XX
No eran celos. Era odio.
Charlotte odiaba a Claudia, le deseaba todos los tormentos de la tierra y no hubiera quedado satisfecha después de ver cómo los sufría uno tras otro. Era bóer igual que sus enemigos, los que martirizaron a su ciudad durante meses y la condenaron a esconderse en una madriguera apestosa como si fuera una rata; era salvaje, lo demostró en el Modder disparando al cocodrilo como un zulú criado en la selva; era hipócrita, con su fingida piedad hacia los enfermos del hospital sin otra intención que dejarla a ella en evidencia ante su padre y sobre todo era taimada y astuta igual que una serpiente ¿cómo si no habría podido llegar al corazón puro de Xander? Con engaño, solo con engaño. ¿Qué malas artes habría empleado? Los boers se limitaron a cercar y destruir la ciudad pero no llegaron nunca a dar la cara. Así era Claudia, una más de aquella raza maldita de pelo rojo, como Caín y Judas.
Xander había salvado la vida en las trincheras, había socorrido al tren blindado, era un héroe pero al mismo tiempo también era un chiquillo inocente, sin malicia. Seguramente Claudia se habría entregado a él como una ramera ¿qué otro encanto podía haberle ofrecido aparte de lo más primario? Sí, Xander se había dejado seducir. Pobre ingenuo. ¿Cómo había estado ella tan ciega? ¿Cómo no supo protegerlo de aquella amenaza? Pero aún había tiempo para enmendarlo. Debía arrancar de cuajo aquella planta maldita que amenazaba con enredarse y ahogar la felicidad de su hermano, la suya y la de todos los habitantes de aquella casa. Sí, esa tarea correspondía a Charlotte. Salvaría a Xander y él, cuando pudiera ver la realidad, tendría una deuda eterna de gratitud que ella sabría perdonarle a cambio de una sola de sus sonrisas.
Pasó horas recordando supuestos agravios, retorciendo sus frases hasta encontrarles mil significados con los que reafirmar sus sospechas hasta convertirlas en certidumbres. En el fondo llegó a gozar de aquel odio como el alcohólico que disfruta de su propia destrucción. Construyó un castillo de naipes a base de suposiciones y halló en él una felicidad enfermiza condenada a volverse en su contra, pero al fin, un sentimiento capaz de llenar un espíritu vulgar y una vida vacía.
Todas sus potencias se concentraron en un único objetivo: destruir a Claudia.
Se sintió poseída de una extraña energía, un fuego que terminaría consumiéndola pero que entonces proporcionaba una confortable calidez a su corazón.
Saludó a Claudia con falso desinterés cuando se cruzó con ella por el corredor, temiendo que algo en su mirada la delatase, que la maldita bóer pudiera leer en su pensamiento: «he descubierto tu secreto y no voy a detenerme hasta verte arder en el infierno», pero la niñera respondió a su saludo con una sonrisa y siguió en busca de su hermana. Qué desvergüenza.
La mente de Charlotte se puso en marcha. Su deseo de hacer el mal acampó en su ánimo y las ideas brotaban en ella con naturalidad, como si se tratase de un talento hasta entonces oculto. Cuando reparaba en su maldad y sentía algún lejano remordimiento, encontraba siempre la misma excusa: ella solo deseaba la felicidad de su hermano y el único medio para obtenerla era que Claudia desapareciese para siempre.
Pensó en urdir algún engaño, inventar mentiras ante sus padres… pero quizá eso no hiciese mella en los sentimientos de Xander. Si él confiaba en Claudia, acusarla abiertamente podía alejar a Xander para siempre. Debía romper el amor que pudieran sentir el uno por el otro en vez de hacerlo más fuerte poniéndolo a prueba. Pero Xander estaba lejos, solo había vuelto un día a casa desde que se levantó el asedio y quién sabe cuánto tiempo más tardaría en regresar. Sus padres lo rodeaban con sus conversaciones intrascendentes, Wendy solo deseaba jugar con él, para todos tenía tiempo menos para esa hermana que le adoraba en silencio. Era mucho más fácil atacar a Claudia, ella estaba desprevenida y a su merced.
Charlotte había probado el veneno de los celos. Sí, aquélla sería el arma perfecta. Haría dudar a Claudia, la atormentaría hasta que se plantase ante Xander y él la rechazara, dolido por su desconfianza. Si él la encontraba irascible, posesiva, mezquina, descubriría el verdadero rostro de aquella mujer que había sabido engañarlo con tanta astucia. Y si su idea no resultaba, ya idearía otras mil, pero entre tanto gozaría con oír a Claudia dando vueltas en su cama sin poder conciliar el sueño, viendo los cercos oscuros alrededor de sus ojos, sus manos crispadas, sus nervios rotos.
No hubo que esperar, el diablo parecía ordenarlo todo a su favor.
—¡Vaya! Parece que las cosas vuelven a ser como antes. Mira. —La madre exhibía una tarjeta con sonrisa triunfal, como si fuese una bandera ganada en combate. —Los Muthill nos invitan a tomar el té el próximo viernes. ¿Lo recuerdas? Ya lo hicieron antes de las maniobras en el río y pusimos no sé qué excusa. Por suerte no se han olvidado de nosotros.
—No me gusta esa familia —contestó Charlotte arrugando el ceño.
—Es una de las más importantes de Kimberley, ya lo sabes. El señor Muthill es el mejor abogado de la ciudad.
—Sí y también el escocés más estirado de toda la colonia y su esposa la comadre más habladora.
—Vamos, no será para tanto. A veces debemos hacer cosas que no nos gustan, todo lo que sea en provecho de la familia. Además, su hija es de tu edad. No tienes amigas y ya es hora de que empieces a…
Charlotte no escuchó el resto de la frase. Recordaba confusamente a una chiquilla mal encarada y agria que no había abierto la boca durante una velada, salvo en el momento en que su madre habló de Xander, el oficial de los Ingenieros Reales. Charlotte casi rompió a reír cuando la vio abrir sus ojos de pez fuera del agua. Aquella reacción le pareció tan cómica que no le hizo mayor caso y la dejó olvidada en el fondo de la memoria, pero ahora todo era distinto. Para sembrar la duda en una simple niñera, cualquier muchacha era más que suficiente.
—Tienes razón, mamá —siguió la frase cuando su madre ya hablaba de otro asunto—. Después de tanto tiempo encerradas, es hora de volver al mundo ¿no es verdad?
Encantada, la madre sonrió a su hija, tomó un papel y mojó la pluma en el tintero.
—«Querida Margaret» ¿Te parece poco respetuoso llamarla por su nombre? «A mi esposo y a mí, nos complace aceptar…»