XXIII

¿Podía cerrar los ojos al sufrimiento, dar la espalda a su propio padre? La simple indiferencia le parecía algo monstruoso. Si su temperamento la obligaba a actuar ante el dolor de sus semejantes, mucho más si era su propia sangre la que padecía. Aquel hombre era el responsable de la soledad de su madre, la había condenado a crecer avergonzada de sus rasgos y ocultando su apellido, pero no podía volverle la vista. Debía ayudarle, necesitaba hacerlo, pero si no obraba con prudencia, aquel impulso podría quedar estéril como un torrente de verano sobre la tierra seca.

Desesperada por la impotencia llegó a redactar una carta para el director del Advertiser pidiendo clemencia con los prisioneros y firmada en su calidad de enfermera voluntaria, de refugiada en el fondo del Big Hole y de víctima de todas las privaciones del asedio. «Llegado el momento de la victoria lo es también de mostrar grandeza mediante el perdón y la humanidad». Describió con pocas frases la situación de abandono en que había visto a los prisioneros y se preguntaba si era esta la civilización que el Imperio trataba de llevar hasta aquel apartado confín de la tierra. Pero, como tantas otras cartas que había escrito en los últimos meses, acabó rasgada en pedazos en el fondo de la papelera.

A medida que pasaban las horas se torturaba pensando en las penalidades de aquellos hombres, rodeados de ametralladoras sin siquiera una palabra de consuelo en su derrota. Y entre ellos, su padre.

Todas las ideas naufragaban en medio de su turbación. ¿A quién acudir? ¿A quién suplicar? ¿Al gobernador? ¿A la iglesia? ¿Católica, baptista, anglicana, luterana, calvinista? ¿Al Señor Albertson, que le debía la vida de su hija? Pensó en todos menos en Xander. No. Él debía mantenerse al margen, lo contrario supondría contaminar el futuro con el humo negro del pasado.

La indecisión terminó por crispar sus nervios. En la soledad de su alcoba, sentada al borde de su cama, lloró en silencio. Así permaneció buena parte de la madrugada. Cuando la razón es incapaz de actuar, la risa, el llanto, el gemido de dolor o de placer cubren el vacío de la palabra que no existe.

Pero llegó el alba. Wendy aún dormiría algunas horas más, de modo que se vistió y se puso de nuevo en camino hacia el sanatorio. Si el doctor había conseguido que la dejaran llegar hasta los prisioneros ¿por qué no intentarlo de nuevo? Se lo pediría a los militares, no podrían negárselo. Escucharía sus necesidades, les sonreiría… y sobre todo, hablaría con su padre. Su imagen y sobre todo su recuerdo la atraían con una fuerza irresistible.

Caminaba apresuradamente a lo largo de James Street, la principal calle comercial de la ciudad que a aquellas horas de la mañana aún estaba casi desierta.

Al llegar a la farmacia observó un pequeño carruaje militar estacionado ante la puerta. Entró con decisión.

En el interior, el olor dulzón a química impregnaba el aire.

—¿Es todo, señor? —preguntaba un joven dependiente.

—Sí, por hoy no necesitamos nada más —contestó un soldado hindú que lucía un brazalete con la cruz roja—. Ya sabe, lo anota todo en la cuenta del Natal Indian Ambulance Corps y remite la factura al hospital.

—Espero que no tarden en pagarnos. —Se oyó una voz al fondo del local—. Como siempre, los civiles tenemos que suplir la incompetencia del ejército, y no se ofenda, soldado. Ustedes han liberado la ciudad, pero es lamentable esta imprevisión en algo tan fundamental.

El hombre de uniforme miró con aire cansado y se limitó a responder

—En la batalla de Colenso gastamos en un solo día más medicinas que todas las que haya podido vender usted en su botica desde que la abrió. La guerra se lo lleva todo.

Salió con un grueso embalaje mientras Claudia se acercaba tímidamente al chico del mostrador.

—Quería tintura de yodo y apósitos.

—Mala suerte, señorita. El soldado se ha llevado todo lo que pudiera servir para curar una herida. Me temo que tendrá que arreglárselas con sal o con algún licor que desinfecte.

—Pero yo lo necesito, es para…

—Créame que lo lamento.

Sin despedirse, Claudia dio media vuelta y corrió hacia el carruaje en el momento en que restallaba el látigo.

—¡Aguarde, por favor! —gritó al hindú, que tiró del freno del caballo.

—¿Señorita? —Le devolvió una sonrisa blanquísima.

—Necesito que me venda usted algo de yodo. Y quinina si tiene.

—Lo siento, es para el ejército.

—Comprendo, pero sería muy poco, apenas un par de frascos pequeños.

La muchacha suplicaba con la vista pero el soldado imaginó que se trataba de un simple capricho o un encargo engorroso.

—Mire, estas medicinas van a salvar vidas, a evitar amputaciones y a calmar el dolor de los heridos, no son para curar una quemadura de la tetera o una espina que se ha clavado al podar las rosas. Discúlpeme pero no puedo darle nada.

El rostro de Claudia se tornó oscuro, avanzó un paso hacia el soldado y con voz suave pero firme replicó:

—Si le dijera que las necesito para lo mismo que usted ¿me las daría?

—¿Bromea? —dijo molesto—. ¿Acaso es médico militar? No me lo parece. ¿Atiende a los heridos?

—Los soldados británicos tienen médicos pero ellos no son los únicos que han luchado. ¿Debo ser más clara?

El hindú miró a Claudia fijándose en su pelo anaranjado y sus ojos azules.

—¿Está segura de lo que dice? —susurró.

—Voy al hospital, quiero presentarme ante el director y pedir permiso para entregar algún material médico a los prisioneros. Yo he resistido el asedio, el hambre y las bombas, no creo que merezca esa mirada de reproche que me está usted dirigiendo pero si ese es el precio que he de pagar por las medicinas, además de las libras que deba abonarle, terminemos de una vez.

El soldado se desplazó hasta un lado del pescante.

—Suba. Voy al sanatorio. Allí podrá usted discutirlo.

Sorprendida pero resuelta, Claudia puso el pie en los radios de la rueda y, con agilidad, saltó al asiento. De nuevo sonó el látigo en el aire, sin tocar el lomo del caballo que empezó a trotar calle adelante.

Los dos ocupantes del vehículo se miraban de reojo con curiosidad, tanta como la de los pocos transeúntes que veían aquella singular pareja.

Finalmente el militar tomó la palabra.

—¿Es usted enfermera?

—Fui voluntaria durante el asedio. No es mucho.

—No diga eso, yo también soy voluntario —hizo una pausa—. ¿Puedo preguntarle por qué lo hizo?

Claudia reflexionó. Un británico nunca hubiera sido tan directo.

—Le diría que fue por deber, pero le mentiría. —Se acordó de Xander—. No podía quedarme quieta mientras la ciudad se venía abajo. Quizá fue mi forma de escapar de todo aquel horror, metiéndome en él de lleno en vez de esconderme en el sótano.

—Comprendo.

—¿Y usted? ¿Por qué lo hace?

—No me creería. —Volvió a sonreír.

—Inténtelo —también Claudia cambió de tono.

—Lo hago por mi patria.

—Ah, claro —contestó contrariada—, el Imperio, la reina…

El hombre guardó silencio unos segundos.

—No, señorita. No me ha entendido. Usted quiere ayudar a los boers ¿no es así? ¿Usted se fija en los vencidos y ahora no sabe ver a uno de ellos?

El hombre dirigió su mirada hacia el frente, como si confesar algo tan íntimo a una desconocida pudiera avergonzarle. Continuó hablando en voz baja.

—Hasta hace muy poco a los hindúes no se nos permitía ni siquiera vestir el uniforme. Si viajamos en un tren y no hay plaza para un inglés, sencillamente nos echan aunque hayamos pagado el billete. Es humillante. Pero esta guerra nos ha dado la oportunidad de demostrar que somos dignos de pelear y de ser considerados como ciudadanos, no como bestias de carga. Los boers luchan por su tierra, nosotros, a miles de millas, también lo hacemos por la nuestra. ¿Me comprende ahora?

Claudia escuchó atentamente.

—Entonces, ustedes luchan por su libertad quitándosela a quienes no les han hecho nada. Me parece injusto, inmoral. Como robar la comida de un niño.

De nuevo se hizo el silencio.

—No le falta razón. Al principio nos negamos a tomar las armas contra los boers, pero finalmente encontramos una forma de no traicionar nuestros principios. Ninguno de nosotros ha disparado una sola bala, hemos formado un cuerpo de camilleros voluntarios. Muchos de los nuestros han caído en primera línea, evacuando heridos, pero no hemos matado a nadie. Preferimos ver nuestra sangre derramada en la tierra antes que la de otros en nuestras manos.

—Hermosa filosofía. Lamentablemente pocos piensan como ustedes.

—El maestro dice que el número no tiene importancia. La verdad siempre termina por imponerse y el amor vence al odio.

—Debe de ser un gran hombre si piensa así.

—Es un abogado de Durban, un tal Gandhi. Ojalá tenga razón y algún día esa idea no se considere una locura.

El hospital se recortaba al final del camino.

—Entonces —añadió Claudia mirando la silueta del edificio—, no podrá negarme lo que le he pedido. Sea coherente. Detrás de las alambradas hay cientos de hombres muriéndose. Si usted no me da el yodo y la quinina, será como si les hubiera disparado.

El soldado bajó de nuevo la mirada reflexionando sobre las palabras de Claudia.

A unos metros de la entrada del hospital detuvo el carruaje y sin desviar la vista añadió:

—Tiene razón. Tome lo que quiera. Lo que falte lo pagaré yo, vamos, dese prisa, por favor.

Claudia apretó su mano blanca sobre la piel oscura del hindú y bajó del carro. Sacó unos frascos casi sin comprobar su contenido ni decir una palabra más. Por último dejó un billete de cinco libras junto al envoltorio cuando el caballo ya reanudaba la marcha.

Había sustraído medicinas del ejército para llevárselas a los enemigos, poco importaba el haberlas pagado. ¿Eso la convertía en una traidora? ¿Acaso no había sufrido el asedio como cualquier británico? En los peores días del sitio ella también odió a los que martirizaban a la ciudad matando a los ancianos y a los niños, los que apuntaban sus cañones contra las casas indefensas y sus fusiles contra el pecho de Xander. Los boers eran el enemigo pero, si no tuvo dudas entonces ¿por qué nacían ahora, en el momento de la victoria? ¿Solo por su padre o quizá por verlos con rostro en vez de sentirlos en la lejanía?

Muchos en la ciudad exigían que los fusilasen a todos, otros, más compasivos, pedían que los confinasen en el fondo del Big Hole para dejarlos morir allí de hambre mientras sentían en sus propias carnes el espanto que ellos sufrieron. A Claudia le parecía monstruoso, pero ella no había perdido un hermano en el frente o un hijo enfermo entre los brazos. La venganza es la peor cura para el dolor pero puede ser un buen calmante.

Siguió su camino hasta la puerta del hospital. Subió los escalones y se dirigió al portero.

—Buenos días, Claudia. ¿Todavía por aquí? Parece que le has tomado cariño al sanatorio. Si quieres te cedo el puesto.

—Hola, Martin. Busco al doctor.

—Me temo que hoy no lo vas encontrar. Quizá a última hora aparezca por aquí, pero estará toda la mañana fuera. Le diré que has venido.

—No te preocupes, no tiene importancia. No le digas nada, ya volveré otro día. Que tengas buena jornada. Adiós.

—Adiós, Claudia.

No se detuvo. «Un contratiempo, solo eso», se dijo y, en lugar de regresar hacia la ciudad, rodeó el edificio. Los soldados le salieron al paso, extrañados de verla acercarse con tanta resolución.

—¿Dónde va? Por aquí no puede seguir. Márchese.

—Soy la enfermera, me envía el doctor. Su jefe ya estará al tanto, vamos, déjeme pasar.

—¿La enfermera?

—Otra vez esta maldita descoordinación —resopló con gesto de fastidio—. La última vez traje jabón para evitar el tifus. Uno de ustedes me rompió todas las pastillas para comprobar que no ocultaba nada. Seguramente lo haya oído decir en el campamento ¿verdad?

Claudia confiaba en la indiscreción y el aburrimiento de los soldados. Cualquier hecho, por intranscendente que fuera, habría sido tema de conversación entre trago y partida de cartas.

—Sí, claro —añadió el segundo soldado—. La chica del jabón —evitó recordar con qué palabras la habían descrito pero sus ojos fueron muy expresivos—. No nos habían avisado de que volvería hoy.

—Qué contrariedad. Se lo diré al doctor para que regañe a su capitán. —Y exhibió la más coqueta de sus sonrisas mientras hacía ademán de darse la vuelta.

—Espere, no se vaya —concedió el guardia.

Pocos minutos después repetía las mismas frases a un sargento redoblando sus sonrisas.

—Prefiero mil veces estar en el frente que en este corral. Al menos allí las órdenes llegan puntuales, odio esta improvisación. Cabo: revise lo que trae la señorita y si todo está en orden déjela pasar.

Los soldados la escoltaron hasta la entrada del recinto. Casi todos los hombres yacían postrados sobre la tierra y muy pocos permanecían sentados mirándose a sí mismos con resignación. Pero la llegada de Claudia causó un revuelo en el grupo. Algunos se arremolinaron junto a la puerta mirando con ansiedad el pequeño bulto que llevaba en las manos.

—Es la hija de Paulus —se oyó en voz baja.

—Ha vuelto.

—Llamadlo, rápido.

El anciano se acercó a ella y la saludó por su nombre.

—Gracias por venir, Klaudia. Sabíamos que tarde o temprano regresarías, al menos para darnos consuelo. Tu padre nos ha hablado de ti. Ven, sígueme.

—He traído yodo y quinina —respondió aturdida.

—El Señor te lo premie, solo tú sabes lo que te habrá costado traérnosla. No te arriesgues más por nosotros, ahora estamos en manos de Dios… y de esos diablos de las ametralladoras. Por fin tenemos algo de comida y agua, parece que alguno de ellos conserva un resto de alma, pero no hemos recibido nada para curar las heridas. Haremos buen uso de las medicinas, puedes estar segura.

A su paso todos se levantaban —o trataban de hacerlo—, la saludaban con respeto, sonreían o la llamaban por su nombre. Finalmente, entre la multitud apareció tambaleándose la figura de su padre.

Poco a poco los prisioneros se fueron apartando, permitiéndoles un mínimo de intimidad.

—Klaudia.

—Papá.

—Estás preciosa.

Ella se ruborizó.

—¿Cómo te encuentras? ¿Estás herido?

—Bah, un arañazo. Tengo la piel dura.

—Déjame ver.

—No tiene importancia.

Se contemplaron mutuamente, él vio a una mujer hermosa, ella a un anciano derrotado. Él vio a su hija, ella a su padre.

Sin poder articular una palabra más, se abrazaron. Con ellos, docenas de soldados endurecidos por el combate y la prisión, apretaron los dientes para no dejar escapar las pocas lágrimas que aún les quedaban. Muchos de ellos fueron poniéndose en pie delante de la pareja para impedir que los vigilantes se dieran cuenta de aquella escena.

—¿Cómo está tu madre?

—Bien. Sola, en Ciudad del Cabo. Se gana la vida cosiendo pero no debe nada a nadie.

—Sigue siendo la misma, orgullosa y fuerte. ¿Y tú? ¿Por qué estás aquí? ¿Has sufrido el asedio?

—Soy niñera en casa de un ingeniero de la mina. Llevo pocos meses en Kimberley pero he pasado cuatro de ellos bajo las bombas.

—¿Por qué no escapaste? Varias veces permitimos la evacuación de los niños y las mujeres, pero no salió nadie. ¿Os retenían los ingleses? ¿Erais sus rehenes?

—No, claro que no. Sufrimos juntos, ellos no hicieron diferencias y vuestros proyectiles tampoco.

Después de tanto tiempo, ¿tenía sentido hablar de la guerra?

—¿Y tú, papá? ¿Qué has hecho en estos años?

El hombre trató de recapitular en una sola frase toda una vida de desengaños y frustraciones.

—Nada, hija. Nada. Solo arrepentirme de haberos abandonado.

—Siempre hubieras encontrado la puerta abierta.

—No me atreví —contestó en un susurro.

El pasado representaba para él un instante efímero de alegría y un camino largo de soledad. Un acierto y mil errores, o un solo error que marcó su existencia, la de su esposa y la de una niña inocente que, de un día para otro, se encontró sin padre y en una ciudad extraña. Pero en aquella breve conversación no había escuchado un solo reproche.

—¿Estás casada? ¿Tienes hijos?

—No. Todo a su tiempo.

—A tu edad, tu madre ya te llevaba en brazos.

—Pero ella te encontró a ti.

Se dibujó una sonrisa amarga debajo de la barba desgreñada.

—Entonces no hay nadie en tu vida.

Claudia se sonrojó y palideció casi al mismo tiempo, recordando que Xander vestía el mismo uniforme que aquellos carceleros.

—Sí lo hay.

—Sé feliz, entonces.

—Sí, lo seré —respondió con la voz entrecortada, sin ser capaz de sonreír.

—¿Por qué bajas la vista? ¿Él no te quiere? ¿Te ha hecho daño? —apretó el puño.

—No. Claro que no.

—Entonces…

—Es valiente y noble.

—¿Pero…?

—Para mí no tiene ningún defecto. Nunca soñé con amar a alguien como él, ni menos aún que él me amara.

—¿Es inglés? —preguntó entre dientes.

—Sí.

—¿Comerciante, minero…?

—Es teniente de los Ingenieros Reales.

El hombre cerró los ojos.

Trascurrieron unos minutos angustiosos. La luz que había reaparecido en el corazón del prisionero había durado solo un instante. Regresaba su hija pero la encontraba en brazos de un enemigo de su raza y de su fe.

—¿Amas a un oficial británico? —consiguió pronunciar.

—Sí.

—¿Te ha dado promesa de matrimonio?

—Aún no, es algo que queda entre nosotros.

Su respuesta fue inmediata, como el trueno después del rayo.

—Te dejará, Klaudia. Olvídalo. —Habló con amargura—. Busca un holandés, un granjero que sepa labrar la tierra y tratar a una mujer como se merece. No soy el más adecuado para aconsejártelo, pero soy tu padre. Te rechazará su familia, hasta las leyes se pondrán en tu contra y, en cuanto se acerque una señorita mimada, se olvidará de la niñera. Solo espero que no hayas cometido ningún error irreparable.

—¿Cómo puedes decir eso? —exclamó—. No le conoces, no me conoces a mí tampoco.

—Tienes razón, pero he vivido mucho más que tú, sé cómo termina la historia del señor y la criada, es muy antigua. Déjalo antes de que él te deje a ti. Busca entre los tuyos.

—¿Los míos? Qué injusto eres. Los míos son los que me quieren, no hay más patria ni más raza que esa.

—Me duele en lo más profundo que estas sean las primeras palabras que te dirijo después de tantos años sin verte, es posible, incluso, que también sean las últimas, pero si sirven para prevenirte de un daño terrible, al menos hoy sí me habré comportado como un padre de verdad. Eso me consuela.

—Estás equivocado —contestó con seguridad.

—Lo deseo con toda mi alma, tanto como tu felicidad. Si en efecto es un hombre noble, sabrá ver el ángel que Dios ha puesto en su camino, pero desconfío y tú también deberías hacerlo.

—Lo siento, papá. Amor y desconfianza son como agua y aceite, no pueden mezclarse.

El hombre recordaba las lágrimas silenciosas de su esposa y el llanto ruidoso de su pequeña, que no entendía por qué su vida de risas y juegos en el campo se había transformado en aquella existencia llena de gritos. Sí, él conocía en primera persona la traición de un hombre hacia la mujer que le amaba. ¿Qué más prueba podía pedir? En el fondo, lo que más temía era que su pequeña Klaudia cayese en manos de un malnacido como él.

—Ponle a prueba —exclamó finalmente.

—¿Papá?

—Hija, escúchame. —Bajó la voz en tono de complicidad—. Puedes tenerlo todo. Puedes tener esposo y patria, honor y amor. No deberás renunciar a nada.

—Con él no lo hago…

—Déjame explicarte —la interrumpió—. Si de verdad es digno de ti, no le temblará la mano. Todo, todo lo tendrás. Él será tuyo para siempre y la felicidad no saldrá de vuestro hogar aunque queráis echarla a puntapiés.

El hombre respiraba agitadamente mientras su hija le miraba confusa.

—Huye hacia el norte, los nuestros te darán cobijo. No tienes más que decirles quién eres, quién es tu padre. Puedes ir de granja en granja. Son ya muchos los que han pasado a las colonias portuguesas y se preparan para regresar con las armas o para establecerse y sacar adelante a su familia. Si de verdad te ama, él irá contigo.

—¿Estás loco? ¿Huir? ¿De quién? ¿Por qué? Nadie me amenaza, mi porvenir está aquí, o en cualquier parte del mundo donde él vaya. Seré yo quien le acompañe porque un soldado nunca permanece demasiado en un mismo lugar.

—No, Klaudia. Estás a tiempo. Sal de aquí. Si es digno de ti colgará el uniforme y lo dejará todo.

—La fiebre te hace delirar, papá. No puedo ni siquiera sentir dolor por tus palabras —mintió—. Tengo que marcharme. —Se puso en pie.

—Aguarda. —La retuvo por el brazo—. Quizá ya no vuelva a verte, podría pedirte perdón por esto y por mucho más, por todo el daño que os he causado a tu madre y a ti, decir que estoy débil y solo digo locuras, pero prefiero que te lleves un recuerdo amargo y un consejo de padre. Desconfía. Sé prudente.

Sin volver la vista atrás, temblando, Claudia cruzó el recinto y se encaminó a la puerta.