Capítulo 2

 

 

Durante los siguientes días, Julianna se dedicó a contestar las cartas de condolencias de familiares, amigos y conocidos de su padre, a ordenar sus pertenencias y a cualquier cosa que la mantuviese ocupada. Su hermano Ewan le había pedido que se reuniese con él en el salón a primera hora de la tarde. Aquella petición extrañó sobremanera a Julianna, pero no había intuido lo que se le venía encima.

Al entrar, se encontró con su hermano Ewan, de pie junto a la chimenea, a Bevan sentado cerca de él bebiendo un oporto y a Timón, con su elegante uniforme, mirando por la ventana.

—Julianna, siéntate —le dijo Bevan en cuanto la vio—. Tenemos que hablar.

Julianna sintió un escalofrío. Sus hermanos en contadas ocasiones se molestaban admitir siquiera su existencia y, ahora, los tres querían hablar con ella. Se sentó en el sillón cercano a la puerta y, mirando fijamente a Ewan, preguntó:

— Decidme, ¿ocurre algo?

—Julianna… Bueno… —Ewan se giró del todo para tenerla cara a cara—. Verás, en su testamento, padre me pidió que siguiera acogiéndote en esta casa, pero… quiero casarme y, comprenderás, no puede haber dos señoras en un mismo hogar. —Tras una pequeña pausa para beber de su copa continuó—. No quiero ir contra los deseos de padre, pero, bueno, tienes asignados fondos suficientes para que vivas dignamente hasta que te cases y podrías… ejem… buscar un hogar y costearlo con esos fondos.

Julianna abrió los ojos de par en par sin atinar a decir nada. Al cabo de unos minutos señaló:

—Es decir, quieres que me vaya.

Los tres hermanos se giraron hacia ella como sabiendo que debían avergonzarse, pero ni haciéndolo ni mostrando gesto alguno de asombro o reprobación ante aquel anuncio.

—Verás, Julianna —continuó Timón—. Ewan está en edad de casase. Tiene casa, unas tierras que atender y un futuro ante sí. Comprenderás, en fin, que no sea justo que tenga que preocuparse por encontrarte marido.

Julianna respondió de manera inmediata sin casi pensar:

—Padre ha dejado una asignación que me permite vivir de manera independiente, como ha recalcado Ewan, lo que significa que él no ha de buscarme marido alguno, sin mencionar que, padre también dejó claro, tanto en el testamento como en vida, que sería yo misma la que podría elegir, llegado el caso, a mi marido.

Estaba tan furiosa que no sabía cómo no se levantó y se marchó inmediatamente.

—Julianna, eres nuestra hermana y, después de todo, crecer te ha favorecido, más de lo que nos esperábamos.

«Vaya, una especie de cumplido», pensó Julianna.

—A lo mejor no es tan difícil encontrarte un buen marido… —dijo Timón.

«Vale, no es un cumplido, sino un insulto velado», pensó de nuevo ella.

—Y, para bien o para mal, nosotros hemos de velar porque consigas un matrimonio provechoso —continuó Bevan.

—¿Provechoso? ¿Provechoso? —Empezaba a estar de veras furiosa—. ¿Provechoso para quién? ¿Para vosotros?

Era increíble. Querían deshacerse de ella y, al mismo tiempo, sacarle provecho a su matrimonio. Se levantó de golpe para forzar que los tres la mirasen y, levantando la barbilla e intentando no parecer indecisa, dijo firmemente:

—Bien, hermanos, tengo edad suficiente para solicitar la independencia legal y ser yo la que tome las decisiones de mi vida. Si así lo queréis, lo solicitaré. —Los ojos de sus tres hermanos se agrandaron de asombro, pero ella no se amilanó—. Como habéis dicho, tengo fondos para vivir sin vuestra ayuda. Recogeré mis cosas y buscaré un nuevo hogar donde no sea una carga para ninguno de mis queridos hermanos mayores.

Julianna sabía que su futuro no era nada que preocupase a sus hermanos más allá de lo que ellos pudiesen obtener de él, si es que eso era posible, o de lo que pudiesen pensar vecinos y amigos. Al darse cuenta de que hablaba en serio, y sabiendo, como sabían, lo que eso supondría para la imagen de los tres —hermanos que se desentienden de su hermana pequeña nada más fallecer el padre, con las posibles habladurías del pueblo que ello generaría—, Ewan dio un paso al frente y se apresuró a tomar la palabra.

—Está bien, Julianna. Creo que hemos enfocado… planteado mal el asunto. No te obligaremos a casarte si no es tu deseo, pero no llevemos esto más allá de lo que es, un privado asunto familiar. No hay necesidad de involucrar a ningún magistrado o tribunal.

Con ello quedaba claro que harían lo que Julianna decidiese, al menos de momento, con tal de que ella no plantease ante los tribunales la cuestión de la independencia haciendo público tal asunto. De cualquier modo, Julianna sabía que ya no era bien recibida en el que, hasta entonces, había sido su hogar, por lo que resolvió en ese preciso instante que debía marcharse cuanto antes.

Julianna suavizó un poco el tono de su voz y señaló:

—Está bien. No lo solicitaré formalmente, al menos, de momento, pero, por lo que a mí respecta, ya no soy responsabilidad de ninguno de los tres. —Esperó unos segundos para tomar aire y no sonar demasiado alterada. Le molestaba que sus hermanos pudiesen pensar que le importaba lo que ellos le dijesen. Ya la habían degradado y menospreciado bastante desde niña como para darles esa última satisfacción—. Buscaré una casa apropiada y alguna mujer que me acompañe y me marcharé. —Se giró y agarró el pomo de la puerta. Se volvió a girar resuelta para poder mirarlos a la cara y terminó diciendo—: En unos días, podréis seguir como hasta ahora, ignorando que tenéis una hermana, o, mejor, olvidándolo por completo.

Se marchó de la habitación sabiendo que sus tres hermanos se habrían quedado mirándola con asombro, probablemente molestos e incluso algo enfadados. En ese momento no supo si era aplomo lo que de repente le había surgido o, simplemente, la rabia contenida de tantos años, pero, mientras subía las escaleras que daban a su habitación, no pudo dejar de sonreír.

Durante los tres días siguientes, anduvo a la búsqueda de una casa adecuada y no excesivamente cara, porque era verdad que su padre le había dejado los ahorros de su vida, pero no debía derrocharlos, ya que no eran una fortuna. Debía ajustarse a un presupuesto mensual y todo iría bien, pensaba ella. Se le daba bien llevar una casa y ajustar los gastos cuanto era necesario. Llevaba muchos años haciéndolo para su padre.

En el correo, dos días después de la conversación con sus hermanos, recibió carta de su tía Blanche, la hermana pequeña de su padre. Ella no la conocía personalmente pero, desde pequeña, su padre la había alentado a mantener contacto epistolar con ella y Julianna sentía cierto cariño hacia esa desconocida, cariño que ella vislumbraba era mutuo, por el amor que parecían transmitirle siempre sus cartas. Era una viuda con ciertos recursos económicos gracias a su matrimonio con un viudo que hizo una fortuna principalmente en el comercio con países orientales, o al menos, eso creía, ya que su padre solo le había dicho que su difunto marido fue muy generoso con su hermana cuando falleció. Tía Blanche perdió a su único hijo siendo muy pequeño, lo que había llevado a sus hermanos a intentar acercarse a ella para convertirse en herederos, pero ella era una mujer astuta y los vio venir de lejos, pensaba Julianna cada vez que escuchaba a sus hermanos despotricar sobre ella. Tanto su padre como ella se habían asegurado de que sus hermanos no conocieran la buena relación de Julianna y tía Blanche. Eran muy egoístas, y su padre temía que hiciesen algo que estropease la única relación sincera y pura que Julianna había tenido desde niña lejos de los brazos de él. Julianna sentía verdadero cariño por ella, sobre todo porque su padre siempre le decía que ella se parecía a tía Blanche, tanto físicamente como de carácter. De niña, Blanche había sido muy tímida, como ella, y siempre se colocaba tras las piernas de su hermano Timón, el padre de Julianna, para que la protegiese del mundo. «De chica», le decía su padre al recordarla, «era como tú, regordeta, pero con una belleza que hacía que brillase en una noche oscura». Julianna siempre pensó que él miraba a su hermana con los mismos ojos de cariño que a ella, poco realistas pero de amor incondicional, por eso le agradaba aún más esa interesante mujer.

En esa última carta la invitaba a pasar unos días con ella. Conocía bien el cariño que sentía por su padre y la soledad que le provocaba la situación con sus hermanos. Julianna se apresuró a contestarle, aceptando su invitación. Iría a visitarla, por fin, tan pronto encontrase una casa y dejase todo listo antes de partir.

Se puso a tamborilear con los dedos antes de levantarse del escritorio, era una costumbre que no había conseguido eliminar. Lo hacía cuando soñaba despierta. Entonces se dio cuenta de que había recibido otra misiva. Se trataba de la carta de un administrador del condado, el señor Pettiffet. En ella, le indicaba que le habían hecho llegar el interés de la señorita McBeth por alguna propiedad de la zona, que pudiese ser ocupada por ella a cambio de un alquiler justo, y creía tener lo que andaba buscando. Uno de los propietarios a los que representaba le había hecho saber que quería arrendar una casa, situada cerca de los terrenos que bordeaban el Gran Bosque que rodeaba la parte más alejada del pueblo, y que poseía, además, una pequeña huerta en la parte trasera.

A Julianna le dio un brinco el corazón. ¿Habría tenido suerte, por fin? ¿Podría ser eso lo que estaba buscando? Rápidamente contestó a la carta y concertó una cita con él para visitar la propiedad. Al día siguiente, un caballero, acompañado de un guarda de la zona exterior del bosque, la recogió cerca de casa de su padre para enseñarle la propiedad. Julianna estaba tan nerviosa esa mañana que, muy temprano, hizo dos pasteles para templar sus nervios. Como siempre, enfrascarse en la cocina le servía de distracción y la calmaba.

—¿Señorita McBeth? Soy el señor Pettiffet. Es un placer conocerla en persona —le iba diciendo mientras se bajaba del carruaje para ayudarla a subir.

—Encantada —contestó Julianna en el tono más amable que pudo.

—Él es el señor Cartem, guarda de la zona norte del bosque, la más cercana a la casa. Le he pedido que nos acompañe para que nos enseñe mejor la zona, espero no haber sido demasiado impulsivo.

«Habla en un tono afable y bastante agradable», pensó Julianna.

—No, por supuesto que no. Ambos han sido muy amables. Encantada, señor Cartem— lo saludó, tras tomar asiento en el coche, con un suave movimiento de cabeza.

Recorrieron los pocos kilómetros que había desde el pueblo hasta el camino de entrada del bosque en silencio. Al llegar a un bonito sendero rodeado de unos árboles, que a Julianna le parecieron sacados de un cuento de hadas, el señor Cartem señaló al fondo:

—Está allí arriba, señorita… Tiene el estanque a la derecha, y un pequeño huerto detrás de la casa, aunque puede que esté un poco abandonado… Y justo al final del sendero hay un camino de piedra que lleva directamente hacia el centro del bosque y, desde ahí, hasta la propiedad del conde.

En ese momento, Julianna recordó el bellísimo rostro del hijo del conde y se preguntó dónde estaría. Al llegar a la casa, casi se queda sin respiración. Realmente el entorno era de cuento de hadas y aquella casa era preciosa, pequeña pero muy proporcionada, de piedra con un tejado de terrazo rojo. Parecía en perfecta armonía con el entorno. Se había quedado mirándola tan fijamente que no notó que el coche se había parado.

—¿Señorita McBeth? —la llamó el señor Pettiffet, ofreciéndole, además, la mano para ayudarla a bajar.

—Gracias —repuso Julianna mientras lo seguía.

Ella no paraba de mirar para todos lados. La casa tenía un salón pequeño pero muy acogedor, con un gran ventanal que daba al estanque del que habló el señor Cartem, una sala de estar espaciosa y muy luminosa que daba al camino de la entrada, una cocina de leña y dos hornos de piedra parecidos a los que ella usaba en casa de su padre, con una puerta a la zona trasera de la casa y con unas ventanas que le hicieron imaginar sin dificultad lo agradable que sería cocinar allí con la luz de la mañana entrando por ellas y tomar una taza de té en compañía de Amelia, la joven que había contratado y que le parecía tenía un carácter amable y tranquilo como el suyo. Sabía, desde el principio, que se llevarían bien. Iba cavilando mientras seguía inspeccionando la casa. Tenía dos dormitorios que daban a la otra parte del bosque y al camino que daba al centro del mismo. «Es una vista preciosa para despertar por las mañanas», pensó. El otro dormitorio luminoso y espacioso cerca de la cocina, sería adecuado y agradable para una jovencita como Amelia. Ya que iba a ser su única compañera y quizás amiga, sería mejor que lograse que estuviese lo más cómoda posible, sobre todo, si la arrastraba con ella al bosque. La decoración, aunque antigua, era sencilla, acogedora, le gustaba. «Basta con hacerle unos pequeños arreglos, un poco de limpieza, unas telas aquí, unos sencillos cojines allá, algunos cuadros y quizás unos espejos… y quedará perfecta», iba pensando, sin dejar de observarlo todo.

—Señorita —la llamó de nuevo el señor Pettiffet, sacándola de sus cavilaciones—. La chimenea del salón no tira bien, pero no se preocupe, mandaríamos a alguien a arreglarla antes de que se instalase.

Julianna se giró suavemente y le señaló abiertamente:

—Señor Petiffet, esta casa es perfecta y, salvo unos pequeños arreglos, es inmediatamente habitable, pero… —Se quedó un poco dubitativa, estaba haciendo un rápido cálculo mental de lo que le costaría alquilar de manera permanente un pequeño coche con un caballo de tiro para tenerlo allí—. En fin, que no se si podré costearla.

—Bueno —continuó él—. El propietario insiste en que se la alquile a una persona responsable que cuide de la propiedad. No le interesa tanto el precio como saber que queda en buenas manos. Se trata de una pequeña joya familiar con un valor… digamos que sentimental.

La miraba, en todo momento, directamente. Julianna lo miró con asombro.

—¿Quiénes son los propietarios? ¿Me conocen?

Había despertado su curiosidad pero, también, algo de recelo, que le decía que se pusiese en guardia, ya que eso no era algo usual. Además, en ningún momento pareció extrañarles que fuese sola a inspeccionar la propiedad, sin la compañía de ninguno de sus hermanos, sabiendo que estaba soltera y en edad, en teoría, de casarse.

—Señorita McBeth, los propietarios quieren permanecer en el anonimato, algo común en muchos casos —le aclaró él como restando importancia al asunto, caminando hacia ella—. Además, es usted vecina de esta zona desde siempre. Las referencias de sus vecinos son excelentes y, por ello, los propietarios creen que es una persona responsable y de fiar y, dado que no necesitan el dinero sino más bien la tranquilidad de saber que la casa queda en buenas manos… —Hizo una pausa y continuó—. Si le gusta, no veo por qué no podamos alcanzar un acuerdo satisfactorio para todos los interesados.

Julianna le creyó ya que, si bien la gente del pueblo, sobre todo las mujeres, la consideraban sosa y excesivamente tímida, poco dada a las relaciones sociales, eso les venía de perlas para desestimar una posible competencia a sus hijas casaderas. También sabía que la tenían por una joven decente, trabajadora, amable, ajena a todo escándalo o rumor y que ayudaba siempre que estaba en su mano. De hecho, colaboraba con las hermanas de Saint Joseph dando clases de lectura en la escuela parroquial y el orfanato, y solía prepararles dulces en las fiestas y algún cumpleaños. Aunque siempre querían pagarle por esos dulces, ella siempre se negó a aceptar el dinero, insistiendo en que lo pusieran en el cepillo destinado a comprar ropa y libros para los más pequeños y sin recursos. Julianna suspiró y, con una sonrisa abierta de verdadera alegría, le contestó:

— En ese caso, lleguemos a un acuerdo.

El resto de la mañana la pasaron inspeccionando el terreno, hablando de la conveniencia de ciertos arreglos y, cómo no, del precio. Cuando lo cerraron, pensó que no era posible, prácticamente le dejaban vivir gratis en aquella preciosa casa y sin exigirle más que la cuidase bien. «La única condición es que la cuide como si fuese suya» señaló en más de una ocasión el señor Pettiffet. A lo que Julianna no pudo sino contestar con auténtica sinceridad:

—Ya la estimo de esa manera y le prometo que la cuidaré como tal. Muchas gracias, señor Pettiffet.

En cuanto lo dijo acordó consigo misma hacerle una tarta y algunos dulces en agradecimiento, así como al señor Cartem y a los hijos de este, de los que había hablado mientras recorrían el sendero ya que, le comentó, solían acudir cuando hacía buen tiempo a nadar al estanque.

—Pero no se preocupe, les diré que la propiedad está ocupada y que ya no pueden hacerlo.

— No, no, por favor, señor Cartem, me encantará que vengan. Y, cuando lo hagan, que entren a verme y les daré bizcocho o algo de merendar, por favor.

Le encantaban los niños y tenerlos por allí jugando y haciendo diabluras le gustaría tanto o más que a ellos. El señor Cartem la miró y, tras fruncir el ceño, aceptó.

—Bueno, si no le molesta, les diré que vengan, pero si empiezan a hacer travesuras o a importunarla en algún modo, ha de prometerme, señorita McBeth, que me lo dirá de inmediato.

—Lo prometo, señor Cartem. Además, usted se ha ofrecido amablemente a ayudarme cuando lo necesite y es lo menos que puedo hacer para agradecer su generosidad.

El señor Cartem le hizo un gesto con la cabeza antes de marchar, pues debía continuar con su trabajo y revisar los linderos del bosque y no quería que se le hiciese tarde. Se disculpó y se marchó.

Mientras caminaban de regreso por el sendero para subir al coche y regresar el pueblo Julianna miraba ensimismada el entorno. «Esto te habría encantado, papá. Me habrías dicho que este lugar era perfecto para mí, seguro, porque es el corazón el que me dice que este sitio está hecho para mí». Julianna se sorprendió sonriendo. Era la primera vez que pensaba en su padre sin que se le saltasen las lágrimas o sin sentir una opresión en el pecho que la paralizaba. Por un momento, sintió cierta paz.

Una vez en casa, Julianna entró directamente en su habitación, estaba feliz, no recordaba esa sensación, no conseguía recordar la última vez que sintió algo parecido. De repente, volvió a venírsele la imagen del hijo del conde y la sensación cuando le dijo este que se pondría bien. «Vaya», sacudió la cabeza, «últimamente me persigues», se dijo a sí misma mientras recordaba ese bellísimo rostro. «¿Cómo será ahora? Será todo un caballero con una larga lista de conquistas y seguramente esté casado con una rica y guapísima heredera o una noble como él». Sintió una punzada en el estómago.

—Despierta, despierta, ¿desde cuándo sueñas tú con príncipes azules? —susurró para sí misma poniéndose en pie.

Por la noche bajó a dar la noticia a su hermano Ewan y, sin darle oportunidad a hacer comentario alguno, regresó a su habitación para ir haciendo sus planes. Nada más sopesar los pros y contras de vivir algo alejadas del pueblo, se le vino a la cabeza una idea que le había sugerido la esposa de un arrendatario amigo de su padre. Le había propuesto vender sus ricos pasteles y dulces para fiestas y celebraciones, para aquellos que carecían de un chef como el conde o como los más acaudalados arrendatarios de la zona, pero que podrían costear unos ricos manjares para agasajar a su invitados y comensales. Aunque ahora no necesitaba el dinero para subsistir, lo cierto era que tampoco tenía unos grandes recursos y, como su padre le había enseñado, el trabajo duro dignifica más allá del salario, y este siempre ha de tenerse presente porque nadie da peniques por reales. Y él lo sabía bien, había trabajado muy duro toda su vida para dar a sus hijos la estabilidad que él no tuvo en la niñez. Además, así, al menos, le serviría de algo una de las pocas cosas que Julianna creía que hacía bien: cocinar, especialmente cosas dulces.

Había trasladado las pocas pertenencias que tenía a su nuevo hogar, limpiado bien con la ayuda de Amelia toda la casa, hecho algunos ajustes decorativos e incluso empezado la reconstrucción del huerto. Los días de trabajo en su propia casa eran un bálsamo para la tristeza que aún tenía en su corazón por la pérdida de su padre. Además, en pocos meses, quizás semanas, visitaría a su tía Blanche por primera vez y, aunque el viaje la ponía nerviosa, al mismo tiempo le creaba ciertas esperanzas. Julianna apenas conocía los pueblos de alrededor, no había viajado, salvo en su imaginación con los libros de viaje que devoraba de pequeña o escuchando a los trabajadores de temporadas que recorrían toda Irlanda e Inglaterra dependiendo del cultivo de cada zona. Por otro lado, había aceptado pequeños encargos de dulces de algunas señoras del condado vecino y había tenido un enorme éxito y, pronto, varias otras esposas de arrendatarios le habían pedido dulces y tartas para algunos pequeños eventos. Dos de ellas le encargaron distintos dulces para llevar a la Fiesta de la Cosecha que se celebraría dos semanas más tarde en la mansión del conde de Worken. Estos dos encargos le produjeron una extraña sensación de orgullo y felicidad, pero también le hicieron recordar que era la época preferida de su padre y que solía acompañarlo el último día de la recolección para comer con los trabajadores de ese año, llevándoles todo tipo de viandas, pasteles, cerveza y aguamiel.

Había, además, descubierto lo mucho que le gustaba pasear por el bosque, explorar ese mundo nuevo repleto de vida y de sensaciones tan reales. En un par de ocasiones, se descubrió a sí misma tarareando una canción mientras caminaba o buscaba bayas y hojas para hacer postres y guisos. Había moras, frambuesas y zarzamoras dulces y enormes en ciertas zonas del bosque. El primer día que las encontró, fue a preguntarle al señor Cartem si podía recoger algunas, porque no sabía si estaba prohibido. De todos era sabido que el bosque y todo lo que contenía pertenecían al conde, pero Cartem le aseguró que no habría ningún problema. Eso hizo que por su mente cruzara vagamente la idea de que su casita de cuento de hadas quizás fuese propiedad del conde, pero luego creyó que, de ser así, no habría habido ningún inconveniente en revelar su identidad, ya que era arrendador de su padre y, ahora, de su hermano, y nunca ocultó esa condición. Así que, ¿por qué hacerlo ahora? Además, estaba segura de que ya había olvidado quién era ella muchos años atrás. Hacían no menos de cuatro años que no habían vuelto a invitarlos a las fiestas de San Patricio ni a las de la Cosecha, o, al menos, eso les dijo su padre a sus hermanos cuando ellos preguntaban. Su padre decía que ya había agradecido bastante un simple gesto y que, seguramente, era mejor así ya que, en el fondo, se sentía algo incómodo con la gente con título y tan acaudalada. Aunque al principio le halagase poder codearse con tan distinguidos invitados, después de un par de celebraciones comprendió que aquel no era su sitio, o eso creía Julianna. Ella no había vuelto a ver las bonitas invitaciones que solían enviar en la mesa del despacho de su padre, por lo que no preguntaba por ellas. Además, ella no había acudido a ninguna y no echaría de menos esa costumbre.

Por otro lado, tenía que reconocer que sentía cierto respeto por ese entorno hosco y salvaje. En varias ocasiones había tenido la sensación de que alguien la observaba, pero siempre sacudía la cabeza y se decía, «no seas cobardica, que solo estáis las ardillas y tú», riéndose después por sentirse como una niña pequeña de nuevo. Amelia no la acompañaba en estos paseos. Prefería sentarse, leer y bordar y, sobre todo, ocuparse del huerto. Había descubierto en ella una agradable compañía. Era una chica huérfana de Saint Joseph, tímida y bastante introvertida, pero a la que le gustaba la misma vida tranquila que a ella, y empezaba a aprender a cocinar viendo como lo hacía Julianna. Al principio, era extremadamente callada, lo que a Julianna no le molestaba en absoluto, dado que ella había sido exactamente igual toda su vida —salvo las largas conversaciones y peroratas con su padre, apenas decía más de dos frases seguidas—, pero posteriormente empezó a sentirse más relajada en su presencia y conversaba más y con más aplomo que antes, y a Julianna eso le gustaba. Le agradaba saber que Amelia se sentía cómoda y segura en su compañía, y más que pareciese gustarle esa vida a su lado.

Echaba algo de menos las clases con sus niños de Saint Joseph, pero, hasta que no le llevasen el caballo que había alquilado para la calesa, no quería hacer un camino tan largo con el que les había prestado por unos días el dueño de las cuadras, ya que parecía no aguantar demasiados kilómetros y Julianna prefería no tentar a la suerte. Además, solo había bajado al pueblo a conseguir lo que necesitaba para la casa, comprar algunos víveres y a entregar esos primeros encargos de dulces, lo que le produjo una enorme satisfacción. En el camino, durante esas ocasiones, pudo calcular lo que podría comprar con esas ganancias. Por alguna razón, saber que ese dinero lo había ganado ella y lo podría emplear en lo que quisiera le producía un extraño y agradable orgullo. La primera compra que hizo fue la de una pieza de una bonita tela para hacerle a Amelia su primer traje propio. Siempre había utilizado ropa donada al convento y, por muy nueva que estuviese, ella sabía que no era suya, así que compraron juntas una pieza de género. A Amelia se le saltaron las lágrimas tocando todas las telas que había en la tienda. Finalmente escogió una de color marfil con estrechas rayas de color coral que pensaba se podría combinar con pequeños lazos del mismo color. Juliana le ayudó a escogerlos. Entre las dos hicieron los patrones y empezaron a coserlo. Amelia estaba deseando que lo terminaran para poder estrenarlo y Julianna tenía que reconocer que estaba deseando verle la cara con su traje nuevo. También, y sin que Amelia lo viera, le compró unos bonitos zapatos con un pequeño broche en el comienzo del empeine, un sombrero y unos guantes para su traje nuevo; se los daría cuando fuese a estrenarlo. Después de esos gastos, tenía poco margen, así que compró algunos ingredientes que iba a necesitar y con lo que sobró le dijo a James Burton, el tendero, que les llevase a los niños de Saint Joseph caramelos y regaliz. No era mucho, pero si algo había aprendido de sus horas enseñando a esos niños, era lo fácil que resultaba hacerles feliz. Habían tenido siempre tan poco que cada pequeño gesto lo recibían como si fuera el más grande.

Habían transcurrido dos semanas desde esa visita al pueblo para aprovisionarse y comprar lo que habían necesitado y tanto Amelia como Julianna estaban contentas de poder acercarse de nuevo hasta allí, esta vez, con su nuevo caballo y, por ello, con la posibilidad de visitar Saint Joseph y tomar una taza de té con las hermanas. Amelia iba sentada a su derecha con un pastel de moras en el regazo y otro de frambuesas entre ambas. Se los llevaba a los niños para el recreo y así poder disfrutar un poco de las risas infantiles que tanto añoraba. Amelia fue todo el camino con una enorme sonrisa que iluminaba todo su rostro, ya que estrenaba su traje, los zapatos y el sombrero nuevos. Los guantes los llevaba en el bolsillo para no estropearlos, dijo. Julianna hubiera querido que esperase a la Fiesta de la Cosecha para hacerlo, pero estaba tan ansiosa que, cuando se lo vio puesto, se limitó a decirle lo bonita que estaba y lo bien que habían quedado finalmente los lazos que tanta ilusión le hacía poner en el traje. Por un momento, se sintió como si ella fuese su hermana mayor, y pensó que a ella le hubiese gustado poder disfrutar de cosas tan sencillas como pasear por el pueblo, salir a escoger unas telas o escoger patrones con su madre o con una hermana mayor.

Justo antes de tomar la desviación que llevaba al camino de entrada a la calle Mayor, se cruzaron a galope tres jinetes, lo cual forzó a Julianna a detener bruscamente la calesa.

—¡Dios mío!— gritó Amelia intentando mantener en su sitio las tartas y no mancharse su bonito vestido.

Julianna la miró para asegurarse de que estaba bien y después miró furiosa en dirección a los jinetes. Se habían alejado lo suficiente como para no reconocerlos, pero se había fijado en el color de los caballos, dos negros y uno color café y también en el color granate de la levita de uno de ellos, el que iba a la cabeza. Sintió ganas de gritar todo tipo de improperios, pero se limitó suspirar profundamente, agarrar con fuerza las riendas y retomar la marcha.

—Amelia, no te preocupes, si nos los cruzamos en el pueblo procuraremos ignorarlos. Afortunadamente no ha ocurrido nada que debamos lamentar y no deberíamos enzarzarnos en una discusión con caballeros que no conocemos y menos si se comportan como salvajes.

 

Intentaba restar importancia a lo sucedido, aunque, en realidad, se estaba convenciendo a sí misma de que era mejor dejar pasar el asunto para no tener que montar un escándalo delante de nadie, sobre todo, si eso las colocaba a ella y a Amelia como el centro de atención de los vecinos.

Al llegar a la altura de la fuente de la plaza, Julianna aminoró la marcha hasta que se detuvo a la altura de la tienda del señor Burton, donde iban a hacer un par de recados antes de dirigirse a Saint Joseph. Bajó con cuidado de no tropezar, cosa que le había ocurrido en numerosas ocasiones pues, para su desgracia, tenía un pésimo sentido del equilibrio. Mientras le indicaba a Amelia que también lo hiciera y que dejase la tarta en el asiento junto a la otra, para entrar en la tienda, se colocó bien el vestido con un par de ligeros golpes en la falda y sacó de su ridículo un pequeño papel en el que había tomado nota de las cosas que tenían que hacer o que iban a necesitar. Cuando se estaba girando para entrar en la tienda vio apostados en la otra acera, un poco más adelante, los tres caballos. Estaban justo en la tienda de armas y elementos de pesca del señor Valens. Nunca había entrado allí, ya que era un lugar al que solían acudir solo los jóvenes y caballeros de la zona a aprovisionarse de equipos de caza, pesca o de armas de fuego, principalmente. Pensó quedarse allí quieta unos instantes para averiguar quiénes habían sido los groseros que casi las habían sacado del camino un rato antes, pero enseguida comprendió que no conseguiría nada con ello, salvo enojarse aún más, así que suspiró y entró en la tienda del señor Burton seguida de Amelia. Mientras ella pedía algunas cosas para la casa, Amelia se entretenía en un rincón observando los lazos y sedas para los tocados y las cintas y adornos para el pelo. Al terminar, se despidió del señor Burton, colocó los pocos paquetes que llevaban en el suelo de la calesa y agarró el manillar junto al pescante para ayudarse a subir, pero, en ese instante, alguien le agarró el codo, aupándola y casi colocándola de un suspiro en la calesa. Julianna, aunque se sobresaltó un poco, trató de no perder la compostura, girando la cabeza suavemente para ver quien la había ayudado. Por el movimiento, su larga melena ondulada quedó, en parte, apoyada en ese mismo hombro.

Se quedó sin aliento al ver, a escasa distancia de su cara, el rostro de un hombre moreno, de rasgos bien definidos, varoniles pero no toscos, y con unos enormes ojos verdes que la miraban con cierta indolencia y profundidad. Julianna abrió sus ojos como platos y solo atisbó a decir con un hilo de voz un somero «gracias». Él le sonrió con una sonrisa aún más indolente que sus ojos, pero que hacía que su rostro adquiriese una dulzura que, por unos segundos, le resultó familiar. «Oh…» , pensó Julianna, y abrió todavía más los ojos

—Yo… ¿Nos conocemos, señor?

En cuanto preguntó quiso que la tragara la tierra, ¡era el hijo del conde!, el rostro que tanto había recordado desde los 10 años, aunque con los rasgos más definidos, propios de un hombre y no de un muchacho, pero ese rostro, esos ojos, eran inconfundibles, reconoció Julianna.

Él volvió a sonreírle y con un tono de voz dulce, pero que parecía esconder cierta malicia juguetona, contestó:

—No lo creo, ya que jamás olvidaría una belleza como la suya.

La miró directamente a los ojos como si quisiera comprobar la reacción de Julianna de primera mano.

—Soy el comandante Cliff de Worken y acabo de regresar a casa.

Parecía divertirse intentando averiguar las reacciones de Julianna, ¿o estaba simplemente jugando un poco con ella mediante aquel flirteo?, pero esta lo notó, así como que sus mejillas se enrojecían de golpe. Pensó, entonces, que lo mejor era salir de allí cuanto antes. Ella no era muy hábil entablando relaciones sociales, lo que la colocaba en clara desventaja, ya que a él se le veía muy experimentado y, desde luego, sabría cómo coquetear con ella de manera descarada sin que pudiese defenderse. Tuvo el impulso de salir de allí corriendo, pero, en vez de eso, intentó salir airosa y lo más dignamente que pudo.

—En ese caso, gracias, comandante, ha sido muy amable. Si nos disculpa, nos están esperando en otro lugar —dijo Julianna con toda la convicción de la que fue capaz.

Él volvió a sonreír pícaramente como si se hubiese dado cuenta de que estaba nerviosa y deseando espolear el caballo para salir al trote de esa situación.

— Amelia, por favor, sube.

Él ayudó a Amelia gentilmente, y ella puso la misma cara que una adolescente frente al mismo Apolo, como si el mismo dios de la luz en persona le hubiese tocado la mano, lo miró maravillada y casi sin aliento. Julianna hizo un gesto con la cabeza y azuzó suavemente el caballo mientras él se la quedaba mirando fijamente con esa bonita sonrisa y con esos penetrantes ojos verdes.

En cuanto giraron para tomar la calle que subía a Saint Joseph, Julianna empezó a recordar de nuevo la noche en que lo conoció, su cuerpo tendido en el suelo, cubierto de sangre, y el reflejo de la luna en sus ojos. De repente, notó su corazón latir con una fuerza inusual y su sangre correr por sus venas con una vitalidad nueva. «Vaya, es más guapo ahora, y esa sonrisa es devastadora», pensó mientras se sorprendía sonriendo tontamente. Por un segundo creyó haber puesto la misma cara de adolescente encandilada que Amelia y casi se avergonzó. «Basta, basta, Julianna. Recuerda quién eres, y… ¿Me ha tildado de belleza?, pero… ¡Ah, ya! ¡Boba! ¡Más que boba! Solo jugaba contigo. Seguro que lo dijo para burlarse de ti. ¡Vuelve a la realidad!». Julianna sacudió la cabeza y se obligó a concentrarse de nuevo en el camino. Agradeció que Amelia no dijese nada en todo el camino a Saint Joseph y que, de regreso a casa, solo comentara lo grande que estaban los niños desde la última vez que los vieron.

Ya por la noche intentó conciliar en el sueño, pero estaba nerviosa, ansiosa. No podía quitarse de la cabeza esos enormes y penetrantes ojos verdes.

—Tonta, baja de tu ensimismamiento, que eres invisible para un hombre como ese y, aunque no lo fueses, no tienes nada que ofrecerle a un caballero de tan buena cuna, posición y fortuna. Ni siquiera tienes el encanto y la belleza para compensar el resto de tus defectos, además, no sabrías qué hacer frente a un hombre como él, ni siquiera podrías decir dos frases coherentes —se reprendió en voz alta, incorporándose de la cama de golpe.

Abrió la ventana para que entrasen los olores del bosque y, sin apenas pensarlo, se puso la bata, se anudó el pelo con una cinta de color rojo y agarró una capa gruesa de lana roja con capucha. Mientras se la ponía, la abordó un pequeño dolor en el corazón. El último regalo que le había hecho su padre, una capa roja. Quería que llevase colores alegres y vivos.

«Debes ponerte este tipo de prendas para que se te vea bien, cariño. Eres demasiado bonita para esconderte de todos y de todo», le había dicho al entregársela. Aunque ella le sonrió con ternura y agradecimiento sinceros, sabía que no se sentiría cómoda con colores tan llamativos.

Sin embargo, desde su muerte, solía ponérsela en sus paseos por el bosque, así lo sentía algo más cerca de ella. Bajó las escaleras procurando no hacer ruido para no despertar a Amelia. Cogió una lámpara de aceite y salió por la puerta. Quería recordar la sensación de libertad, de aventura que sentía de niña al escaparse por su ventana de noche y comenzó a andar por el bosque en dirección a una zona que había descubierto que dejaría ver con claridad las estrellas. Caminó despacio, bajo la tenue luz que desprendía la lámpara y procurando inhalar cada uno de los intensos olores de su alrededor, a cedro, pino, algunas flores silvestres, al agua del riachuelo. Le calmaba el aire fresco de la noche y los olores de la naturaleza. Se oía a lo lejos un búho y lo que, estaba segura, sería el sonido de ciervos bebiendo en alguno de los pequeños arroyuelos que cruzaban el bosque. «Si alguien me viese aquí, en camisón, sola y a estas horas, pensaría que o soy una bruja, o una vieja loca», se sorprendió a sí misma riéndose de la situación, porque, si ya de niña su padre le decía que no era decoroso que se escapase de noche sola a corretear por los maizales, no quería ni imaginarse lo que le diría si la viese como una mujer hecha y derecha, andando sola por el bosque, en camisón y con una capa roja como si fuera Caperucita Roja en busca del lobo. «Ay, papá, lo siento, pero creo que tu hija no cambiará nunca», sonreía llegando al claro que estaba buscando.

Al llegar se detuvo, respiró para tomar una nueva bocanada de ese aire puro lleno de vida y libertad, dejó la lámpara en el suelo y extendió a su lado la capa para tenderse sobre ella. Comenzó a observar las estrellas y la increíble silueta que formaban las copas de los árboles mecidos por el viento, lamentando que se le diese tan mal el dibujo, porque sería una imagen digna de plasmarse. Por un momento se sorprendió sintiendo un repentino miedo. Se sentó bruscamente y miró a su alrededor, como si buscase, como si esperase encontrar a alguien. Parecía como si hubiese sentido la presencia de otra persona, acechándola. Agudizó el oído intentando escuchar algún ruido extraño como una rama rota o el chocar de guijarros, pero no escuchaba nada. Su respiración, que se había acelerado, fue volviendo poco a poco a su ritmo normal y, aunque tenía los ojos bien abiertos, no observó sombras o movimiento alguno a su alrededor, más allá del de las hojas moviéndose por el viento nocturno.

—Miedica —se dijo en voz alta—. ¿Quién va venir a estas horas al bosque además de una loca con capa roja?

Hizo un leve movimiento de cabeza como reprendiéndose a sí misma y convenciéndose de su tonto sobresalto y volvió a tumbarse boca arriba con los tobillos cruzados y con las manos apoyadas sobre su estómago.

—Ah, papá… esto te habría encantado. El cielo, el aire, la paz, aunque no creo que te gustase que tu Caperucita Roja anduviese sola por el bosque a merced de los lobos —se decía tontamente y se rio con cierta dulzura infantil.

Estuvo bastante rato observando ese increíble cielo, hasta que empezó a notar el frío nocturno, por lo que decidió regresar a casa. Además, le preocupaba que Amelia se despertase, viese que no estaba en casa y se asustase innecesariamente. Tomó su capa, la sacudió un poco para quitarle los restos de ramitas y hojas que pudiese tener y se la colocó, tomó la lámpara de aceite y caminó de regreso. Casi estaba llegando a su casita de cuento de hadas, como ya pensaba en ella casi inconscientemente, cuando, de nuevo, se sorprendió mirando en derredor. De veras, ¿se estaba volviendo loca o es que de repente era una cobardica que se asustaba de la oscuridad? Tenía, otra vez, esa sensación de que la observaban. Era algo que la incomodaba. Desde siempre, detestaba notar que alguien fijaba su mirada en ella, aunque fuese en la distancia y de manera somera. Siempre lo había achacado a su timidez, pero, con los años, le producía verdadera incomodidad e incluso vergüenza que otros la mirasen directamente. Y ahora tenía esa misma sensación de incomodidad. No vio a nadie, pero aceleró un poco el paso de manera casi instintiva y, cuando hubo llegado a la puerta de la casa, volvió a mirar a su espalda como si no estuviese convencida de que estaba sola. De nuevo no vio nada, suspiró y entró.

Durante todo el día Julianna se dedicó a hacer algunas pruebas de dulces de frutas y los últimos cálculos y estimaciones de todo lo que iba a necesitar para los dos encargos de la Fiesta de la Cosecha. Ella había previsto acercarse a la mansión solo para entregar los dulces a las dos señoras que se los habían encargado y marcharse rápidamente, si es que antes no las convencía para entregárselos en su casa el día anterior o incluso esa misma mañana. «Además», pensó, «¿cómo iba a atreverme a entrar en la mansión sin estar invitada? Es curioso, antes podría haber ido y nunca lo hice ni tuve deseos de hacerlo, y ahora que tendría que acudir aunque solo fuese por trabajo no podría entrar».

Se dio cuenta de que iba a necesitar un poco más de mantequilla y de harina, por lo que le dijo a Amelia que terminase sus tareas en la huerta mientras ella iba a buscar los ingredientes a la tienda. Antes, tanto la mantequilla como la harina, salían de los productos de la finca, pero como se había propuesto no pedir nunca nada a sus hermanos, se cuidaba de no tener que verlos. Tomó de nuevo la capa roja, aunque estuvo a punto de no hacerlo porque no se la había puesto más que estando en el bosque, lejos de las miradas de otros, y subió a la calesa.

Durante el camino meditó que probablemente se estaba convirtiendo en una solterona excéntrica, porque le gustaba esa existencia, tranquila, apacible. Podría vivir muy cómodamente el resto de su vida sin grandes lujos y quizás con una vida algo solitaria, pero tranquila y agradable, pensaba mientras entraba en el camino de bajada al pueblo. «Ay… pero sin hijos», se sorprendió a sí misma cuando cruzó esa idea por su cabeza y una punzada martilleó su corazón. Julianna era extremadamente tímida y solía evitar en la medida de lo posible las fiestas y los bailes, pero reconocía que le encantaba tener niños alrededor. Tenía buena mano con ellos y era muy paciente, sobre todo, con los más pequeños. Pero, claro, antes de tener hijos era necesario tener un marido a su lado para tenerlos, y para eso tendría primero que encontrarlo. «Uf, eso sí que requería de la ayuda de Dios o quizás de la brujería», sonrió ante su ocurrencia casi llegando al pueblo.

De nuevo, encontró los tres caballos atados frente a la tienda del señor Valens, y deseó y temió al mismo tiempo volver a encontrarse con el hijo del conde. Además, durante la noche anterior se enfadó consigo misma por no haber reprendido a ese «caballero» por casi sacarlas del camino. Se sintió como una cobarde al recordarlo. Intentó olvidarlo y centrarse en la tarea que tenía por delante, especialmente porque el hijo del conde tenía la extraña habilidad de ponerla más nerviosa aún que ninguna otra persona y de hacerla sentir como un cervatillo desprotegido ante un cazador. De nuevo sacudió la cabeza y miró el caballo y la puerta de la tienda del señor Burton. Esta vez, iba a dejar la calesa a la vuelta de la esquina para no tener que toparse con ninguno de ellos. Una vez dentro, le dio la lista de la compra al señor Burton, y mientras este preparaba el pedido se puso a mirar por el cristal de su escaparate en la dirección donde estaban los caballos, pero estos habían desaparecido. Aunque sintió cierto alivio al no tener que verle de nuevo, también se sintió extrañamente desilusionada. ¿Por qué le provocaba aquellas sensaciones tan contradictorias? ¿Desde cuándo centraba tan su atención en un hombre? Sobre todo teniendo en cuenta que solo lo había visto en pocas ocasiones siendo niña, cuando él paseaba por el pueblo con su hermano mayor y siempre rodeados de muchachas dispuestas a concederles cualquier deseo, sin contar la noche en que se cayó del caballo, claro. Tomó aire antes de volver a mirar al señor Burton y seguir con sus tareas.

Pocos minutos después, ya estaba en la calesa tomando la desviación que la llevaría al bosque, riéndose de sí misma por el comentario que le había hecho el señor Burton sobre su capa y lo bien que le sentaba. Lo cierto es que a ella siempre le resultó un hombre amable y generoso, de pequeña solía darle algún caramelo y siempre la miraba con cierta dulzura. Su padre lo consideraba un buen hombre que había trabajado mucho para conseguir aquella pequeña tienda de pueblo y que solo se lamentaba de no haber tenido hijas. A Julianna siempre le pareció curioso ese deseo, ya que, normalmente, los hombres preferían hijos varones, pero imaginaba que se debía a que los hijos del señor Burton se parecían mucho a sus hermanos, eran algo egoístas y aprovechados y supuso que a él le habría gustado contar con una hija que lo ayudase cuando fuese mayor y lo cuidase en su vejez. Julianna recordó, entonces, que, desde pequeña, le decía a su padre que cuando él fuera un venerable ancianito ella lo cuidaría y que jamás lo dejaría solo. Se imaginó entonces que al señor Burton le hubiese venido bien ese tipo de consuelo, sobre todo desde que sus dos hijos se marcharon del pueblo y parecían haberse olvidado de él y de su mujer. Y aunque a esta última Julianna no la tenía en alta consideración, por lo mucho que la criticaba de pequeña, sintió cierta compasión por unos padres que habían perdido ese cariño de sus hijos.

Al llegar a la entrada del bosque se sorprendió. Había un caballo apostado, sin su jinete, pero estaba bien atado al poste que indicaba el desvío. Ya cerca del mismo, se sobresaltó al ver que se trataba de uno de los tres elegantes caballos del día anterior y notó como se le aceleraba el corazón y un extraño escalofrío le recorría toda la espalda. Sin detenerse, pasó a su lado mirando de soslayo, pero no vio al jinete y no se atrevió a mirar hacia atrás, así que continúo unos minutos en dirección a casa pero con un ritmo algo más lento que de costumbre.

Sin saber cómo, de repente se encontró a su derecha al caballo con su jinete, trotando a su misma altura y ritmo. Julianna miró entonces al jinete y vio que este era el hijo del conde y que tenía esos increíbles ojos verdes fijos en ella. No consiguió pronunciar palabra alguna y notó como se había puesto totalmente colorada y como aumentaba el calor y ansiedad por todo su pecho.

—Buenos días —dijo él, mirándola directamente a los ojos.

Julianna procuró entonces fijar la vista en el camino para no salirse del mismo.

—Buenos días —consiguió responder, aunque sin mucho aplomo, casi fue más un susurro.

—Espero no haberla asustado, ¿señorita?

Julianna lo miró de refilón y contestó:

—Señorita McBeth. Y no, no me ha asustado, pero sí sorprendido. «Eso es, Julianna, intenta que no se te noten los nervios».

—¿Me recuerda? Soy el comandante Cliff de Worken, nos vimos ayer en el pueblo.

«¡Como si alguna mujer pudiese olvidarse de ti!», pensaba Julianna mientras notaba como su corazón latía con fuerza.

—Voy de regreso a casa de mi padre, el conde de Worken, y me ha parecido una buena idea tomar este camino ya que este bosque me recuerda mi infancia y las trastadas que mi hermano y yo solíamos hacer de chicos. He de reconocer que éramos unos pillastres que no dejábamos pasar ninguna oportunidad de hacer alguna travesura, y que incluso en alguna ocasión nos metimos en verdaderos apuros con nuestras pillerías.

Hablaba como si la conociese de toda la vida, con un tono dulce, pausado, con una cadencia casi hipnótica. Julianna permaneció en silencio. Parecía que quería que Julianna hiciese algún comentario en concreto, como si quisiese que ella le revelase alguna cosa. Tenía la extraña sensación de que pretendía que le dijese que ya se conocían, pero Julianna no quería que la recordase por aquella noche. La mortificaba que viese en ella a aquella niña desgarbada, empapada, con el camisón cubierto de sangre, el pelo revuelto y el terror en sus ojos.

—Por lo visto, usted y yo vamos en la misma dirección. ¿Se dirige a casa del conde, señorita?

Julianna sentía esa mirada sobre ella y su piel ardiendo.

—No, no… yo no voy tan lejos —respondió con menos seguridad aún que antes y sin apartar la vista del camino. Temía mirarlo a la cara y perder el control y se sintió mortificada por parecer tan boba.

—Umm… interesante. ¿Va a visitar a las ardillas, quizás?

El corazón de Julianna dio un vuelco. Supo al instante que era él quien la había visto paseando por el bosque y que, probablemente, la habría escuchado hablar sola. Sintió una vergüenza tremenda y, sin mirarlo y con cierto enojo, contestó:

—No, hoy no, quizás mañana. Hoy las dejaré tranquilas. Por el momento, solo regreso a casa.

«Vaya, no debería haber dicho esto, ahora seguro que me pregunta donde vivo».

Se rio con una carcajada melodiosa y divertida y Julianna tuvo el impulso de mirarlo porque estaba segura de que se le habría iluminado el rostro con esa sonrisa provocadora y tentadora.

—En ese caso, las pobres se sentirán desilusionadas, su Caperucita Roja hoy no quiere verlas…

Julianna casi paró en seco la calesa el escuchar aquel comentario, y lo que antes era nerviosismo se transformó de un plumazo en indignación y enfado.

—¿Disculpe? Me parece que se burla de mí. —Como no quería decirle que se había dado cuenta de que ahora estaba segura de que la había espiado en el bosque, continuó—. Si lo que pretende es burlarse de mi atuendo, he de decirle, señor… ¡comandante!, que me importan poco las críticas sobre mi aspecto, sobre todo si provienen de desconocidos. Además, sepa que esta capa es el presente de un ser muy querido y que me importa muy poco si me favorece o no. —Por un momento se sintió tremendamente avergonzada diciendo esto. ¿Pensaba que le quedaba tan mal la capa? ¿Tan horrible se veía con ella que le había convertido en un blanco tan fácil de chanza? Pero, sin saber cómo, continuó hablando casi sin tomar aliento—. Supongo que le resulta sorprendente que a una joven no le interesen demasiado los comentarios sobre su aspecto y que cree que, ahora, debería pasarme varios días rebuscando los vestidos y complementos que más me favorecieran para que caballeros como usted, se fijasen en mí o para intentar parecerles bonita… —«Vaya, ahora que me he envalentonado no puedo parar», pensó—. Pero siento desilusionarlo, no suelo buscar los halagos de los caballeros y menos aún su aprobación. Si no le importa, creo que debería seguir su camino y permitirme regresar a mi casa tranquila.

«Eso es, Julianna, todo el descaro que no has mostrado en toda tu vida lo sacas ahora de golpe», pensaba algo mortificada por el cariz que había tomado aquella conversación.

Él volvió a reírse y, sin dejar de trotar a su lado, señaló con un tono de voz dulce y seductor:

—Me ha malinterpretado, señorita McBeth. No he pretendido burlarme de usted, de hecho está usted bellísima con esa capa y, ahora, aún más con las mejillas sonrosadas y los ojos brillando como fuego por su enfado.

Los ojos de Julianna se abrieron de par en par y lo miraron directamente, sus miradas se cruzaron y, por un instante, sintió que le ardía cada centímetro de la piel. Paró la calesa y él su caballo, y bajando un poco la mirada comenzó a hablar.

—Señor… comandante, creo que si lo que busca para entretenerse es jugar a la seducción y al flirteo con alguna joven, debería dirigir sus atenciones en otra dirección. No tengo mucha experiencia en estas lides, de lo que estoy segura se ha dado cuenta casi de inmediato, pero, además, no me gustan este tipo de juegos, no los busco ni los deseo, así que, si no le importa, por favor, empieza usted a incomodarme.

Con un movimiento suave e inclinándose un poco en su montura, se agachó en dirección a Julianna y le contestó con un tono tan suave que a ella le pareció una caricia en la piel:

—Julianna, no podría jugar con usted ni aunque me lo propusiera. Creo que es demasiado buena para los juegos de seducción, de cualquier manera, créame cuando le digo que usted no necesita rebuscar vestidos ni complementos para ganarse el favor ni la atención de los caballeros, incluso vestida con un saco estaría usted bellísima. Esos ojos brillarían incluso en una noche oscura. —Mientras se colocaba derecho de nuevo en su montura e inclinaba la cabeza para despedirse no dejó de mirarla ni un segundo. Añadió, como si hubieren pasado muchos minutos y no meros segundos, con una sonrisa en los labios—: Buenos días, señorita McBeth, espero que nos veamos de nuevo… ¡Cuento con ello!

Julianna se quedó petrificada mirando como se marchaba. No podía creer lo que acababa de pasar. «¿Es que sabe que yo era esa niña?, no, no puede ser, ¿de veras me considera bonita?». Estaba atónita.

—Un momento, ¡yo no le he dicho mi nombre! —exclamó.

«Sí, sí, estaba jugando conmigo y yo he caído como una boba, pero ¿que pretendía? Dudo que lo que quiera es seducirme».

Seguía sentada en medio del camino y sin mover la calesa cuando una ráfaga de viento movió un poco su cabello e hizo que se diese cuenta de dónde estaba. Azuzó al caballo y miró a su alrededor, deseando que nadie la hubiese visto.