XXXVII
Xander se vio reflejado en el espejo. Quizá fuese la última vez que vestía el uniforme con aquellas insignias por las que había arriesgado su vida. Era el momento. Su amigo ya le esperaba en la sala de vistas. Repasó mentalmente su versión de los hechos aunque sentía una profunda repugnancia ante la idea de mentir. Ni una palabra sobre Claudia ni su padre. No debía hacer sospechar siquiera que la conocía, porque eso haría saber a los jueces que la fuga del prisionero pudo no ser tal y como él la había contado.
Su principal argumento era el modo en que salvó al soldado cuando estaba a punto de ser asesinado, y al mismo tiempo su sentido del deber al impedir que la patrulla pudiese herir a una rehén, aun a costa de perder al prisionero. Debía aferrarse con uñas y dientes a aquella historia y esperar que los jueces no se mostrasen severos. Sin embargo, los juicios que habían tenido lugar en los meses que él llevaba allí recluido no le hacían presagiar ninguna clemencia. Los fiscales eran implacables, parecían recrearse en encontrar agravantes y en destruir todos los argumentos de la defensa. Estaba seguro de que O´Clery pelearía con valor, pero en aquel particular campo de batalla no tenía ninguna experiencia. Llegó a dudar si no hubiera sido mejor para todos, incluso para su compañero, el haber designado un letrado militar, pero ya no había otro camino que el que marcaba el estrecho corredor de la prisión.
Al entrar en la sala, su mirada se cruzó con la de O´Clery, totalmente erguido sobre una silla, a la derecha de la mesa central.
Los tres jueces miraron al reo con un desprecio tan impersonal como el retrato del nuevo rey que presidía la estancia. Xander echó de menos la mirada maternal de la difunta reina Victoria. Permaneció firme mientras se leían las frases reglamentarias.
—Teniente Alexander Albertson, del sexto Regimiento de Ingenieros Reales.
—¡A la orden, señor! —Dio un taconazo.
—Comparece ante esta Corte Marcial por los sucesos ocurridos en la estación de ferrocarril de Kimberley la mañana del 4 de abril de 1900. Según el informe, permitió escapar a un prisionero que se encontraba a su cargo, tal como aparece tipificado en el artículo 20, apartado segundo, de la Militar Act de 1881 ¿Cómo se declara?
—No culpable —respondió con firmeza.
El secretario tomó una nota al tiempo que el primer juez proseguía.
—Así pues, se abre juicio. Ha designado como defensor al teniente Patrick O´Clery, de su mismo Regimiento. ¿Ratifica su designación?
—Sí, la ratifico.
—Teniente O´Clery.
—¡A la orden, señor! —Se puso en pie.
—¿Acepta la designación?
—La acepto, señor.
—Entonces tomen asiento. Se inicia la vista.
Durante unos minutos, con evidente desgana, se fueron leyendo las fórmulas y los documentos. Se volvieron a narrar los hechos con frialdad castrense y poco después dio comienzo el turno de intervenciones.
—Prueba documental —intervino el segundo juez—. Se procede a la lectura del informe sobre la conducta del procesado emitido por el comandante Ludworth del Sexto Regimiento de Ingenieros Reales.
Xander apretó los dientes. Aquel hombrecillo nunca le tuvo simpatía, apartaba la mirada cuando se cruzaban en el club de oficiales pero no imaginaba que albergase en su interior tanta carga de envidia y resentimiento.
—«A la Corte Marcial de Ciudad del Cabo, de conformidad con lo establecido….
—Sáltese eso, por favor, vayamos a lo importante —ordenó el presidente del tribunal.
—Sí, señor —observó el escrito y prosiguió—. «El teniente Alexander Albertson, durante las acciones militares del asedio a la ciudad de Kimberley se mostró escrupuloso en el cumplimiento del deber, sin que se anotara ninguna falta en su hoja de servicios. Participó en la recuperación del tren blindado que se efectuó el día 17 de octubre de 1899, en la toma de la granja Carter y en otros combates demostrando estar en posesión de las virtudes y aptitudes exigibles a su empleo. No obstante lo anterior, declaro haberle escuchado expresiones de alabanza y admiración por el ejército rebelde contrarias al mantenimiento de la moral de la oficialidad y la tropa. En concreto, elogió en reiteradas ocasiones la supuesta valentía de los kommandos, la puntería de sus tiradores y el buen conocimiento del terreno, cuestionando públicamente algunas decisiones del mando.»
«Mal empezamos», pensó O´Clery mientras el fiscal se recreaba en los párrafos más negativos de la carta. «Ya me cruzaré con él en el cuartel y me encargaré de que todos sepan lo que lleva dentro. El muy cobarde no salió del despacho en todo el asedio».
—Señor defensor.
—Señor —contestó sobresaltado.
—¿Algo que responder al informe?
—Por supuesto, señor. Con la venia. —Tomó aire—. En primer lugar, parece adecuado indicar que el comandante Ludworth no es el testigo idóneo para declarar sobre el comportamiento del procesado, sencillamente porque no estuvo presente en ninguna de las acciones militares que se desarrollaron durante el asedio, permaneciendo los ciento veinticuatro días —recalcó la cifra— realizando tareas burocráticas. Me atrevería a asegurar que no disparó un solo…
—¡Señor defensor! —Le interrumpió el juez—. No siga por ese camino. Si recusa al testigo hágalo formalmente y se le notificará. De lo contrario, aténgase al contenido del escrito.
—No, señor, no lo recuso. En cuanto al escrito, se omite que el procesado sufrió dos heridas en sendos combates contra los rebeldes. El teniente Albertson participó en la acción de la granja Webster el 23 de diciembre, peleó cuerpo a cuerpo en Spitzkop a primeros del mismo mes e incluso fue asignado a la fuerza de caballería que avanzó hasta Oliphanfontein el pasado 10 de enero. En estas y en muchas otras acciones siempre mostró un comportamiento no solo adecuado sino ejemplar. Solicito que ese término conste en el acta.
—Así se hará. Prosiga.
—En cuanto a las expresiones a favor de los boers, puedo dar fe de que en las ocasiones en que personalmente las he oído, siempre en el club de oficiales y nunca de servicio, se refirieron a la superior calidad de sus armas y a mostrar admiración por su puntería, algo que comparto, dicho sea con todos los respetos. Finalmente, he de manifestar que alabar el valor del enemigo es virtud propia del buen soldado y que el enaltecimiento del vencido a su vez encumbra al vencedor, como Julio César con los galos o nuestros mejores tratadistas militares con Napoleón. Nada de lo expresado por el teniente permite suponer deslealtad hacia su uniforme ni tibieza en el cumplimiento de su deber. Nada más que añadir, señor.
O´Clery, acalorado, tomó asiento de nuevo.
Los tres jueces hablaron en voz baja lanzando miradas que no hacían presagiar nada bueno. Después de unos minutos de silencio, solo roto por el rumor de la pluma sobre el papel, el juez alzó la voz.
—Prueba testifical. Se llama a declarar al soldado Francis Lonborough, del Regimiento de Infantería Ligera de Lancashire.
Se abrió la puerta lateral y entró un joven marcando el paso. Se cuadró ante el tribunal y permaneció firme.
—Soldado, tome asiento.
—A la orden, Señor.
El chico intentaba contener su temblor. Puso su salacot sobre la rodilla derecha y dirigió la mirada al frente, como si ante él solo se abriese el vacío.
—Soldado. ¿Jura decir la verdad?
—La verdad —repitió maquinalmente.
—¿Toda la verdad?
—Toda la verdad.
—¿Solo la verdad?
—Solo la verdad.
—Acusador, puede preguntar.
El capitán que ejercía como fiscal carraspeó varias veces.
—Soldado, ¿estaba usted de guarnición en la custodia de los prisioneros que embarcaron en la estación de Kimberley la mañana del 4 de abril de 1900?
—Sí, señor.
—¿Puede contar lo que ocurrió?
—A la orden. —Tragó saliva—. La madrugada había sido terrible porque tuvimos que trasladar al grupo de boers en medio de una tormenta de arena como nunca antes la habíamos visto. Nos pareció una temeridad.
—Este no es momento ni lugar para cuestionar las órdenes.
—No, señor, lo siento.
—Prosiga.
—Al amanecer, cuando los prisioneros estaban listos para subir a los vagones, apareció una enfermera. El sargento la había autorizado a atender a los heridos más graves. Los boers la dejaron pasar, creo que la conocían porque les había asistido en otras ocasiones.
—¿Puede asegurarlo?
—No, señor. Eso se dijo después.
—Pues evite las suposiciones y limítese a lo que presenció.
Cohibido, trató de reponerse.
—La enfermera se acercó a un hombre, uno de los más viejos. Podría haber sido su padre.
Xander se estremeció.
—De nuevo supone.
—Sí… quiero decir, no. Era casi un anciano, eso puedo asegurarlo. Estaba echado en el suelo. La enfermera me llamó y yo acudí.
—¿Abandonó usted su puesto?
—¡No! En todo momento llevaba el arma terciada y estaba en mi área de guardia. Hice lo correcto. Sin embargo el herido me derribó y me atrapó por el cuello. Era muy ágil. Intentó arrebatarme el fusil pero no pudo, lo agarré con todas mis fuerzas. Me faltaba el aire y empezaba a flaquear cuando llegó el teniente Albertson.
—Antes de eso —intervino el fiscal—, ¿la enfermera hizo algo por ayudarle a usted? ¿Dio la alarma?
—No lo recuerdo.
—¿Cree usted que la enfermera pudo estar de acuerdo con el prisionero?
Xander y O´Clery se quedaron paralizados.
—Eso sería una suposición, señor. —El soldado, a pesar de su aparente ingenuidad, devolvió al fiscal su impertinencia—. Pero nada me hizo pensarlo entonces.
—Bien, bien… —Se puso rojo de ira—. Continúe.
—El teniente Albertson surgió de la nada, en medio de aquella tormenta no había ninguna visibilidad. Apareció con la pistola desenfundada y apuntó al prisionero. Le dijo que si no me soltaba lo mataría allí mismo y, en efecto, me dejó libre cuando estaba a punto de perder el sentido. Después me mandó salir en busca de la patrulla. Corrí como pude y llamé al sargento.
—¿Él se hizo cargo del prisionero?
—Sí.
—Entonces se cumple lo que establece el apartado segundo del artículo 20, aunque fuese de forma accidental era el encargado de su custodia. Continúe.
—Informé al sargento, rápidamente formamos un pelotón y corrimos al lugar pero nos costó hallarlo por la tormenta.
—Y cuando llegaron ¿qué ocurrió?
—Vimos al prisionero escapar en un caballo con la mujer en brazos. Se alejaba.
—¿Intentaron impedirlo?
—Claro, señor. Apuntamos nuestras armas. El vestido de la enfermera era de color claro y se veía bastante bien.
—¿Y en ese momento qué hizo el teniente Albertson?
—Se interpuso para evitar que disparásemos. Dijo que mataríamos a la rehén.
—¿No dispararon por culpa del procesado? Esto debe quedar muy claro.
—Llegamos a disparar. Varios de mis compañeros lo hicieron pero por la intervención del teniente perdimos unos segundos y entre aquella polvareda fue imposible hacer puntería. El sargento, entonces, pidió su arma al teniente y lo detuvo. Él no se resistió.
Satisfecho por la declaración, el acusador tomó asiento, era el turno de O´Clery.
—Si no he entendido mal, soldado, el teniente le salvó la vida.
—Es correcto, señor.
—Eso no habrá hecho que cambie usted su testimonio para beneficiarlo.
—No, señor. De ningún modo.
—Bien. Partimos, entonces, de este hecho. El procesado salvó la vida a un soldado británico.
El primer juez interrumpió.
—Se juzgan los hechos posteriores. Aténgase al caso.
—Mis disculpas —respondió contrariado volviéndose hacia el testigo—. Ha relatado que cuando acudió con la patrulla, el prisionero y la rehén ya se estaban alejando. ¿Es correcto?
—Sí, señor.
—No obstante, a pesar de la distancia y la escasa visibilidad, algunos de ustedes lograron disparar gracias al color del vestido.
—Es cierto.
—Entonces, no parece que hiciesen diferencias entre el prisionero fugado y la mujer. Dispararon aceptando el riesgo de herirla. A una enfermera que seguramente hubiera curado a muchos otros soldados como usted.
—Es… es cierto, señor.
—De modo que la intervención del teniente impidió que ustedes mismos pudieran haber herido a una persona inocente.
El fiscal se puso en pie.
—Suposiciones, no hechos.
—Con todos mis respetos, el testigo ha declarado que apuntaron sirviéndose del vestido de la enfermera. Si quiere podemos leer de nuevo la declaración.
—No es necesario —concedió el juez.
—Siendo así, queda probado que el detenido actuó legítimamente.
El fiscal replicó:
—No hay duda de que intentó proteger a una rehén, pero lo que se discute es si dejar huir al prisionero era la única forma de hacerlo, o si por el contrario pudo haberlo impedido de otro modo, e incluso si lo hizo de propósito y en connivencia con él.
—¿Acaso hay algún indicio que haga suponerlo?
—Por supuesto. Soldado —el fiscal se dirigió al testigo—, cuando llegó la patrulla ¿el teniente seguía con el arma en la mano?
—No —respondió con seguridad—. La tenía guardada en la funda.
—¿No se equivoca?
—No. Recuerdo perfectamente que al ser detenido la sacó y se la entregó al teniente.
—Es decir —concluyó el acusador—, que cuando el soldado se marchó en busca de ayuda, el teniente guardó su arma a pesar de tener a un prisionero peligroso bajo su custodia. ¿No le parece inadecuado, o abiertamente sospechoso? Sumemos a esto que impidió su persecución facilitándole el caballo y apartando los fusiles de los soldados. ¿Qué más prueba necesitamos para aceptar que le dejó huir voluntariamente?
O´Clery no supo cómo contestar. El juicio se inclinaba peligrosamente.
—Si no hay más testigos, se procede a interrogar al reo.