Capítulo 3

 

 

Lord Cliff de Worken era el segundo hijo del conde de Worken, uno de los más importantes y respetados nobles de Irlanda. Se crio junto a su hermano mayor, Ethan, en la gran mansión de su padre en el centro del condado. Su hermano y él eran prácticamente inseparables, apenas se llevaban dos años y, junto a sus dos primos, los hijos del hermano mayor de su madre, el duque de Crawford, formaban un cuarteto peculiar, revoltoso y juguetón de niños, y una pandilla de grandes aventureros con mucho éxito entre las damas durante su adolescencia. Cliff y Ethan formaban un gran tándem. El primero sabía que, al corresponderle el título a su hermano mayor, gozaría de mayor libertad para elegir su futuro, mientras que el segundo tenía claro que debía cuidar del legado familiar y las responsabilidades que eso conllevaba. Aun así, tenían un carácter similar, ya que ambos eran abiertos, divertidos, con gran pasión por la vida y por las mujeres bonitas, pero, ante todo, se querían y respetaban el uno al otro así como a su padre. Los dos se parecían mucho físicamente a su padre y a los varones de la familia. Eran altos, fuertes, atléticos, de pelo oscuro con los ojos verdes y con una sonrisa de las que desarman a las damas y convencen al más duro adversario y, sobre todo, con una apostura y porte propios de los más recios guerreros.

Al cumplir los veintiún años, Cliff solicitó permiso a su padre para ingresar en la Marina Real y hacerse, por sí mismo, un nombre y un futuro en la mar. Siempre fue el más aventurero de todos los Worken y estaba deseando conocer mundo y hacer fortuna propia. Durante los siguientes ocho años estuvo navegando y ascendiendo rápidamente en el escalafón. Era un tipo valiente, inteligente, respetado por los hombres bajo su mando pero también por sus superiores y, con el paso del tiempo, se fue haciendo un nombre que causaba respeto dentro de la Marina pero, además, miedo entre los piratas y corsarios de todo el mundo. Al tiempo que surcaba las aguas, fue invirtiendo y obteniendo grandes beneficios a través de los barcos de comercio con las Indias y América que fue adquiriendo hasta formar una naviera propia, con la que seguiría navegando una vez decidiese dejar la Marina Real; para lo cual, estimaba, no quedaba mucho, porque los puestos que le quedaban por ocupar por encima de su actual cargo implicaban trabajar la mayor parte de tiempo en el almirantazgo o en los salones en los que políticos y hombres de gobierno decidían el futuro de los demás, y esos eran cargos que él no querría ocupar jamás.

De hecho, el único honor que se le había resistido esos años era la obtención de un título nobiliario, y acababa de lograrlo al vencer y capturar a uno de los principales enemigos de la armada en las aguas de las Indias occidentales. Ya de regreso a casa, tras dos años sin volver a Irlanda, había pensado comunicarle a su padre el otorgamiento de ese título y, además, su deseo de abandonar la Marina de manera permanente, para dedicarse a sus negocios y a mantener y ampliar la enorme fortuna que había atesorado durante esos años. Su padre, estaba convencido, se mostraría encantado, pues, aunque se mostraba orgulloso del valor de su hijo y de los logros conseguidos con su propio esfuerzo, también le había mostrado en más de una ocasión su anhelo por su regreso a Irlanda y el abandono de una vida tan peligrosa y errante.

Durante todos esos años, Cliff de Worken había, además, ganado una considerable reputación de soltero de oro y de gran amante entre las damas de la alta sociedad. Era perseguido por las matronas para intentar emparejarlo con sus hijas casaderas, pero también para ellas mismas, pues se decía que realmente sabía cómo hacer feliz a una mujer.

En la cabeza y en el corazón de Cliff, durante los años transcurridos desde su partida, siempre estaba su familia, pero también su pequeña salvadora, la imagen de esa pequeña que un día le salvó la vida. Esa imagen y esa voz le acompañarían en los mejores y en los peores momentos de su ajetreada vida.

 

 

Al cumplir los dieciocho años su padre le había regalado a Cliff un semental negro procedente de una de las mejores yeguadas árabes. Estaba entusiasmado con el animal. Los condes habían organizado una fiesta de cumpleaños y, durante la velada, su hermano y sus primos apostaron con él que no sería el primero en cruzar el bosque que lindaba con la mansión, porque no lo consideraban capaz de dominar todavía a ese animal, reto que Cliff aceptó enseguida, pues jamás rechazaba una aventura y menos un desafío. Se escaparon nada más acabar la cena y corrieron cada uno a por sus monturas. Empezaron la carrera y durante unos minutos le pareció volar montado en tan magnífico animal por las colinas de Workenhall. Al llegar al bosque ya iba en cabeza. Escuchaba a su hermano y a sus primos cerca, pero ya no los veía, los árboles apenas dejaban traslucir un poco de la luz de la luna. Lo siguiente que recordaba era un fuerte dolor en el costado, una sacudida y un golpe en la sien tras caer del caballo. Aturdido, le pareció que transcurrió una eternidad hasta que empezó a notar unas pequeñas, suaves y cálidas manos en su cuerpo, alrededor de las heridas, y un calor reconfortante proveniente de las mismas. Al abrir un poco los ojos se topó con la cara de una niña con una mirada decidida, dulce y tranquilizadora, aunque se la veía algo asustada. Estaba inclinada sobre él, pero no paraba de hacer algo, se dio entonces cuenta de que le estaba atando algo a la altura de sus costillas. Le dijo con una voz dulce, que le transmitió una paz asombrosa, «por favor no te muevas, no te muevas… Estás herido, pero no te asustes, voy a buscar ayuda, solo aguanta un poco, enseguida vuelvo». Tras ello, Cliff se desmayó.

Durante los siguientes días estuvo en la cama curándose de las heridas que casi le cuestan la vida, intentando recordar lo sucedido. Su padre le contó, casi una semana después, todo lo ocurrido esa noche. El relato de cómo la hija pequeña de uno de sus arrendatarios irrumpió, en mitad de la velada, empapada, temblando, cubierta de sangre, cortes y moratones, con un camisón desgarrado por los bajos pero con una determinación y una fuerza desbordantes. Aquella niñita de poco más de medio metro lo había socorrido y había ido a buscar ayuda, siendo eso lo que le salvó la vida. Su padre también le explicó que, como consecuencia de las heridas que se había hecho al buscar ayuda, del frío de la noche, del agua de los riachuelos del bosque y de haberle cedido a él su ropa de abrigo, la pequeña Julianna, que así se llamaba, estuvo a punto de morir por las fiebres y la infección, cosa que, tanto el médico como el padre de la niña, le ocultaron a ella para que no se sintiese mal por haber ayudado a alguien cuando lo necesitaba.

Al enterarse, Cliff pidió a su padre que regalase su caballo al padre de la pequeña como agradecimiento, lo cual complació al conde, ya que creía que así su hijo reconocía su falta y su imprudencia y, también, la deuda que tenía con aquella familia.

Cuando se hubo curado del todo, Cliff decidió observar a aquella niña y se prometió a sí mismo devolver con creces la deuda que tenía con ella, pero cuando la conoció, la deuda se convirtió en algo más, en un deseo, en una fuerza que lo impulsaba a proteger a aquella pequeña. Se había propuesto verla primero, observar a Julianna, la niña cuyo rostro le acompañaría toda la vida y cuya voz le inspiraría siempre un valor y una esperanza que iban más allá de la razón. La observó desde lejos durante varios días: era una adorable pequeña, de pelo castaño y ojos color miel, extremadamente tímida, reservada, se escondía tras alguno de los libros que siempre llevaba con ella, evitaba el contacto con la gente que parecía empeñada en burlarse de ella, especialmente sus tres hermanos mayores que no dudaban en humillarla y menospreciarla a la menor ocasión. Hubo un par de ocasiones en que Cliff tuvo que hacer un gran esfuerzo por no pegar a aquellos tres niñatos que, en vez de proteger a su hermanita, parecían disfrutar haciéndola sufrir. Era valiente y orgullosa, de eso no cabía duda, pero, además, era generosa y decidida. La observó cuando la niña visitaba los campos con su padre. Era evidente que la relación entre ambos era especial. Cuando estaba con él, le brillaban los ojos, se sentía segura y feliz, y mientras que con el resto de la gente se mostraba callada y evitaba sus miradas, con su padre estaba relajada, dicharachera, locuaz. Era, quizás, lo que más le gustó. Esa capacidad de amar de una manera tan generosa, y su total entrega cuando de veras quería a alguien. La pequeña parecía disfrutar pasando las horas sola leyendo, cocinando e incluso escapándose de noche para tumbarse a ver el cielo, lo cual explicaba cómo fue capaz de encontrarle en el bosque a esas horas.

Su padre solía invitar a algunos terratenientes, nobles y también a un reducido grupo de arrendatarios todos los años en las Fiestas de San Patricio y de la Cosecha, y todos acudían encantados, especialmente las jovencitas que esperaban encontrar buenos partidos para casarse, encandilar a lo nobles o aristócratas que el conde invitaba o, simplemente, jovencitas con ganas de relacionarse en fiestas y bailes. Su padre le preguntó si le parecía bien que, partir de entonces, Julianna y su familia fuesen incluidos en la lista de invitados como una forma de agradecer su ayuda, lo que Cliff inmediatamente agradeció y pensó que sería una buena forma de ver cómo iba creciendo la pequeña y protegerla aunque fuese desde lejos. Durante los dos años siguientes el padre y los hermanos de Julianna acudieron a todas las fiestas, mientras que ella no fue a ninguna. Su padre la excusaba diciendo que a su hija ese tipo de reuniones tan concurridas no le gustaban especialmente. Se disculpaba por ello, pero añadía que, mientras no se viese obligado a hacerlo, no quería tener que imponer a Julianna ese tipo de compromisos. Cliff sintió una enorme cercanía con ese hombre que, sin lugar a dudas, adoraba a su hija y pretendía protegerla de todo mal y evitarle cualquier sufrimiento.

Antes de abandonar su hogar para embarcar como oficial de la Armada, Cliff pidió a su padre que cuidase en la distancia a Julianna y que, si alguna vez, esta necesitase algo, que la ayudase o que le enviase aviso a él de inmediato. Su padre le dio su palabra de que así sería y, durante los siguientes años, siempre incluía alguna reseña sobre la pequeña Julianna en sus cartas. Así fue como se enteró de que había comenzado a dar clases en Saint Joseph a los niños sin hogar. También supo que, sin que ella se diera cuenta, empezaba a tener algunos admiradores. De hecho, le constaba que al menos uno, el hijo de uno de los arrendatarios del condado vecino, hizo una proposición formal a su padre para cortejarla, cosa que él rechazó de plano, alegando que, para cortejar a su hija, primero el interesado tendría que conocerla y esta mostrar interés por él, ya que no impondría matrimonio alguno a su hija si ella no lo deseaba. A Cliff las noticias de que algún hombre se interesaba por su pequeña Julianna no le hacían ninguna gracia. Claro que lo achacaba a ese sentimiento de protección que había desarrollado por ella y a que sentía, o al menos así lo creyó por entonces, un cariño fraternal por la pequeña que recordaba en su memoria, la niña de diez años de pelo revuelto y ojos soñadores. Y también sabía que, tarde o temprano, se casaría. «Pero no con cualquiera», se decía Cliff. «Julianna ha de estar con todo un caballero que la estime como ella se merece».

El conde también le explicó en una misiva, un tiempo atrás, el pequeño enfrentamiento que había tenido con el señor McBeth. Hacía ya cuatro años este le hubo pedido que no volviese a inmiscuirse en la vida de su hija ni en la suya más allá de su relación como propietario y arrendatario. El conde, al cumplir Julianna los dieciséis años, y siguiendo los consejos de la condesa, que aunque tenía buena intención obró de manera incorrecta al dar ese consejo, fue a visitar al padre de Julianna sin que ella se enterase y le ofreció, en agradecimiento por el valeroso acto que años atrás tuvo esta, darle una dote y buscarle un marido adecuado. El señor McBeth se tomó aquel ofrecimiento como el peor de los insultos, ya que asegurar el futuro de su hija era responsabilidad suya como padre suyo que era, y afirmó que, desde luego, nadie le buscaría marido alguno a su hija sin su consentimiento y sin el de la propia Julianna. El conde entendió a la perfección la respuesta del señor McBeth y, tras meditarlo, incluso le respetó aún más como hombre honrado y noble, ya que si a él le hubiesen propuesto lo mismo, estando en su lugar, posiblemente hubiese acabado a puñetazos con quien le hiciere semejante proposición, por muy buenas y honorables intenciones que tuviese. Sin duda, Julianna era digna hija de su padre. Honrada, fuerte y generosa, pensó el conde entonces. Por ello, respetó los deseos del señor McBeth, aunque, al igual que hizo el propio Cliff años antes, se prometió a sí mismo proteger a Julianna y evitar que sufriese si él podía evitarlo.

Al recibir la carta explicando lo sucedido, Cliff aplaudió la forma de proceder del señor McBeth pero se enfadó sobremanera con su padre por intentar buscar un marido a Julianna.

 

Pasados los años y con su tiempo de servicio en la Marina llegando a su fin, Cliff tenía pensado regresar a casa después de las Fiestas de Cosecha. Pensaba desembarcar en Londres y, tras informar de todo al Almirantazgo, pasar unas pocas semanas en Londres descansando y disfrutando del ocio de la ciudad. Pero una misiva de su padre hizo que adelantase su regreso:

 

Querido hijo:

Hemos recibido tu carta informándonos de tu regreso, lo cual nos ha llenado a todos de felicidad. Estamos deseando darte un fuerte abrazo y poder tenerte con nosotros una temporada. Además, así podrás conocer a la prometida de Ethan, lady Adele, antes del enlace, y quizás encontrar tú también una bonita joven que te haga sentar esa loca cabeza tuya.

Sin embargo, lamento informarte de una triste noticia. Hace apenas tres días el señor McBeth sufrió un trágico accidente. Cayó del caballo y se golpeó mortalmente la cabeza falleciendo casi de inmediato. Como comprenderás, su hija está desolada, parece encontrarse algo perdida y sola y nos preocupa lo que pueda pasarle estando en manos de sus hermanos.

El abogado nos ha informado que, su padre, le ha dejado sus ahorros a modo de dote, y aunque, como comprenderás, no es una fortuna, sí es bastante para que pueda subsistir dignamente, al menos hasta que decida contraer matrimonio y quedar al amparo y protección de un buen hombre. No obstante, estoy seguro, encontraré el modo de ayudarla a mejorar su situación de alguna manera.

Creímos conveniente informarte sabiendo tu interés por protegerla, si bien has de tener presente que ya no es una niña, sino toda una mujer, y que, por lo tanto, tu protección no debe ser objeto de malas interpretaciones que puedan exponerla a los ojos de los extraños o colocarla en una situación comprometida…

 

En cuanto recibió la misiva, Cliff dispuso todo para su inmediato regreso a casa. Quería asegurarse que Julianna estaba bien y que sus hermanos, esos odiosos individuos, no aprovechaban la falta de su padre para perjudicarla. Pero ¿qué querría decir su padre con que es toda una mujer? Pues claro, ya no tenía 10 años. Aunque en su recuerdo lo que perdurara fuera el rostro de una niña, Cliff sabía que habían pasado varios años y que, por lo tanto, ya sería una mujer hecha y derecha.

Nada más regresar, pasó un día disfrutando de la compañía de sus padres y su hermano, así como conociendo a la encantadora prometida de su hermano mayor, quien, cumpliendo con sus obligaciones, escogió a una rica heredera de buena familia y mejor dote. Pero no tardó en sentir un fuerte dolor en el pecho pensando en lo mucho que estaría sufriendo Julianna. Su padre acababa de informarle que, sin conocer los detalles exactos, Julianna había decidido alejarse de la casa, que ahora ocupaba como nuevo arrendatario su hermano Ewan McBeth, y que estaba buscando, con la asignación que le había dejado su padre, un nuevo hogar en el que instalarse lejos de su hermano. Tanto el conde como ahora Cliff conocían el contenido del testamento de señor McBeth, por lo que intuían que, si Julianna se iba del que había sido hasta entonces su hogar, sería porque sus hermanos, de alguna manera, le habrían obligado a hacerlo o le habrían propuesto algo que, de seguro, la había persuadido de alejarse de ellos todo lo posible. Esto dejó a Cliff preocupado e inquieto. Deseaba acercarse a casa de Julianna y ofrecerse a ayudarla, tras mostrarle sus condolencias más sinceras, pero comprendió enseguida lo inapropiado de la situación y los problemas que las malas lenguas podrían provocar en la reputación de Julianna. Además, ardía en deseos de ver cómo era ahora aquella pequeña. Seguro que seguiría evitando las miradas de los demás y escondiéndose del mundo tras un libro.

Sin poder evitarlo, llegada la noche cogió uno de los caballos, atravesó el bosque y cabalgó hasta casi las lindes de la casa de los McBeth, pero nada más descender el caballo observó una figura femenina que salía de la casa y se encaminaba a los maizales. De inmediato supo que era Julianna. Le produjo una enorme satisfacción ver que, al menos, en aquello no había cambiado. Parecía seguir buscando la soledad, la libertad y la aventura a pesar de los años transcurridos. Ató el caballo en uno de los árboles para no hacer ruido y la siguió, procurando no ser descubierto. Iba envuelta en una especie de abrigo de lana de mangas anchas que dejaba ver el bajo del camisón. Le dieron ganas de echarse a reír, incluso ahora se adentraba en los campos solo con una bata y un camisón. Al cabo de un rato, se paró, se quitó el abrigo y lo extendió en el suelo en medio de la ladera norte del maizal. Hizo un pequeño giro como para asegurarse de que no había nadie alrededor antes de tumbarse sobre el abrigo perfectamente extendido sobre el terreno. Por un momento Cliff se quedó sin respiración. «Desde luego, es toda una mujer». Aquellas dos finas capas de tela dejaban bien visible la figura de una mujer sensual, con las curvas bien definidas y con las piernas bien torneadas, al igual que sus caderas, sus pechos y unos bonitos hombros sobre los que caía una melena ondulada que brillaba con los reflejos de la luna como si fuesen las espigas del maizal. Tenía un rostro con rasgos bien definidos, pero también manteniendo cierto candor aniñado que le daban un aspecto sensual y dulce al mismo tiempo, y unos labios que de seguro cuando sonreían serían deliciosos. Aun cuando no veía bien el color de sus ojos recordaba con claridad el marrón muy claro casi miel de los mismos, que hizo que le corriese una corriente de deseo por todo el cuerpo. «Vaya. ¿Cuándo ha ocurrido esto? Es mi pequeña Julianna, de eso no hay duda, pero también es una mujer bonita, sensual y deseable».

Tenía que acercarse a ella, estaba decidido, Julianna McBeth no era mujer para cualquiera. Debía conocerla un poco mejor. Por la mañana, durante el desayuno intentó abordar el tema con su padre sin resultar demasiado obvio y, desde luego, sin decirle que la había visto esa noche y que ardía en deseos por su pequeña salvadora.

Cliff dijo, con el tono más despreocupado del que fue capaz:

—¿Padre?

—Dime, hijo —contestó el conde, dejando a un lado el periódico que estaba ojeando.

—He estado pensando en lo que hablamos ayer de la señorita McBeth.

Miraba la taza de café intentando que aquello resultase lo más espontáneo y natural del mundo. De una manera inútil, pensaba su padre mientras leía claramente las intenciones de su hijo por sus gestos y su forma de conducirse.

—¿Y has llegado a alguna conclusión? —preguntó arqueando una de las cejas, lo que revelaba que lo había visto venir incluso antes de que el comenzase la conversación.

Aun así, continuó como si nada.

—Pues verá. Dijo que la señorita McBeth estaba buscando una casa, un nuevo hogar, y bueno, como estoy seguro de que no aceptará ayuda sin más, ambos sabemos que es hija de su padre y no aceptará nada que no se haya ganado… Me he acordado de la casa del estanque. Creo que sería perfecta para ella. Podríamos, a través de unos de los gestores de tierras, ofrecerla para su alquiler y así sabríamos que está segura, puesto que tenemos guardas en el bosque a los que podremos decirle que hemos arrendado la casa y que queremos que ellos presten ayuda y, en su caso, protección a la inquilina.

Su padre lo miró fijamente unos segundos y, con una sonrisa que delataba que sabía a donde quería ir a parar, le contestó:

—Bueno. Además, estaría muy cerca de aquí, ¿verdad?

Estaba claro, su padre continuaba siendo un halcón, pensaba Cliff evitando mirarlo directamente a los ojos.

—La verdad —continuó el conde— es que no es del todo mala idea, aunque, primero, habría que asegurarse del estado exacto en el que se encuentra. Creo que hace al menos dos años que no se la arriendo a nadie, desde que murió el señor Paddy, el anterior guarda de la zona norte.

—Puedo acercarme y comprobar en qué estado se encuentra y, en caso de que esté en condiciones, hablar con el gestor para que se la ofrezca, pero sin revelar el nombre de los propietarios.

—Está bien. Me parece buena idea. —Su padre lo miró fijamente esbozando una sonrisa que Cliff conocía a la perfección, su sonrisa de advertencia para que no hiciese ninguna temeridad. Continuó diciendo—: Cliff, ¿has visto ya a la señorita Macbeth? Porque he de reconocer que es toda una belleza, a pesar de que se esfuerza por ocultarla a los ojos de los demás.

Mantuvo fija en él esa mirada intensa que lograba que se sintiese de nuevo como un niño pequeño que estuviese planeando alguna travesura.

—No, no, padre, aún no he tenido ocasión, pero —sabía que tenía que tener cuidado con las palabras que escogía— procuraré que, cuando la vea y hable con ella, sea en un entorno adecuado o, por lo menos, inocente. —Conociendo el sentido del humor de su padre, continuó—: No sé, había pensado en la iglesia, creo que el próximo sermón va sobre la liberación del pueblo judío de Egipto.

Su padre soltó una sonora carcajada y, arqueando de nuevo las cejas y con tono burlón, le dijo:

—Ah, y si asumo que la señorita McBeth es el pueblo judío al que hay que liberar, ¿tú quién eres? ¿El faraón o Moisés?

Ambos se rieron y continuaron charlando sobre los cambios en el gobierno y la política comercial con el extranjero.

Tras asegurar el arrendamiento de la casa por Julianna, dado que prácticamente ordenaron al señor Pettiffet, el administrador y gestor de las propiedades, que no se le ocurriese dejar escapar a esa inquilina, y tras hablar con los guardas del bosque para que la ayudasen y asistiesen si lo necesitaba, Cliff se pasó los días siguientes observando desde lejos a Julianna, intentando desentrañar el carácter de aquella mujer que tanto le atraía y que despertaba tanto sus instintos de depredador como sus más profundos sentimientos protectores. Comprobó que, en lo esencial, seguía siendo la misma. Valiente, decidida, generosa. Seguía con una timidez que parecía arraigada en lo más profundo de su ser, aunque Cliff pudo ver, con cierta satisfacción, que parecía haber adquirido más aplomo y resolución en su trato social. Reconoció, al instante, que ese detalle de querer esconder su belleza del que le había hablado el conde era cierto, no tanto por su vestuario, que era sencillo, nada llamativo ni exuberante, como por el modo de evitar ser el centro de las miradas. Procuraba no andar por el centro de la calle, sino siempre pasando de lado como si pensase que su presencia molestaba. Y evitaba las miradas, no solo de los hombres, sino también de las mujeres, en la mayoría de las ocasiones. De inmediato, Cliff sintió rabia, porque parecía un comportamiento adquirido con el transcurso de los años. Sin embargo, en más de una ocasión se dio cuenta del modo en que la miraban algunos hombres. Con deseo. La observaban con verdadero interés, y sintió como si le diesen un puñetazo en el estómago. Lo que lo acabó de desarmar del todo fue observarla caminar por el bosque envuelta en una capa roja que la hacía encantadora y sensual. Con su melena ondulando con el viento, recogiendo bayas y frutos silvestres, probándolos, sonriendo y emitiendo un pequeño gemido de satisfacción al metérselos en la boca. «Si fuera un lobo te devoraría de un solo bocado», pensó en más de una ocasión, reprendiéndose luego por sentirse como un depredador peligroso y por considerarla una presa a su merced.

Fue entonces cuando decidió que era hora de acercarse a ella. Tenía que buscar la forma y parecía que el destino jugaba a su favor.

Su hermano le propuso ir a buscar nuevos aparejos para pescar. Los acompañaba el hermano de un buen amigo de Ethan, lord Liam Bedford, un tipo aparentemente serio, pero con gran sentido del humor. Era un excelente jinete, aunque reconocía en él artes y gestos propios de un gandul y un aprovechado, sin mencionar algunos comentarios inapropiados que había hecho sobre algunos conocidos y, especialmente, sobre algunas damas.

Al llegar a la puerta de salida de la mansión lanzaron un reto y una moneda. ¡Al galope! Comenzaron a correr hasta el pueblo, se cruzaron con una calesa a la que casi echan del camino y llegaron a la tienda del señor Valens. Tras los saludos de rigor, se pusieron a ver aparejos y cañas nuevos cuando, desde la ventana del escaparate, Cliff vio a Julianna entrar en la tienda de enfrente seguida por su joven doncella. «Ahí está mi oportunidad», pensó.

Esperó pacientemente, apoyado sobre la pared al lado de la puerta de la tienda, y la observó mientras ponía las compras en la calesa. Le sorprendió lo bonita que era, de cerca estaba aún más bella de lo que recordaba de los paseos por el bosque, tenía una piel suave, perfecta e irradiaba una especie de luz como no había visto nunca. En un segundo se sintió como la polilla que acude irremediablemente al más brillante haz de luz. Julianna brillaba como la más exuberante y luminosa de las luces. Cuando iba a subir, aprovechó y la ayudó desde atrás, cogiéndola por el codo y dándole más impulso. El mero contacto de su piel hizo que se pusiera tenso, pero le resultó en exceso agradable y sensual. Julianna se sorprendió y giró un poco la cabeza para ver quién la había ayudado. Cliff notó como se sonrojaba al verle y como se dilataban sus preciosos ojos castaños que, a la luz del día, tenían un delicioso color miel dorado. Sonrió, seguro de que a ella le había gustado, y la miró fijamente esperando una respuesta, la misma que había visto en muchas mujeres cuando se mostraba interesado en ellas, pero Julianna se mostró recelosa y algo tímida, dándole simplemente las gracias. Se presentó, esperando que ella hiciera lo mismo o, incluso, que le dejase entrever que lo recordaba, aunque en el momento del incidente no hubieran sido presentados formalmente. Sin embargo, ella lo evitó y procuró marcharse lo antes posible. Cliff notó su nerviosismo y no pudo evitar sonreír más aún. La observó mientras se alejaba, sintiéndose complacido y, sobre todo, aliviado. Era la misma niña de antes, pero cuánto había cambiado. Había crecido, pero reconocería en ella los mismos rasgos y el mismo carácter tímido, decidido, de cuando era una pequeña tenaz. Se sorprendió de lo mucho que eso le gustó. «Ay, Julianna… Tan distinta y, sin embargo, tan idéntica a la niña de antaño», pensaba observándola, ya en la distancia, tomar el camino de Saint Joseph.

—¡Cliff! ¿Dónde te metías, muchacho? Te estábamos buscando.

Ethan acababa de salir de la tienda con una nueva caña y nuevos aparejos de pesca.

—Solo quería recordar un poco el pueblo, sus calles —le respondió sin apenas mirarlo.

Acercándose a su oído, Ethan le susurró:

—¿Era la señorita McBeth la que he visto alejarse en la calesa?

Sonrió pícaramente como cuando de niño le pillaba en una mentira. Cliff sonrió y le dio un golpecito en la espalda.

—Regresemos antes de que padre empiece a preguntarse en qué líos nos hemos metido.

Ambos se rieron recordando los tiempos en que no dejaban de meterse en líos y buscar nuevas aventuras.

Esa noche, Cliff estaba sentado en la terraza de la mansión, charlando animadamente con su padre y su hermano de los cambios producidos en su ausencia en el condado mientras las señoras permanecían dentro tomando algunos dulces junto a lord Liam, comentando las noticias de la sociedad que habían reseñado en sus cartas las amigas de lady Adele, la prometida de Ethan. Desde la terraza pudo ver como, en lo más profundo del bosque, parecía brillar tenuemente una pequeña luz que se movía en dirección a la parte de las arboledas de la zona norte. Cliff sonrió, porque tuvo la certeza de que esa luz era de Julianna, que seguía buscando aventuras en la noche.

—¿Cliff? ¿Tú qué opinas? —le preguntó su padre.

—Disculpad, ¿qué?

Había dejado de oír los comentarios en cuanto empezó a imaginarse a Julianna recorriendo el bosque en camisón.

—Estás distraído, ¿ocurre algo, hijo? Te preguntaba por los problemas de los mineros del norte… —insistió su padre.

—Perdonadme, estaba recordando que tenía que enviar aviso a uno de mis contramaestres dándole algunas instrucciones. Si me disculpáis, voy a retirarme para redactar la nota y enviarla a primera hora de la mañana.

Cliff se levantó e inclinó la cabeza antes de marcharse, no sin antes comprobar que su hermano le lanzaba una significativa mirada y, en silencio, le advertía que no hiciese ninguna tontería. Por muchos años que transcurriesen, había cosas que entre ellos nunca cambiarían, se conocían el uno al otro casi mejor que a sí mismos.

Al salir al vestíbulo, tomó el camino de la salida de las caballerizas para que nadie le viese, igual que cuando su hermano y él se escapaban de noche, y se dirigió con paso firme en dirección a la luz. Casi choca con Julianna, y tuvo que contener la respiración en un par de ocasiones para que no lo escuchase. La observó cuando se detuvo en el centro de un pequeño claro del bosque, dejó la lámpara en el suelo, extendió la capa igual que la noche del prado y se tumbó encima. Estaba realmente hermosa, parecía una ninfa con esa bata de hilo blanco atada a su cintura marcando levemente su figura. Se sentó de golpe, como si lo hubiese escuchado. Se quedó muy quieto y de nuevo contuvo la respiración. Ella miraba a ambos lados como esperando la aparición repentina de algún animal nocturno, y la escuchó hablar:

—Miedica, ¿quién va venir a estas horas al bosque, además de una loca con capa roja?

A los pocos segundos volvió a tumbarse. A Cliff le pareció lo más encantador e inocente que había escuchado en su vida, y tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para contener una risa. Su voz era distinta, aunque sonaba con la misma dulzura que la noche que lo había salvado.

—Ah, papá, esto te habría encantado. El cielo, el aire, la paz, aunque no creo que te gustase que tu Caperucita Roja anduviese sola por el bosque a merced de los lobos —dijo, y se rio con una sinceridad que conmovió a Cliff.

«Su Caperucita Roja», de nuevo tuvo que contener una risa. «Sí, sí, su Caperucita Roja, pero ¿quién sería el lobo?, ¿yo, quizás?». Se quedó allí quieto observándola, se sentía como un merodeador en busca de una presa, pero no podía dejar de mirarla. Le resultaba hipnótica su belleza, su dulzura, su inocencia y candidez. Su piel era suave y desprendía calor bajo la luz de aquella pequeña lámpara. Le daban ganas de acercarse y acariciarla. Se imaginó rozándola, acariciando su pelo, cubriendo de besos su rostro, su cuello, sus labios y sintiendo cada centímetro de su cuerpo pegado al suyo, abrazándola sin límites. Sentía deseo, notaba como un calor despertaba su virilidad, quería tocarla, poseerla…

Julianna volvió ponerse en pie después de un rato, se colocó la capa y caminó en dirección a su casa. No podía dejarla ir sin saber que llegaba sana y salva por lo que, de nuevo, la siguió en la distancia. Ya en la puerta de su casa, volvió a girarse y miró al bosque en la dirección en la que estaba él. «¿Me habrá visto?», se preguntó alarmado «No, no. Es imposible». Cuando entró, respiró aliviado. Se sentía extrañamente nervioso, ansioso y, sobre todo, recordaba lo mucho que Julianna lo excitaba, era una mujer extremadamente sensual y el hecho de que ella lo ignorase hacía que la deseara con mayor fuerza.

Al día siguiente, su hermano quería regresar a la tienda para cambiar algunos aparejos con los que no estaba muy contento. Cliff aprovechó la oportunidad con el deseo oculto de volver a encontrarse con Julianna. Se sorprendió de la rapidez con que había conseguido depender de su presencia, casi era una necesidad verla al menos una vez al día… Ya en el pueblo, se sintió algo desesperanzado al no ver por ningún lado a la calesa. Miraba en todas direcciones con la esperanza de verla en alguna tienda o a la puerta de alguna casa. «Bueno, si no viene hoy me acercaré hasta su casa». En cuanto cruzó esta idea por su cabeza, su corazón dio un vuelco, « ¿Qué estás haciendo? Te comportas como un jovenzuelo enamorado. Nunca has necesitado buscar la compañía de mujeres, normalmente tienes que hacer esfuerzos para quitártelas de encima». Su humor parecía venirse abajo, estaba, de repente, enfadado y molesto. Al salir de la tienda vio la calesa en la esquina del final de la calle y a ella, unos segundos después, a través del escaparate del tendero. «¿Por qué habría dejado el coche tan lejos?», se preguntó. Al salir del pueblo dio a su hermano y a Liam una pobre excusa para no regresar con ellos y tomó la dirección del bosque por donde ella tendría que pasar. Ató el caballo en el poste de dirección de la entrada de la zona norte y esperó unos minutos, pero se alejó algo del camino para observar, en la distancia, a los trabajadores de los campos de maíz. Pronto sería la cosecha y estaban preparando los campos para ello. Hacía tanto tiempo que lo que veía a su alrededor eran islas exóticas y mar que se sorprendió de lo agradable que le resultaba regresar a casa, a las tierras irlandesas. Al girarse vio como la calesa se alejaba, entrando ya en el camino del bosque. Corrió y se montó en el caballo, azuzándolo para que alcanzase el coche suavemente.

Se colocó a su altura y dijo con seguridad, mirándola directamente a los ojos:

—Buenos días.

—Buenos días —le respondió.

«Encantadora, parece una flor silvestre con esa capa y el viento moviéndole el cabello, pero sigue esquiva», pensó por su educada pero sucinta respuesta.

—Espero no haberla asustado, ¿señorita?

«Esta vez quiero que me diga su nombre, no se me escapará como la última vez», pensó, sonriéndole con esa seguridad y picardía de los Worken.

Julianna lo miró de refilón y contestó:

—Señorita McBeth. Y no, no me ha asustado, pero sí sorprendido.

Sus ojos brillaban aún más que el día anterior y podría jurar que sí que la había asustado un poco por el rubor de sus mejillas y por la tensión de sus hombros…

—¿Me recuerda? Soy el comandante Cliff de Worken, nos vimos ayer en el pueblo. Voy de regreso a casa de mi padre, El conde de Worken, y me ha parecido una buena idea tomar este camino ya que este bosque me recuerda mi infancia y las trastadas que mi hermano y yo solíamos hacer de chicos. He de reconocer que éramos unos pillastres que no dejábamos pasar ninguna oportunidad de hacer alguna travesura y que, incluso, en alguna ocasión, nos metimos en verdaderos apuros con nuestras pillerías.

La estaba poniendo a prueba, como si desease que Julianna le revelase que lo conocía y que, además, lo había hecho diez años antes en ese mismo bosque. Empezaba a darse cuenta de lo mucho que le gustaba hablar con ella, intentar conocerla, intentar sonsacarle cada frase como si fuese el juego de las cuerdas en las que cada uno tira en un sentido. Julianna permaneció en silencio, pero cada vez estaba más tensa y ruborizada, lo que todavía intrigó más a Cliff, que cada vez se daba más cuenta de lo poco que había cambiado ese carácter que tanto había admirado cuando Julianna era una niña.

—Por lo visto, usted y yo vamos en la misma dirección. ¿Se dirige a casa del conde, señorita? —«Veamos si por lo menos me dice donde vive… como si necesitase saberlo». De nuevo se sintió como un cazador ante su presa y surgió cierta culpa en su conciencia.

—No, no… yo no voy tan lejos…

Contestaba casi en un susurros y sin apartar la vista del camino como si temiese encontrarse con su mirada.

—Umm… interesante. ¿Va a visitar a las ardillas, quizás?

Sí, realmente disfrutaba con ella.

Julianna contestó de inmediato y notó cierto enojo en el tono de su voz:

—No, hoy no, quizás mañana. Hoy las dejaré tranquilas. Por el momento regreso a casa.

No pudo evitar lanzar una carcajada. «¡Vaya! Ingeniosa y luchadora. Esto empieza a resultar peligroso».

—Vaya, en ese caso, las pobres se sentirán desilusionadas, su Caperucita Roja hoy no quiere verlas…

« Umm, creo que acabo de meter la pata». Julianna casi paró en seco la calesa.

—¿Disculpe? Me parece que se burla de mí. —Ella lo miró fijamente con esos increíbles ojos miel, desde luego había dado en la diana—. Si lo que pretende es burlarse de mi atuendo, he de decirle, señor… ¡comandante!, que me importan poco las críticas sobre mi aspecto, sobre todo si provienen de desconocidos. Además, sepa que esta capa es el presente de un ser muy querido y que me importa muy poco si me favorece o no.

«Realmente ha sido un comentario desafortunado», se reprendió Cliff sin dejar de mirarla, «estaba enojada u ofendida, ¿ambas cosas»

—Supongo que le resulta sorprendente que a una joven no le interesen demasiado los comentarios sobre su aspecto y que cree que, ahora, debería pasarme varios días rebuscando los vestidos y complementos que más me favorecieran para que caballeros como usted, se fijasen en mí o para intentar parecerles bonita… —Tomó un poco de aire, como intentando alcanzar, frente a él, un poco más de valor para continuar sonando enfadada, lo cual gustó sobremanera a Cliff. Cada vez le resultaba más encantadora y tentadora—. Pero siento desilusionarlo, no suelo buscar los halagos de los caballeros y menos aún su aprobación. Si no le importa, creo que debería seguir su camino y permitirme regresar a mi casa tranquila.

«Querida Julianna, estoy seguro de que no has buscado la aprobación o el interés de ninguna persona en toda tu vida». No pudo evitar reírse de nuevo, cada vez sentía una mayor atracción por ella, era distinta sin duda alguna. «No puedo dejar pasar la oportunidad de halagarla, creo que voy a tener que utilizar alguna de mis armas de seducción».

—Me ha malinterpretado, señorita McBeth. No he pretendido burlarme de usted, de hecho está usted bellísima con esa capa y, ahora, aún más con las mejillas sonrosadas y los ojos brillando como fuego por su enfado.

Los ojos de Julianna se abrieron de par en par, sus miradas se cruzaron y Cliff sintió que el pulso le recorría cada centímetro de su cuerpo, la piel le ardía de deseo.

 

Al parar ella la calesa, Cliff hizo lo mismo. Era su oportunidad, pensaba mientras se inclinaba un poco hacia ella, poniendo sus rostros a escasa distancia, sintiendo la respiración de Julianna casi como una caricia en su piel

—Señor… comandante.

«Vaya, creo que produzco en ella el mismo efecto que ella en mí, está nerviosa», pensaba sin apartar la mirada.

—Creo que si lo que busca para entretenerse es jugar a la seducción y el flirteo con alguna joven, debería dirigir sus atenciones en otra dirección. No tengo mucha experiencia en estas lides, de lo que estoy segura se ha dado cuenta casi de inmediato, pero, además, no me gustan este tipo de juegos, no los busco ni los deseo, así que, si no le importa, por favor, empieza usted a incomodarme.

Inclinándose todavía más hacia ella, le contestó con un tono suave. Pretendía provocar la misma sensación que ella le había provocado.

—Señorita… Julianna, no podría jugar con usted ni aunque me lo propusiera. Creo que es demasiado buena para los «juegos de seducción». De cualquier manera, créame cuando le digo que usted no necesita rebuscar vestidos ni complementos para ganarse el favor ni la atención de los caballeros, incluso vestida con un saco estaría usted bellísima. Esos ojos brillarían incluso en una noche oscura. —Se colocó derecho de nuevo en su montura sin dejar de mirarla en ningún momento, inclinó la cabeza para despedirse y añadió con una sonrisa en los labios—: Buenos días, señorita McBeth, espero que nos veamos de nuevo… ¡Cuento con ello!

Al alejarse, no pudo evitar pensar que le hubiese gustado desmontar y acercarse a ella para tocarla. Cada vez le costaba más no tomarla entre sus brazos y besarla con fuerza, acariciándole la nuca, procurando que sus cuerpos estuviesen tan pegados como para sentir su calor, su olor, los latidos de su corazón y, sobre todo, cada una de sus curvas cerca de su cuerpo.

De regreso a casa de su padre no pudo sino preguntarse si Julianna lo recordaría. Ella era una niña, y probablemente tuviese en su recuerdo el acto heroico que había realizado y no tanto al muchacho al que había rescatado. No le cabía duda de que ella recordaría esa noche, pero ¿sería capaz de recordarlo a él? Al fin y al cabo, él no fue nunca a visitarla, y la diferencia de edad entre ambos y, por supuesto, la diferente clase social hacían improbable que ella lo hubiese visto en actos sociales, más aún cuando, al contrario que todas las jovencitas del condado, Julianna no solía acudir a fiestas o reuniones ni mostraba interés alguno por la vida de los que la rodeaban, y menos de los de la nobleza. Sin embargo, quería que ella le recordase, que, al menos, tuviese alguna imagen del muchacho que había salvado. Una imagen suya que la acompañase en aquellos años, de igual modo que a Cliff lo acompañó el rostro y la dulce voz de su salvadora. Además, sintió una tremenda envidia por aquellos a quienes Julianna hubiese entregado algo de cariño, ya que, conociéndola como ya la conocía, sabía que ella se entregaba de manera incondicional, generosa y abierta cuando quería de verdad. Aún recordaba el amor que desprendían sus ojos al mirar a su padre, su sonrisa abierta y sincera estando junto a él. Deseó, fervientemente, que la Julianna niña, y más aún la Julianna adulta, guardase algún recuerdo de él, al menos como aquel muchacho herido y asustado.

Al cruzar las puertas de la mansión, Cliff había tomado una decisión. Iría al bosque y se encontraría con ella, se acercaría y la invitaría a la Fiesta de la Cosecha para la que apenas quedaban unos días. Seguro que, si encontraba la forma de abordarla en el bosque, en un encuentro, en apariencia, fortuito y casual, podría hablarle de manera tranquila. Parecía que rodeada de naturaleza, sin gente alrededor, ella se encontraba feliz y relajada. Es más, cada vez que la había visto caminando por el bosque estaba sonriendo, e incluso tarareando. Cliff no pudo sino empezar a reírse. Lo cierto era que Julianna no tenía buen oído o, por lo menos, no era muy ducha en el arte del canto.

—Cliff —lo llamó su hermano desde la puerta de acceso al salón azul—. ¿De qué te ríes ahí solo?

Cliff no se había dado cuenta de que había entrado en el vestíbulo. Estaba tan ensimismado que no se había percatado de que estaba casi a la altura de las escaleras que daban al ala de los dormitorios privados de la familia.

—Hola, Ethan —respondió mientras se giraba para verlo de frente con aparente despreocupación.

—¿Conseguiste solucionar ese asunto por el que regresaste?

Cliff había olvidado la excusa que les había dado para regresar al pueblo, así que se limitó a contestar:

—Sí, sí, todo arreglado… Bueno, y, por tu parte, ¿ya has decidido cuándo vamos a estrenar tus nuevos aparejos? Porque he de advertirte que aun en altamar he perfeccionado mis habilidades de pesca, y si soy capaz de pescar un atún en aguas embravecidas, creo que podré pescar truchas con los ojos vendados.

Quería que su hermano se centrase en alguna idea concreta porque, de lo contrario, se daría cuenta de lo que tramaba y seguro intentaría persuadirlo.

—¿Es un reto, entonces? —preguntó, arqueando las cejas y sonriendo como siempre cuando se enfrascaban en un desafío entre hermanos.

—Lo es. Estás retado, hermano.

Sonrió, al fin y al cabo a él también le vendría bien despejar la mente y recuperar un poco de los años perdidos lejos de los suyos.

—Bien, bien, en ese caso, ¿qué te parece esta tarde? Podremos comprobar cuán habilidoso te has vuelto con la caña y el sedal, pero, recuerda, hermano, no vamos a cazar mozuelas, así que la paciencia pesa más que cualquier otro encanto.

Cliff sonrió y lo comprendió inmediatamente. No había conseguido engañar a su hermano ni por un momento y este parecía disfrutar con lo que él estaba planeando. «¿Será que Ethan espera algo más de mi relación con Julianna? ¿O es que sabe algo que yo no sé?». Durante unos escasos segundos Cliff pareció regresar al pasado cuando, de niños, Ethan siempre lograba anticiparse a lo que haría. Siempre parecía conocer los sentimientos y deseos de Cliff incluso antes de que este lograra tenerlos.

El resto de la tarde, ambos hermanos se enfrascaron en la pesca, regresando ambos sin pieza alguna, lo que provocó la risa de su padre que se pasó toda la cena provocándolos con burlas y recordando algunas de las anécdotas de sus salidas de pesca cuando aún no levantaban ni medio palmo del suelo.