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El 11 de octubre de 1899 los estados bóer declararon la guerra al Imperio Británico. Era cuestión de tiempo. Ellos tenían minas de oro y los ingleses armas y hombres de sobra para arrebatárselas. Al menos los holandeses tomaron la iniciativa.

El primer día después de la declaración de guerra fue de cierta tranquilidad. Nadie imaginaba que aquellos granjeros barbudos y mal armados pudieran hacer frente al todopoderoso ejército de la reina Victoria. Solo hubo revuelo en los cuarteles y en las redacciones de los periódicos, pero pronto se darían cuenta del error. Los holandeses ya habían vencido a los británicos hacía veinte años, nadie que hubiera peleado contra ellos en el veld se podía permitir el lujo de despreciarlos.

Rápido como un relámpago, en apenas cuarenta y ocho horas, un gran ejército bóer entró en territorio inglés y avanzó hacia tres ciudades cercanas a la frontera: Ladysmith, Mafeking y la ciudad diamante, Kimberley.

El 14 de octubre el telégrafo se quedó mudo y el tren que se esperaba en la estación no llegó a su destino. Las sirenas de las minas empezaron a sonar. ¿Qué ocurría?

A lo lejos, sobre el horizonte, aparecieron las columnas de soldados. ¿Qué atrevimiento era aquel? ¿Cómo tenían la osadía de plantarle cara al pabellón inglés? El optimismo de gran parte de la población y el desconcierto de algunos otros más sensatos impidieron darse cuenta de la gravedad de la situación. Kimberley era una ciudad de forma alargada, con trece millas de contorno y una población de casi cincuenta mil personas. No tenía ninguna protección natural más que las enormes escombreras de las minas y contaba tan solo con quinientos hombres para defenderla: la caballería ligera, la infantería de línea del North Lancashire y el regimiento de Ingenieros Reales con algún cañón de pequeño calibre. De habérselo propuesto, los boers hubieran ocupado Kimberley apenas dando un paseo, sin embargo decidieron detenerse y rodear la ciudad, comenzando así un terrible asedio que duraría cuatro meses.

Se extendió el rumor de que, en su avance, los boers habían cortado el suministro de agua que se bombeaba desde el río Vaal. La única preocupación fue la de no poder hervir el té a la hora de costumbre pero pronto se supo que había reservas suficientes en un pequeño pantano dentro de la ciudad y volvió la calma. ¿Cuánto podía durar aquella situación? Los que hablaron de una semana fueron tachados de pesimistas y hasta insultados por antipatriotas. Sin embargo, los soldados tenían otra visión bastante más realista de la situación.

El coronel del regimiento de Ingenieros convocó a la oficialidad.

—Señores —les habló—, ahora vamos a demostrar de qué pasta estamos hechos. Los hombres que están frente a nosotros no son siluetas para hacer ejercicios de tiro.

Se escuchó un revuelo que desapareció en segundos. El coronel, visiblemente preocupado, continuó.

—Estamos en guerra. Esta mañana se ha cerrado el cerco a la ciudad. El coronel Kekewich, del Lancashire, está al mando de toda la guarnición. Se va a crear una milicia urbana que, esperemos, no se limite a dar problemas. Ahora, nuestro principal objetivo es mantener abierta la línea de ferrocarril. No podemos esperar refuerzos si se corta la vía pero me temo que los boers se nos han adelantado. El tren de El Cabo no ha llegado, eso quiere decir que la vía está interrumpida, pero tampoco hay telégrafo, así que no sabemos dónde han atacado ni con qué fuerzas. Y eso no es todo. Esta madrugada salió para defender la línea un tren blindado con el poco armamento pesado que tenemos, pero sospechamos que puede haber caído en manos del enemigo. Recuperar ese tren puede suponer la diferencia entre resistir o perder toda esperanza. Los de infantería no saben colocar un raíl ni desplazar una traviesa. Señores, eso es tarea de los Ingenieros Reales. Para muchos de ustedes este puede ser su bautismo de fuego, otros, sin embargo, recuerdan bien olor de la pólvora. Por eso necesito cuatro voluntarios para…

Como un trueno, todos los oficiales gritaron «¡Presente!» avanzando un paso. El coronel les devolvió una sonrisa amarga de satisfacción y tristeza al mismo tiempo.

Los elegidos fueron dos capitanes veteranos y dos tenientes novatos. Medio centenar de hombres a sus órdenes iban a comprobar si era cierta la proverbial puntería de los boers y la eficacia de sus Máuser.

Las primeras explosiones se habían escuchado en las calles de Kimberley durante la misa de once, la ciudad quedó casi desierta. Los soldados caminaron hacia la estación de ferrocarril en perfecta formación, causando a los pocos viandantes una inquietud que disimulaban debajo de los vítores y los cantos. ¿Aquellos pocos muchachos iban a defender su ciudad?

La vieja locomotora de maniobras, enganchada a un vagón de carga, exhaló un chorro de vapor sin hacer sonar el silbato. No salía precisamente en viaje de recreo. Allí, en algún lugar que se perdía en la llanura, encontrarían una barricada y docenas de armas esperando a quien se acercase a levantarla.

La marcha fue lenta, varias horas de tensión y calor hasta divisar el tren blindado entre un enjambre de guerrilleros que no encontraban el modo de acercarse a sus troneras. La vía estaba levantada delante de la máquina y también unos cuarenta metros por detrás, lo que le impedía avanzar ni retroceder. Los defensores resistirían tan solo el tiempo que les durasen las municiones o el agua.

Cuando apareció el tren de rescate, los boers se dispersaron precipitadamente buscando los pocos parapetos que ofrecía el terreno. Quizá imaginaban que llegaría todo un regimiento en vez de un puñado de hombres pero, cuanto más tarde lo descubrieran, tanto mejor para los ingleses. La locomotora se aproximó todo lo que pudo al punto de corte de la vía. Los primeros disparos impactaron contra las débiles tablas del vagón y obligaron a los ingenieros a echarse cuerpo a tierra sin haber bajado siquiera de la escalerilla.

—Albertson —ordenó el capitán—, prepara a tus hombres. Hay que desmontar la vía delante del blindado y reemplazar los raíles que han volado detrás para poder recuperarlo. Los demás —habló a todos los que seguían tendidos en el suelo del vagón—, a mi voz, nos desplegamos sobre el talud de la vía y los cubrimos ¿entendido? No hay tiempo que perder.

Los soldados salieron a la carrera por puertas y ventanas, tratando de dispersar el fuego del enemigo. Se parapetaron debajo del vagón y la locomotora y junto al terraplén, disparando sin saber muy bien contra qué. Los cartuchos de los boers apenas despedían humo, lo que hacía prácticamente imposible localizarlos una vez ocultos entre el pasto y las rocas.

Xander, a la cabeza de ocho hombres, corrió hasta el tren blindado. Las balas empezaron a silbar pero los enemigos estaban lejos. No tardarían en aproximarse. Los defensores del blindado se apresuraron a cubrirles con la ametralladora, seguramente consumiendo las pocas municiones que les quedaban.

Encajaron una gran llave alargada sobre los tirafondos y empezaron a desatornillar los raíles y las traviesas. Un minuto después sudaban y apretaban los dientes pero no podían detenerse. Los boers afinaban cada vez más su puntería, un proyectil destrozó el hombro de un soldado, que cayó gritando de dolor ante el espanto de sus compañeros.

—Vamos, si no queréis que nos maten a todos —exclamó Xander intentando que no le temblara la voz.

Los ingenieros separaron los raíles que ardían bajo el sol y empezaron a acarrearlos con esfuerzo hasta la parte trasera del blindado para reponer los que estaban destruidos. Al percatarse de sus intenciones, los boers decidieron arriesgarse cada vez más para no perder una presa tan suculenta, pero las balas de los británicos los mantuvieron a raya.

La reparación, aunque precaria, permitió la marcha atrás de la locomotora. Se movió muy lentamente, los raíles podían separarse y las traviesas que habían ensamblado a toda prisa temblaban bajo su peso. Si la máquina descarrilaba no habría salvación posible y no quedaría más opción que volar el convoy para que las armas no cayeran en poder del enemigo. Pero la vía resistió. Los dos trenes, el blindado y el de sus liberadores, enfilaron el camino de Kimberley con los vagones por delante de las locomotoras. De nuevo llovieron las balas, pero la misión estaba cumplida. Los hombres y el material regresaban a casa.

Al entrar en la estación, la muchedumbre que aguardaba rompió a cantar dando vivas a la reina y al ejército.

Desde el interior del tren, los militares los miraban con profunda tristeza. Habían saboreado el plomo de los boers y obtenido una mínima victoria sobre ellos, pero miles de guerrilleros los observaban desde sus posiciones, cada vez mejor fortificadas y en espera de recibir por aquella misma vía pesados cañones para demoler la ciudad hasta los cimientos.

—Señores —les habló el capitán—, esfuércense por sonreír. Hagan subir al médico y que atienda aquí a los heridos, ya desembarcarán más tarde. Que toda esta gente duerma feliz al menos por esta noche.

Poco después de que salieran los soldados, el padre de Xander había acudido al cuartel para saber si su hijo formaba parte de la expedición, pero al llegar a la primera garita, un soldado le cortó el paso.

—Soy el padre del teniente Albertson —gritaba fuera de sí, y se hubiera llevado un buen golpe con la culata del fusil si no le hubiese calmado una voz desde el interior del recinto.

—Tranquilícese, amigo —escuchó la voz del teniente O´Clery con su inconfundible acento irlandés.

—¡Oh, por fin! —exclamó—. Usted conoce a Alexander, seguro que sabe si…

—Por favor, comprenda que no puedo decirle nada. Ahora no son maniobras, estamos en guerra.

—Pero se trata de mi hijo.

—Y de mi amigo, señor Albertson, pero cualquier información que pueda darle sería delito de traición.

—Yo solo quiero saber si él está aquí o forma parte del grupo que ha salido al amanecer —suplicó.

—Insisto, no puedo afirmar ni negarle nada, pero… —bajó la voz— haría bien en ir a la estación. Por favor, no me comprometa más.

No tuvo fuerzas para dar las gracias. Su hijo, en efecto, estaba enfrentándose al enemigo, algo que nunca había entrado en sus cálculos. «Un ingeniero hace puentes y fortalezas», se decía, «pero no dispara fusiles».

El señor Albertson permaneció unos segundos sin reaccionar, un soldado lo llevó hasta su carruaje como si fuera un autómata.

Cuando llegó a casa trató de disimular su horror y transmitir algo de serenidad a la familia. No imaginaba que alguien más que su esposa y sus hijas tenía el alma pendiente de sus palabras. Claudia se estremecía de ansiedad y se esforzaba en controlar el temblor que agitaba su cuerpo.

—¡Papá! —Charlotte se precipitó hacia el coche.

—Subid, hijas, vamos a la estación. Xander ha salido esta mañana hacia Kraaipan. Me han confirmado —mintió— que él no marchaba en vanguardia, solo como refuerzo por si hubiera que reparar algún desperfecto en la vía, pero los boers son asunto de la infantería. No os preocupéis. Él estará muy lejos del peligro. Wendy, hija, quédate con Claudia, no tardaremos en regresar.

La niñera sintió que se le desgarraba el corazón. Palideció y retuvo las lágrimas, pero la vocecita de la pequeña salió en su ayuda.

—No. Yo no me quedo. Voy a ver a Xander. —Y con resolución saltó dentro del coche agarrándose con fuerza a las faldas de su madre—. Y no me pienso bajar —apostilló.

El padre, ansioso por partir cuanto antes, señaló a Claudia el último asiento libre.

—Vamos, no perdamos más tiempo.

A medida que se acercaban a la estación, más y más gente se arracimaba por las calles. Todos miraban ansiosamente las hojas del Diamond Fields Advertiser, el periódico local, comentando las noticias con grandes voces y aspavientos.

La familia se apeó entre empujones mientras Claudia sujetaba la manita de Wendy para evitar perderla entre la muchedumbre. A su alrededor los grupos de curiosos esparcían todo tipo de rumores, a cual más optimista.

—La columna que nos manda la reina debe de estar ya cerca. Parece que anoche se oyeron los carros.

—Claro, yo los escuché perfectamente. ¿Acaso no has visto las nubes de polvo por la zona de Beaconsfield? Están aquí al lado. No creo que tarden más de un día, dos como mucho.

—Vamos, no seas necio —añadía un tercero—. ¿Por qué iban a tardar tanto? Esta noche cenan en Kimberley, seguro. Dicen que los boers han salido corriendo y no han parado hasta Johannesburgo. Se han dejado treinta cañones y no han tenido ni tiempo para destruirlos.

—¿Pero es que sabían cómo dispararlos? —respondía entre carcajadas.

—Tienes razón. Unos campesinos haciendo de artilleros. ¡Bonita escena!

En medio de aquella marea, la familia ocupó un pequeño espacio cerca de la verja de la estación. El padre subía al andén en busca del ansiado penacho de humo en el horizonte, tratando de ocultar el miedo que le atormentaba más que a ninguno. Todos creían que Xander formaba parte de un gran contingente de soldados cuya superioridad pondría en fuga a todos los boers desde allí hasta el océano, pero la realidad era bien distinta.

Wendy terminó por dormirse en brazos de Claudia, que la acomodó entre unos embalajes, sobre la manta de paseo del coche. Ella leía la inquietud en los ojos del padre mientras su esposa y Charlotte parloteaban con otros grupos de ciudadanos compartiendo las consignas patrióticas.

Al fin se oyó un estruendo de voces. A lo lejos se divisó el humo de una locomotora. ¿Sería la columna de rescate? Se imaginaban ya el desembarco de cientos de soldados con uniformes impecables y botones brillando al sol.

Después de unos minutos angustiosos se pudo distinguir la silueta del pequeño tren de maniobras de la estación seguido del blindado. Aunque muchos se sintieron decepcionados, al menos se trataba de una victoria, los chicos regresaban a casa.

Nadie pareció reparar en los impactos que horadaban la tablazón de los vagones. Los hombres que descendieron, visiblemente cansados, saludaban como si regresasen de una tarde de pesca con algo de marejada, nada más. Formaron sobre la plataforma y comenzaron a marchar hacia el cuartel con el arma al hombro entre un griterío atronador y una lluvia de papeles de colores.

Los Albertson, como tantos otros ciudadanos de Kimberley, se abalanzaron sobre el cordón de voluntarios que trataban de mantener el paso abierto. Xander marchaba en cabeza, con los otros oficiales.

—Hijo, hijo —gritó la madre.

Xander solo pudo dirigirle una sonrisa tranquilizadora. Claudia le miraba en silencio, desde lejos, llevando sobre los hombros a la pequeña Wendy, que no dejaba de agitarse.

—¿Lo visteis bien? —exclamaba Charlotte al llegar a casa—. Tan marcial, al frente de los soldados.

—Claro hija —afirmaba la madre—, en el sitio que le corresponde. ¿Dónde estaban los envidiosos del regimiento? Después de esto, no creo que tarden en ascenderle por méritos de guerra. Será el capitán más joven del ejército británico y no sería de extrañar que le concediesen la Cruz Victoria.

—Vamos, vamos, mujer, que no es para tanto —trataba de sosegarlas el padre.

—¿Cómo que no? —protestaba su esposa.

—Lo vi desfilar de regreso al cuartel, igual que vosotras, pero no sabemos qué ha ocurrido. No creo que haya sido la batalla de Waterloo, precisamente.

—¡Qué sabrás tú! Anda, vuelve al laboratorio. O mejor, corre al ayuntamiento a alistarte en la milicia como están haciendo los vecinos. Nosotras nos las arreglaremos solas.

Resoplando, el señor Albertson las dejó desmenuzando los artículos del diario y subió a su despacho.

Claudia se mantenía en silencio, siempre cerca de Wendy y evitando entrar en conversación con Charlotte o con su madre. En efecto, ella había salvado la vida de la niña poco tiempo atrás, pero nadie podía asegurar que algún pariente lejano no hubiese disparado contra su hijo o en aquel mismo instante estuviera apuntando un cañón hacia su casa.

El destino se mostraba cruel. En el mismo instante que Xander le abría su corazón, a su alrededor estallaba la guerra, sin tiempo para asimilar aquellos cambios que iban a trastocar su vida. Se sentía observada, los holandeses eran ahora los enemigos que enviaban sus proyectiles contra Kimberley y mataban a sus hombres; por otro lado, las palabras de Xander iluminaban con fuerza aquellas sombras terribles. La amaba. A ella, a la niñera que caminaba sin hacer ruido y bajaba la mirada… o quizá a la mujer valiente que ni ella misma imaginaba ser. ¿Qué importancia tenía que se hundiera el mundo a su alrededor? Vivir en un infierno con aquella certidumbre era mil veces mejor que gozar de una vida apacible pero sin esperanza de compartirla con Xander.