III
Claudia llegaba temprano a casa de los Albertson. Subía las escaleras sin hacer ruido y, cuando estaba segura de que nadie la veía, despertaba a Wendy con un beso en la frente. Aquella mañana siguió su costumbre pero, al acercarse a la alcoba de la niña, vio que la luz entraba por las ventanas abiertas y se oían voces y risas. Entró sin llamar, abriendo la hoja lentamente. Sobre la alfombra, Wendy, todavía en camisón, jugaba con su hermano, que tampoco había tenido tiempo de calzarse ni cambiarse la camisa de dormir. La niña intentaba atrapar los rizos castaños que caían sobre la frente de Xander mientras él le hacía cosquillas.
Claudia se quedó en la puerta, sin atreverse a entrar, a hablar ni casi a respirar. Le parecía que un ángel jugaba con otro, pero mientras la pequeña sería un querubín de carita redonda, su hermano podría haber sostenido una espada de fuego.
Se fijó detenidamente en él. Al descender del barco lo vio alto, fuerte, de manos largas y cuello esbelto, pero de cerca se sorprendió por su mirada al mismo tiempo pícara e inocente de un niño travieso. Sus labios eran finos, delineados más para recitar poemas que para dar órdenes de mando, sin embargo toda su expresión transmitía una extraña sensación de seguridad y firmeza.
—¡Claudia! —exclamó Wendy cuando descubrió a su cuidadora.
—Hola, Claudia —repitió Xander con una amplia sonrisa que hubiera bastado para iluminar toda la casa.
—Siéntate. Ahora podemos jugar los tres —propuso la niña ingenuamente.
—Oh, no —contestó sonrojándose—. Hay que desayunar, luego tenemos clase y después….
—Vamos —habló el chico con voz de alumno perezoso—. ¿No le vas a dar un día de vacaciones?
—Yo… no sé, creo que no debo…
—Claudia, por favor, siéntate a nuestro lado —insistió—. Chispa es la princesa y este muñeco vestido de soldado hará de villano, pero necesitamos un hada, ¿verdad Wendy?
—No, no. Por favor. —Gimió, sintiendo como le flaqueaban las piernas. En ese momento, Xander la tomó de la mano y la acercó hasta él, obligándola con delicadeza a sentarse al lado de la pequeña.
El resto del día trascurrió como en un sueño. Claudia no hubiera sido capaz de recordar una sola frase de cuantas se intercambiaron entre bromas y risas, pero tampoco olvidaría nunca lo que sintió durante aquellas horas mágicas. Todo volvió a la realidad cuando Xander comenzó a hablar de su próxima partida.
—Ya verás —decía a su hermana— qué bien vamos a estar en nuestra nueva casa.
—¿En la ciudad de los diamantes?
—Claro. Allí tienes que apartarlos para jugar en la arena, incluso algunos llevan anteojos como en el teatro para que no les moleste el brillo.
—Oh, no. A mí no me molestan los diamantes.
—Claro que no, tú eres valiente. Pero no olvides que también en Kimberley tendrás que leer, escribir y seguir estudiando. No creas que allí todo será jugar y recoger piedras preciosas.
—Vaya —dijo contrariada—, quizá no pueda hacerlo.
—¿Por qué?
—No sé si Claudia vendrá con nosotros. Y yo solo quiero aprender con ella.
Xander volvió su vista a la niñera, que no sabía dónde esconderse.
—¿Piensas quedarte? Qué lástima. En cuanto Wendy ha abierto los ojos ha preguntado por ti, lleva varias institutrices pero me ha dicho que tú eras su primera amiga, después de Chispa, claro está. ¿No es posible que nos acompañes?
—Yo… no lo sé, no lo he decidido aún. —Mintió con descaro, sintiendo cómo se desmoronaba su resolución, abatida por el ariete de una sonrisa.
—Entonces ¿vendrás? —insistió Wendy con la mirada llena de ilusión.
—Quizá, es posible…
—¡Estupendo! —Se levantó Xander—. ¿Qué debemos hacer para acabar de convencerte?
Claudia trató de responder pero la voz no consiguió salir de su garganta.
—Vamos. A trabajar. —La tomó nuevamente del brazo y la puso en pie—. Yo tengo mucho que hacer, y tú, Wendy, obedece a esta señorita tan guapa para que puedas escribir cuentos el día de mañana.
Y sin más protocolo salió dando un beso a la pequeña y un golpecito de complicidad en el hombro de la niñera.
Por la noche, Claudia no pudo conciliar el sueño. Su decisión de permanecer en Ciudad del Cabo se tambaleaba por todas partes, pero aquel cambio no se debía a los consejos de su madre ni al dictado de la prudencia, no escuchaba ya otro sonido que la risa de Xander.
La fecha se acercaba. Su madre la veía de nuevo animada aunque ignoraba cuál sería su decisión final.
Las dudas se transformaron por arte de magia en seguridad y optimismo. El recuerdo de su infancia feliz rebrotaba cada vez con más fuerza. ¿Por qué no soñar con una nueva vida en aquel paisaje que la vio crecer? Los sueños no cuestan nada —se decía— aunque el despertar pueda ser terriblemente doloroso.
Pero no fue su madre quien le formuló la temida pregunta.
Wendy estaba ya dormida. Claudia recogía sus cosas para marchar a casa cuando el criado la llamó con solemnidad.
—El señor quiere hablar con usted. No tarde.
Ella se compuso el cabello y subió temblando los escalones. No había cruzado más de tres frases con el señor Albertson, aquel hombre seco y distante que vivía pegado a sus planos y sus minerales.
—Señorita Confa...lini. —titubeó—. Por favor, siéntese.
Ella no quiso corregirle.
—Como sabe, dentro de dos semanas nos trasladaremos a Kimberley. Necesitamos saber si nos acompañará o debemos acudir a la agencia de colocación para contratar una nueva institutriz.
Claudia hubiera agradecido una frase de aliento: «estamos satisfechos con su trabajo» o «Wendy aprende y se la ve feliz», pero el señor se limitó a lo más material.
—Señor Albertson —dijo con voz clara—, antes de tomar una decisión sobre un asunto tan importante, desearía conocer cuáles serán las condiciones de mi empleo en el supuesto de aceptar el traslado.
—¿Condiciones? —respondió el señor, un tanto desconcertado, pensando que también la institutriz formaba parte del mobiliario de la casa.
—En efecto. Ahora vivo con mi madre, pero en Kimberley tendré que buscar un alojamiento.
—Oh, es cierto. No lo había pensado. Antes de usted hubo una institutriz interna. Eso es lo que le ofrecemos.
—Es una posibilidad, pero en tal caso sería conveniente establecer el horario. Entiendo que respetaríamos el actual y el salario, lógicamente.
El señor Albertson permaneció en silencio. Ignoraba por completo cuánto cobraba ni qué horario cumplía. Aquello era competencia de su esposa pero en su estúpido afán de aparentar autoridad la había citado sin haberlo consultado con ella.
—Sí —sentenció—. En efecto, tendrá el mismo horario y el mismo sueldo que ahora. Si en alguna ocasión debe usted permanecer más tiempo, tendrá que hablarlo con la señora.
—Así lo haré.
La conversación concluyó pronto. De hecho, el señor Albertson ya se arrepentía de haber adquirido un compromiso sobre temas domésticos que seguramente le costaría una buena discusión, pero ya estaba hecho.
Claudia regresó a casa. Su madre seguía cosiendo en el mismo lugar en que la dejó cuando salió por la mañana. Se sentó a su lado y recostó la cabeza sobre su regazo. La madre lo entendió todo.
—¿Has decidido irte?
—¿Cómo lo sabes?
—Hay cosas que no hace falta decirlas.
—Te escribiré todas las semanas. Te lo prometo, pase lo que pase. Con el ferrocarril, las cartas llegan en dos días.
—Lo sé. No te preocupes.
—Te mandaré dinero —añadió Claudia, como si se excusara por una deserción.
—¿Para qué? Ahora no habrá más que un plato en la mesa.
Pasaron unos minutos bajo un triste silencio.
—Te vas a quedar muy sola.
—Lo sé, pero si tú eres feliz yo también lo seré. Hasta hoy mismo tú has sido el único fin de mi vida y mis esfuerzos, ahora vuelas sola. Te pido que no olvides la promesa de escribirme y sobre todo… que tengas mucho cuidado.
—Cuidado ¿con qué?
—Con todo. No sabes nada de la vida. Hasta ahora hemos estado juntas pero vas a emprender tu camino. Si alguien se cruza en él…
—No te preocupes, mamá.
—Eso mismo le dije yo a la mía. Y llegó tu padre y no lo dudé un segundo. Me marché a su lado.
—Yo no cometeré un error así —respondió estremeciéndose.
La madre alzó la cabeza de su hija y la miró con ternura.
—¿Un error, hija? Si fuera así, tú no estarías aquí, conmigo. Fuimos felices ¿no lo recuerdas? No cambiaría una vida entera de riqueza en Londres por uno de aquellos años en el campo, con tu padre de la mano y contigo en brazos. Todo se torció, es verdad, pero fue por querer encerrar a un hombre libre en una ciudad y disfrazarlo con un traje.
—No te culpes, mamá.
—Es verdad ¿para qué? Tú tienes la oportunidad de conseguir aquella felicidad que yo solo pude entrever, pero has de ser prudente. No puedo darte ningún otro consejo.