Capítulo 10

 

 

A la mañana siguiente Julianna, Amelia, Eugene, tía Blanche y el almirante iban sentados en el carruaje que los llevaría a Portsmouth, flanqueados por Maximilian, que había decidido hacer el trayecto en su hermosísimo purasangre español, y por un segundo carruaje en el que iban el preceptor de Amelia, el profesor de baile y parte de las doncellas y del servicio que los acompañaba. Esto era algo a lo que Julianna todavía no se acostumbraba, tanta gente para ir a cualquier sitio y tener que ir siempre acompañada de una doncella, una dama de compañía o alguien del servicio de tía Blanche, porque consideraba que, además, de las normas sociales que debía respetar toda señorita decente, era necesario andar con cuidado por los peligrosos barrios londinenses. Cosa que no comprendía demasiado bien, ya que tía Blanche se había asegurado de que, desde su llegada, solo vieran la parte por la que se movía la alta sociedad, así que Julianna veía más peligro en los caminos cercanos a los campos y maizales que en esas calles.

Tenían casi previstas todas las actividades de los próximos cuatro días, incluyendo una pequeña travesía marina en un clíper de un amigo de Max, a la que Amelia ya había dicho que no iría ni muerta, y una jornada de picnic tras visitar los famosos establos donde tía Blanche pensaba adquirir, con el experimentado consejo de Max, dos ejemplares para Amelia y Julianna, lo cual sería toda una sorpresa para ambas.

La casa de tía Blanche era un viejo y hermoso caserón perfectamente conservado, de dos plantas, con grandes ventanales, ladrillo rojo y unas magníficas tejas de color amarillo envejecido que contrastaban con la piedra negra de los acantilados sobre los que estaba situada. Todos los dormitorios estaban orientados para que se viese el mar y los salientes donde rompían las olas con fuerza y, al abrir las ventanas, entraba un potente olor a sal, a arena mojada de la cala, que recordaba un poco el intenso olor y el aire marino de la cubierta de un barco. Sin embargo, eran aromas que se mezclaban con el de campo y el del bosque de los alrededores de la mansión. Sin duda, era un lugar especial. Había, un sendero que bajaba la pendiente de la ladera sur y que iba a parar a un bosque pequeño situado entre aquella fantástica casa y el pueblecito pesquero de apenas cincuenta habitantes. Un bonito pueblo que, además, en esos días, se preparaba para la Feria Anual de la Cerveza, que acontecería dos días después y que reuniría a los escasos trescientos habitantes de los cinco pueblecitos más cercanos.

Una vez perfectamente instalados, Max acompañó a todas las jóvenes a dar un paseo por la playa para conocer un poco la zona. Julianna estaba especialmente relajada desde que salieron de Londres, lo que permitió a Max departir con ella con total tranquilidad. Julianna y Max parecían congeniar. A pesar de ello, Max supo, después de un par de horas de charla relajada y distendida, que era la clase de mujer de la que acabaría irremediablemente enamorado, pero en las actuales circunstancias de Julianna no debía intentarlo, porque había un gran obstáculo que la colocaba muy lejos de su alcance; sin saberlo, estaba enamorada de alguien.

Max llevaba demasiado tiempo relacionándose con mujeres como para no distinguir a mucha distancia, en los ojos de una mujer, el simple encaprichamiento, el deslumbramiento por un hombre y, por supuesto, el amor sincero y profundo, que era lo que veía en aquellos preciosos ojos color miel. Durante la travesía en la mar, Max se prometió a sí mismo contenerse respecto a Julianna, al menos mientras ella sintiese de esa manera algo por un hombre del que parecía no querer o no poder hablar. Pero si, transcurrido un tiempo, ese hombre o la propia Julianna no decidían hacer realidad esa relación entre ellos, sería él el que comenzaría, sin límites y con intenciones muy serias, el cortejo de esa preciosa mujer, de esa cautivadora mujer que volvería a un hombre loco de deseo, pero que también le proporcionaría el hogar y la estabilidad que tarde o temprano tenía que llegarle a él también. Se sentía extrañamente satisfecho con ambas posibilidades, como si supiese que tener a Julianna le podría convertir en un hombre feliz, pero que no tenerla, si eso significaba la felicidad y bienestar de Julianna, también conseguiría hacerlo feliz a él. Julianna parecía despertar en él ambas caras de un mismo hombre, el depredador, el seductor, el hombre, pero, al mismo tiempo, el amigo, el hermano, el confidente.

Por su parte, Julianna le cogió sincero cariño y sentía una confianza plena en Max. Se la había ganado enseguida por su forma de respetar y admirar a su padre, por su vida intrépida en la mar, por su nobleza, su fuerza, su vitalidad, por su carácter de «bribón», como lo llamaba tía Blanche, pero, especialmente, por el amor hacia su hermana. Cada vez que los veía juntos se preguntaba qué habría pasado si sus hermanos la hubiesen querido y protegido de ese modo generoso, de entrega total hacia la familia, de cariño sincero entre hermanos. Sabía que si ella se daba a sí misma la oportunidad, Max Rochester, lord Frenton, era el tipo de hombre del que podía enamorarse sin apenas esfuerzo, pero seguía sintiendo esa opresión en el pecho, ese cosquilleo bajo la piel y ese fuerte latido en el corazón cada vez que se acordaba de Cliff.

Pasaron los cuatro días absortos en actividades al aire libre, paseos a caballo, recorridos por la playa, visitas esporádicas al pueblo e incluso se atrevieron a bajar al pueblo el día de la Feria de la Cerveza, donde tanto Julianna como Amelia tuvieron ocasión de poner en práctica las lecciones de baile con los jóvenes de la zona y, aunque no se tratara de los elegantes salones de Londres, les sirvió para que tanto ellas como Eugene alternasen con jóvenes de su edad y cogiesen algo de confianza antes de las semanas que les esperaban. Siempre, por supuesto, bajo la estrecha vigilancia de tía Blanche, del almirante y, especialmente, bajo los sobreprotectores ojos de Max, que se pasó gran parte del día ahuyentando a cuanto «patán», «zafio» o «crápula» creyó ver rondando a las tres jóvenes, lo cual no hizo sino provocar continuas chanzas de su padre y de tía Blanche, que observaron divertidos como Max actuaba como un león protegiendo a su manada.

Tras la última cena en la casa, una vez se hubieron retirado las cuatro mujeres a descansar para el regreso a Londres a la mañana siguiente, Max se quedó en la salita charlando con su padre de los últimos meses en el mar, de las últimas noticias escuchadas, la noche antes de partir, en el club, y del amargo sabor que le dejó tropezar con los hermanos De Worken, ya que sabía algo no andaba bien y quería comentárselo a su padre en la mejor ocasión que encontrase y, por fin, había llegado.

—Max, no creo que sea nada grave realmente, pues, de serlo, estoy convencido que allí mismo te lo habría comentado. No obstante, tienes razón, debemos ofrecer nuestro apoyo a la familia, como viejos amigos que somos, en la primera oportunidad.

El almirante parecía totalmente relajado con su copa de oporto en una mano, un cigarro en la otra, mirando el fuego de la chimenea con sus piernas estiradas, sentado en el enorme sillón de orejas de cuero.

—En ese caso, padre, deberíamos aceptar la invitación para visitarlos en cuanto regresemos y, mientras las damas se ponen al día de las novedades sociales, los preparativos de la temporada y el próximo enlace de mi prima lady Adele, lo que estoy seguro les puede llevar toda la tarde, podemos intentar averiguar algo con los varones. No dejo de tener esa sensación bajo las yemas de los dedos, ese hormigueo que anuncia batalla. Son demasiados años navegando juntos y estoy seguro de que a Cliff le preocupa algo.

Max, al igual que el almirante, miraba el fuego con su copa de coñac en la mano y esa extraña sensación de peligro que le venía a la cabeza desde que se encontró con sus viejos amigos.

—Está bien, si lo estimas tan apremiante, mañana enviaremos aviso a Stormhall de que los visitaremos la tarde siguiente y veremos qué pasa… —Tras unos minutos en silencio, y sin apartar la vista del fuego, preguntó abiertamente a su hijo—: ¿Y bien? —Dejó la frase en el aire.

—¿Y bien, padre?

—¿Julianna…?

De nuevo dejó la frase inacabada y, tras unos minutos, Max, con el ceño fruncido y la voz tranquila y profunda, contestó.

—¿Me pregunta si estoy enamorado?

El almirante, esta vez sí, apartó un poco la vista del fuego y dirigió su atención a su hijo que, no obstante, mantuvo los ojos fijos en la chimenea.

—Os hemos observado juntos y ambos os reís, os comportáis con naturalidad entre vosotros, incluso con cierta complicidad, y has de reconocer que estás más, más… ¿feliz?

Max tomó un sorbo de coñac y tras un suspiro contestó:

—He de reconocer que… —Sacudió un poco la cabeza—. Es extraño, padre. Soy feliz, sí, y lo soy con Julianna, con Eugene, con Amelia… con esta extraña familia que formamos, pero no sé si puedo afirmar estar enamorado de Julianna. Desde luego, tenerla cerca altera mis sentidos. Soy hombre, eso creo que, ha de reconocer, padre, es imposible de evitar ante ella. Pero no sé si estoy enamorado de ella o de todas… Es decir, de esto. —Hizo un gesto con la mano en el aire como señalando todo lo que había a su alrededor—. Creo que he empezado a darme cuenta, a valorar la posibilidad de tener un hogar, de lo agradable que sería tener un hogar como este, repleto de risas, voces familiares, de esa sensación acogedora que parecen emitir estas mujeres… Y sí, reconozco que no tardaría ni tres segundos en enamorarme de Julianna si dejara las riendas sueltas, pero no sé si he de hacer eso.

El almirante, que seguía mirando a Max, preguntó:

—¿Y por qué no deberías? ¿Qué ocurre?

Max seguía con los ojos en la chimenea y la mirada como perdida en las llamas, en su baile sin ritmo ni orden, pero hipnótico.

—No ocurre nada pero… Estoy seguro de que Julianna está enamorada, aunque lo que no puedo afirmar con total rotundidad es que ella lo sepa. Si tuviese, si llego a tener alguna oportunidad con ella, créame, padre, la aprovecharía, y sé que sería inmensamente feliz con ella, pero —suspiró— también tengo la sensación de que podré ser feliz simplemente viendo como ella lo es consiguiendo lo que quiera, aunque creo que aún no sabe lo que es… A veces me siento con ella más como un hermano que como un hombre enamorado, y otras, bueno, otras me la llevaría corriendo ante el primer vicario que encontrásemos para convertirla en mi esposa…

—Umm, ya veo…

El almirante bebió de su oporto y se levantó para servirse una copa de coñac antes de volver a sentarse. Max observó los movimientos de su padre, esperando que volviese a acomodarse en el sillón antes de continuar hablando.

—Padre, hábleme de Julianna. Ella me ha contado su vida en el campo, su relación con su padre, sus hermanos… Pero desconozco cómo ha acabado en la casa de Blanche y, sobre todo, qué es lo que produce esas sombras en sus ojos cuando se queda a solas con sus recuerdos. Hay veces en las que, cuando la veo mirando pensativa el mar, o por una ventana del salón, tengo la sensación de que algo la asusta, o que le provoca dolor y angustia. Es la misma sensación que tenía cuando Eugene, de pequeña, se quedaba a solas tocando el piano en la sala de música y no salía hasta que recobraba cierta tranquilidad, ¿recuerda?

Max se refería a los años en los que, antes de tener institutriz, y para que Eugene tuviese la oportunidad de relacionarse con niños de su edad, ya que al tener un hermano con el que había tanta diferencia de edad nunca parecía tener oportunidad de relacionarse con ellos, iba a una selecta escuela en el centro de Londres donde, a diario, recibía desprecios e insultos por razón de su nacimiento, similares a los que Max tuvo que soportar en sus años en Eton. Viendo el dolor que provocaban en la niña los constantes insultos y desmanes de algunos compañeros, finalmente Max le pidió a su padre que la educaran profesores y una institutriz en casa. Y aunque ello no ayudó a que la niña superase su timidez, sí que, al menos, hizo que desapareciera esa tristeza de su cara.

—Bueno, podría decirte lo que me ha contado Blanche que, por lo que sé, es prácticamente todo. Quizás puedas encontrar la causa de esa tristeza y, en su caso, ayudar a que la deje atrás.

Al cabo de casi una hora el almirante le había relatado a Max todo lo que sabía. Se quedaron mirando el fuego sin decir nada un buen rato más, Max asimilando la información, procesándola en su cabeza, como si acabase de poner en marcha una maquinaria interna que le permitía escudriñar cada detalle, cada información oída o percibida.

—¿Padre? ¿Tiene alguna remota idea de quién es esa «familia de la nobleza»?

El almirante negó con la cabeza al tiempo que decía:

—Lo cierto es que he meditado sobre ello, y no puedo más que descartar algunos nombres, pero quedan demasiados que podrían serlo.

—Ya veo. Sin más datos, resulta harto complicado… No justifico el comportamiento de ninguno de sus miembros, pero puedo entender que se crean en deuda con Julianna e incluso que consideren casi una cuestión de honor ayudarla pero… ¿Cómo demonios se les pudo ocurrir ponerla en semejante peligro? ¡Y en muchos sentidos, además! —Sacudía la cabeza—. Pusieron en peligro su reputación, su honor, ¡su vida! Y prácticamente la exhibieron, sin ella darse cuenta, como si fuese el premio de una feria de ganado ante…

Max inhaló fuertemente. Se sintió profundamente irritado, furioso.

—Lo sé, lo sé, créeme, yo tuve la misma reacción. Si los hubiese tenido delante en ese momento, los habría pasado por la quilla. Sentí un profundo respeto por Julianna, por su reacción. Es una criatura como no hay muchas, ¿no crees? Mantuvo la dignidad, el valor, la entereza… Pero supongo que el dolor y la angustia todavía la atenazan, en eso tienes razón.

De nuevo se hizo el silencio mientras Max seguía procesando la información, enlazando unas ideas con otras…

—Padre, ¿cómo habéis dicho que se llamaba el… supuesto caballero que la atacó?

Su padre lo miró con rotundidad y contestó con rapidez, porque sabía que su hijo, al igual que pensaba hacer él si se encontrasen a ese desgraciado, le daría una lección que no olvidaría, sin mencionar que estaría pendiente de Julianna para que, en caso de que se volviesen a cruzar, Max la protegiese.

—Lord Liam Bedford. ¿Lo conoces?

Max lo miró y durante unos segundos se quedó meditabundo

—Umm… no, no lo creo. Pero me suena ese nombre. Quizás del club o de alguna cacería… No lo sé, si es el apellido familiar posiblemente sea fácil encontrarlo en el listado de la aristocracia, desde luego, lo averiguaré… —Volvió a mirar a su padre, pero esta vez curvando los labios con una sonrisa pendenciera—. Y sí, sí, no hace falta ni que lo mencione… Si tiene la mala fortuna de cruzarse en mi camino, le daré una lección que no olvidará jamás. —Sus ojos reflejaron una ira que su padre sabía que era sincera—. Y si, por un cruel destino, Julianna se topa con él, me encargaré de que ese canalla no se acerque ni lo más mínimo a ella, ¡que Dios le asista si lo veo simplemente mirándola de lejos!

Ya en Londres, se recibió en Stormhall a media tarde una misiva del duque de Frenton avisando de la visita que tanto él como sus hijos efectuarían a la familia en la tarde siguiente a la hora del té, para así poder felicitar en persona a su sobrina y al futuro conde de Worken por su inminente enlace.

Desde la llegada del anuncio de la visita el día anterior, por toda la mansión se respiraba un estado de nerviosismo y excitación palpable. Durante los días previos, la familia De Worken había movido sus respectivos engranajes para intentar averiguar más datos sobre el paradero de Julianna, procurando hacerlo siempre con la debida discreción, sin revelar a nadie qué era lo que realmente estaban buscando.

La agencia de investigación consiguió averiguar que, por parte de la familia materna del Julianna, además de su abuelo, el pastor, solo había un primo lejano de este, que vivía en la zona norte de Escocia, muy mayor y sin descendencia conocida. Mientras que, por parte de padre, descubrieron que Timón McBeth había tenido varios hermanos, todos ellos ya fallecidos, y que uno de ellos tuvo un hijo, pero que había muerto siendo marinero en uno de los buques de la Marina Real muchos años atrás. Además, tenía una hermana, Blanche McBeth, de la que solo pudieron conseguir algunas informaciones muy someras, como que se había trasladado a vivir fuera del pueblo donde transcurrió su infancia tras contraer matrimonio con un comerciante viudo. Tanto Cliff como su hermano y el conde estimaron posible que esa mujer mayor fuese la tía de Julianna, pero no lograban atisbar la razón de por qué demonios sus hermanos no les informaron de la existencia de esta, pues, incluso si desconocieran su paradero actual, podrían haber supuesto que existía la posibilidad de que Julianna la buscase.

Pero, de momento, tendrían que esperar hasta averiguar con quién se había casado y si dicha mujer aún vivía, ella o alguno de sus descendientes. Pero, por lo menos, era una pista que podrían seguir.

Por su parte, tal y como ya habían dicho, lady Adele y la condesa no consiguieron sonsacarle información alguna a Madame Coquette sobre sus clientas más recientes, pero la idea de Cliff de servirse de los chismes entre los sirvientes fue providencial. Bastó con poner en marcha la rueda de los sirvientes para conseguir una información que sí les iba a resultar en extremo provechosa. La doncella de lady Adele había escuchado de uno de los lacayos con los que coqueteaba, y que trabajaba para una de las damas clientas de Madame Coquette, que el día anterior su señora había visto colgados, en una de las salas, unos preciosos vestidos, de las mejores telas y encajes, que la casa había elaborado para una debutante. La dama preguntó con verdadera curiosidad e insistencia la identidad de la joven o, por lo menos, la familia a la que pertenecía, ya que estimaba imprescindible conocer a toda la competencia que tuviera su hija ese año, y desde luego, percibió como una rival digna de ser tenida en cuenta a alguien con ese vestuario, ya que denotaba una buena posición económica y, por lo tanto, una posible buena dote. Sin embargo, a ella tampoco le dieron el nombre de la joven ni sus datos. Se quedó en extremo enfurecida por no haber visto su curiosidad satisfecha. De ahí que, mientras se probaba sus propios encargos ayudada por su doncella, fue preguntando con descaro y sin disimulo alguno a las mujeres que cosían para Madame Coquette por la identidad de la destinataria de esos vestidos, pero estas solo le dijeron que era una joven hermosa y extremadamente tímida. Tras ello le pidieron a la doncella de lady Adele que, con discreción, intentase averiguar, si no el nombre de la clienta misteriosa, al menos, la casa a la que fueron enviados esos vestidos. Tras otro día de correveidiles entre las doncellas, pudieron averiguar dos datos muy interesantes. El primero, que la joven iba acompañada, en todo momento, por una elegante dama, una de las mejores y más antiguas clientas de Madame Coquette, y que, además de ser una mujer extremadamente generosa con los trabajadores del atelier, debía guardar algún parentesco con la joven, pues tenían rasgos y gestos inequívocamente similares. Pero el más importante fue el segundo: uno de esos días, ambas damas fueron acompañadas de una jovencita, para la que también prepararon algunos encargos, y por lady Eugene de Frenton, hija del duque de Frenton y prima, por tanto, de lady Adele.

Aquello supuso un golpe de suerte increíble, puesto que, aunque no estaban seguros de que esa joven fuese Julianna, cabía esa posibilidad y, en tal caso, sería fácil localizarla, porque lady Eugene la conocía, habían ido juntas y eso era señal de que tenían algún tipo de relación.

Por ello, organizaron el té de manera que, después de un rato, las damas se quedaran a solas con Eugene, intentando entonces sonsacarle información de manera inocente, mientras que los caballeros, por su parte, harían lo mismo con el duque y con Max. Conociéndolos como los conocían, ninguno de ellos dejaría que su hija y hermana tuviera relación con persona alguna que ellos mismos no hubiesen conocido y aprobado antes. Ambos eran extremadamente protectores con la pequeña lady Eugene.

Por la mañana, tía Blanche necesitaba su habitual paseo a caballo y Julianna estaba deseando montar en la yegua española regalo de su tía, pero quería darle rienda suelta, dejarla cabalgar como hacía cuando estaba en el campo. Pero en Londres no podía montar a horcajadas, su tía la habría matado por lo indecoroso de ello, y, además, en las zonas de paseo a las que acudía con tía Blanche aquello no era posible. Sin embargo, a Max se le ocurrió un modo de salir a montar y galopar con libertad, y había prometido intentar convencer a su tía de poner en práctica esa idea y de llevarlas a practicar a menudo a todas ellas.

Esa tarde el almirante y sus hijos no tomarían el té con ellas, pues les habían informado de que tenían un compromiso previo, así que las invitaron a cenar en un exclusivo restaurante muy de moda y que estaría repleto de muchas de las damas y caballeros que coparían los salones de la temporada, para cuyo comienzo apenas faltaban cinco días, y después al teatro, a ver la última representación de una conocida compañía francesa que Eugene parecía empeñada en ver.

Como parte del plan para encontrar el medio de montar a diario en una zona un poco más libre, Max se ofreció a dar clases de equitación a Amelia, que apenas si sabía montar, y menos llevando una nueva montura. Así, se les ocurrió proponer a la tía Blanche que las clases con el preceptor de la joven fueran trasladadas a la tarde y que ella y Amelia montaran con tranquilidad por los jardines habituales, para que Amelia se habituara un poco a su montura un poco antes de iniciar sus clases de equitación. Mientras tanto, Eugene, Max y Julianna irían a montar a las zonas de prácticas de la Academia de la Caballería Real, donde estaba permitido el acceso a determinadas familias de la nobleza de Inglaterra y donde Max solía ir a cabalgar casi a diario cuando se encontraba en Londres. Allí todos ellos podrían cabalgar libremente por las praderas y parques de alrededor de la Academia, y podrían usar las instalaciones de prácticas de los oficiales para las clases de equitación de Amelia. Sin duda, una excelente excusa para comenzar a acudir allí a montar en vez de a Hyde Park o al Rotten Row, lugares habituales de muchos nobles y personajes de la aristocracia durante su estancia en Londres.

Durante esa primera visita con Julianna y Eugene, Max no paraba de provocarlas, y era poco lo que ellas necesitaban para echar carreras y jugar apuestas con sus caballos. Max invitó al hermano pequeño de uno de sus mejores amigos, el futuro marqués de Furlington, a acompañarlos en su paseo, cuando se encontraron con él a la entrada de la Academia. Lord Jonas era el segundo hijo del marqués y acababa de ingresar en la Academia como parte de su formación militar. Se había revelado como un excelente jinete con innatas habilidades militares para la caballería y, además, era todo un experto en caballos, ya que su padre era conocido por poseer una de las mejores cuadras de Inglaterra y algunos de los sementales más deseados.

Los cuatros se pasaron casi toda la mañana recorriendo algunos de los campos y praderas adyacentes a la Academia y lord Jonas, que parecía todavía más pendenciero que sus acompañantes, fue animándolos en varias ocasiones a forzar más sus monturas, lo que divertía en extremo a todos ellos. Les fue enseñando los mejores recorridos, las mejores zonas donde cabalgar con mayor libertad y, por supuesto, dónde hacer las mejores carreras. En un par de ocasiones, tanto él como Max intercambiaron comentarios y saludos con algunos de los caballeros que se encontraron y estos, en su mayoría, se quedaban mirando excesivo tiempo, creía Max, a Julianna, lo que provocaba la evidente incomodidad de esta. Lord Jonas, para alivio de Julianna, parecía más interesado en Eugene que en ella, detalle que tampoco pasó desapercibido para Max, que no paraba de echarle miradas de hermano protector cuando los dos ponían sus caballos a la misma altura y entablaban una pequeña conversación. Julianna se reconocía divertida con la escena y Max se dio cuenta de que se reía sin parar de los tres. A ella, por la inocencia que reflejaban tanto Eugene como el joven lord Jonas, así como las conversaciones y miradas entre ellos y las miradas intensas y temibles de ese enorme caballero montado en una bestia no menos imponente, que iba en todo momento a la zaga de los dos como un sabueso que no ceja en su presa, dándole a Julianna la sensación de que eran dos gacelitas bajo el férreo acecho de un tigre voraz, de dientes largos, dispuesto a lo que fuera por proteger a un miembro de su manada.

De regreso a casa, Julianna decidió que, fuese como fuese, debía conseguir que su tía les permitiese ir a montar a partir de ahora por esos campos. Incluso empezaba a urdir un plan para obtener su permiso, aunque, quizás, necesitaría de la ayuda de Max o de Jonas y, por lo tanto, de Eugene, pues esta de seguro obtendría la ayuda del joven antes que Julianna. Como hubo propuesto Max, la idea de usar la excusa de las prácticas de equitación podía darles un motivo para convencer a su tía. Clases que no solo podía recibir Amelia, sino que, insinuaría, a ella misma podrían venirle bien para mejorar en la seguridad de la montura de amazona inglesa que, aunque ya dominaba, le diría a tía Blanche que aún se le resistía un poco. Tomó nota mental de que debía comentárselo esa noche a Max, que, estaba convencida, le diría que sí o por lo menos le daría otras ideas para convencer a tía Blanche, después de todo era un «caballero-bribón». Había disfrutado mucho esa mañana y, con esa idea bulléndole por la cabeza, Julianna estaba de un excelente humor. Además, por primera vez, se sentía entusiasmada con su salida de esa noche, a pesar de que no dejaba atrás la todavía visible incomodidad y el sentimiento de estar fuera de lugar en Londres. Se había prometido así misma que su tía se sentiría orgullosa y, por Júpiter, no iba a echarse atrás… «Debería empezar a cuidar las expresiones, pues parezco absorber las del almirante», pensaba Julianna con una sonrisa en los labios. Lo difícil sería conseguir que los pasos para lograr ser el orgullo de su tía fuesen lo menos dolorosos posible, lo cual se le antojaba arduo y complicado.

En la tarde, en la mansión del conde, tras la entrega al mayordomo principal de las respectivas tarjetas de visita, Max y el almirante procedieron a quitarse las capas para entregárselas a otro de los mayordomos. Durante unos minutos, Max se quedó pensativo mirando la entrada por donde se accedía a la sala de billar. Había estado muchas veces en esa casa en compañía de Cliff y de su hermano. De repente, tuvo una extraña revelación que hizo que se tensase de golpe, un escalofrío le recorrió la espalda bruscamente e hizo que se le endureciera el rostro con una expresión severa.

Con voz seca, ronca, bajando el tono para que no lo oyese nadie, ni siquiera Eugene, que se encontraba a escasos tres metros alisando su falda y retocando su chaquetilla, Max le dijo a su padre,

—Padre, creo sí conozco a lord Bedford y creo que…

Su padre lo miró como si durante unos instantes no supiese de quién hablaba, pero Max continuó.

—Padre, creo que es amigo de Ethan de Worken, y empiezo a sospechar que podríamos haber averiguado, sin pretenderlo, cuál es la familia noble a la que se refería Blanche.

Los ojos del almirante se abrieron de par en par y, justo cuando iba a decir algo, apareció el mayordomo principal de la mansión.

—Excelencia, milord, milady, por favor, síganme. Sus señorías les esperan en el salón de espejos —terminó de decir mientras hacía un gesto formal con la mano, indicando la dirección antes de ponerse delante de ellos para guiar sus pasos.

Max y su padre se miraron con cierta suspicacia, porque, a menos de un mes del enlace del heredero, lo normal es que la casa estuviese atestada de visitas, pero parecía que la familia los iba a recibir en solitario, lo cual, cuanto menos, era algo sospechoso. Max tenía de nuevo ese cosquilleo en la punta de los dedos que lo ponía en guardia. Mientras caminaban al salón su padre se le acercó y, con la misma voz baja de antes, le dijo

—Somos amigos de la familia, no saquemos conclusiones precipitadas. De todos modos, procuremos tener cuidado y mantenernos alerta.

Max asintió y, parando a Eugene un momento, haciendo creer al mayordomo que simplemente iban a dar unas instrucciones de cortesía a la pequeña antes de entrar, le dijo casi en un susurros:

 

—Eugene, no preguntes nada, pero, por favor, no reveles demasiados datos sobre nuestras últimas semanas. Por lo menos, no digas los nombres de nuestras buenas amigas. —Le dio un beso en la mejilla para que supiese que no pasaba nada y continuó, ya con los labios en su oído—. Después te lo explico, confía en nosotros.

Eugene asintió, sabiendo por la expresión de su hermano que estaba protegiéndola a ella o a las McBeth. Conocía demasiado bien esa expresión de defensa que, desde pequeño, solía poner cuando se convertía en su particular paladín, frente al mundo si fuese necesario, así que no preguntó, ni dijo nada. Le bastaba con esa indicación y la mirada preocupada de su padre para saber que lo mejor era obedecer.

—Excelencia, nos alegra tenerles por fin con nosotros. Lady Eugene, lord Maximilian.

El conde hizo una formal inclinación nada más entrar y se les fue acercando con ese paso firme y los andares de conquistador que le caracterizaban. Detrás de él se encontraban, de pie, junto a la enorme chimenea coronada con un gran espejo, grabado en el centro con el blasón familiar, los dos hermanos y, frente a ellos, las damas de la familia, la condesa y lady Adele.

—Señoría, es un placer poder ser recibidos en Stormhall, como siempre, y más aún con tal feliz acontecimiento, condesa… ¡Cliff, muchacho! ¡Qué alegría! Me comentó Max que os encontrasteis. Tenemos que ponernos al día —saludó efusivo a su viejo protegido y de inmediato giró el rostro—. Lord Ethan, lady Adele, mis más sinceras felicitaciones y deseos de una felicidad plena.

Al igual que el conde, hizo una formal cortesía y se adentró en la sala seguido de Max y de Eugene, que hicieron las reverencias y saludos propios y fueron recibidos por la familia de Worken al completo de igual manera. Las damas se sentaron en el diván frente a la chimenea, mientras que el conde y el almirante ocuparon los grandes sillones orejeros de cada lado.

—Queridos muchachos, por favor, sentaos, no pretenderéis crecer más. —El almirante se dirigió a Max, Ethan y Cliff, intentando rebajar la tensión que tanto él como Max parecían tener agarrotándoles la espalda.

Durante casi treinta minutos hablaron de temas sin importancia, de conocidos y amigos, de las novedades sociales, de algunos temas relacionados con la Marina, los avances de los territorios americanos e incluso de la presentación en sociedad de Eugene. Pronto se percató el almirante de que la condesa hacía ciertos gestos a sus hijos que no conseguía descifrar, hasta que el conde, rompiendo con el hilo de las conversaciones, señaló:

—Caballeros, ¿por qué no pasamos a la sala de juegos y dejamos a las damas que se pongan al día en todos los asuntos relacionados con la boda y la temporada de lady Eugene? Nosotros podremos tomar unos licores y departir sobre los últimos acontecimientos.

Todos los caballeros se levantaron, tras una fugaz mirada entre Max y su padre con la que ambos parecían darse la razón en cuanto a su recelo inicial. El almirante echó de soslayo una breve mirada a Eugene, que esta captó de inmediato. Su padre le acababa de avisar de que debía tener cuidado, aun cuando la persona sentada a su lado fuese su prima. Así que ella, en señal de entendimiento, solo movió los labios, mostrando una leve sonrisa que tanto su padre como Max captaron a la perfección.

Nada más salir de la sala, tanto lady Adele como la condesa parecieron centrar sus esfuerzos en Eugene, procurando dirigir la conversación hacia ella, hacia su presentación.

—Eugene, querida, sabes que puedes contar con nosotros, con todos nosotros. Además de los fuertes lazos de amistad que unen a nuestras familias, muy pronto lo seremos de verdad gracias al matrimonio de mi hijo con tu prima, de modo que si deseas que te acompañemos a alguna de las fiestas o bailes no tienes más que pedírnoslo.

La condesa habló a Eugene en tono suave, casi seductor, mientras le cogía la mano y ella miraba de soslayo a su prima, que simplemente sonreía sosteniendo una taza de té como si no pasase nada.

—Muchas gracias, milady, lo tendré presente. Es cierto que son demasiados eventos y que resulta un poco abrumador, pero tanto mi padre como Max me acompañarán a todos los actos, incluyendo los de carácter más privado. Conocéis a los varones de la familia y estoy segura reconoceréis que, en lo que se refiere a mí, son muy protectores —dijo, intentando parecer lo más inocente y cándida posible.

—Pero, en ocasiones, lo mejor es ir acompañada de hermanas o familiares femeninas que te permitan… bueno, comentar ciertas cosas entre ellas e incluso ayudarse… Ya me comprendes.

Lady Adele le hizo un pequeño guiño y Eugene se limitó a sonreír, pero le sirvió para ponerse inmediatamente en guardia. Su prima siempre la había tratado con cariño, pero entre ellas había una relación lejana, no solo por la edad, sino porque Adele se había criado la mayor parte de su vida en Irlanda y apenas se veían en alguna reunión familiar que congregase a ambas ramas del linaje común o en alguna boda de la familia.

—Muchas gracias, me tranquiliza poder contar con la familia y, por supuesto, aceptaré vuestra generosa y amable oferta si me lo permitís. También hablaré de ello con mi padre y seguro que él también os lo agradece.

—Lady Adele y yo estábamos comentando, justo antes del té, que teníamos que ir a ver a Madame Coquette, para encargarle algunas últimas prendas de su ajuar y quizás un par de vestidos para la temporada, y nos pareció una magnífica idea que nos acompañaras y así podríamos ayudarte con algún último detalle o retoque que quede pendiente de tu vestuario. Ya sabes que las mujeres nunca tenemos bastantes vestidos ni sombreros, y que la temporada se presenta repleta de salidas, invitaciones y reuniones de última hora.

La condesa simplemente afirmaba, no preguntaba, dejando a Eugene complicadas las salidas a preguntas sin respuesta que, desde hacía un rato, parecían lanzarle sin piedad, y que iban claramente destinadas a averiguar con qué damas pensaba acudir a ciertos actos.

Había ciertos bailes en los que las debutantes de la aristocracia iban, por costumbre, acompañadas de otras damas que les servían de «defensa» de ciertos caballeros demasiado efusivos. Se trataba de una norma no escrita, pero que se respetaba al pie de la letra. Lo habitual era acudir tanto con una o varias damas experimentadas como con alguna otra debutante o joven. Era lo que los caballeros en los clubes conocían como «tulipán», flores con los pétalos cerrados por ese manto de protección que les proporcionaban otras féminas y que, al menos, solían formarse como mínimo con dos damas jóvenes y una o dos damas más mayores, normalmente la madre de una de ellas, su tía o una abuela.

—Sois muy amable condesa, pero ciertamente tengo todo preparado desde hace al menos diez días. Conocéis a mi padre, para él es imprescindible estar debidamente listos antes de una «batalla», no se puede entrar en combate sin la armadura. —Eugene puso el gesto tan característico del almirante y las tres se rieron.

Tanto la condesa como lady Adele, después de un buen rato, se dieron cuenta de que les iba a resultar algo más complicado de lo que creían. Eugene parecía haber dejado atrás la inocencia y candidez exacerbada que ellas recordaban. Seguía siendo una muchachita inocente e inexperta pero, desde luego, ya no era la chica apocada que no decía más de dos palabras seguidas sin levantar la vista. La timidez seguía presente, pero había ganado frescura, facilidad para seguir las conversaciones y, sobre todo, cierta confianza que le permitía hacer ver su inteligencia y presteza de mente. No se iba a dejar encandilar tan fácilmente como creían.

Adele tuvo que reconocer en su fuero interno que se alegraba porque la prima pequeña, a la que tan mal habían tratado las jóvenes de su clase, parecía haber encontrado el punto de apoyo, el anclaje necesario para coger la fuerza y el impulso que necesitaba y, aunque en ese preciso momento no podía decírselo sin ofender a su futura suegra, tenía el impulso de cogerle la mano, felicitarla de corazón y decirle que, fuese lo que fuese lo que la había ayudado a cambiar, no lo dejase escapar.

Las damas siguieron departiendo durante unos minutos más hasta que oyeron un fuerte ruido en la habitación contigua. Se levantaron y fueron a ver lo que ocurría. Al entrar se encontraron con Max ayudando a incorporarse a Cliff, al que había golpeado en el labio, cayendo sobre una de las mesas de licores y rompiendo varias de las licoreras y vasos colocados sobre ella.

Las tres los miraron con clara preocupación que rápidamente se disipó al escuchar a los dos amigos reírse mientras el conde y el almirante les hacían un gesto para que entraran en la sala y se sentaran con ellos.

Mientras las damas estuvieron en el salón departiendo tranquilas frente al carrito del té, los caballeros se marcharon a la sala contigua, la sala de juegos donde, colocados formando distintos espacios y ambientes, había sillones, sillas, mesas de juego o de licores, algunas mesas auxiliares, divanes y sillones de cuero de respaldo ancho donde los caballeros solían sentarse con una copa y un cigarro a charlar.

Nada más entrar en la sala, Max y el almirante sabían que debían andar con pies de plomo, pero a Max le entró la necesidad de averiguar la verdad sin miramientos ni esperas, y sin el intercambio de preguntas ambiguas y frases sin acabar que sabía que era lo que les esperaba en los próximos minutos. Así que se dijo a sí mismo, mientras se iban sentando en los sillones e Ethan iba sirviendo licores y coñac para todos, que, al primer indicio de que sus sospechas eran acertadas, iría al grano sin pensárselo dos veces. Al fin y al cabo, Cliff e Ethan eran sus mejores amigos, casi hermanos para él, y lo mejor era aclarar las cosas cuanto antes, no tener secretos y, sobre todo, darles la oportunidad de explicar sus acciones, de explicar el porqué de aquel absurdo proceder mientras Julianna vivía en el condado.

Durante varios minutos conversaron sobre temas ociosos, propios de un club de caballeros, pero enseguida la conversación se volvió incómoda.

—Querido amigo, creo que hablo en nombre de todos los varones de mi familia cuando te digo que lady Eugene, además de estar preciosa, es encantadora, no dudamos que será todo un éxito.

El conde parecía querer ir cercando cuanto antes el tema, ya que llevaba observando la ansiedad en la cara de Cliff desde hacía un rato, sobre todo cada vez que miraba a Max, que parecía tan centrado en él como el propio Cliff.

—Gracias. Sí, no puedo negar que es una joven preciosa, claro, soy su padre y no precisamente el ser más objetivo del mundo. De cualquier manera, he de reconocer que estamos orgullosos de ella y, desde luego, es una fuente inagotable de alegría para mi hijo y para mí.

Max lo observaba sabiendo que su padre estaba dando una respuesta meramente formal, lo que lo puso literalmente en guardia.

—Lady Adele y la condesa nos confirmaron que os habéis encargado de todos los preparativos para que sea adecuadamente presentada y bien acogida —señaló Ethan.

—¿Ah, sí? Bueno, deseamos que todo salga como Eugene espera y, por supuesto, Max y yo no la dejaremos sola en ningún momento y le prestaremos todo nuestro apoyo, desde luego.

—Lady Adele nos comentaba, justo antes de vuestra llegada, la importancia de que las jovencitas acudan asistidas o acompañadas por otras mujeres, bien de la familia o bien amigas, para que puedan apoyarse en ellas en caso de necesitar consejos o, simplemente, contarse los acontecimientos que vayan ocurriendo. Por ello, tanto la condesa como lady Adele, e imagino así se lo estarán expresando ellas, querían brindarle su apoyo incondicional y, claro, el nuestro, por si queréis que sea presentada con el apoyo de todos, no solo del ducado de Frenton. —Volvía a intervenir Ethan.

Max conocía muy bien a su amigo y supo en ese instante, desde que empezó a referirse a Eugene como tema central de la conversación, que algo esperaban de ella, lo que de inmediato provocó una reacción que, en otras circunstancias, no se habría dado especialmente, porque siempre hacía gala de un talante reflexivo y cauto, sobre todo, en las conversaciones con dobles juegos, dobles sentidos o menciones veladas de temas importantes o espinosos a través de otros aparentemente inocuos.

—¿Exactamente qué es lo que queréis?

Su voz sonó brusca, seca, incluso grosera, tenía el ceño fruncido y una expresión severa en la boca.

—¿Disculpa? —preguntó Cliff, mirando a Max y después al almirante, que permaneció inmutable, aunque estaba bastante sorprendido con la reacción de su hijo.

—Nos conocemos demasiado bien. Cliff, tú y yo hemos compartido casi media vida, juntos, bien de jóvenes, bien en el mar. Me conocéis tan bien como yo a vosotros y, desde que hemos entrado, parecéis leones enjaulados. ¿Qué ocurre con Eugene? ¿Qué queréis de ella?

Max marcó aún más el rictus serio del rostro, manteniendo un tono uniforme, pero tosco y rudo.

Cliff cerró un momento los ojos, sabía perfectamente que Max los conocía a todos y que era imposible engañarlo o sonsacarle información alguna de manera accidental, y menos aún sin que él se diese cuenta. Abrió los ojos y, asintiendo levemente con la cabeza, como dando permiso tanto a su padre como a Ethan para hablar abiertamente, simplemente comenzó a formular algunas preguntas sin saber que tanto el almirante como Max estaban al tanto de lo acaecido con Julianna. ¿Cómo podrían?

—Tienes razón, amigo. —Suspiró—. Os pedimos disculpas… —Miró al almirante e inclinó levemente la cabeza en señal de disculpa.

A continuación se levantó y se puso frente a una de las mesas, donde había una de las bandejas de licores justo enfrente de ellos y, tras servirse una nueva copa de coñac, preguntó

—Estamos buscando a una persona, y creemos posible que Eugene la conozca o, por lo menos, que la haya visto.

Max levantó las cejas, esperando que continuase, estaba seguro de dónde quería ir a parar y, aun así, se contuvo, al igual que el almirante, quien, curtido en mil batallas, sabía que siempre es mejor dejar que el enemigo crea que ha ganado terreno y después golpearlo de manera definida.

Al ver que ninguno de los dos decía nada, continuó.

—Verás, estamos, estoy, intentando dar con el paradero de una joven, la señorita Julianna McBeth.

—¿Y por qué pensáis que mi hermana podría conocerla?

Ethan intervino, señalando de inmediato:

—Vieron a lady Eugene en compañía de la joven en el atelier de Madame Coquette, y esperábamos nos facilitase alguna información del paradero de la señorita.

El almirante, enarcando una ceja, optó por la misma postura que su hijo, ir directamente al grano, estaba claro que ellos, si no lo sabían seguro, sí, al menos, sospechaban que sabían cómo localizar a Julianna

—Y, si no es mucho pedir, ¿podríamos saber para que la buscáis?

Tras unos segundos que parecieron una eternidad, Cliff sorprendió a todos los presentes, consiguiendo incluso que a su padre casi se le desencajase la mandíbula por la respuesta franca y sin rubor de su hijo:

—Para casarme con ella.

Max y el almirante se lo quedaron mirando con la cara de puro asombro, como si no acabasen de creer lo que acababan de escuchar. Tras unos minutos, el almirante se levantó, dio unos pequeños pasos poniéndose frente a todos ellos, y dijo sin ambages y con la voz firme, como solía ponerla ante sus hombres al dar órdenes:

—Y si esa era tu intención, muchacho, ¿se puede saber en qué demonios estaba pensando esta familia para colocar a nuestra Julianna en la posición en la que la colocasteis? Pusisteis en riesgo su honor, su honra, su integridad física, ¡qué demonios! ¡Su propia vida!

Los ojos de los de Worken se abrieron de par en par. El almirante continuó con la voz furiosa:

—Sí, sí, no os sorprendáis. Sabemos de vuestra conducta, de los extraños juegos a los que la sometisteis sin siquiera sospecharlo ella… ¡Por Dios santo! Acercar a tipos como Liam Bedford a Julianna… Somos amigos de toda la vida y jamás habría esperado, ni siquiera imaginado, que cualquiera de vosotros fueseis capaces de semejante conducta. ¡Por el amor del Cielo! Decidnos que teníais algún buen motivo, por remotamente absurdo que pudiera parecer, aunque francamente dudo que exista justificación alguna.

«¿Nuestra Julianna? ¿Nuestra Julianna?», Cliff estaba asombrado por todo lo que sabían e incluso algo avergonzado, pero, por encima de todo, estaba enfadado. Le molestó ese tono posesivo, esa familiaridad… Sintió unos tremendos celos. Y, con la cara pálida y casi sin aliento preguntó:

—¿Nuestra Julianna? ¿Cómo… cómo sabéis? ¿Dónde está?

Max en esos momentos sentía una ira infinita por cómo sus amigos habían intentado manipularlos, especialmente a Eugene, a la que a las claras habían intentado separar de ellos para que las damas le sonsacasen información sin interferencias, irritado también por la confirmación de que fueron ellos los que hirieron a Julianna, pero, además, por esa afirmación de que quería casarse con ella… Estaba realmente enfadado, así que procuró herir a su amigo y, a pesar de los remordimientos que como ecos resonaban al final de su cabeza, afirmó con el mismo tono imperativo utilizado por su padre:

—Sí, Cliff, «nuestra Julianna»… Y, respondiendo al resto de tus preguntas, sí, lo sabemos todo, y no, no os diremos dónde está si no nos explicáis lo ocurrido. No permitiremos que le hagáis el menor daño. No a nuestra Julianna.

Sabía que lo había herido, por la cara de Cliff, sabía que le había hecho una herida profunda e inmediatamente se arrepintió de ello.

—Estás enamorado de ella, ¿no es cierto? —le preguntó Cliff enfadado, ofendido, celoso, muy celoso.

Desde su asiento Max bajó la mirada, suspiró e intentó recordar que era su amigo, que era Cliff. Sabía cómo era y, pasase lo que pasase, debía al menos escucharlo, acababa de asestarle una certera puñalada y lo sabía por la expresión de sus ojos, así que ahora, al menos, procuraría comportarse como un amigo. Max levantó la vista, suavizó el rostro, liberando un poco de la tensión, y miró desde el asiento a Cliff.

—No lo sé, es posible que lo esté un poco y, si no lo estoy, me falta muy poco para estarlo. Antes de que preguntes, no, no ha pasado nada entre nosotros porque ella… bueno… Aunque no lo sabe, o creo que no lo sabe, está enamorada de otro. —Suspiró intentando recobrar el aliento, porque lo cierto era que sí empezaba a estar enamorado de Julianna y el saberla enamorado de otro le dolía—. Si ese otro eres tú y consigues convencernos de que vuestra forma de actuar tenía algún atisbo de justificación racional, me apartaré para darte una oportunidad, e incluso, como amigo tuyo, te ayudaré, si me prometes que la harás feliz. Pero si no eres tú, o si lo eres pero ella no te acepta, no dudes que haré lo necesario para protegerla de ti o de cualquier intención que albergues sobre ella y, más tarde, cuando ella lo consienta, te aseguro que no perderé mi oportunidad. Sé que podría conseguir que se enamorase de mí, y tú también lo sabes, y, desde luego, la haría feliz, porque estoy convencido de que con ella yo sí sería muy feliz.

Aunque las palabras de Max debían tranquilizarlo, sobre todo porque era su amigo e incluso acababa de brindarle su ayuda desinteresada para conquistar a Julianna si ella se lo permitía, empezó a notar como los celos y el miedo le recorrían cada fibra de su ser. Solo resonaban en su cabeza algunas frases «está enamorada, de mí, sí, de mí, tiene que ser de mí… Pero, y si no…, si está enamorada de mí y no me acepta…». En su cabeza volvieron las imágenes de Julianna mirándolo con odio, con miedo, diciéndole que no quería que se le acercase, que no quería volver a verlo. «Max está enamorado de ella o podría llegar a estarlo, Max conseguiría, si se lo propone, enamorarla».

En ese instante, Max se levantó suavemente, se giró hacia su padre con tranquilidad y le dijo:

—Padre, le pido disculpas de antemano.

Rápidamente se giró y lanzó un fuerte puñetazo en el rostro a Cliff, que hizo que cayese de espaldas, tirando tras de él una la mesa de licores.

Ethan se puso de pie de inmediato, así como el conde, aunque no se movieron de sus sitios. Enseguida Cliff abrió los ojos y encontró extendida frente a él la mano de Max para ayudarlo a incorporarse.

—No se te ocurra quejarte, te lo mereces —le dijo Max.

Cliff se puso la mano en la mandíbula donde lo había golpeado y comprendió todo lo que su amigo le había dicho, y la oportunidad que le acababa de brindar. Extendió la mano para aceptar su ayuda para levantarse mientras, con una media sonrisa, decía:

—No me quejaré. Me lo merecía. De hecho, creo que merezco mucho más, pero gracias… Me alegra saber que no has perdido tu toque…

Justo en ese instante entraron las damas asustadas por el estruendo y, para tranquilizarlas, de inmediato fueron invitadas a incorporarse a la reunión.

Una vez se hubieron sentado, Cliff procuró narrar los acontecimientos y, aunque reconoció en todo momento que toda la familia se condujo erróneamente en cuanto a Julianna, él asumió toda la responsabilidad de lo ocurrido.

El almirante las tranquilizó en cuanto al bienestar de Julianna.

—Julianna se encuentra en casa de su tía aquí en Londres. Tanto ella como su difunto esposo eran muy buenos amigos de toda mi familia, de hecho, especialmente para Eugene y para mí, fueron siempre un gran apoyo y consuelo en algunos de los momentos más duros del pasado. Ahora, he de informaros que considero tanto a Julianna como a Amelia como unas hijas, y las protegeré de cualquiera, incluidos vosotros, a pesar de la amistad que nos une. No dejaré que las lastiméis en modo alguno.

El conde tomó la palabra ante la evidente tensión que aún flotaba ligeramente en la sala:

—¿La tía de la señorita McBeth es la hermana de Timón McBeth?

—Sí, así es —contestó el almirante

—Preguntamos a sus hermanos por posibles familiares y no nos dieron razón alguna de ningún pariente —insistió el conde

—Las razones por las que ellos obviaron la existencia de su tía, que me consta conocían, me son ajenas. Tendréis que preguntárselas a ellos, pero sí puedo deciros que la señora viuda de Brindfet, que así es como se llama la tía de Julianna, ha guardado con ella una relación a distancia y, desde luego, se profesan mutuamente un cariño sincero desde hace muchos años. En cambio, Blanche, la señora Brindfet, procura mantener alejados a sus tres sobrinos. Desconozco las razones de ello, pero deben ser importantes, porque no solo no los quiere en su vida, sino tampoco en la de Julianna, y eso solo puede deberse a su instinto de protección.

—¿Dónde está? ¿De veras está bien? —preguntó Cliff de nuevo con evidente ansiedad.

—Está bien, muchacho, no debes preocuparte. Pero, antes de revelar su paradero, estimo prudente, conveniente… —El almirante parecía meditar sobre el mejor modo de obrar—. Bien, creo que deberíamos primero plantearle la cuestión a mi buena amiga, es su sobrina y, desde luego, tiene mucho que decir al respecto. No pienso hacer nada que ella no consienta, lo lamento. Creo que lo mejor es que concertéis con ella una visita para tratar este tema. Yo puedo informarla en persona esta misma noche.

Viendo la cara de impaciencia de Cliff y conociendo el carácter temerario de su amigo, Max añadió, mirándolo a la cara y con un tono de lo más fraternal:

—Si quieres aliviar un poco tu evidente ansiedad y prometes no cometer ninguna imprudencia, es más, si prometes no hablar ni acercarte a Julianna hasta que tengamos el consentimiento de su tía, podría decirte un lugar en el que la verás a distancia y sin que ella te vea.

Cliff lo miró y, blandiendo esa sonrisa de depredador impenitente, contestó:

—Prometido.

—¿Padre? —Max miró primero a su padre y, al asentir este, le dijo—. Esta noche acudiremos a una representación de la nueva compañía francesa, podrás observarla desde un palco cercano al nuestro, siempre que no te vea.

El conde intervino en ese momento.

—La señora viuda de Brindfet, ¿por qué me suena tanto su apellido?

—Pues, posiblemente, porque conoces algunos de los negocios integrados en su patrimonio. Ronald, su difunto esposo, fue uno de esos grandes comerciantes dignos de admiración. Era un hombre realmente brillante, trabajador y honrado hasta la médula, y Blanche es muy parecida a él, quizás por eso la eligió como esposa después de enviudar de la primera. Yo entablé relación con él gracias a la naviera Brindmac y a los almacenes repartidos por casi todos los puertos mercantes de importancia, de los que era propietario, y que ahora forman parte de la fortuna de Blanche.

Cliff intervino, con un tono de asombro y los ojos abiertos de par en par:

—¿La naviera Brindmac y los almacenes Brindmac son de la tía de Julianna?

Tenía la cara desencajada, como si acabase de abrir los ojos de inmediato a lo que se le avecinaba. Ethan entrecerró los ojos, porque sabía a donde iban a parar los pensamientos de su hermano, al igual que la información que les estaba facilitando el almirante: «competencia entre todos los cazafortunas de Inglaterra y verla rondada por todo crápula y depredador de Londres».

—Sí, y eso solo es una pequeña parte de la fortuna de Blanche. No se cuán grande es, pero sí puedo aseguraros que es de las mayores a ambos lados del continente. Aunque, también, puedo decir con seguridad que es una persona que vive rodeada de ciertos lujos, pero ni hace ostentación ni es una mujer superflua ni superficial. Al conocerla pensareis que tiene una fortuna respaldando ese nivel de vida, pero jamás alcanzaríais a imaginar cuán grande es. Es muy cuidadosa y, sobre todo, sensata en ese aspecto. Debéis saber que, al fallecer sin descendientes, su marido le legó todas y cada una de sus propiedades, y mi querida amiga se ha revelado como una comerciante tan hábil y capaz como lo fue Ronald. Sospecho que aprendió mucho de él, pero, además, es una mujer muy tenaz, fuerte y que no se deja avasallar. Eso lo deberíais tener presente desde ahora.

El almirante enarcó la ceja y, mirando con una sonrisa a su hijo, continuó:

—Por cierto, no se os ocurra enarbolar vuestro título nobiliario delante de ella, y menos como argumento a favor para acercaros a Julianna. Blanche es una mujer que no se deja impresionar por la nobleza. Conoce bien que la honradez, el honor y la lealtad no es algo que vaya unido necesariamente a la nobleza. Todos conocemos de lo que es capaz la aristocracia, y al igual que el resto, es capaz de cometer las más viles bajezas, y lo que es peor, servirse de esos títulos para salir indemnes de sus fechorías. Aceptad mi consejo, no esgrimáis el título ante ella. Si ella os considera hombres de honor, hombres dignos de confianza, entonces dará valor al título y lo que él conlleva, pero no antes.

La condesa los miró con cierto atisbo de enfado, ya que ella, como hija de duque y de largo linaje de la más rancia nobleza inglesa, consideraba que todo título, y más uno como el de su esposo, los colocaba muchos peldaños por encima del resto de la sociedad, y eso debía, a su parecer, también estimarlo el resto del mundo.

Max intervino con una sonora risa y con un tono despreocupado:

—Puedo dar fe de eso. Desde que la conozco, siempre nos ha tuteado y nunca ha dado pie para cambiar la costumbre. A mí me llama «Max» sin el menor asomo de rubor, y al almirante… Bueno, depende del humor que esté…

Eugene, siguiendo la broma de su hermano y riéndose, lo corrigió:

—Eso no es cierto. Te llama «bribón» y «truhan».

Enseguida todos los caballeros se rieron y empezaron a comprender que Blanche no era una viuda apocada que se dejase manejar por nadie.

—Supongo que ahora mismo tenéis en mente qué consecuencias tiene todo esto que os está contando mi padre. En realidad muchas. Permitid que os expliquemos. —Max se incorporó, se apoyó en el marco de la chimenea y continuó—. Por lo que sabemos, Blanche quiere presentar a Julianna en sociedad, pero empieza a darse cuenta de que a ella vivir de esta manera —hizo un gesto como indicando lo que los rodeaba, la opulencia, las mansiones, los bailes y la aristocracia— no es algo que acabe de convencerla, por lo que no la obligará a vivir en Londres, lo que no es ningún problema, porque posee propiedades por medio mundo. Pero, además, no la obligará a casarse si no es su deseo. Entre otras razones, y esto es importante, porque no lo necesita. La ha nombrado su única heredera, junto con Amelia.

Los ojos de lady Adele, de la condesa y del conde se abrieron de par en par. Mirando a Cliff y enarcando la ceja, continuó:

—Espero que seas consciente de lo que eso significa. Más te vale que seas capaz de conquistarla antes de que la ronde todo un ejército de caballeros deseosos de echar mano de una fortuna. Aunque jamás lleguen a saber cuán alta es en realidad, te aseguro que arderán en deseos de alcanzarla, sobre todo si esa fortuna va envuelta en la belleza de Julianna.

Cliff se tensó y, de repente, sintió un espasmo en la espalda de angustia y de ansiedad… Tuvo que apretar fuertemente los puños para controlarse. Empezaba a ver resquebrajarse su control, su tan alardeada sangre fría, su temple. Cuando se trataba de Julianna lo perdía por completo.

—Bueno, bueno, muchacho, Blanche no dejará que se le acerque ningún crápula deseoso de aprovecharse de ella… —intervino el almirante

—Padre, Julianna es un tesoro por el que más de uno será capaz de hacer cualquier cosa, y ella es demasiado inocente, inexperta y confiada. Es demasiado buena como para no estar ajena a los peligros. —De repente se le vino a la mente el nombre de Liam Bedford y, girándose hacia Ethan y hacia el conde con gesto de enfado visible, les dijo—: Milord, Ethan, por mi parte considero necesario advertirles por el posible vínculo que los una a ese caballero, bien sea de amistad, bien sea de otra índole, que pienso ajustar cuentas con Bedford si tiene la mala fortuna de cruzarse en mi camino, y que Dios le asista si llega a perturbar de algún modo a Julianna o su familia.

Fue Ethan el que intervino en esta ocasión:

—Querido Max, hemos roto cualquier lazo que pudiéramos tener con ese «caballero», es más, si cualquiera de los presentes lo ve antes que tú, saldrá peor parado de lo que puedas imaginar… Y tranquilo, está advertido de ello. Fue el conde quien se lo hizo ver así.

Cliff tenía los puños cerrados, apretados, conteniendo la ira y la rabia que le causaba la imagen de Julianna temblando, herida…

Eugene no parecía comprender de lo que estaban hablando, pues era, de todos los presentes, la única que desconocía el incidente, pero tomó nota mental del nombre para estar alerta en los salones y bailes por si lo escuchaba o veía al individuo en cuestión. Max, queriendo relajar de nuevo el ambiente continuó:

—Por si acaso se nos olvida, Blanche es muy dada a dar familiaridad a las personas a las que coge cariño, de ahí que nos permita tutearla, a ella y a sus sobrinas, pero hasta que eso no ocurra, mantened las distancias propias de cortesía. Ella no se dejará impresionar por la aristocracia, pero reconoce y fomenta las reglas sociales y, por lo tanto, la diferencia de rango de un conde. Es muy estricta en cuanto a respetar las normas y usos sociales, incluso las que no le gustan. —Miró a su padre, quien, riendo, añadió:

—Sí, las que no le gustan… bueno, respecto a esas siempre encuentra la forma de amoldarlas, adaptarlas, pero sin que nadie se entere. —Y soltó una carcajada.

—Creo que hay un detalle que ni siquiera Max conoce y que, a efectos de que consigas que te acepte, Cliff, deberás valorar. Julianna quiere mucho a su tía, le pedirá consejo, escuchará su opinión y valorará esta detenidamente, pero se parece mucho a ella. Será Julianna la que decidirá, no dejará que otros tomen las decisiones por ella. Además, ahora puede hacerlo con plena libertad. Consiguió la emancipación legal hace unas semanas. Desconozco, como dije antes, los recelos tan profundos que ambas damas tienen respecto a los hermanos McBeth, pero estoy convencido de que han de ser de gravedad para querer mantener a Julianna lejos de su influencia y de la capacidad de inmiscuirse en cualquier aspecto de su vida.

Tras varios minutos conversando en Stormhall acordaron reunirse al día siguiente en la casa de tía Blanche, previo envío de una misiva a la misma por el conde y comprometerse el almirante a avisar a su amiga. Asimismo, el almirante solicitaría a la misma que, a la hora de la reunión, Julianna estuviese fuera de casa, para poder hablar con tranquilidad, de ahí que Eugene se ofreciese a pedirles a ella y a Amelia que la acompañasen a pasear esa tarde.