Capítulo 11

 

La tarde en la mansión de la señora viuda de Brindfet transcurrió tranquila. Julianna leyendo y preparando algunos dulces con nuevos ingredientes para poder jugar un poco con el almirante, lo cual fue objeto de reproches por parte de su tía, ya que consideraba que empezaba a malcriarlo y, según ella, «a un hombre hecho y derecho se le debe dar un poco de azúcar y mucha sal». Ella se rio con la forma de hablar de su tía, pero tanto la cocinera como la doncella de tía Blanche se ruborizaron y rieron más que Julianna porque, a diferencia de esta, entendieron que las palabras de tía Blanche llevaban una clara connotación de picardía e intimidad que su sobrina aún no conocía respecto a los hombres. Amelia recibió las clases que, por el paseo a caballo de la mañana, postergaron hasta la tarde, lo que tanto la tía Blanche como Julianna comprendieron pronto que no había sido buena idea, ya que el señor Cornish no paraba de reñir a Amelia por cualquier cosa. Estaba claro era un hombre de costumbres y horarios fijos, y alterarle cualquiera de ellos provocaba que saliese su mal genio con facilidad.

Con lo que, desde luego, disfrutó en extremo la tía Blanche fue con la narración del inocente intercambio de miradas y de frases casi pueriles entre Eugene y Jonas. Bueno, en realidad con la reacción de Max, la forma en que Julianna le contó las miradas airadas y los resoplidos que les lanzaba a los dos, o las veladas insinuaciones que le soltaba a Jonas sobre su nueva colección de pistolas. A Julianna, si verlo le resultó francamente cómico, contarlo rememorando las caras de los tres y después escuchar los irónicos comentarios de la tía Blanche le resultó del todo hilarante, hasta el punto de tener que salir al jardín por las carcajadas que ambas soltaban y ser objeto de más reproches del señor Cornish, que tuvieron el efecto contrario al deseado por este, ya que no hizo sino provocar más risas y miradas cómplices entre tía y sobrina.

Cliff llegó tarde a Stormhall, casi estaba amaneciendo. Apenas podía respirar cuando salió del teatro: la imagen de Julianna vestida con un elegante vestido de noche le inundaba la mente obnubilando cualquier pensamiento racional. Julianna brillaba con luz propia y a Cliff se le cortó la respiración. Cada poro de su cuerpo recordó el beso en el bosque, cuando la tenía entre sus brazos, suave, cálida, ardiente, inocente. Sintió, de nuevo, con absoluta nitidez y casi realidad, su aroma, su calor, la textura de sus labios. Se sintió estallar de placer cuando, desde lejos, escuchó su voz y una risa que casi lo parte en dos. Era ella, algo había cambiado, pero seguía siendo la misma, sus ojos, sus gestos… Aún le resultaba increíble haber sido capaz de no agarrarla del brazo y sacarla de allí lejos de las miradas de otros hombres. Sintió unos celos posesivos casi abrumadores cuando se fijó en la mirada que otros caballeros le lanzaban desde la distancia. ¿Cómo se atrevían? Ninguno era digno de ella. Él no era digno de ella. Tuvo que hacer acopio de todo su autocontrol para no sujetarla y llevarla a un rincón oscuro y acariciar esa tersa, suave, cálida y deseable piel, para no arrastrarla lejos de todo y de todos y lentamente ir quitando cada una de las capas de tela que lo separaban de ella. Le ardía la piel, su sangre corría dotándolo de una vida que desconocía, de una necesidad enfebrecida, de un deseo descontrolado por tocarla, por tenerla, por hacerla suya que iba más allá de la mera lujuria o del desenfreno sexual. Él quería todo de ella, su cuerpo, su corazón, su alma. Y quería ser suyo por completo, llenarla de él, de su cuerpo, de su deseo, de su calor. Conseguir ser uno y lograr un placer desconocido para ambos.

Aún sentía esa oleada de deseo, de calor, de anhelo infinito, cuando a la puerta del teatro despidió al cochero para caminar. Necesitaba despejar su mente y relajar su cuerpo. Había algo en ella que solo él reconocía, que solo él veía. Sabía con solo mirarla lo que pensaba. Sabía por sus gestos, por el modo de inclinar la cabeza, de tensar su cuello, de bajar inconsciente la mirada, qué era lo que pensaba. Lo excitó saber que solo él la lograría satisfacer, saciar, porque solo él la conocía. Era su Julianna, no importaba que la encerrasen en una jaula de oro, que la envolviesen en seda, él veía más allá, seguía siendo esa mujer inocente, tierna, reservada, callada, llena de dulzura y candor, pero con una pasión que solo él había desatado. Aquel beso inmenso, inconmensurable en el bosque, le había demostrado que era sensual, apasionada, pura fuerza que solo estaba esperando ser descubierta, y él era su descubridor. Londres no era su hábitat natural y tarde o temprano se rebelaría a ese entorno. El conocía demasiado bien esa opresión en el pecho, en el corazón, esa opresión que lo impulsaba a buscar la libertad, romper con las reglas impuestas a su alrededor y, a diferencia de otros, él no solo le permitiría esa búsqueda, sino que la impulsaría a ello y la acompañaría. Se imaginó a sí mismo con Julianna viajando a través del mar abierto o recorriendo campos y bosques en la oscuridad, alejándose juntos en busca de lo desconocido. Le enseñaría el mundo, le pondría ese mundo a sus pies si se lo pidiese, y tenía que pedírselo. Cliff conseguiría que Julianna le pidiese sacarla de allí y llevársela lejos, pero con él. Se casaría con ella y pasaría el resto de su vida llenándose con ella, llenándola a ella de él. Crearían su propio mundo para ellos. La protegería de todos, él se aseguraría de que solo en sus brazos se sintiese feliz, segura, complacida y satisfecha. Sabía que jamás se sentiría completo si no era con ella. Nadie podría satisfacer esos deseos, ese anhelo que sentía y necesitaba completar.

Se lo había propuesto. La necesitaba, la deseaba, la quería, la amaba. Iría paso a paso, despacio, conseguiría que fuera ella la que le permitiese entrar, porque, una vez dentro, no saldría, sería suya para siempre. Tenía que ganársela de nuevo, haría que lo perdonara, que olvidase los errores cometidos, conseguiría que se casase con él.

El día siguiente se presentaba complicado para las mujeres McBeth, o así lo estimó tía Blanche cuando, a primera hora de la mañana, recibió la misiva del conde de Worken tal y como le había indicado el almirante durante el entreacto en el teatro. La familia del conde, junto con el almirante y Max, acudirían por la tarde para reunirse con ella. Sin embargo, tía Blanche, tras sopesar sus opciones durante toda la noche, estimó que, tras prometer a Julianna que la protegería y que, además, ella podría decidir sobre su futuro desde el mismo momento en que empezó a vivir con ella, decidió alterar un poco los planes hablados con el almirante. Le pidió a Julianna que no acompañase a Amelia y a Eugene a pasear, alegando en el último momento una jaqueca. Luego le indicó que debería permanecer sentada sin hacer ruido, esperando y escuchando en la pequeña salita adyacente al invernadero, donde ella iba a recibir unas visitas. No le daría más detalles, pidiéndole simplemente que confiase en ella y que obedeciese sus indicaciones al pie de la letra. Conocía ya bastante bien a su sobrina y sabía que confiaría en ella ciegamente y le obedecería.

A la hora señalada, el conde junto a sus hijos y el almirante y Max se encontraban en el vestíbulo de la mansión de la viuda de Brindfet . A continuación, fueron conducidos al invernadero del sur, donde les esperaba la señora de la casa, por Furnish, el mayordomo principal, al que tanto Max como el almirante trataron con absoluta confianza, con la familiaridad que daba frecuentar esa casa con asiduidad y una cercana amistad.

El conde lanzó una clara señal a sus hijos, sabiendo que todo lo que los rodeaba iba más allá de una simple buena posición económica. Cada detalle, cada obra de arte, el servicio, todo en la mansión denotaba una gran fortuna detrás, pero, además, un excelente gusto y una elegancia evidente. Desde luego, ni Max ni el almirante exageraron al advertir que la tía de Julianna era una de las grandes fortunas del reino.

Al entrar, los esperaba, junto a uno de los grandes ventanales que daba a un bonito y cuidado jardín, una elegante señora de expresión serena pero firme. Cliff sintió una inmensa oleada de familiaridad hacia ella y, conforme se acercaron a ella, comprendió la razón. Sin duda era la tía de Julianna, tenía la misma forma de la cara, la misma expresión y, sobre todo, los mismos ojos, algo más oscuros, algo más vividos y desde luego con los claros signos de la edad y de la experiencia marcados en su contorno, pero con el mismo tono y el mismo brillo y reflejo que los de ella.

—Almirante, Max, me alegra veros de nuevo en casa. —Hizo un gesto con la cabeza.

—Blanche, querida, gracias por recibirnos. Por favor, permíteme presentarte al conde de Worken y a sus hijos, lord Ethan y lord Cliff de Worken —contestó, haciendo una perfecta reverencia al igual que su hijo, reproducida casi al mismo tiempo por los tres caballeros.

—Señoría, milord, milord. Es un placer recibirles en mi casa. Por favor, pasen y acomódense.

—Señora Brindfet, permítame, en mi nombre y en el de mis hijos, agradecer su hospitalidad y la deferencia de aceptar esta improvisada reunión.

—Por favor, tomen asiento. —Indicó a los señores los cómodos sillones que había frente al ventanal y ordenó a Furnish que sirviese un refrigerio para todos.

Una vez se hubieron sentado y Furnish cedió el paso a las doncellas con bandejas con distintos licores para los caballeros y platos de frutas, bocados de miel y frutos secos, se acomodaron todos en sus respectivos asientos. Era evidente la tensión y el estudio descarado que tía Blanche hizo de todos ellos con la mirada, con especial cuidado en Cliff, que parecía también dedicado a observar con detenimiento a la señora situada frente a él.

Si el conde y sus hijos tenían un porte y una presencia que, sin duda, podrían llegar a intimidar a cualquiera o reducir al más duro rival a un simple cachorrito, no lo era menos la inquisitiva mirada de la tía Blanche, que pasó directamente a marcar el hilo de la conversación

—Mi querido amigo —señaló con la vista a almirante— tuvo anoche la deferencia de informarme sobre el objeto de esta inesperada… «reunión», creo que la ha denominado su señoría, por lo que estimo innecesario andarnos con rodeos o formalidades banales y superfluas.

Todos los hombres de la familia de Worken echaron un poco los hombros atrás en señal de tensión. Estaba claro que ninguno esperaba tal franqueza nada más llegar. Sin embargo, eso pareció aliviar al conde y, especialmente, a Cliff, quienes habían estado sopesando durante todo el trayecto el mejor modo de encarar la cuestión sin ofender a la anfitriona, pero parecía que esta estaba dispuesta a allanarles un poco el camino. Este gesto agradó sobremanera a todos los caballeros, que parecieron apreciar verse liberados de esa carga a pesar del sobresalto inicial.

El conde vio en aquella mujer un admirable ejemplo de temible adversario y digno oponente, así como de dignidad y coraje, y tomó directamente la palabra.

—Señora Brindfet, no puedo menos que empezar disculpándome en nombre de toda la familia De Worken por el comportamiento y las acciones del pasado en relación a su sobrina, la señorita McBeth, y asumir la responsabilidad y el pesar que las consecuencias derivadas de las mismas le ocasionaron. Acepte nuestras más sinceras y humildes disculpas.

La tía Blanche guardó silencio, mirando firmemente el semblante del conde, lo que sin duda los desconcertó a él y a sus hijos. Al ver la falta de respuesta de la mujer prosiguió:

—Realmente no existe modo alguno de enmendar los errores cometidos, de eso estamos convencidos, pero…

En ese momento Cliff interrumpió a su padre:

—Discúlpeme, padre. Señora Brindfet, lo que el conde intenta expresar es que, desde que su sobrina me salvó la vida hace muchos años, mi familia y yo nos hemos sentido en deuda con ella, si bien es cierto que tanto ella, recientemente, como su padre en el pasado, nos expresaron que no consideraban la existencia de deuda alguna y que no querían muestras de gratitud por nuestra parte, lo que no cabe duda es una muestra del extraordinario carácter y generosidad de ambos. Nosotros, sin embargo, considerábamos nuestro deber mostrar de algún modo nuestro agradecimiento. —Tras unos segundos continuó—. He de reconocer que la mayor parte de los errores y malentendidos acaecidos hasta este momento solo han de ser atribuidos a mi propia persona y a mi mal juicio en cuanto a la valoración del alcance de mis actos y, por ende, también de los de mi familia. No quiero con ello disculpar nuestro comportamiento, en especial el mío, del que me hago plenamente cargo, y ni siquiera me atrevería a solicitar su perdón o el de su sobrina. Sin embargo, sí espero me permita enmendar ese proceder o, por lo menos, compensar los desagravios ocasionados.

La tía Blanche observaba a Cliff con gesto de preocupación y empezó a sentir cierta aprehensión hacía él. Intuía que él era realmente el problema al que Julianna iba a tener que enfrentarse, y no sabía realmente si iba a ser capaz de ello, porque a todas luces ese guapísimo caballero de deslumbrante armadura era un lobo vestido de cordero, un seductor en toda regla capaz de conseguir lo que se propusiere. Y, sin embargo, en el fondo había algo de él que le gustaba, que la ponía en guardia pero no la alarmaba…

—No sé si les estoy entendiendo. De momento, parecen solo querer pedir disculpas y, sin embargo, acaba de decir que ni siquiera se atrevería a solicitar nuestro perdón… ¿Realmente a dónde quieren ir a parar?

La voz de tía Blanche se tornaba más grave y, sin proponérselo, empezaba a fruncir el ceño con un gesto más de preocupación que de enfado.

—Ni mi familia ni yo queremos perjudicar a su sobrina, más bien lo contrario. No queremos hacer nada que ella no… Bueno… Ese fue quizás nuestro mayor error en el pasado, haber tomado decisiones sin contar con ella, actuar a sus espaldas y no volveremos a cometer esa falta.

Esta vez fue su padre el que continuó:

—Nos han informado que piensa presentar en sociedad a la señorita Macbeth esta temporada, y pensamos, si nos lo permiten, mostrarle nuestro apoyo…

En ese momento, la tía de Julianna, con un gesto elegante, pero firme, lo paró en seco, lo que provocó que los ojos del conde se abrieran de par en par.

La tía se tomó un segundo para respirar hondo y, con el gesto serio, señaló:

—Realmente no los había entendido. Claro que no, que no cometerán los mismos errores. Señores míos, ¿y qué creen que están haciendo ahora mismo?

Cliff levantó las cejas. La expresión de los ojos de su tía era la misma que tenía Julianna la última vez que la vio, no estaba la ira ni el miedo ni el odio que sí vio en los de Julianna, pero si desaprobación, decepción, desagrado… Empezó a temer lo peor.

La tía Blanche continuó ante la cara de asombro de todos, que no parecían capaces de decir nada:

—Ayudar a Julianna en su presentación en sociedad… No cometer los mismos errores… Tomar decisiones… Permítanme ser todo lo franca que mi malestar puede permitirme en este momento. Desde el mismo momento en que solicitaron esta reunión, proponiendo que se produjera con total desconocimiento de Julianna, han caído, todos ustedes, irremediablemente en el mismo error. Decidir sobre la vida de Julianna sin Julianna, sin preguntarle, sin saber qué es lo que ella quiere o no quiere. Lamento informarles que, para su desgracia, eso es algo que no voy a tolerar y menos aún permitir.

Su voz fue cobrando cada vez más energía y su enfado incrementándose al pensar que esos caballeros estaban allí decidiendo sobre la vida de Julianna como si ella fuese un mero peón…

—Pero… —La voz de Cliff tenía cierto grado suplicante y otro tanto de enfado, como si acabaran de darle un puñetazo.

—Milord, por favor… Al margen del peligro al que expusieron a Julianna, de la situación comprometida en que la colocaron, lo que es grave en extremo, lo que dolió a mi sobrina, lo que más la hirió profundamente y, por ello, a mí también, fue su manipulación, los engaños, los juegos a los que se vio sometida sin quererlo ni desearlo. No entraré a valorar sus razones. Por lo que he alcanzado a comprender gracias a nuestro común amigo —señaló levemente al almirante—, son unas personas honorables y dignas de defensa, ajenas a toda tacha. Sin embargo, el hecho cierto e irrefutable es que mintieron, engañaron y abusaron de la confianza de Julianna, y ni mi sobrina ni yo vamos a permitir manipulaciones, cualquiera sea la bienintencionada razón o la bienintencionada mano que haya detrás de cualquier acción… Quiero, por último, dejar un punto muy claro, cualquier decisión sobre el futuro de Julianna será tomada por Julianna, y yo la apoyaré. No permitiré interferencias de ninguna persona, por muy buenas razones o intenciones que esa persona crea tener.

A Cliff no se le escapó el detalle de que, en la mayor parte de las ocasiones, parecía dirigir su mirada directamente a él.

—Y respecto a la presentación de Julianna en sociedad, creo que están ustedes extralimitándose y, además, malinterpretando mis intenciones. Si quiero que Julianna conozca este aspecto de la sociedad no es porque desee buscarle pretendientes o porque estime que necesita lograr un estatus determinado, de modo que dudo que necesite «apoyos». Mi intención es otra muy distinta, simplemente quiero que conozca todas sus opciones antes de decidir sobre ese futuro, quiero que conozca la parte de nuestra sociedad que aún no conoce para poder decidir en consecuencia.

Fue entonces el almirante, al ver el rumbo que tomaba la conversación, intentando llegar a un punto neutro, quien intervino:

—En algo no puedo sino estar de acuerdo con la señora Brindfet, y es que es la propia Julianna quien ha de decidir cualquier asunto que le pueda afectar, y considero mi responsabilidad y mi honor, por el cariño que le profeso a ella y a su familia, velar porque así sea. De modo que, a mi entender, priman sus deseos sobre los de cualquiera de los presentes. Por lo que… —Hizo un ademán intentando abarcar a todos los que se encontraban allí—. ¿Alguno de los presentes se ha molestado siquiera en preguntarle cuáles son esos deseos? ¿En preguntar qué es lo que quiere, lo que de verdad quiere?

En ese momento se abrieron las puertas correderas que accedían a la salita en la que se encontraba Julianna, que apareció en el centro del umbral con la cara seria, dirigiendo la vista de manera instintiva a Cliff. Todos se giraron y, al verla, se pusieron de pie.

A Cliff se le paró el corazón, la tenía a menos de tres metros, con el sol que entraba por esos enormes ventanales iluminando su rostro, destacando esos enormes reflejos casi dorados en los mechones de pelo que caían sueltos por su cuello, por ese sedoso cuello de líneas claras… Tenía el rostro serio y, de repente, fijó sus ojos en él, solo en él. «Dios mío», jadeó en su interior al darle un vuelco el corazón.

—Jul… —Cliff estuvo a punto de dirigirse a ella, pero enseguida se paró en seco y, al igual que el resto, hizo una leve reverencia, comprendiendo que debía moderarse, debía controlarse.

Con la voz algo temblorosa, se limitó a decir, tras hacer una leve inclinación:

—Señoría, milord, milord, almirante, Max… Disculpen la intromisión. —Se acercó lentamente a su tía Blanche, le dio un beso en la mejilla y le dijo—: Tía Blanche, por favor, cuando puedas me gustaría hablar contigo a solas… Te esperaré cuando termines en el jardín.

A continuación se acercó a almirante, le dio un beso en la mejilla y le sonrió levemente, aguantando las lágrimas que, en breve, sabía iban a aparecer por su mejilla, y le dijo con la voz queda:

—Gracias.

Él le apretó suavemente la mano.

Después Julianna se giró hacia Max y le dio otro beso en la mejilla. Esto último lo hizo por la extraña razón de causar daño a Cliff de Worken, y no sabía por qué, pero algo dentro de ella le decía que de ese modo lo conseguiría… Por último, se volvió a girar, poniéndose de cara a los demás y, haciendo de nuevo una reverencia, agregó:

—Señoría, milord, milord, si me disculpan.

Y sin esperar respuesta ni ver las inclinaciones de cortesía de los caballeros, salió por la puerta de acceso a los jardines que le abrió un lacayo… Antes incluso de llegar al jardín ya tenía los ojos empañados por las lágrimas.

Tía Blanche no esperó a que ninguno dijese nada y soltó:

—Almirante, podría atender usted a nuestros invitados. Y usted —miró directamente a Cliff— y yo, creo que deberíamos tener una pequeña charla en privado. ¿Por qué no me espera en la biblioteca unos minutos? Max puede acompañarlo y servirle una copa de coñac, o dos… Las va a necesitar…

Max soltó una risa baja mientras miraba a Cliff.

—Si me disculpan, creo que mi sobrina me necesita más que cualquiera de ustedes. —Hizo un gesto y se marchó tras Julianna, y los caballeros se inclinaron mientras tanto.

Una vez cerrada la puerta el conde espetó:

—Una mujer de carácter, no hay duda.

El almirante y Max se rieron y este dijo, conteniendo una carcajada:

—Bueno, no ha ido tan mal. En realidad, lo que esperábamos es que Cliff tuviese cierta oportunidad y en fin… Yo que tú sacaría todo tu encanto, seducción, caballerosidad y persuasión tan celebrados, porque los vas a necesitar… Vamos, te acompaño a la biblioteca. Señoría, Padre, Ethan. —Hizo un gesto con la cabeza y guio a Cliff.

Tras unos breves minutos, el almirante, el conde y Ethan se marcharon, mientras que Cliff y Max aguardaron en la biblioteca. Cuando lo tuvo frente a sí, y mientras Max servía en dos copas un poco de coñac, Cliff sentía los celos recorrerle el cuerpo desde la punta de los pies hasta la cabeza recordando el beso en la mejilla. Era totalmente inocente, pero solo pensaba que ella se había acercado a él, sin pedirlo, sin reticencias, había familiaridad entre ellos, había…

—¿Se puede saber desde cuando existe tanta familiaridad? —dijo con voz ronca.

Max ni siquiera necesitó más aclaración, le vio la cara mientras Julianna lo besaba la mejilla, así que sabía que iba a decirle algo.

—Deberías agradecerlo. Creo que eso confirma que está enamorada de ti… Es más que evidente que lo ha hecho para molestarte, y veo que lo ha logrado con suma facilidad.

Mientras Max se reía Cliff entrecerraba los ojos observándolo. Finalmente, tomó la copa que le ofrecía y suspiró.

—Voy a darte un consejo —continuó Max—. Estamos demasiado acostumbrados a los juegos de seducción, a los dobles sentidos, a engatusar a las damas para conseguir postrarlas a nuestros deseos. Con Blanche no lo intentes. Sé tan encantador como quieras y puedas, pero no pretendas engatusarla, te verá venir antes de que te des cuenta.

—¿Me aconsejas que sea sincero? No creo que, ahora mismo, muestre demasiado entusiasmo ante la idea de ver a su sobrina casada conmigo, salvo que la propia Julianna se lo pida, y aun así…

Se quedó con los ojos fijos en la copa y en silencio y, después de unos instantes, preguntó:

—¿De verdad crees que está enamorada de mí o es lo que quiero ver? Empiezo a pensar que veo solo lo que quiero por pura desesperación… —Su voz sonaba ahogada, dudosa.

—Cliff, pienso que Julianna no ha hablado con su tía de lo que siente por ti porque ni siquiera creo que sea consciente de ello, pero, supongo, Blanche ha visto lo mismo que yo durante estas semanas. Tendrás que ganártela de nuevo, porque de lo que sí estoy seguro es que desconfía de ti, y esa es una barrera que habrás de derribar tu solito. —Sonriendo de nuevo a su amigo, añadió—: Es irónico. La única mujer que quieres es la única que te lo va a poner difícil y la única por la que vas a tener que luchar… —Ensanchaba su sonrisa sin dejar de mirarlo—. ¿Será un castigo después de tantos años como calavera?

Cliff lo miró y contestó:

—Pues si es así, ya puedes prepararte, porque tú, amigo, eres igual o peor que yo.

 

 

En el jardín, tía Blanche encontró a Julianna sentada en el banco de mármol colocado a la sombra de un enorme naranjo. Parecía confundida, no enfadada ni triste.

—Julianna, querida, ¿estás bien? —preguntó mientras se sentaba.

Julianna se giró para poder mirar a su tía, para intentar obligarse a hablar a pesar de la opresión que sentía en el pecho, del poco aire que parecía llegar a sus pulmones. Secándose las lágrimas que seguían corriendo por sus mejillas y con la voz ahogada le contestó:

—Estoy bien tía, es solo que…

—Estás enfadada, molesta… No quería ocultarte… Creí que debías saber lo que pasaba. ¿Pequeña?

Julianna se inclinó, apoyando la cabeza en su regazo sin parar de llorar, y la tía Blanche le acarició tiernamente la cabeza intentando darle tiempo, no forzarla a hablar

—Tía, no estoy enfadada, bueno… sí… Pero no contigo. No estoy enfadada contigo, ¿cómo podría? Tampoco con el almirante, ni con Max, los quiero mucho a los dos y sé que ellos también a nosotras. Creo incluso que tampoco con el conde y su hijo. Supongo que hace mucho que dejé de estar enfadada con ellos, que los perdoné… Obraron mal, pero no creo que su intención fuera causarme daño ni jugar conmigo. Me molesta lo que hicieron, desde luego, y dudo que los pudiese perdonar que hicieran algo remotamente parecido en el futuro, pero ya no les guardo rencor. Es solo que…

—¿Qué, niña?, ¿qué es lo que te altera?

—Es, es… No lo sé, tía. Me molesta… Me molesta… ¡Él!

—Supongo que te refieres al comandante de Worken.

Julianna asintió con la cabeza, un poco avergonzada.

—No sé por qué, solo sé que me molesta. —Se incorporó para ponerse de nuevo mirando a su tía y, con los ojos algo entrecerrados y casi sin atreverse a mirarla fijamente, continuó—. Tía… no se enfade, pero… hay una cosa que no le conté y que… Verá… El comandante me… me besó.

Julianna levantó la vista un poco para mirar a su tía, que parecía tranquila. Tras unos segundos en silencio, la tía preguntó con voz suave y calmada:

—Supongo, entonces, que la pregunta es, ¿qué es lo que sientes por él? Si me haces saber que te besó es porque ese beso algo significó, además, no estarías enfadada con él… molesta, si lo prefieres, si no sintieses algo…

Julianna se secó de nuevo los ojos y la miró fijamente, intentando rebuscar en su mente y en su corazón qué era lo que realmente sentía, pero era demasiado, demasiadas imágenes, recuerdos, sensaciones y sentimientos agolpados formando un caótico estruendo dentro de ella.

—No… no… no lo sé. Me he enfadado en cuanto he escuchado su voz, pero también estaba deseando oírlo, verlo… No entiendo cómo él… Por qué actuó así. A veces recuerdo los pocos momentos que pasé con él con cariño y con un sentimiento que parece inundarme por completo, pero, otras, me dan ganas de tirarle algo a la cabeza. Hay días en los que tengo una especie de nudo en el pecho que parece disiparse cuando me viene a la cabeza su imagen o su sonrisa, y otras, es lo contrario, estoy tranquila o durmiendo y siento que me falta el aire, que me falta algo cuando lo recuerdo. No sé si estoy simplemente deslumbrada, loca, o…

—¿Enamorada?

Julianna se quedó mirándola con los ojos muy abiertos. El corazón le dio un vuelco en cuanto lo escuchó de labios de su tía, se lo había preguntado muchas veces en los meses pasados, pero…

—¿Es posible? Apenas lo he visto y sé que no parece posible que alguien como él… Ni siquiera sé si es como creo o es que veo solo lo que quiero ver. No sé si estoy tan embobada que… Apenas he cruzado tres palabras con él. —Hizo una pausa y, tras unos segundos e inclinando la cabeza, reconoció casi vencida—: Me falta el aire cuando lo tengo cerca, pero sé que si se aleja será peor. Creo que necesito tenerlo cerca, pero solo de pensarlo me enfado, me molesto con él y conmigo misma por… por…

—¿Necesitarlo? ¿Por depender de otra persona? ¿Por saber que tu felicidad y la de él dependen de dos personas, no de una? ¿Por querer besarlo, abrazarlo y al mismo tiempo gritarle y abofetearlo? —interrumpió su tía enarcando la ceja.

Julianna la miraba intentando sopesar sus propios sentimientos, la rabia, el dolor… Pero también el calor, el aturdimiento, la sensación de que el mundo a su alrededor desaparecía cuando lo tenía cerca y, lo peor, la opresión en el pecho cada vez que pensaba que no lo vería más.

—Querida, cuando me casé con Ronald, lo quería, de eso estaba segura, pero no fue hasta un poco después de casarnos que me di cuenta de que lo que sentía realmente por él con absoluta claridad. Era mucho más que el cariño que creía tenerle al principio. Sé lo que sientes, lo que te da miedo, en tu caso, además, por qué estás tan enfadada. No quieres que te haga daño, temes que te mienta, que te engañe, que te traicione de cualquier manera. No puedo decirte qué hacer, no, ni siquiera voy a decirte lo que pienso todavía, porque hasta que tú no descubras lo que sientes y lo que deseas de verdad de ese caballero, no deberías escuchar a nadie. Debes escucharte a ti misma y a tu corazón y, después, decirnos a todos lo que quieres. Lo que sí te aconsejo es que te asegures de poder entregar tu confianza sin dudas, sin recelos, sin límites, porque, si estás segura de eso, estarás segura de que le puedes entregar tu corazón, tu vida y tu futuro sin reservas. Si confías en él, te sentirás segura, a salvo, podrás quererlo y dejarte querer sin temor ni recelos. Pero has de estar segura de que puedes confiar en él y de que él puede confiar en ti por encima de todo y de todos.

Le posó una mano en la mejilla y, tras unos instantes, añadió:

—Sea lo que sea lo que quieras, lo que desees o lo que decidas, Amelia y yo estaremos a tu lado, eso lo sabes ¿verdad?

Julianna asintió, dejando caer un poco la cabeza en la mano de su tía, era un calor tan familiar, tan cariñoso…

—Voy a hablar con él a solas…

Julianna se tensó de golpe.

—¿Hablar con él? ¿Para qué? ¿Por qué? Tía…

—Tranquila. ¿Confías en mí?

Julianna la miró un segundo desconcertada, pero asintió.

—Bien. Quiero ver de qué pasta está hecho y veremos qué es lo que quiere porque… —Enarcó una ceja y puso la mirada pícara de alguien que lleva mucho vivido en las espaldas—. No creeremos que ha venido solo a ofrecer el apoyo de los de Worken para tu presentación en sociedad ni a pedir disculpas, ¿verdad? ¿O sí?

La tía Blanche era la astuta zorra que aparentaba, pero, además, era de la clase de personas que daba una oportunidad a los demás, y parecía que era eso lo que iba a darle a Cliff, una oportunidad. Una oportunidad para que le dijese que era lo que quería realmente y decidir si era merecedor de ello.

Julianna se quedó en el banco del jardín viéndola entrar de nuevo en la casa, meditando sobre lo que acababan de hablar pero, sobre todo, con la idea de que iba a hablar con Cliff y, de repente, se dio cuenta de lo mucho que deseaba hablar con él… Toda esa intensa lluvia de sensaciones se agolpó de nuevo en su cabeza y en su corazón, pero, especialmente, todas las sensaciones físicas. Su cuerpo reaccionaba automáticamente con su nombre, su imagen, con saberlo tan cerca, en esa misma casa. Recordaba como si fuese ayer el abrazo en el bosque, su olor, su piel, el pulso descontrolado al mirar esos profundos ojos verdes, el estremecimiento de su piel cuando la rozaba con sus manos, su aliento en su cuello haciendo que lo deseara sin pudor…

 

 

Antes de que entrase tía Blanche en la biblioteca, Max le volvió a ofrecer a Cliff su ayuda. Sentía que debía hacerlo por su amistad, aunque, en cierto modo, implicase renunciar a toda posibilidad con Julianna, lo que le provocaba un leve sentimiento de rabia y celos, pero también una ligera tristeza. Le daría una oportunidad a su amigo, pero si Cliff no conseguía a Julianna, él si lo haría, podría hacerlo.

Cliff lo miraba con un sentimiento de profundo agradecimiento, pero también de culpa. Si no hubiese encontrado a Julianna, era posible que Max y ella hubiesen acabado juntos, y él era un hombre honesto, bueno y con la capacidad de dar a Julianna una vida segura y feliz. Un río de celos y de dolor imaginándose a Julianna en brazos de Max le recorría el cuerpo:

—Max, ¿estás seguro de que? En fin, después de reconocer lo que sientes por ella o lo que podrías sentir, no creo que sea justo que me ayudes. No quiero que… Eres como un hermano para mí y me dolería causarte algún daño. Lo sabes, ¿no es cierto?

Max lo miró y asintió mientras decía:

—Lo sé, pero puedo renunciar a ella por ti, amigo, si te quiere tanto como creo. Eso es lo mejor para los tres y, además, a pesar de como eres, mejor dicho, de como has sido en el pasado, creo que algo en ti ha cambiado, y por primera vez no solo deseas ese cambio sino que sabes que lo necesitas.

Cliff lo miraba comprendiendo que Max parecía ver en él lo mismo que Ethan, el deseo por primera vez en su vida, la necesidad de otra persona, la necesidad de formar parte de algo, de formar un hogar, siendo Julianna ese hogar. Solo pudo decirle «gracias».

Max le hizo partícipe de una idea que se le había ocurrido.

—Mañana por la mañana empezaré a dar clases de equitación a Amelia y hemos convencido a Blanche que deje que las clases las demos en las instalaciones de la Academia de Caballería. Eso te daría la oportunidad de pasar tiempo con Julianna, ya que irá a montar con nosotros. Y no te preocupes, le diré a Eugene que os deje solos y no le diremos nada a Julianna, así que más te vale asegurarte de que no sale cabalgando en dirección contraria en cuanto te vea. Tendrás dos horas como mucho… Si Blanche se entera soy hombre muerto.

En ese momento se abrió la puerta de la biblioteca.

—¿Hombre muerto? ¿Por qué, querido? ¿A qué marido tienes pisándote los talones por coquetear con su joven y bonita esposa, truhan?

La tía sonrió a Max y mientras él y Cliff hacían una reverencia se adentró en la sala para quedar a la altura de los dos.

—Blanche, si tuviera que considerarme hombre muerto por cada dama casada con un marido celoso creo que no podría haber regresado a Inglaterra —dijo Max con tono malicioso, Blanche se rio y lo miró con falsa desaprobación, apresurándose él a añadir—: Os dejaré solos para que podáis hablar. Diles a tus encantadoras sobrinas que estén listas mañana temprano. Eugene vendrá a por ellas y yo me reuniré con todas en las pistas de entreno.

Le dio un beso en la mejilla y antes de salir le echó una mirada a Cliff de aviso y de ánimo.

Cliff miraba la interacción entre la tía Blanche y Max y por un momento deseó ser él. Tener esa cercanía, esa familiaridad, esa complicidad con una de las personas a las que Julianna quería. Además, sentía una extraña atracción por esa mujer tan parecida a Julianna, cálida y despierta pero también valiente e independiente. Deseaba agradarle, era lo que Julianna sería dentro de muchos años, cálida, protectora, familiar… Y con esos ojos de color miel que parecían decirle que estaba en casa, en su casa.

Tras cerrarse la puerta dejándolos solos, Blanche se sentó frente a la chimenea dejando que Cliff ocupase unos de los cómodos sillones de orejas situado junto a ella. Frente a Cliff había una mesa con un montón de libros de navegación, libros abiertos con mapas, tipos de barco, dibujos de materiales de cordajes y sujeciones marineras… Cliff los miró unos segundos mientras tomaba asiento.

—Son de Julianna —le dijo Blanche mientras lo observaba—. Parece que el almirante ha conseguido despertar en ella una especie de fiebre por el mar que la tiene muy entretenida. Ella y el almirante se pasan horas intercambiando historias, hablando de barcos, puertos, viajes, términos marineros, del cielo y las estrellas… Parecen dos locos marineros en una taberna, y ¡qué lenguaje le ha enseñado! ¡Válgame el Cielo! A veces es como estar en una cantina… —Hizo un gesto de resignación.

Cliff sintió una oleada de ternura, de calidez, por una mujer a la que el mar le despertaba la misma ansia, la misma sensación que a él. Se imaginó por un segundo con Julianna en uno de sus barcos, en la cubierta, frente al timón, en su camarote, desnuda en su cama viendo a través del ojo de buey como amanecía, abriéndolo y haciendo que el aire del mar se mezclase con el perfume de la piel desnuda de Julianna. «Céntrate, Cliff, por Dios, céntrate», se ordenó con firmeza.

—Milord, estamos solos y puede hablar con franqueza, de hecho preferiría que lo hiciera sin reservas. —Esperó un segundo y continuó—. Conozco su reputación, su fama de conquistador impenitente, tenaz y que no se detiene ante nada ni ante nadie… ni dentro ni fuera del mar. —Miró enarcando las cejas a Cliff, que permanecía estoicamente serio e imperturbable—. No soy muy dada a escuchar rumores, porque los detesto y los he detestado toda mi vida —dijo, y él pensó «gracias a Dios» y suspiró aliviado—. Pero el hecho cierto es que, ahora mismo, tengo a uno de los solteros más codiciados de Londres, creo que es así como los llaman las matronas y madres casamenteras en todos los salones de té y reuniones sociales, que, además, es un consumado seductor, con un largo historial de amantes y conquistas, sentado frente a mí con alguna intención respecto a mi sobrina. Y, si me permite el atrevimiento de preguntar sin reparos, ¿qué es lo que está buscando? ¿Qué es lo que quiere? Y por favor, no vaya a contestar que dar el apoyo de su familia a Julianna en sociedad.

Aunque su expresión era mucho más relajada y amigable que en la reunión anterior, tía Blanche tenía el extraño poder de poner tenso a Cliff. No porque le desagradara, de hecho era todo lo contrario, cada vez se sentía más atraído por ese aura que parecía tener a su alrededor de protectora de la familia y que invitaba a permanecer cerca de ella, sino porque le provocaba la necesidad de a ponerse en guardia, ya que parecía ser imposible evitar sincerarse con ella, lo que implicaba que tenía que concentrarse para dominar la situación o al menos dominarse a sí mismo.

—¿Por qué está tan segura de que quiero algo de su sobrina? —La cara de tía Blanche hizo comprender a Cliff de inmediato que no podía evadir sin más las cosas—. ¿Cree que quiero seducirla? Porque, de ser así, menudo seductor estoy hecho, que acudo a casa de la joven a conocer a su tía acompañado de todos los varones de mi familia. —Sonrió.

—Lo que, de nuevo, me lleva a preguntar ¿qué es lo que quiere de mi sobrina? —insistió ella, aunque con un tono dulce y cálido, procurando suavizar la tensión que se había apoderado de Cliff y que ella notaba sin esfuerzo.

—¿Y si no quiero nada de ella, sino todo lo contrario, lo que deseo es que ella quiera algo de mí?

Ambos se miraron fijamente porque, sin haberlo pretendido, Cliff le había dicho a Blanche todo lo que ella quería y necesitaba saber. Empezó a reírse amigablemente y le dijo entre risas:

—Ay, comandante… ¡qué rápido se convierte el león en gatito frente a una mujer de corazón noble! —Y volvió a reírse.

Cliff se quedó unos segundo atónito, estaba casi avergonzado, como si en solo un instante esa mujer le hubiese leído en el corazón, como si fuera un niño pequeño indefenso y vulnerable que con solo mirarlo la cara sabes lo que piensa, quiere y desea. Al final no tuvo más remedio que reírse de sí mismo. Esa mujer irradiaba calidez, olor a hogar, a cariño, la misma sensación que le provocaba Julianna cuando la observaba en la distancia, siendo una niña, con su padre, con los niños del orfanato, con Amelia… Era imposible no sentirse cómodo con ella igual que con Julianna…

—¿Usted me daría permiso para casarme con ella? —Se sintió casi avergonzado preguntándoselo, ¿desde cuándo necesitaba el permiso de nadie? Parecía como si consiguiese desarmarlo incluso antes de empuñar el arma—. ¿Me creería si le dijese que haría lo imposible para hacerla feliz? Le entregaría mi vida sin pensarlo si eso lograse arrancarle una sonrisa.

«¡Por todos los demonios, me estoy declarando a su tía! Si me vieran… y lo peor es que no sé qué me pasa, no puedo evitarlo, he perdido todo el control… ¿Qué tienen las mujeres de esta familia que te desarman con solo su presencia?». Frunciendo los ojos reconoció:

—Me di cuenta tarde. Fui un poco…

—¿Lento? —Se rio la tía Blanche con cierta ternura, interrumpiéndole—. No se preocupe, comandante, no se mortifique. Los hombres no se caracterizan precisamente por su perspicacia en los temas del corazón, vienen todos con ese defecto de nacimiento. Y respondiendo a su pregunta, no. No le daría permiso para casarse con Julianna, y sí, sí creo lo que acaba de decir.

Cliff estaba un poco desconcertado.

—¿No me daría permiso, a pesar de que me cree cuando le digo que haría lo imposible para lograr su felicidad? —Su voz sonaba a pura incredulidad.

—Milord, no soy yo la que ha de darle permiso, sino Julianna. Si ella lo elige, la apoyaré, ya que no es usted un cazafortunas y , en principio, creo que no le haría daño, al menos, no a propósito…

—Entiendo —señaló él.

—No estoy muy segura de que lo entienda. Verá, yo voy a proteger a mi sobrina, y si considero que le puede hacer daño o perjudicar de algún modo, le impediré acercarse a ella ahora o en el futuro, y no dude ni por un segundo que de un modo u otro lograría mi propósito. Pero, mientras no tenga sospecha alguna de ello, no impondré mi voluntad…

Cliff empezó a hacer alarde de esa seguridad y carácter cautivador que tanto le gustaba, ya que acababa de comprender que esa mujer, a su modo, le había dado su visto bueno y su aprobación, le acababa de decir que debía ganarse a Julianna y que, si lo conseguía, ella lo consentiría.

—Pero creo que sabe que no le voy a hacer daño, ni la voy a perjudicar, de hecho, impediré que cualquiera, incluido yo mismo, pueda hacérselo…

—Umm… —La tía Blanche sonreía ante ese increíble encanto, comprendiendo el porqué de su éxito, sin duda era todo un seductor, con esos ojos verdes y esa sonrisa despreocupada—. Comandante… ha de conquistar a mi sobrina, no a mí, no me engatuse que aún puedo lanzarle algún que otro zarpazo… —Se rio suavemente y Cliff la siguió—. De cualquier modo, le repito, es ella la que tiene que tomar la decisión. Aunque ahora mismo, he de advertirle, no las tiene todas consigo.

Cliff levantó las cejas de inmediato.

—¿Ah, no?

—Milord, mi sobrina desconfía de usted. Julianna es una persona en exceso generosa y demasiado amable. Tiende por ello a confiar antes que a desconfiar y, por esa razón, le han hecho daño en demasiadas ocasiones demasiadas personas, y, por desgracia, a día de hoy, creo que usted debe considerarse entre ellas. Jamás podrá conseguir acercarse de veras a Julianna sin demostrarle que puede confiar en usted, y si lo que quiere realmente es casarse con ella, ganarse su corazón, deberá demostrarle algo más. Ha de demostrarle sin resquicio alguno para dudas que es la persona en la que puede confiar por encima de todo y de todos, incluso de ella misma. Tiene que conseguir que ella crea, que ella sienta firmemente, que puede poner su vida en sus manos, incluso en los momentos en los que no sea capaz de confiar en sí misma, en sus sentimientos o en su propia razón. Si consigue eso, Julianna será suya para siempre, de eso que no le quepa duda. Las mujeres McBeth amamos una sola vez y para siempre. Somos leales por naturaleza y jamás nos entregamos a medias, para nuestra fortuna, pero también para nuestra desgracia.

Sin quererlo, a Cliff se le escapó un susurro y con una sonrisa bobalicona:

—Sí, esa es mi Julianna…

Tía Blanche se quedó mirándolo, con los ojos fijos en los suyos, que se habían abierto de par en par al ser consciente de lo que acababa de decir… Pero enseguida la expresión de la tía Blanche fue de comprensión y de silencioso apoyo y entendimiento.

—Sin embargo, queda otro extremo de suma importancia que debe conocer. Julianna es independiente respecto a sus hermanos. Nos encargamos de ello hace unas semanas y, por lo tanto, gracias a Dios, no pueden obligarla a casarse con quien ella no quiera. No necesita ni mi consentimiento ni el de sus hermanos para casarse con quien mejor le plazca. Pero, por desgracia, la edad de Julianna, determina la aplicación de una pequeña norma que en mi opinión es un engorro. Es independiente, sí, podrá manejar sus finanzas, bueno, todo lo que se nos permite a las mujeres, claro, y puede elegir marido sin el consentimiento de sus hermanos, pero su matrimonio no sería válido si sus hermanos se oponen, no necesita su consentimiento pero sí que no se opongan.

—¿Por qué piensa que se opondrían a un matrimonio conmigo? Pertenezco a la nobleza por cuna, y por si fuera poco acaban de concederme un título propio por los servicios prestados a la Corona, tengo fortuna propia… En fin, como dijo antes, «soy uno de los solteros más codiciados de Inglaterra». ¿Por qué demonios iban a oponerse? —preguntó incrédulo por la advertencia de tía Blanche.

—No se opondrían a usted, no específicamente al menos. Se opondrían a la idea de que Julianna sea feliz. Sus hermanos han ignorado a Julianna desde pequeña, salvo en los momentos en los que ella conseguía algo o podía conseguirlo, en cuyo caso hacían lo imposible por dañarla o impedir su felicidad por pequeña que fuese. Deje que le sea sincera. El saberla mi heredera, y mucho más cuando sean conscientes de que mi herencia es mayor de la que ellos creían, el saberla con posibilidad de entrar a formar parte de la aristocracia de manos de una de las mejores familias, aun sabiendo que eso a Julianna no le importa nada, y con la felicidad a su alcance, los pondrá en guardia de inmediato, y sé que no les hará ninguna gracia. Puedo controlar a mis sobrinos hasta cierto punto, pero, si de verdad pretende llegar a casarse con Julianna, usted tendrá que controlarlos a partir de ese punto.

—Reconozco que no tengo en alta consideración a los hermanos McBeth y menos aún estima de ninguna clase, pero no creía que llegasen a ser de ese tipo de personas amargadas y mezquinas capaces de hacer daño por el mero hecho de hacerlo —dijo Cliff asimilando la información—. Sabiéndolo, estaré atento y no permitiré que nos perjudiquen a ninguno de nosotros, especialmente a Julianna… a su sobrina.

—Me agrada saberlo… y puede llamarla Julianna delante de mí, si quiere.

Sonrió, y con ella Cliff, con esa enorme sonrisa que haría derretirse a la más arpía de las madres, hijas y demás mujeres vivas del planeta.

—Cuando Julianna se marchó, preguntamos a Ewan McBeth por ella, por su paradero o por el de algún familiar al que ella pudiera acudir, y no nos dieron dato de alguno, y menos aún señas o indicaciones relativas a usted.

—Lo cierto es que esperábamos que no se les ocurriese buscarla aquí. Verá, mi hermano y yo, así como Julianna, procuramos todos estos años asegurarnos de que sus hermanos ignorasen que ella y yo manteníamos cualquier tipo de contacto. Desde que tienen uso de razón, esos tres hermanos han intentado conseguir que les nombrase mi heredero, y eso que no saben realmente cuál es mi fortuna, ya que siempre los recibía en una pequeña casa de campo que no muestra en absoluto más que vivo con ciertas comodidades. Pero, desde el principio, han sido desagradecidos con su padre, mezquinos, egoístas… En fin, no me explayaré, baste decir que, si a mi marido los tres le desagradaban, a mí me resultaban insoportables. Por el bien de Julianna y la estabilidad mental de mi hermano, procuramos que nunca supiesen que Julianna no era ajena a mi existencia y, menos aún, lo mucho que nos apreciábamos, en mi caso, desde que la pequeña nació. La habrían martirizado hasta la saciedad para conseguir que me evitase y supongo que así creerían que no tendrían mayor competencia para alcanzar mi herencia. Y lo más gracioso de todo es que Julianna no solo no sabía que yo tenía medios, sino que, aún hoy, intenta convencerme a diario para que nombre heredero a cuanto pobre, institución de beneficencia y organización caritativa se le ocurre, y que la saque a ella del testamento.

Cliff sonrió con ternura. Durante casi una hora la tía Blanche explicó a Cliff todos los detalles de su relación con sus sobrinos, de estos con su padre y con Julianna. Contestó a sus preguntas acerca de la relación de Julianna con su padre, parecía realmente interesado por saberlo todo de ella, de conocerla, de saber todo lo que había hecho, visto e incluso pensado durante los años en los que él no estuvo cerca de ella. Parecía interesado realmente en todo lo que pudiera darle una pista de cómo hacer feliz a Julianna. Le contó detalles de la relación de Julianna con su padre y con ella, de la forma en la que Julianna percibía el cariño como algo casi milagroso porque, excepto su padre, en su infancia nadie mostró un sentimiento o una actitud de esa clase hacia ella.

A Cliff le invadía cada vez más un sentimiento de amor sincero hacía la mujer en la que se había convertido Julianna, de cariño y ternura por la niña que fue y también de cariño por esa mujer que tenía frente a él, que desprendía amor de hogar por cada poro de su cuerpo. Se imaginaba que era la viva imagen de lo que sería Julianna en unos años, y la veía rodeada de su familia. «Julianna con mi hijo en brazos», una punzada de una indescriptible sensación de amor, de deseo, de esperanza en esa imagen lo sobresaltó. «Un hijo de Julianna… mi hijo…», tuvo la necesidad imperiosa de verla, de besarla, de abrazarla, quería sentirla cerca de él, olerla, acariciarla, hacerle saber que era suya y que pronto le daría tanto placer que le haría olvidar cualquier cosa que le hiciera daño. Él compensaría con besos, con caricias, con ardor, cada lágrima, cada pesar, cada temor… Cliff, con esa voz de seductor nato al que no se le había resistido nadie, preguntó:

—¿Me permitiría ir a ver a Julianna ahora?, querría intentar hablar con ella unos minutos.

—Se lo permitiría si creyese que es buena idea. Lo siento, pero no creo que Julianna esté demasiado bien ahora mismo, y menos aún receptiva hacia usted. Está abrumada, confundida, enfadada… Creo que, al menos, debe darle un espacio para recapacitar. Además, debe saber que Julianna es del tipo de personas que necesitan cierta libertad, si la encierra o si la agobia, se le acabará escapando entre las manos y no regresará…

—Está bien. Tiene razón, señora Brindfet.

—Llámame Blanche, al menos cuando estemos en familia. —Lo interrumpió ella.

Al escuchar «familia», Cliff sintió tal oleada de calor y felicidad que casi abraza a esa mujer para darle las gracias.

—Gracias por todo, será mejor que me marche entonces, pero espero poder verla muy pronto, y llámeme Cliff… Blanche.

—Muy bien, Cliff. Te queda un camino difícil. Merecerá la pena, pero solo si de verdad lo quieres… Buenas tardes, Cliff. Furnish te acompañará a la salida.

Tras unos minutos Cliff abandonó la mansión acompañado de una euforia por la cercanía de conseguir a Julianna que tres días atrás hubiera creído imposible. Nada ni nadie le impediría hacerla suya, ni siquiera ella. Si le viese en los ojos la mínima posibilidad de quererlo, no lo pararía nadie, sería suya, sería su esposa.