que pocas veces veía ese tipo de ropas elegantes en el condado, ya que eran propias solo de las damas de la clase alta y de las ricas herederas. Su tía Blanche le había regalado ese vestido, con todos los complementos, en Navidad, pero, como siempre, su padre y ella tenían la precaución de decir que era un regalo de él para Julianna, encargado en una de sus visitas a Cork. Era, realmente, la última moda en Londres. Lo llevaban las señoritas de la clase alta y seguía los dictados marcados por París, hecho a mano por la mejor modista de Londres, según le había dicho su tía. Era finales de 1820 y los trajes de corte imperio, que hasta entonces dictaba la moda, empezaban a dejar paso a los nuevos avances en moda traídos de Francia y de Italia. Llamaban especialmente la atención porque todos marcaban, como no lo hacían los vestidos imperio, las curvas de la mujer. Los corsés marcaban no solo la cintura y las caderas sino, especialmente, los pechos. Los nuevos vestidos empleaban telas más elaboradas y pesadas y tenían un diseño hecho para realzar la figura femenina como nunca antes. Para las fiestas y reuniones sociales más formales, los trajes de noche, gracias a las nuevas modas llegadas del continente, solían llevarse con abrigos, chales o chaquetas a juego, tan elaboradas como los propios vestidos. Las enaguas resultaban algo más voluminosas y terminaban en un pequeño volante con encajes que se asomaban por los bajos de vestidos para dar un poco de volumen a estos. En cambio, para el día, las tardes y los actos no tan formales, empezaban a estilarse vestidos que marcaban igualmente las curvas femeninas, pero con telas más sencillas o menos elaboradas o incluso, en vez de trajes enteros, se llevaban las faldas acompañadas con finas camisas y casacas, que permitían unos movimientos algo más naturales en la mujer a pesar del corsé que tenían que ponerse.
Julianna agradeció con cariño el presente a su tía, aunque estimaba que era demasiado caro y temía no tener ocasión de ponérselo. Aun así, su tía insistió, considerando aquello como una tontería y creyendo que pronto encontraría una velada propicia para llevarlo. Además del vestido, su padre le entregó, en nombre de su tía, por supuesto, una carta que contenía instrucciones de cómo colocar cada pieza y de cómo llevarlo. Desde luego, la tía Blanche parecía conocer a la perfección a su sobrina. Lo cierto es que Julianna no había tenido aún ocasión de probárselo todo, el conjunto entero, pues no había tenido ayuda para ello, y al menos el corsé y la lazada de la espalda del vestido requerían de otra persona para poder ajustarlos. Y ahora sentía un enorme alivio de poder contar con el vestido y no tener que preocuparse por no estar a la altura en cuanto a moda. En el fondo deseaba que le quedase lo suficientemente bien para que Cliff la mirase. Había visto en un par de ocasiones, en la distancia, en el pueblo, a la condesa y a la prometida de lord de Worken, el hijo mayor del conde. Aunque nunca las había visto lucir ese tipo de prendas, había escuchado a una señora en la tienda del señor Burton hablar del vestido de ambas damas en una reunión; decía que estaba a la última moda y que lo habían encargado especialmente en Londres siguiendo los dictados del continente. Aunque sin entender de estas cosas, algo le decía que el diseño regalo de su tía era algo más profuso que el descrito por esa señora y, también, que había sido elaborado con pericia por unas manos realmente expertas y talentosas. Estaba convencida de que todas las invitadas de la nobleza o de la alta burguesía que acudiesen a la fiesta, al menos las que proviniesen de Londres o de Dublín, estarían vestidas a la última moda. Por primera vez, le preocupó su aspecto de verdad. No quería desentonar.
Tras peinar a Amelia y ella ayudarla a su vez, comenzaron las dos a colocar pieza a pieza cada parte de lo que a Julianna le pareció un puzle. El corsé no era tan opresivo como ella creía, y tuvo que reconocer que realmente realzaba las curvas que, hasta el momento, no hubiera dicho que tenía. Era de una fina seda de color marfil, con encajes elaborados y preciosas cintas para cerrarlo. Amelia estaba tan asombrada como ella al tocar cada parte, cada pieza que iban ajustando. Cuando acabaron, se miró en el espejo y tuvo la extraña sensación de que la mujer que se reflejaba en él no era ella. Era tan elegante. Incluso le pareció bonita. El vestido era de una muselina de color amarillo suave, con los acabados en seda damasquina tan agradable al tacto que parecía acomodarse al cuerpo y al corsé de manera natural. La parte baja de la falda y los bordes de las mangas estaban bordadas con unas flores verdes, marrones y granate con acabados de color marfil. La chaquetilla de terciopelo labrado, de un color amarillo más oscuro a juego con los zapatos, estaba bordada con esas mismas flores en el cuello y las muñecas, y se ceñía al cuerpo realzando aún más la figura y el color del pelo de Julianna. El cabello lo llevaba recogido con un moño bajo, dejando algunos mechones sueltos, realzando la facciones de su rostro y destacando el color de sus ojos, así como el rubor creciente de su mejillas. Además, nunca antes se había fijado en algunos detalles de su propia figura, como su largo cuello, su busto firme y su talle realzado gracias a ese corsé. Julianna se quedó observándose a sí misma unos minutos, como si de verdad estuviese observando a una extraña. No podía creer que realmente fuese ella. Amelia, que parecía mirarla con admiración, señaló sonriendo:
—Está preciosa. Es la mujer más bonita y elegante que he visto nunca.
—Gracias, Amelia. No puedo creer que sea yo… —Se giró riéndose—. Pero mírate, tú estás preciosa, y dentro de un par de años, o quizás menos, llevarás también este tipo de corsé, porque ya no serás una jovencita, sino toda una mujer que hará que los hombres se vuelvan admirados. Tendré que llevarte siempre escoltada para protegerte de la horda de admiradores.
Amelia se sonrojó y miró al suelo. Julianna había de reconocer que Amelia era una jovencita realmente bonita, con esa piel tan clara y nívea como si fuese marfil, esos enormes ojos oscuros y ese denso cabello negro que, sin duda, volvería locos a los jovencitos aunque ella aún no se diese cuenta.
—En fin. —Julianna suspiró—. Supongo que deberíamos irnos ya. Son casi las doce y según me contaba mi padre, los invitados comienzan a llegar a las once. ¿Vamos?
Amelia asintió. Al abrir la puerta de casa ambas se sobresaltaron y se quedaron paradas como si fueran estatuas, al comprobar que las estaba esperando un elegante carruaje con un cochero y un lacayo. Ambas se miraron sin atinar a decir nada. El lacayo, finalmente, bajó del carruaje, hizo una reverencia y les dijo con una solemnidad sin duda aprendida tras estar al servicio de la nobleza durante años:
—Señorita McBeth, el conde de Worken le ruega nos permita que le acompañemos a Workenhall para asistir a la Fiesta de la Cosecha. ¿Si es usted tan amable? —Hizo un gesto con la mano como para que lo siguieran.
—El… ¿el conde de Worken? —fue lo único que alcanzó a farfullar una asombrada Julianna.
—Sí, señorita.
Como si no hubiese quedado claro por su cara de asombro, Julianna insistió:
—Lo siento, no entiendo nada…
—Sin duda, su señoría satisfará todas sus dudas en persona. Nosotros sólo tenemos orden de sus señorías de asegurarnos que usted y su acompañante llegan sanas y salvas a la mansión.
Julianna hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y se subió en el coche seguida de Amelia, que era, al igual que la propia Julianna, incapaz de decir palabra alguna.
Al cruzar la puerta grande de acceso a la mansión, Julianna observó los enormes jardines decorados con flores. A ambos lados había mesas, con criados elegantemente vestidos con sus impolutas libreas, colocados detrás de cada una. En el centro abundaban numerosas mesas redondas con manteles de hilo, jarrones de cristal y bonitas flores que, sin duda, serían para la hora del almuerzo. Los jardines delanteros ya estaban abarrotados de invitados, especialmente los del condado. El carruaje se dirigía a la puerta principal como los carruajes y coches que, seguro, pertenecían a la nobleza o a los invitados destacados, mientras que los arrendatarios y resto de invitados accedían por la puerta lateral del jardín principal. Julianna no comprendía ese trato excesivo, casi desmedido con ella, primero enviando un carruaje y, después, accediendo por la puerta principal de la mansión.
Al detenerse el carruaje, no pudo evitar contener la respiración. Empezaba a pensar que no debería haber aceptado la invitación. Ella no se sentiría cómoda y, estaba segura, su inexperiencia e incomodidad se notarían enseguida. A los pocos segundos, un lacayo abrió la portezuela y le extendió la mano para ayudarla a bajar y, tras ella, a Amelia. Julianna se quedó observando con los ojos muy abiertos aquella enorme escalinata y las personas que, delante de ella, subían hasta el vestíbulo principal. Todos iban elegantemente vestidos, pertenecían a la clase más adinerada y a la nobleza, lo que instintivamente puso en guardia a Julianna. ¿Por qué le habían conducido a la entrada por donde accedían los más ilustres invitados?
—Señorita, una vez crucen el vestíbulo, a la derecha, estarán los jardines de recreo y en una de las salas previas se encontrarán sus señorías recibiendo a algunos de los invitados, y a la izquierda quedan los jardines donde se celebrará el almuerzo y los posteriores juegos —dijo el lacayo e hizo una formal reverencia.
—Muchas gracias.
Contestó distraídamente, preguntándose cómo iban a regresar a casa. «Bueno, no hay tanta distancia cruzando el bosque…», se dijo mientras el lacayo hacía un gesto al cochero para que continuase y dejase el camino libre.
Julianna comenzó a subir la escalinata junto a Amelia al tiempo que se daba cuenta de que algunos caballeros y las damas que los acompañaban se giraban para mirarla y que, posteriormente, se decían algo, lo que hizo que se ruborizase y se sintiese tremendamente incómoda y fuera de lugar. Era evidente que eran conscientes que ella no pertenecía a ese lugar y estaba allí como una intrusa. Ya en medio del vestíbulo se detuvo unos instantes, decidiendo si ir a los jardines de la derecha o a los de las izquierda, donde seguramente se encontraban todos los arrendatarios y sus familias, así como el resto de los invitados pertenecientes al pueblo y sus alrededores. No tardó mucho en girar en dirección a estos últimos, al llegar a la zona donde las esposas de los arrendatarios tenían ya las mesas preparadas y los sirvientes de la mansión repartían refrescos a los asistentes, Julianna observó con rubor como casi todos los asistentes se giraban para observarla sin ningún disimulo y como muchas de las mujeres señalaban su elegante vestido.
—Julianna.
Julianna instintivamente se giró al oír la voz familiar de una mujer que la llamaba desde una prudente distancia. Enseguida reconoció a la hermana Josephine, de Saint Joseph, y sintió cierto alivio de ver un rostro conocido y familiar.
—Julianna, querida niña, estás preciosa. Casi no te reconozco, estás tan… elegante —señaló, entornando los ojos, analizándola como si fuese uno de sus niños.
—Hermana, muchas gracias. No sabía que las hermanas del convento acudían a este evento. Es una muy grata sorpresa
—Bueno, la condesa invita a los niños para que merienden y se entretengan con los juegos, pero solemos traer solo a algunos —le explicó.
—¡Vaya! Es muy generoso por su parte, desconocía este hecho —y, girándose hacia Amelia, continuó—, Amelia no me había dicho nada… ¿Habías estado aquí antes, Amelia?
Amelia se ruborizó e inclinó la cabeza para mirar el suelo
—¿Yo? No, no… Es que…
La hermana Josephine intervino, cortando de raíz cualquier balbuceo de Amelia de un modo un poco rudo a tenor de los rostros de Amelia y de Julianna:
—Solemos inclinarnos por traer solo a los muchachos y, solo en contadas ocasiones, traemos a algunas jovencitas, pero solo a las que parece probable encontrarles… Bueno, ya sabéis… Pretendientes.
Julianna abrió los ojos de golpe y se limitó a mirarla con reprobación. «¿Cómo se atreve? ¿Es que considera que Amelia no es lo suficientemente buena o tentadora para un digno pretendiente? ¿Es eso lo que ha insinuado? Y ¡con ella delante!». Se sintió tan irritada que prefirió ir a saludar a los niños que jugaban a lo lejos.
—Amelia, ¿te gustaría que saludásemos a los niños? Seguro les agradará ver lo bonita que estás con tu vestido y tu encantador peinado.
Amelia se sonrojó, dándose cuenta de que con ese comentario Julianna parecía defenderla frente a la hermana Josephine, y se limitó a asentir mientras le sonreía aliviada.
Empezaron a caminar en dirección a los niños y Julianna no pudo evitar coger de la mano a Amelia y apretársela en señal de cariño y apoyo. Ese era un gesto que conocía muy bien, porque su padre lo solía hacer cuando de niña escuchaba algún comentario cruel o hiriente de sus abuelos maternos o de sus hermanos. A ella le solía provocar cierta sensación de alivio, pero, además, de calidez, y esperaba que Amelia pudiese también sentirlo.
—¿Vamos a quedarnos mucho rato? —preguntó Amelia en un susurro, avergonzada.
Julianna se paró y la miró, sabía perfectamente cómo se sentía porque ella estaba igual, abrumada, con una extraña sensación de desprotección e inseguridad y, sobre todo, de soledad, rodeada de tantos extraños que parecían analizarla y juzgarla.
—No, querida, creo que solo nos quedaremos unos minutos. Podemos saludar a los niños y después nos marchamos, no creo que nadie note que nos hemos ido.
Julianna pensó que sería una tremenda descortesía y, además, deseaba realmente ver al Cliff, pero se daba cuenta de que, en el fondo, tenía más deseos de salir de allí que la propia Amelia. La miró y suspiró:
—Podríamos regresar dando un paseo por el bosque y al llegar a casa preparar nuestra propia fiesta de la cosecha.
Sonrió a Amelia señalando al bosque. El rostro de Amelia se relajó y sonrió abiertamente.
—¿No se enfadaría por regresar temprano? Está tan bonita que…
Julianna le sonrió y la interrumpió:
—Me miras con unos ojos demasiado generosos. Creo que podremos terminar nuestro libro frente a una buena taza de té, unos emparedados y la tarta de almendras que preparaste ayer…
Desde la sala situada entre los jardines y el vestíbulo el conde y la condesa, así como sus hijos y lady Adele, iban recibiendo y saludando a los invitados. Cliff parecía nervioso y ansioso y, en un par de ocasiones, tuvo que soportar la mirada jocosa de su hermano. Tras casi una hora y media desde que abriesen todas las puertas y comenzase el desfile de invitados, Cliff se quedó paralizado observando el vestíbulo, casi sin aliento y con los ojos abiertos como nunca antes. Había escuchado, durante breves segundos, algunos comentarios tras ellos, unos incluso de Liam Bedford, y él y su hermano se giraron para ver de quién estaban hablando. «¿Quién es?, es muy elegante y ¡qué belleza!, no debe ser del condado». Eran algunos de los murmullos y comentarios que comenzaban a sonar a su alrededor. Al levantar la vista, Cliff sintió como se le paraba el corazón ,y su hermano tuvo que darle un codazo para que regresase al mundo de los vivos.
—Empiezo a entender por qué llevas días desapareciendo sin motivo… —le dijo Ethan al oído y sonriéndole después—. Desde luego, ya no es una niña pequeña, valiente y testaruda. —Soltó una carcajada de aprobación y burla hacia su hermano.
Cliff sonrió ante el comentario de su hermano. Desde luego, tenía razón.
Julianna estaba allí mismo, en medio del vestíbulo, como una aparición etérea, magnífica y gloriosa. Con un vestido elegante, a la última moda, como se estilaba entre las damas de la clase más alta de Londres y París. Marcaba cada una de sus curvas, realzando su belleza de una manera extraordinaria. Era asombrosa. Elegante, tímida, sin duda, era merecida la expectación que, sin saberlo, estaba creando. Todos los caballeros la miraban con deseo y las damas con envidia, estaba seguro. Se sintió orgulloso pero también celoso y enfadado por los comentarios de los hombres. Le daban ganas de gritar «¡ni se os ocurra mirarla!», pero Julianna estaba hecha para ser mirada y admirada, era una mujer preciosa, deslumbrante.
Como un león ante una posible presa, Liam se colocó junto a los hermanos y les preguntó sin ningún recato:
—Bueno, decidme, ¿quién es? ¿No podríais hacer las presentaciones de rigor? —señaló con poca caballerosidad y menos cortesía en dirección a Julianna.
Los ojos de Cliff echaban fuego y tuvo que cerrar fuertemente los puños de rabia, sin tiempo a decir nada gracias a la oportuna mediación de Ethan:
—Bedford, deberías tener un poco más de tacto, recuerda que eres un caballero. Además, esa dama es amiga de la familia y no nos gustaría que se sintiera, bajo ninguna circunstancia, incómoda ni intimidada por caballeros deseosos de compañía femenina.
Ethan le puso una mano en el hombro, intentando que no sonase a amenaza, pero dejando claro las intenciones de ambos hermanos. Liam lo miró pero no se le cambió el gesto hasta que vio la mirada de Cliff y añadió:
—Umm, entiendo… la protegida…
Cliff hizo el amago de agarrarle de la solapa, pero su hermano le puso discretamente la mano en el pecho, lanzándole una mirada severa para que se contuviese, cosa que Cliff hizo, pero solo por encontrarse en la casa de su padre. Liam se alejó sonriendo, pero ya en ese momento, una voz en su interior advertía a Cliff que no era buena idea dejarlo sin vigilancia y hablando de más sobre lo que él creía era «aquella hermosa mujer para el hijo menor del conde».
El conde y la condesa miraban de soslayo la escena. Con un gesto suave, el conde se dirigió a su hijo menor y le dijo en un tono que solo podían escuchar los dos hermanos:
—Hijo, ve a hacer de anfitrión para nuestra invitada y procura que se encuentre a gusto y… a salvo.
El conde arqueó las cejas en un gesto que ambos hermanos reconocían a la perfección. Era una orden clara y terminante.
Cliff se inclinó y se dirigió hacia el último lugar en el que había visto a Julianna, pero pudo escuchar a su padre pedir en un tono igualmente autoritario a su hermano que vigilase a Liam Bedford que, para colmo, parecía estar algo bebido.
Al llegar a la terraza no le costó mucho divisarla. Era, sin duda, fácilmente reconocible entre los demás. Sonrió de manera natural al verla desde lejos. Observó como todos a su alrededor la miraban y como parecía que ella evitaba mirarlos directamente. Esa encantadora timidez que a Cliff le producía tanta ternura le ablandó de golpe el corazón y comenzó a caminar hacia ella sin darse ni cuenta, como si su cuerpo reaccionase de manera instintiva y buscase su compañía como un náufrago la costa.
La observó mientras conversaba con una de las hermanas de Saint Joseph y como parecía ligeramente incómoda con lo que decía. Notó enseguida como se tensaba su cuerpo y miraba a la hermana con reprobación.
Empezó a caminar hacia una de las zonas del jardín con la jovencita que la acompañaba, pero observó la ternura con la que le cogía por unos segundos de la mano. Reconocía ese gesto protector, lo había visto antes pero no recordaba dónde ni a quién. Sin embargo, le produjo de nuevo esa sensación de ternura y calidez que solo ella parecía despertarle.
Caminaba hacia ella despacio, deleitándose al observarla. Era realmente la mujer más hermosa que había visto y aún le asombraba la imagen de sí misma que ella tenía. Tantos años escuchando críticas de sus hermanos, de sus abuelos, de los niños de la escuela… «Tienen que haber hecho, sin duda, que no sea capaz de verse como es en realidad», meditaba sin dejar de estudiar cada uno de sus suaves gestos. Se movía con sencillez, como si quisiese pasar de puntillas, pero irradiaba tal fuerza que era imposible no mirarla y, desde luego, todos los allí presentes lo hacían. Estaba preciosa, tan elegante, tan sensual, tan mujer. Una vez la alcanzó, tuvo que contenerse para no tocarla, pero se limitó a saludarla cortésmente.
—Es un placer volver a verla, señorita McBeth. Me alegra que aceptara mi invitación.
Julianna se giró al escucharle, con un gesto tembloroso que hizo que Cliff sintiera cierta satisfacción pensando que esa reacción natural hacia él era instintiva, de un modo similar a lo que ella le provocaba a él. Se inclinó mientras ella contestaba:
—El placer es mío, milord, y he de agradecer no solo su amable invitación, sino la generosidad de su familia al enviar un carruaje a recogernos; ha sido…
Julianna notó como se sonrojaba, y casi le costaba hablar al girarse del todo y tenerlo a tan poca distancia mirándola fijamente. Se quedó, de repente, con la mente en blanco y no pudo acabar la frase. Le resultaba difícil concentrarse. Apenas notaba que estaban en medio de un enorme jardín y que estaban rodeados de gente.
Cliff sonrió como si hubiese notado el nerviosismo que su proximidad le provocaba, ¿o era porque parecía atolondrada? Julianna empezó a sentirse mortificada por su total torpeza social.
—Por favor, considere que ha sido un medio de asegurarme de contar con su presencia, ya que, la última vez que hablamos, no logré que de sus labios saliese una aceptación rotunda.
Julianna no pudo evitar reír suavemente por la malicia, pero también por la picardía, con la que le hablaba, y, además, notaba una increíble sensación de euforia, ya que parecía estar coqueteando con ella con verdadera maestría. Durante unos segundos le sostuvo la mirada, realmente era el hombre más guapo de cuantos había visto. Ahora, tan cerca y con los rayos del sol iluminando claramente su rostro, podía distinguir aún mejor esos perfectos rasgos que parecían cincelados por el mejor de los artistas clásicos y esos ojos verdes de un brillo indescriptible que hacían que su piel ardiese y vibrase. Tuvo que obligarse a desviar la mirada, ya que empezaba a sentir como el mundo a su alrededor desaparecía. De este modo comprobó que Amelia estaba pálida y que parecía que iba a desmayarse en breve. Se tensó de golpe.
—¿Amelia? ¿Amelia? —Julianna sujetó con suavidad el brazo de Amelia mientras le miraba con verdadera preocupación—. ¿Te encuentras mal?
En ese instante Cliff sujetó con un gesto casi paternal a Amelia y, entre los dos, la llevaron a una zona de la terraza donde unos árboles proporcionaban una sombra natural y donde parecía correr una suave brisa. Amelia se miraba las temblorosas manos apoyadas en su regazo.
—Lo lamento… Creo que estoy un poco…
—No te preocupes, Amelia, me quedaré a tu lado el tiempo que sea necesario y te acompañaré a casa. Esta noche te encontrarás mejor. Han sido unos días de muchas emociones…
Julianna parecía no solo intentar tranquilizarla a ella sino, además, disculparla delante de Cliff. No quería que Amelia se avergonzase ni que sintiese que había cometido algún error. Enseguida tuvo frente a ellas a uno de los sirvientes, que les traía un vaso con agua y una delicada toalla de hilo húmeda. Sin duda, Cliff había hecho algún gesto a los sirvientes sin que ella se diera cuenta. Mientras Julianna le ponía el paño en la nuca y le daba el vaso para que bebiese, Cliff dijo, con una calma y suavidad que resultaban irresistibles, pero que al mismo tiempo encerraban una clara y terminante orden:
—No se preocupen, señoritas, acompañarán a… ¿Amelia? a su casa. Nos aseguraremos de que llegue sana y salva y de que reciba la atención que necesita, a no ser que prefiera que la acompañemos y acomodemos en alguna de las habitaciones para que se tumbe y descanse antes.
Julianna lo miraba asombrada.
—Milord, es muy amable y, aún a riesgo de abusar de su hospitalidad, le estaríamos eternamente agradecidas si pudiesen acercarnos a casa, donde me ocuparé de que Amelia pueda descansar debidamente.
Cliff la miró y a Julianna pareció verle cierto reflejo de reproche en los ojos, como si acabase de darle una bofetada. «Ahora que te tengo aquí, no puedes marcharte sin más», pensó Cliff sintiéndose el ser más egoísta del mundo, pero con plena conciencia de que no podía perder la oportunidad de disfrutar un poco más de la compañía de Julianna.
—No es un abuso en absoluto. Permítame que nos ocupemos de ella pero… —Se inclinó hacia Julianna y, con los labios rozándole la oreja y con su cálido aliento acariciándola casi como si estuviesen los dos solos en la intimidad, le susurró para que solo ella lo oyese—: ¿De veras será tan cruel de marcharse tan deprisa y privarme del placer de su compañía? Recuerde que ha de pagar una deuda…
Julianna abrió los ojos de par en par mientras el corazón le daba un vuelco y en un susurro alcanzó a decir:
—¿Deuda?
Cliff se apartó un poco, colocándose a una prudente distancia y, con un tono que de nuevo reconocía sensual y provocativo, contestó:
—Indicarme dónde se encuentran los mejores pasteles del condado.
Sonrió, haciendo que, de nuevo, el corazón de Julianna brincase de manera descontrolada. No pudo más que espirar un poco de aire y abrir los labios con intención de decir algo, pero de ellos no salía palabra alguna. De nuevo su cuerpo le ganaba la batalla a la razón y a su cabeza.
Casi sin darse cuenta, dos doncellas se llevaban a Amelia para acompañarla a casa en un carruaje mientras Cliff le aseguraba que estaría bien. Además, Julianna vio con absoluta claridad el alivio en el rostro de Amelia y apenas pudo decir nada, a pesar de sus intentos y protestas para acompañarla. No se sentía cómoda dejando que unos extraños la acompañasen, pero ella parecía tan ansiosa de salir de allí que, también, insistió en que la dejase marchar. Julianna le prometió no permanecer mucho tiempo y volver pronto para acompañarla. De nuevo, observó el gesto severo de Cliff al escuchar esta promesa.
Una vez se hubo marchado, Cliff miró por encima del hombro de Julianna en dirección a un grupo de personas, y le preguntó si no le importaría acompañarlo hacia donde había dirigido su mirada. Sin tiempo de contestar, Cliff ya la había hecho girarse con un movimiento que a Julianna le pareció inapreciable y se encontraban caminando hacia allí. Al llegar, Cliff se paró frente a una elegante pareja.
—Hermano, lady Adele, permitid que os presente a la señorita McBeth.
Julianna se inclinó e hizo una leve reverencia al mismo tiempo que ellos. Estaba asombrada de no haberse quedado petrificada, porque le estaba presentando al heredero del condado, a su hermano, y a su prometida, la futura condesa de Worken.
—Milord, es un honor conocerlo. Milady.
Ethan de Worken era tan atractivo y tenía una presencia tan imponente como su hermano y el conde, pero a Julianna le resultó inmediatamente encantador, familiar y cercano con su agradable sonrisa y, sobre todo, por el modo cariñoso con el que parecía dirigirse a su prometida. Una joven, una dama elegante, con una bonita figura y un rostro dulce y de rasgos suaves.
—Señorita McBeth, es un placer conocerla y que nos acompañe en este día. Espero se sienta como en su casa.
Sí, lord de Worken sin duda le agradaba. Era un hombre apuesto y atractivo, con un trato amable y cordial que la hizo sentir cómoda de inmediato, aunque observaba como lanzaba miradas furtivas a su hermano. Durante unos minutos estuvo conversando con lady Adele, tan agradable y cercana como su prometido. Le preguntó por el condado, se mostró cariñosa al lamentar la pérdida del padre de Julianna, al enterarse de su reciente fallecimiento cuando lord de Worken le dio el pésame por el mismo, alabando su recuerdo como el de un hombre cabal, honrado y trabajador. Hizo que Julianna sintiese un tremendo orgullo. «Realmente forman una pareja encantadora», pensó Julianna cuando se alejaban tras disculparse, ya que habían requerido su presencia otros invitados.
Aún no había salido de su asombro por haber sido presentada por Cliff a su hermano mayor, cuando una elegante figura femenina apareció frente a ellos. Julianna la reconoció de inmediato: la condesa de Worken, la madre de Cliff, que a corta distancia era aún más bella y magnética. Julianna la había visto en contadas ocasiones por el pueblo durante esos años, y el único recuerdo real era de la noche del accidente, y su imagen de ella era la que había captado una niña asustada, nerviosa y sin capacidad alguna para fijarse en los pequeños detalles, por lo que no era demasiado precisa.
—Querido. —Miraba directamente a Cliff—. ¿Me permites robarte a la señorita McBeth unos minutos mientras acompañas a tu hermano y tu padre a recibir al almirante Radcrew y su hijo? No te preocupes, acompañaré a nuestra invitada…
Cliff le lanzó una mirada que Julianna no pudo descifrar.
—Por supuesto, madre. —Se giró para mirar a Julianna—. Os ruego me disculpe, he de recibir personalmente al almirante, pues ha sido mi superior durante los últimos años y mi padre contará con que le acompañe para recibirlo debidamente. —Hizo una leve reverencia y se marchó.
De repente, Julianna sintió cierta extraña soledad. La condesa la miraba como si la analizase al detalle. Julianna empezó a sentirse incómoda e insignificante ante aquella elegantísima y bella dama acostumbrada a los salones, bailes y reuniones de la más alta sociedad. Sin más, ella le puso la mano en el brazo y la comenzó a guiar hacia la zona de los jardines, donde estaba reunida la mayoría de los aristócratas y hacendados.
—Querida, permite que haga las oportunas presentaciones de algunos de nuestros invitados.
Julianna se limitó a dibujar una leve sonrisa. Le pareció estar fuera de su cuerpo en ese momento, como si observase aquella escena desde lejos ya que, durante lo que le pareció una eternidad, la condesa la fue guiando a través de distintos grupos, presentándole sobre todo a caballeros y haciéndolo de un modo incomprensible y cuya intención Julianna no lograba entender, ya que utilizaba en todas las presentaciones la expresión «amiga de la familia». Lord Westing, lady Laurent, la condesa de Plymouth, y así infinidad de nombres y caras que no recordaría jamás. Empezaba a sentirse mareada, abrumada, necesitaba urgentemente salir de allí. Casi como si le hubiese leído el pensamiento, Cliff apareció junto a ella y junto a la condesa con un gesto severo y tenso, justo cuando esta parecía querer guiarla hacia otro de los innumerables grupos, y señaló con voz y rostro adustos:
—Madre, ¿me permitís que lleve a la señorita McBeth al salón azul? Padre desea conocerla y creo que ya le habéis presentado bastante en sociedad, ¿no lo creéis?
Al decir esto bajó el volumen de su voz, pero empleó un tono que, sin duda, era más un reproche que un mero comentario. La condesa miró a su hijo con el rostro igualmente severo, como si le reprendiese también a él por su actitud o por lo que acababa de hacer. Julianna se sintió tan fuera de lugar y tan cansada que no sabía qué hacer.
—Por supuesto, querido. Estoy segura de que el conde pensará, al igual que yo, que la señorita McBeth es encantadora. —Se giró hacia ella y añadió—: Señorita. McBeth, espero nos veamos un poco más tarde.
Julianna hizo una leve reverencia, pero de nuevo se quedó muda. La condesa la intimidaba, más que por su trato o por su estatus, por la sensación de que tenía alguna intención que Julianna no alcanzaba a vislumbrar, y eso la hacía sentir tremendamente incómoda. Con un gesto tan suave como antes, Cliff la giró y la dirigió hacia una de las terrazas de acceso a la mansión. Casi cuando estaban en la puerta les paró un caballero, y Julianna notó como Cliff se tensaba y cambiaba su gesto.
—Cliff, amigo.
Aunque se dirigía a Cliff, miraba directamente a Julianna con unos ojos que a ella le parecieron lascivos y sibilinos, logrando que le recorriese un escalofrío la espalda y le temblasen un poco los hombros. Creyó que Cliff lo percibió, porque la miró de soslayo, pero sin dejar de mantener fija en su retina a ese caballero. Con un tono severo y cortante se limitó a decir:
—Liam…
El caballero sonrió de un modo que a Julianna resultó desagradable y señaló:
—Permítame presentarme, soy lord Liam Bedford, hijo del marqués de Bress.
Hizo una pequeña reverencia ante Julianna, pero esta se quedó quieta como una estatua y fue Cliff el que tomó las riendas de la situación.
—Señorita McBeth, disculpe mi descortesía. Lord Bedford es hermano de un compañero de estudios de mi hermano Ethan y se aloja con nosotros estos días. Bedford, ella es la señorita McBeth, una amiga de la familia a la que el conde está, en estos momentos, esperando, por lo que ruego nos disculpes.
Con un leve movimiento, poniendo la mano en el codo de Julianna, la dirigió de nuevo hacia las puertas sin esperar respuesta mientras el otro caballero, con el ceño fruncido y haciendo una reverencia incómoda y en exceso formal, añadió:
—Por supuesto, no hagan esperar a su señoría.
Julianna estaba asombrada por lo que acababa de pasar, no solo en esos breves segundos, sino en todo el tiempo que hubo permanecido junto a la condesa. En cuanto cruzaron las puertas y entraron en una sala de acceso al vestíbulo principal, tuvo que pararse para tomar aire. Sin mirar a Cliff, que se paró al hacerlo ella, y antes de que le preguntase nada y de que la llevase a ningún otro sitio, Julianna dijo con la voz temblorosa, pero con cierta seguridad en sus palabras:
—Discúlpeme, milord, pero… necesito unos segundos. Creo que…
Antes de terminar, Cliff se le acercó un poco, aunque sin llegar a tocarla, y la interrumpió:
—Estás algo desconcertada, lo entiendo…
Su tono fue casi paternalista y condescendiente lo que, sin entender por qué, la hizo enfadar. Alzó los ojos y lo miró con fijeza y, todavía con la voz algo temblorosa, añadió:
—No quisiera ofender a su padre, pero creo que antes de que me lleve ante él necesitaría tomar un poco el aire. No sé exactamente qué ha ocurrido en la última hora… Ha sido tan extraño. Me he sentido…
Julianna de repente se calló y se sonrojó. Se dio inmediata cuenta de lo que estaba diciendo, pero, sin saberlo, aquellas cosas empezaban a salir de su boca. Cliff tenía efectos incomprensibles en ella, no solo alteraba su cuerpo, sino que hacía que fuese brutalmente sincera sin quererlo. Cliff la miraba con ternura.
—Demos un paseo por el jardín. Dentro de poco será la hora del almuerzo, se llenarán los jardines con todos los invitados y será más difícil pasear sin tropezar con alguien.
Julianna se limitó a negar suavemente con la cabeza: necesitaba tomar un poco el aire, pero lo que necesitaba por encima de cualquier otra cosa era estar unos minutos a solas. Estaba demasiado abrumada, extenuada de tener a tanta gente alrededor y tantos ojos mirándola.
—Milord, ¿le molestaría que saliese un momento yo sola a tomar el aire por aquella zona que parece tranquila? Solo unos minutos, por favor.
Su voz sonaba suplicante, lo que molestó en exceso a Julianna. «¿Por qué te muestras tan débil ante él? ¿Qué te ocurre?», se mortificaba y se reprendía al mismo tiempo.
A Cliff le molestaba el trato tan formal que llevaba otorgándole toda la tarde. Cada vez que escuchaba «milord», sentía como si ella con la mano lo apartase para tomar distancia. Sin embargo, ahora, viéndola frente a él, en ese preciso momento, comprendió que, seguramente, Julianna acababa de enfrentarse a uno de los peores temores que desde pequeña había tenido, el ser analizada y juzgada con todo detalle por extraños. Por eso, intentando ser lo más amable posible, señaló:
—Discúlpame, he sido descortés ignorando tus deseos. Por favor, sal a dar un paseo tranquila y, si lo permites, podría reunirme contigo un poco más tarde, ¿quizás en el almuerzo?
Ahora le dejaría espacio y permitiría que fuese ella la que le dejara estar a su lado el resto de la tarde.
—Gracias.
Julianna no añadió nada más antes de salir al jardín, lo que provocó cierto desconcierto en Cliff, ya que, como en el día en el bosque, Julianna no aceptó su propuesta sin más, sino que lo dejó sin conocer cuáles eran sus intenciones y sus deseos. Desde luego, era la primera mujer que lo hacía. Jamás había tenido que esperar la respuesta de ninguna mujer, pero Julianna no parecía dispuesta a acatar como las demás mujeres, ella no era como las demás.
Cliff la observó salir, disfrutando del sencillo placer de ver el sol reflejarse en su cabello y dibujar la sombra de su figura en el suelo, perfilando un hermoso perfil femenino en las losetas de mármol. Enseguida comprendió que tenía que ir a buscar a su madre, llevarla a una sala y pedirle que, de inmediato, cejara en el objetivo que se había impuesto. Se estaba excediendo y, por cómo la acababa de ver, Julianna no soportaría otra hora como la que acababa de pasar. Se dirigió imperioso en busca de su madre, maldiciéndose a sí mismo por haber estado tanto rato con el almirante y departiendo con su hijo. Además, esperaba que Julianna no se hubiese dado cuenta de las intenciones de su madre, aunque empezaba a creer que la intuición de las mismas se abría camino en ella. Al llegar junto a su madre le pidió, sin que nadie lo oyese, poder hablar con ella en privado. Se apartaron del resto de los invitados y entraron en una de los salones sin ocupar.