VIII
El puente sobre el Modder no estaba lejos, tomando el tren que partía al amanecer llegarían al campamento de los Ingenieros Reales en poco más de una hora, teniendo por delante todo el día para disfrutar del aire libre y la buena comida.
En el andén, los Albertson coincidieron con la esposa del teniente O´Clery y otras señoras encopetadas a las que seguían criados negros con cestas de mimbre.
La locomotora se sacudía la pereza de la noche tratando de ponerse en marcha. Claudia ocupó su lugar, cerca de los señores por si la niña la necesitaba pero sin compartir con ellos ni asiento ni conversación.
—Ya verás qué sitio tan pintoresco —animaba Charlotte, como si conociera el lugar al que se dirigían.
—Os recuerdo —advertía el padre— que allí, con el resto de oficiales, no podéis dirigiros a vuestro hermano como Xander sino como Alexander.
—O mejor —corrigió la madre—, Teniente Albertson.
—Pero mamá ¿cómo pretendes que llamemos así a nuestro hermano?
—Charlotte, por favor, recuerda quién eres y en qué lugar te encuentras.
Wendy no tenía una idea muy clara de qué hacer en aquella excursión. Habían pasado muchos días de campo en los parques de Ciudad del Cabo e incluso en Kimberley, en la gran pradera junto al embalse, pero los escrúpulos de su madre la confundían.
Claudia, entre tanto, miraba por la ventana dejando que su vista se perdiera por la llanura de color anaranjado.
Al fin empezaron a divisarse los primeros árboles que señalaban la presencia del río. La máquina redujo la velocidad y en los vagones se escuchó un súbito ajetreo de voces y tintinear de vajillas.
—¡Magersfontein!
El aviso tuvo el mismo efecto que la señal de salida en una carrera, todos se pusieron en pie y comenzaron a revolotear por el pasillo del vagón. Se apearon con precipitación, imaginando, quizá, que el maquinista no aguardaría a que todos estuvieran en tierra y reanudaría la marcha llevándose a los más rezagados.
Desde la explanada pudieron ver por primera vez el río de color terroso que corría lentamente entre arboledas y campos de cultivo. No hubiera podido compararse con un arroyo cristalino en la campiña inglesa pero en el árido interior de Sudáfrica era lo mejor que podía encontrarse.
Sin más ceremonia, los oficiales se reunieron con sus familias. Los Albertson temían no saber comportarse en aquel ambiente pero cuando vieron a los primeros niños correr hacia los brazos de sus padres respiraron tranquilos. Xander les presentó a algunos compañeros y charlaron animadamente durante un buen rato.
Poco a poco los grupos se fueron dispersando en busca de un rincón fresco en el que pasar el calor del mediodía. Anduvieron río abajo hasta un recodo en que la corriente se remansaba formando una pequeña laguna. Los juncos eran altos y las ramas de los sauces caían hasta tocar la superficie del agua.
El criado se afanaba por extender el mantel sobre la pradera.
—Claudia —ordenó la señora Albertson con altivez—, ayuda a preparar el almuerzo, ya nos ocupamos nosotras de Wendy.
La muchacha reprimió un gesto de dolor. Era una niñera, no una criada. Poner los cubiertos no era su misión, cualquiera lo hubiera tomado como un verdadero insulto pero ella, en su humildad, solo lamentó que Xander hubiera estado presente. Tomó los dos extremos del mantel que cayó sobre la hierba con mansedumbre de nieve. El criado arrastró con trabajo la cesta de la comida y desabrochó las correas.
Entre tanto, Xander charlaba con Charlotte y sus padres sin prestar atención.
—¿Ha salido todo bien?
—El primer día hubo algún problema con los caballos que llegaron mareados por el viaje y costó calmarlos, pero después todo se fue cumpliendo según el programa.
—¿Habéis tendido el puente? —preguntó Charlotte.
—Sí. Quedó un poco inestable pero pudimos cruzar con los carros. Comprobamos que aguantaba y volvimos a deshacerlo. De eso trataba el ejercicio, de ser capaces de restablecer el tráfico si alguna crecida se lleva el puente de hierro o lo vuela el enemigo.
—¿Enemigos? ¿Te refieres a los boers? Esos solo saben ordeñar vacas. —Reía despectivo el señor Albertson.
—Te recuerdo que hace unos años nos ganaron una guerra. Yo les tengo un gran respeto. Ellos conocen el terreno mejor que nosotros. En la academia nos insistían en que esa ha sido muchas veces la clave de la victoria, sin embargo, aquí todos los consideran unos granjeros ignorantes. Ojalá se resuelvan los problemas, no quisiera quedar a tiro de sus fusiles. Sus Máuser son mucho mejores que nuestros Martini Henry —y señaló su arma, tendida en la hierba junto a la cartuchera y el gorro.
Claudia oía aquellas palabras y se estremecía. Xander tenía un alma grande y generosa, podría incluso no despreciarla si llegaba a descubrir su verdadero origen. Pero ¿para qué seguir soñando? Resignada, comenzó a distribuir los platos sobre el recuadro de tela.
En ese momento se acordó de Wendy. ¿Dónde estaba? El resto de la familia rodeaba a Xander oyéndole contar anécdotas de cuartel. La pequeña no estaba con ellos. Claudia alzó la vista y la encontró algo alejada, sola, tirando piedrecitas al borde de la charca. Entonces advirtió una extraña vibración que rompía la curvatura de las ondas que producía cada piedra. En un segundo sonaron todas las alarmas y los recuerdos de su infancia regresaron de golpe. Se abalanzó sobre el fusil de Xander y el correaje con los cartuchos y echó a correr desesperadamente al lugar en que Wendy seguía jugando.
—¡Claudia! —Exclamaron los Albertson sin entender qué ocurría.
Como un rayo, la niñera corría chapoteando por la orilla al mismo tiempo que extraía un cartucho y lo introducía en la recámara del fusil.
—Dios mío —gritó Charlotte—, se ha vuelto loca. ¡Va a matar a Wendy!
Xander se puso en pie y se lanzó detrás de Claudia, viendo con horror cómo ella, muchos metros por delante, detenía su carrera y se encaraba el arma apuntando en dirección a su hermana. No llegaría a tiempo.
Al disparo le siguió un ruido escalofriante. Un enorme cocodrilo saltaba con el cráneo destrozado por el balazo a menos de dos pasos de Wendy.
La pequeña, empapada por las salpicaduras de agua y sangre de la bestia, rompió a llorar, aterrorizada, mientras Claudia tiraba el arma y corría a abrazarla.
El regreso a Kimberley trascurrió entre el silencio de la familia y los comentarios a media voz del resto del pasaje. Necesitaban tiempo para asimilar lo ocurrido. La madre se sentía responsable por haber mandado a Claudia servir la mesa y llegó a escuchar entre los murmullos la pregunta zahiriente «¿un ingeniero de la mina De Beers solo tiene un criado y debe ayudarle la niñera?». El padre, en silencio, daba gracias a Dios por haber evitado la tragedia y Wendy, agotada por el sobresalto, dormía a pesar del traqueteo del vagón.
Pero todo había cambiado para Claudia. Una simple institutriz no hubiera sido capaz de descubrir un caimán en la laguna, cargar un arma a la carrera y acabar con él de un solo disparo. No había duda, era bóer.
Xander fue el primero que le dirigió la palabra con serenidad una vez que cesaron los gritos y los desmayos.
—Claudia ¿cómo sabías que…?
—Una intuición. —Trató de mentir.
—Ni el mejor soldado del regimiento es capaz de cargar el arma en tres segundos, corriendo y hacer diana. Eso no es intuición, Claudia.
Ella se ruborizó, como si haber salvado la vida de Wendy fuera un acto que mereciera sanción. Suponía que bajando la mirada evitaría responder a la pregunta, pero después de unos segundos la alzó de nuevo y volvió a encontrarse con los ojos de Xander clavados en ella.
—Cuando era niña —titubeó— viví en el veld. Aprendí a disparar y a montar. Luego nos fuimos a El Cabo. Hacía muchos años que no empuñaba un arma pero cuando vi moverse la superficie del agua, todo regresó de pronto.
—Entonces, no es cierto lo que pensábamos de ti.
—Lo es, señor Alexander. Mi madre es de Lombardía.
—Sí, pero tu padre…
—Él no cuenta.
—¿Murió?
—Nos abandonó. Por favor, no me pregunte más.
Xander se sintió ruin, miserable y su rostro enrojeció de vergüenza. La tomó de la mano y la miró al interior de sus ojos azules.
—Claudia —le dijo con un acento que le brotaba directamente del alma—, no me importa tu sangre, tu apellido ni tu religión, no me importa dónde has nacido ni en qué lengua te cantaban para que te durmieras en la cuna. Solo sé que eres la mujer más valiente que jamás he conocido. Te debo la vida de mi hermana y la felicidad de mi familia. Pídeme lo que quieras, dispón de todo lo que tengo y no será bastante para pagar lo que te debo.