XIV

Después de un escueto saludo a las otras voluntarias, Claudia se enfundó la bata blanca y miró la lista de tareas. Por delante tenía varias docenas de camas que cambiar y un buen número de heridas abiertas, algunas terribles, para las que no tenía otro desinfectante que el aguardiente de los mineros.

Cada vez que se aproximaba al hospital, en su interior se reavivaba la llama de la esperanza, pero el miedo y el dolor que albergaban aquellas paredes la hacían olvidar sus ilusiones apenas cruzaba el umbral.

En la sala, sobre una camilla empujada por un celador, se estremecía un cuerpo bajo una sábana ensangrentada. A su lado caminaba un militar con los ojos congestionados por el llanto.

—Ánimo, Thomas. Ya estás a salvo. Ya ha pasado todo.

—Mi teniente, por Dios. ¡Que no me corten el brazo!

—No te preocupes por eso ahora. Debes descansar, has perdido mucha sangre. Estás delirando —contestó con marcado acento irlandés.

—Que no me lo corten... —La voz se apagaba por momentos.

Claudia ayudó a depositar el cuerpo en una cama limpia y vio, con horror, un muñón rojo por debajo del hombro. El pobre soldado aún sentía el miembro amputado sin ser consciente más que de su dolor y su miedo.

El teniente trató de que no se le notase el temblor en la voz.

—Vamos, amigo, ahora vas a estar un buen tiempo de permiso y con chicas guapas. ¿Verdad? —miró a Claudia con una profunda expresión de tristeza.

—Descuida, Thomas —respondió ella—. Te vamos a tratar como a un rey. Bebe un poco de licor —le acercó la botella mientras le alzaba suavemente la cabeza.

El soldado tragó el líquido con un gesto de desagrado pero al instante hundió la nuca en la almohada y cerró los ojos. Podría estar muerto, herido, inconsciente o sencillamente desesperado.

El teniente se alejó de la cama del herido.

—Cuídenlo bien —pidió a Claudia en voz baja—. Es un héroe. Ha salvado la vida a tres compañeros.

— Ya no tenemos material, pero lo poco que podamos hacer, cuente con ello.

Sin decir una palabra, el oficial se dio media vuelta. Entonces Claudia observó la insignia redonda con las hojas de laurel en el cuello de la guerrera.

—Perdone, teniente. ¿Es usted de los Ingenieros Reales?

—Me sorprende que todavía se nos pueda reconocer.

En ese momento desaparecieron los heridos, el olor de la sangre y los gemidos de los moribundos. Era un compañero de Xander.

—¿Puedo preguntarle por un oficial de su regimiento? —le habló con timidez—. Se llama Alexander Albertson.

—Oh, claro. El teniente es un buen amigo mío.

—Soy la niñera de su hermana.

El militar hizo memoria y al fin sonrió.

—¿No será usted la que salvó a la niña en el puente del Modder? Claro. ¿Cómo olvidarla? Yo también estaba allí. Nos dio una lección a todos nosotros. Cuánto daríamos ahora por tener una docena de tiradores como usted.

Claudia no tenía tiempo para cumplidos de modo que le interrumpió sin disimular su ansiedad.

—¿Está bien el teniente Albertson? Estamos muy preocupados. En sus cartas asegura que no hay nada que temer, que los Ingenieros nunca entran en combate.

—¿Eso dice? —El teniente miró hacia la cama en que yacía su compañero—. ¿Acaso cree que ese soldado ha perdido el brazo dando de comer a los caballos? Se lo ha arrancado una ráfaga de ametralladora esta misma noche, cerca de la granja Webster.

El rostro de Claudia palideció.

—Entonces, el teniente Albertson también…

—Como todos. Ha salvado la piel de puro milagro no sé en cuántas ocasiones, manda su compañía con arrojo y le he visto cavar trincheras en medio de un fuego de artillería que hacía temblar los cimentos de las casas. Es un soldado ejemplar, solo obedece y trabaja, nunca se queja, no pide nada. Si además no alardea de ello y hasta niega el peligro para no alarmar a su familia, no puedo imaginar mejor oficial en todo el ejército británico.

Las lágrimas brotaron de los ojos de Claudia. No pudo evitarlo.

—Lo siento, no era mi intención causarle un disgusto, solo decirle la verdad.

Una enfermera se acercó a la muchacha y la tomó del brazo con fuerza, a la vez que le susurraba una frase cortante.

—Aquí no se llora. Piensa en estos hombres. Guárdate la pena, por favor. Hazlo fuera si no puedes aguantarte, pero que no te oigan.

El teniente se estremeció. Se puso al lado de Claudia y la acompañó a la salida del sanatorio. Al atravesar la puerta, como si fuera una niña, cerró los ojos y lloró en silencio, dejando salir toda la tensión y el miedo que llevaba acumulados desde que vio a Xander por última vez.

—Dígale, por favor… —no supo qué añadir.

El irlandés tomó su mano con cariño de hermano.

—El soldado que acabamos de traer es de su compañía, seguro que le conceden permiso para venir a verlo. Si quiere, puedo avisarle de que está usted aquí.

Ella se ruborizó como una adolescente.

—¿Lo haría?

El militar no pudo reprimir una sonrisa.

—Claro, en cuanto me cruce con él. —Y sin más ceremonia, la saludó llevándose la mano a la visera y montó en su caballo.

¿Sería posible que esa misma mañana viera de nuevo a Xander? ¿Cuánto tiempo había pasado? Desde la última vez que se despidieron había sido imposible tener de él más noticias que las que enviaba en sus breves cartas, siempre optimistas. Llegaban en la valija del regimiento, en un sobre con membrete que entregaban siempre al señor Albertson sin esperar respuesta. Aunque la idea de alistarse como voluntaria había partido del propio Xander, él ignoraba que había seguido su consejo y las posibilidades de encontrarse por pura casualidad eran demasiado pequeñas.

El sol empezaba a elevarse sobre el horizonte, debía volver a casa. Dentro de poco Xander llegaría, daría ánimos al soldado herido y se marcharía sin haberla visto, sin saber siquiera que había estado aguardándolo. No, aquello no podía permitirlo. Subió a la oficina del hospital y tomó papel y pluma.

«Señor Albertson, le ruego que sepa disculparme. Anoche hubo combates y acaban de llegar varios heridos. Todas las manos son pocas y me han pedido que permanezca aquí hasta mediodía. Sé que lo comprenderá. Por favor no se lo diga a Wendy para no asustarla. Le quedo muy agradecida. Claudia C.»

Llamó a un chico que dormitaba junto a la verja del hospital.

—¿Quieres ganártelas? —le dijo, mostrándole dos monedas.

El niño se puso en pie de un salto.

—Toma esta carta y este chelín. Hay que llevarla a este número de Du Toitspan Road y entregársela al señor de la casa, pero ve rápido, antes de que salga a trabajar. Sabré si me mientes. Cuando regreses te daré la segunda moneda.

En cuestión de segundos, el muchacho corría calle abajo levantando una pequeña nube de polvo.

El resto de la mañana trascurrió con una lentitud exasperante. Cada minuto parecía una hora y las horas días enteros. Llegaban y salían enfermos, familiares, médicos y voluntarios, pero entre ellos no se veían las casacas de los soldados.

—Claudia —la llamó una voz.

—¿Doctor?

—¿Hoy estás haciendo doble jornada? Seguro que lo haces por la paga ¿verdad? —La risa estruendosa se escuchó por todo el corredor.

—Seguramente —aceptó la broma.

El médico se acercó cambiando de expresión.

—Claudia, me temo que debo pedirte algo que hasta ahora no me había atrevido, pero entre el hambre y las bombas nos estamos quedando sin personal.

El rostro de la muchacha palideció.

—Por favor, no me lleve al quirófano. Los gritos se oyen por todo el hospital y tengo pesadillas con ellos.

—No, no es eso.

—Entonces…

Carraspeó, buscó varias veces la forma de empezar la frase y otras tantas se detuvo. ¿Para qué andarse con remilgos? Miró a Claudia y fue directamente al grano.

—Necesitamos sacar la ropa de los infecciosos. Hay que quemarla cada diez o quince días pero ya no tenemos a nadie que lo haga. Antes se encargaban unos nativos a los que pagábamos con comida, pero se nos ha acabado y ellos se han ido. Creo que Lethordi, el rey de los bashutos, ha autorizado a los de su tribu a que abandonen la ciudad. Lo cierto es que se encargaban de todo el trabajo duro, el que nadie está dispuesto a hacer pero a cambio hay menos bocas que alimentar. Mirémoslo por el lado bueno.

—¿La ropa?

—Oh, perdona, me pongo a hablar y puedo acabar en cualquier sitio. Sí. Se trata de recoger las sábanas y las prendas que traen los enfermos, apilarla y sacarla al patio trasero. Allí siempre hay una hoguera, no lo dudes, hazlo deprisa, échalo todo.

—Es peligroso.

—Sí. Claro que lo es. Sobre todo porque ignoramos cómo se contagia la enfermedad. Estamos seguros de que tiene que ver con la higiene, pero nada más. Los bashutos nunca se contagiaron, por eso sabemos que la mejor prevención es meterse rápidamente en un baño de agua caliente como ellos hacían. Quizá la transmitan los piojos o la sangre. Quítate la ropa y guárdala, ponte solo la bata. Cuando hayas quemado todo échala también al fuego. Te daremos otra, no te preocupes. En un rincón del patio hay un depósito para bañarte.

—¿Así se evita el contagio?

—Es lo mejor que sabemos hacer. Si dentro de unos días sientes fiebre, náuseas o enrojecimiento en el pecho, sal de tu casa sin tocar nada y ven al hospital. Los primeros días no contagiarás a los que te rodean. ¿Te atreves? No puedo mandarte nada, solo pedírtelo.

Claudia guardó silencio. Le aterrorizaba la muerte atroz de los enfermos de tifus, sus dolores, sus articulaciones hinchadas y la debilidad que terminaba por consumirlos como una vela que se apaga, pero sobre todo temía llevar la enfermedad a casa de los Albertson.

—De acuerdo. Vamos —consiguió decir en voz baja.

El doctor evitó mirarla. La guio por un corredor que desembocaba en un patio angosto. En el centro ardía una pequeña lumbre entre astillas y basura, a su alrededor se veían jirones de ropa medio quemada. Claudia se fijó en una camisita de niño.

—Allí tienes el depósito para bañarte. Recuerda, echa la ropa al fuego, quítate la bata y quémala también, luego métete en el agua, sumérgete por completo y aguanta el tiempo que puedas. Está muy caliente así que saldrás colorada como un cangrejo. Claro, cuando lo hacían los nativos no se les notaba. —Y de nuevo empezó a reír con carcajadas dando un toque cómico a la escena de tragedia—. Cuando salgas, encontrarás otra bata en este armario.

Unos minutos después, entraba en la sala de infecciosos, la cara más terrible del asedio. Un olor insoportable impregnaba el aire pero las ventanas no podían abrirse por miedo a que la enfermedad se propagase. Aquellos desdichados estaban solos. Los celadores apenas entraban para llevar la comida. Los enfermos más fuertes ayudaban a los débiles, en espera de caer postrados o superar el mal con su fuerza y la ayuda de Dios.

Cuando entró Claudia todas las miradas se dirigieron a ella. Recordaba las novelas piadosas cuando la santa bajaba al lazareto.

—Hola niña —le habló una anciana desde su cama—. ¿Vienes por la ropa? Te la hemos dejado allí, junto a la puerta. No te acerques más, no es necesario.

No pudo evitarlo. Se sentó en la cama de la mujer y la tomó de la mano.

—¿Cómo se encuentra? Tiene mucha fiebre.

—No te preocupes por mí —contestó sorprendida, yo ya he hecho mi camino. Reza por esos pequeños. —Señaló un grupo de cunas.

Saludó con la mirada a todos los enfermos que se apartaban a su paso o la sonreían desde sus camas. Tomó el montón de ropa que habían doblado cuidadosamente y envuelto en una sábana limpia. Temblaba al pensar que pudiera acabar allí dentro, con aquellas personas con las que habría coincidido tantas veces en el mercado o en el paseo no mucho tiempo atrás.

Salió al patio y depositó el fardo junto a la hoguera. En cuanto las llamas prendieron, se desnudó y dejó caer también sobre el fuego la única prenda que la cubría. Dio unos pasos sobre la arena y metió el pie en el depósito de agua pero una punzada de dolor subió desde sus dedos hasta el cerebro y la hizo retirarse rápidamente. Recordaba el llanto de Wendy cada vez que notaba el agua del baño un poco más caliente de lo normal. Tomó aire y, sin pensarlo, se introdujo en el recipiente de hierro hasta quedar totalmente sumergida. En el interior de sus ojos vio luces, chispas, geometrías disparatadas. Permaneció así durante unos segundos eternos, tantos como le permitieron sus pulmones y la resistencia de sus nervios. Finalmente salió del agua totalmente enrojecida y, marcando sus huellas sobre la madera del corredor, volvió a anudarse una bata blanca.

Se secó el cabello con la manga, dejándolo desordenado como un nido en lo alto de una rama y así, descalza, salió al pasillo principal en busca de su ropa.

—Por favor ¿han traído aquí a un soldado herido en el brazo? Rickett, Thomas Rickett, de los Ingenieros Reales.

Claudia se detuvo en seco.

—¿Xander?

—¿Claudia?

Se miraron desconcertados, como si fueran una aparición milagrosa. Xander estaba delgado, con las mejillas hundidas y un cerco oscuro alrededor de los ojos, como un hombre que lleva semanas sin descansar y sometido a una fuerte tensión. Su uniforme mostraba las señales de muchas horas a la intemperie. Pero si el aspecto de Xander podía resultar chocante, nada en comparación con la imagen de Claudia, despeinada y cubierta solo con una tela blanca que transparentaba todas las formas de su cuerpo mojado. Xander la vio y se quedó atónito. Ella se vio a sí misma y, con un grito ahogado, se cubrió con las manos, muerta de vergüenza.

Por fin Xander se acercó a ella y la abrazó con todas sus fuerzas. Su guerrera también se empapó de agua pero ni uno ni otro dijeron una sola palabra.

—¡Por fin! —susurró Xander, con un acento de felicidad mientras Claudia apoyaba la cabeza contra su pecho—. O´Clery me dijo que te vio esta mañana, casi me desmayo de la sorpresa. ¡Voluntaria en el sanatorio! Vine en cuanto pude pero temía que hubieras vuelto a casa.

—La idea fue tuya. ¿No lo recuerdas? Hoy te he esperado, hay mucho trabajo, no creas que he pasado la mañana descansando.

Sin importarles que nadie pudiera verlos, sonrieron, se miraron de nuevo y se besaron con pasión.

—¿Te has acordado de mí? —preguntó Claudia entre beso y beso.

—Cada día, cada minuto. No puedo apartarte de mi memoria. ¿Y tú?

—Para mí es más fácil, en casa siempre estás en boca de todos.

—¿Ellos están bien?

—Sí, un poco más delgados. Te echan de menos y la casa está triste.

—¿Cómo no estarlo? En esta ciudad la alegría es más escasa que la mantequilla.

—Tú también estás más delgado.

—El racionamiento que ha impuesto el coronel es más duro para los soldados que para los civiles, pero eso no lo leerás en el periódico. Solo nos falta salir a pastar. —Intentó sonreír.

Claudia miró a Xander a lo más profundo de sus ojos:

—En tus cartas dices que no sales del cuartel, que no corres peligro, pero no es cierto.

—Claro que lo es. Los Ingenieros solo nos dedicamos a…

La mano de la joven tapó la boca de Xander.

—Bastaría con ver tu uniforme o al hombre herido que han traído esta mañana. Hablé con el teniente irlandés y me ha contado la verdad.

Xander cerró los ojos.

—No puedo mentirte aunque sea para evitar que tengas miedo. Es cierto, excavamos trincheras y levantamos parapetos mientras los proyectiles llueven como granizo. También hemos salido a hacer incursiones de observación, golpes de mano e incluso a conseguir ganado ¿te lo figuras? ¿Un oficial de Su Majestad robando vacas? Algunos compañeros detestan que alabe la puntería de los boers, dicen que eso mina la moral de los nuestros, qué tontería ¿qué más pruebas necesitan? Me han herido dos veces pero nada de importancia.

—¿Herido?

—Bah, picaduras de mosquito. En el brazo y en el costado, unas esquirlas de metralla que me curaron con un buen vendaje y un chorro de Cape Smoke. Me puedo considerar afortunado, muchos otros han muerto o han quedado mutilados, como ese soldado.

De nuevo se fundieron en un abrazo. Temían que todo pudiera romperse en cualquier momento. Juntos parecían invencibles, en cambio, estando lejos el uno del otro solo había miedo.

—Xander, no soporto el silencio. Necesito saber que estás bien.

—Vendré siempre que pueda. Te buscaré y espero encontrarte… así de guapa.

Claudia recordó su aspecto y se sintió morir de vergüenza.

—No me mires, por favor.

—Arráncame los ojos, de lo contrario no creo que pueda dejar de mirarte, y cuando me haya ido, de recordarte tal y como te estoy viendo ahora mismo.

—Calla, por favor.

Finalmente Xander se separó de Claudia y, no sin esfuerzo, apartó la vista de su cuerpo. Ella corrió hasta el cuarto en que guardaba su ropa y un instante después salía de nuevo, vestida y componiéndose el pelo.

—Ahora estás más elegante, pero no más atractiva. Me gustabas más antes. —Rieron los dos.

Hablaron en voz baja, se besaron de nuevo y en aquellos pocos minutos de palabras y miradas compensaron las largas semanas de incertidumbre.

—Claudia —dijo Xander sonriendo—, se me ha ocurrido una forma de comunicarnos. Déjame explicarte: a partir de ahora el último párrafo de cada carta se lo dedicaré a Wendy, pero realmente irá destinado a ti. Si tú no estás presente cuando mi padre la lea, seguro que mi hermanita te la repetirá al pie de la letra. Tendrás que buscar entre líneas.

—No podría seguir un día más sin noticias tuyas.

—Espero poder acercarme a ti como te mereces, a la luz del día.

—Todo a su tiempo. Ojalá acabe pronto esta maldita guerra.

—Entre tanto, cumplamos con nuestro deber. Voy a ver a mi compañero.

—Y yo regreso a casa. Si Wendy tiene ganas de jugar, no sé cómo voy a seguir en pie.

Un nuevo beso sirvió de despedida y cada uno siguió el corredor en una dirección opuesta.