XXVII

¿Qué hacer? ¿A dónde ir? Se preguntaba Claudia mirando su pequeña maleta. Kimberley, sus calles, su gente parecían expulsarla como la piel con una astilla que causa infección. Si Xander no estaba a su lado, aquel no era su lugar. Fue su sonrisa lo que la hizo seguir a los Albertson hasta el confín de África y la esperanza de estar junto a él lo que la retuvo bajo las bombas. Se negó a abandonar la ciudad, no por lealtad hacia una patria lejana o a una reina que solo conocía por los sellos de correos, sino por amor a Xander. Pero él ya no estaba. Su presencia cálida, aunque fuese en el recuerdo o el deseo, había desaparecido dejando en su lugar una llaga de vergüenza y despecho.

Su padre. No debía pensar más que en él ahora, el único cabo que anudar antes de marcharse para siempre. Necesitaba verlo de nuevo, tratar de ayudarlo como pudiera o al menos consolarlo con un beso de hija. Y después, solo un tren sin dejar nada atrás.

Aún no había amanecido. La casa era todo silencio mientras fuera bramaba la tempestad. Tomó su equipaje y salió del cuarto, no se volvió para mirarlo pero al cruzar frente a la puerta de la niña no pudo evitar acercarse.

Wendy dormía con una sonrisa, Claudia pensaba que así sería el sueño de los bienaventurados. Solo ella sentiría su marcha. Pronto vendría a sustituirla otra niñera amargada que vertería sobre la niña sus frustraciones. De su boca inocente había salido una condena y al final, ella misma sufriría las consecuencias de una falta que nunca llegaría a entender. Dentro de algunos años, cuando se hubiera convertido en una pequeña mujer, apenas quedaría un recuerdo lejano de aquella niñera que le contaba historias y le cantaba canciones.

Se inclinó sobre ella y la besó, y tal como ocurriera la noche anterior, aquel beso la hizo recuperar algo de consciencia.

—¿Claudia?

—Duerme, cielo. Vengo a decirte adiós.

—Adiós. Hasta mañana.

Y con un movimiento instintivo asió un mechón rebelde del cabello de Claudia, como pidiéndole que permaneciese a su lado. Una cadena de hierro no hubiera sido tan difícil de romper como aquel delicado gesto. Finalmente, puesta en pie, la miró de nuevo y salió.

Cuando abrió la puerta la recibió una noche oscura de vendaval que se la tragó a los pocos pasos.