XXV

Las contraventanas batían con furia amenazando con salir arrancadas de sus goznes. El viento cargado de arena castigaba sin piedad la Ciudad Diamante, llenándola de polvo y ahogándola debajo de un ruido sordo de trueno.

Uno de aquellos golpes despertó a Claudia que, sobresaltada, se irguió y se vio a sí misma vestida y sobre la cama sin abrir. Entonces regresaron a su memoria las últimas palabras de Wendy y con ellas, todo el peso de su angustia.

Al principio se limitó a repetirlas en la mente como una autómata: Xander y ella son novios, son novios, son novios… Los sonidos llegaron a perder el significado y a recuperarlo de nuevo con toda su crudeza. Solo al cabo de unos minutos eternos de abatimiento fue capaz de abrir un resquicio a la esperanza. ¿Quién lo aseguraba? ¿Una niña medio dormida? Su ingenuidad podía haberle hecho entender cualquier disparate. No. Era un error, una broma del destino puesta en los labios inocentes de la niña, nada más. Qué injusta había sido llegando a dudar por algo tan insignificante. Pero a pesar de sus razonamientos, las horas que aún tardó en despertar la pequeña fueron un tormento de impaciencia.

Con la excusa de asegurar las ventanas, entró en el cuarto de Wendy antes de la hora en que acostumbraba a despertarla. No podía seguir aguardando. Ella, con los ojos cerrados y los puños apretados, conservaba en su memoria las palabras y los gestos que le desvelarían la verdad.

Se acercó, llegó a poner la mano sobre su costado pero finalmente se detuvo. No podía robarle un solo minuto de sueño en beneficio propio, aunque con ello le devolviese la vida. No lo haría. La miró de nuevo y se volvió hacia la puerta, pero un golpe del viento contra los vidrios hizo que la pequeña se agitara y cambiase el ritmo de su respiración. Se despertaba.

Claudia esperó sentada junto a ella, la vio moverse, darse la vuelta, desarroparse y volverse a tapar. Unos minutos después ya se frotaba los ojos.

—Buenos días. ¿Qué tal has dormido?

—Buenos días, Claudia. Hace mucho viento ¿verdad?

—Sí, pequeña. Mucho.

—Pero ¿llueve?

—No, Wendy. Aquí no llueve nunca.

—Qué pena, echo de menos la lluvia.

—Yo también. Vamos arriba, hoy tenemos mucho trabajo.

Mientras aseaba a la pequeña, las preguntas se contenían a duras penas entre los labios. ¿Para qué disimular con ella?

—¿Te aburriste anoche en casa de los Muthill?

—Oh, sí —recordó de repente—, qué horror. Las rosquillas estaban secas, el pudding como una piedra y los juguetes eran viejos. No quiero volver allí nunca más —rectificó—, solo si tú vienes.

—De acuerdo. Prometido. Qué pena que Xander no pudiera jugar contigo —trató de conducir la conversación.

—Es verdad, casi no le dejaron darme un beso.

—¿Estuvo muy ocupado?

—Sí. Bueno… realmente casi no dijo nada. Él también se aburría.

—Pero ¿no me hablaste de una chica…?

—¿Su novia? Sí, la hija de esos señores. Se puso a tocar el piano y cantar unas cosas horribles de una mujer que lloraba mucho. Pero cuando explicaron que lo decía en italiano todos nos acordamos de ti. Lástima que no vinieras.

—¿Novia has dicho? —Claudia no había oído una sola palabra después de aquella.

—Sí. A mí no me gustó nada, pero eso solo lo pueden decidir ellos —hizo suyo el razonamiento de Charlotte adoptando un tono de autoridad.

—Pero ¿estás segura?

Wendy, viendo el interés que despertaban sus palabras, cayó en la tentación de todos los niños y no pocos adultos: empezó a exagerar y a sentirse protagonista.

—Claro. Ella le miraba con los ojos muy abiertos.

—¿Y Xander?

—Sí, también —añadió de su cosecha, sin imaginar que con sus palabras firmaba una sentencia para Claudia—. Se miraban los dos y se sonreían. —Viendo la reacción de su niñera siguió aumentando sus fantasías—. Y Xander… le tiró un beso. Solo yo lo vi porque los demás estaban atentos a la música. Pronto tendremos boda. Me parece que mi padre y el señor Muthill trataban de todas esas cosas —añadió, encantada de comprobar la atención que suscitaba—. Hay que pensar en el vestido. Yo quiero uno de seda, me gusta el amarillo pero que tenga un bordado por aquí, a esta altura y… ¿Claudia?

—Oh, perdona. ¿Qué decías?

—El vestido de la boda.

—Ah, sí. El vestido. —No tuvo fuerzas para acabar la frase.

Poco después bajaron al comedor. Mientras la niña desayunaba, Claudia escuchó a la señora Albertson hablando con su hija mayor, prestó atención a sus palabras tratando de oír alguna frase que le devolviese la vida, pero aquel maldito vendaval las transformaba en un rumor sin matices.

—¿Vamos a estudiar? —preguntó la pequeña con ingenuidad después de limpiarse las comisuras de la boca.

—No me encuentro bien esta mañana —gimió Claudia, la palidez de su rostro lo confirmaba.

—Entonces ¿me puedo ir a jugar? —respondió con viveza.

Una vez más, la integridad de Claudia estaba por encima de todo.

—No. Ya estoy mejor. Vamos.

Subieron de nuevo las escaleras, la niña contrariada por haber perdido un inesperado día de vacaciones y Claudia a punto de desfallecer. Pero encontró fuerzas y cumplió con su deber. La niña recibió su lección, hizo su lectura y sus cuentas, escuchó la recitación de historia y finalmente rezaron juntas. Wendy se ganó un descanso entre muñecos porque el jardín de la casa seguía azotado por el viento.

Durante la mañana, Charlotte estuvo pendiente de la niña y sobre todo de su maestra. Temía que Wendy hubiera escuchado sus palabras medio dormida y las hubiese olvidado durante el sueño, pero era sencillo remover los rescoldos. Antes de que Claudia saliese del cuarto, ella se asomó por la puerta.

—Hola, pequeña. ¿Has pasado buena noche?

—Sí, claro —contestó su hermana, sorprendida de tanta amabilidad aunque sin prestarle demasiada atención.

Charlotte hizo ademán de marcharse pero, volviendo la cabeza, añadió con tono de complicidad:

—No te olvides del vestido ¿de acuerdo? —Y salió con una inmensa sonrisa de satisfacción sin esperar respuesta.

Wendy no escuchó la frase mientras buscaba sus juguetes, pero no iba destinada a ella. Ya no se trataba solo de la palabra de una niña medio dormida, Charlotte lo confirmaba. ¿A qué otra cosa podía referirse?

Claudia regresó a su habitación y, por fin sola, se cubrió el rostro con las manos. El mundo se derrumbó sobre sus hombros. Todas sus ilusiones se desvanecieron al tiempo que se volvían reales las pesadillas más espantosas. Xander la había traicionado. ¿Por qué? Su amor le pareció de pronto una quimera irrealizable, ella era bóer y pobre, él, en cambio, un oficial atractivo y con un futuro prometedor, pero ¿había sido necesario mentir? ¿Por qué tanta crueldad?

La breve historia de su amor se presentó ante ella como dicen que ocurre ante la inminencia de la muerte, maldijo entonces cada uno de los momentos que había compartido con Xander, cuando declaró amarla en el cuarto de Wendy, cuando la besó en la escalera al lado mismo de sus padres al terminar el asedio y cuando la encontró en el sanatorio solo cubierta con una sábana mojada. Renegó de cada beso y sintió repulsión por cada caricia. Ella, ingenua, supuso que con aquel nuevo sentimiento podría haber llenado el gran vacío de su vida y lo dejó adueñarse por completo de ella. Pero él le había mentido. ¿Desde cuándo? ¿Había llegado a amarla alguna vez? Si al menos su primer beso hubiera sido sincero daría por bueno el dolor de la traición, pero ¿cómo estar segura?

Todo terminaba allí, en aquella casa de Du Toitspan Road, en la calle barrida por la tormenta junto a un inmenso agujero sin fondo.

Entonces lloró. Sus lágrimas se desbordaron con una pena infinita, pena de sí misma, de su madre, de su infancia rota y de sus esperanzas destruidas. Lloró como nunca antes lo había hecho porque aquel sollozo representaba todas sus amarguras pasadas y la renuncia a todas sus dichas por venir.

La ira, la lástima, el miedo y hasta la vergüenza cuando se recordaba casi desnuda en su presencia. Los mil acentos que pueden modular un llanto salieron de su garganta. Quiso morir en ese instante, deseó que su corazón se detuviera para ahorrarle tanto sufrimiento cuando la última lágrima salió de sus párpados dejándolos secos. Llamó a la muerte con las pocas fuerzas que ya quedaban en su cuerpo… pero la muerte no vino.

La advertencia de su padre se cumplía y la amenaza que no había tenido tiempo de despreciar ya se convertía en herida. Y entre los escombros de su felicidad solo quedó en pie la figura de aquel hombre derrotado y viejo que más allá de la distancia y el tiempo, realmente la amaba.

A la hora del almuerzo se lavó bien el rostro para ocultar las marcas del llanto y regresó junto a Wendy.

—¿Claudia? ¿Te ha ocurrido algo?

Pero un poco de agua fría no bastaba para borrar las cicatrices del alma.

—Sigo sin encontrarme bien. Creo que es este maldito vendaval, con todo el polvo que ha traído.

—Haz lo que siempre me dices, abrígate. ¿Quieres mi chal?

—No, muchas gracias, Wendy. Vamos, que ya están sirviendo la mesa.

En efecto, cuando entraron en el comedor Claudia desvió la mirada mientras la pequeña corría hacia su madre preguntando con ansiedad qué había para comer.

Claudia supuso que nadie había reparado en ella, dio media vuelta con una frase y salió hacia la cocina. Pero Charlotte sí se había fijado en sus ojos enrojecidos y sus pómulos afilados, y sonrió. Wendy había cumplido a la perfección el encargo del que ni siquiera fue consciente. Qué fácil había sido.

Durante la sobremesa, Charlotte estuvo especialmente locuaz. Jugó con su hermana, ayudó a su madre y no se ahorró mimos hacia su padre, que los recibió tan complacido como extrañado. Era feliz sembrando la desdicha porque su pequeño espíritu se colmaba con aquella victoria sobre alguien que nunca la tuvo por enemiga.

En su cuarto, Claudia ya no lloraba. Trataba de recuperar la calma como un náufrago agarrado a un madero que solo ve agua a su alrededor. ¿Para qué luchar? ¿Para qué desesperarse? No había salvación.

En el fondo de su mente encontró un último resto de cordura. Decidió marcharse.

En aquella casa todos habían sido amables con ella. El señor Albertson la apreciaba sinceramente y la pequeña crecía viendo en ella a una hermana mayor, a una maestra y en no pocas ocasiones, también a una segunda madre. Sentiría un profundo dolor al dejarlos pero no podía permanecer con aquellos que siempre tenían el nombre de Xander en los labios, junto a su dormitorio siempre cerrado y donde pronto vendría su nueva familia a devolver los cumplidos. Tenía que irse.

Miró a su alrededor y vio los pocos objetos que la habían acompañado desde El Cabo: un retrato ovalado de su madre, un pequeño tocador, una cruz… Lo guardaría todo en su maleta y dejaría tras de sí los pedazos de su corazón prendidos en la puerta de Wendy, en la escalera donde besó a Xander y en el corredor por el que se había marchado para siempre.

Empezó a sacar lentamente su ropa de los cajones, como se hace con la de los difuntos al regresar de su entierro. La fue depositando sobre la cama y vio, entristecida, a qué poco se reducían sus posesiones en este mundo. Ella, que creía tenerlo todo por amar y ser amada, se descubría ahora desnuda y pobre.

Al cerrar el último cajón, sin embargo, llegó a su memoria otro recuerdo amargo. No le quedaba ni siquiera el recurso de huir sin dejar nada tras de sí. Allí estaba su padre, como una cadena clavada en tierra y amarrada a su tobillo. No podía abandonarlo, le debía su gratitud por una advertencia que no quiso escuchar. ¿Qué clase de hija sería si se marchaba sin volver la vista?

Estaba condenada a permanecer en aquella ciudad que fue un paraíso bajo las bombas y se tornaba en infierno al llegar la paz. Se vio a sí misma extrañamente serena, pero no para enfrentarse a su destino sino por haber aceptado ya su suerte con la resignación de un reo que sube los peldaños del patíbulo. No había luchado. ¿Acaso valía la pena?