IV

La estación de Ciudad del Cabo era un enorme edificio rectangular, macizo y triste. Por su apariencia pudiera haber albergado un banco o unas oficinas del gobierno pero en su interior, bajo la bóveda de hierro, se alineaban una docena locomotoras, empapando con su vapor a viajeros y equipajes.

Claudia había rogado a su madre que no fuera a despedirla porque habría sido capaz de echar a correr y abandonarlo todo. Ella era la única persona del servicio que emprendía el viaje, los demás seguirían trabajando en la casa para algún nuevo empleado de la compañía de minas.

Tras su carruaje les seguía otro cargado con los enseres de la familia. Aquella escena no era infrecuente, los pasajeros desembarcaban en el puerto y se distribuían por toda la colonia en cuestión de muy pocos días. El ferrocarril era el orgullo de los británicos, una muestra de su poderío y de su labor civilizadora. Seguramente los indígenas que lo veían atravesar sus antiguas tierras no estuvieran muy de acuerdo en considerar aquel artefacto como una muestra de progreso, pero tampoco nadie les preguntó su opinión.

Tenían por delante quinientas millas de viaje. Dos días y una larga noche sentados en los incómodos vagones, más incómodos aún los de segunda pero, al fin, incómodos todos. Nadie podía sospechar que para Claudia aquella marcha significaba un regreso y ella tendría buen cuidado en no descubrir su secreto.

El tren partió con retraso. La famosa puntualidad británica era un tópico más, de entre los muchos con que ellos mismos se reconfortaban y aunque la realidad se impusiera, si las guías oficiales lo afirmaban nadie se hubiera atrevido a cuestionarlo. Para un buen súbdito de Su Majestad, el tren salió «con el retraso exacto».

La familia ocupaba un departamento cerrado, viajaban algo apretados pero juntos. Claudia ocupaba un asiento en otro vagón, lleno de soldados, comerciantes y alguna criada, aunque la pequeña Wendy pasaba más tiempo con ella que con sus padres.

La vía, angustiosamente recta, atravesaba millas y millas de un paisaje plano, de color rojizo y sin más vegetación que unas matas de hierba salpicadas. A medida que el tren avanzaba hacia el norte, Claudia sentía que su corazón latía con más fuerza. Aquel páramo que se extendía hasta el infinito había sido su hogar. A lo lejos se divisaban pequeñas granjas y el ganado deambulaba aquí y allá sin alambradas, era el veld, la estepa sudafricana, pobre en pastos sobre la superficie pero rica en oro y en diamantes. De no haber sido así, nadie se hubiera molestado en colonizar un desierto desolado y en vencer, a costa de mucha sangre, a los altivos zulúes que lo poblaban.

Los pocos viajeros que subían o se apeaban en aquellas estaciones fantasma, en medio de la nada, mostraban rasgos holandeses y hablaban su lengua. Los hombres eran corpulentos, barbudos sin excepción —jóvenes y viejos—, y vestían chaquetas de paño marrón, del mismo color que la tierra. En sus miradas se leía un profundo desprecio por los «uitlanders», los forasteros británicos. Ellos habían llegado siglos antes y consideraban que aquella tierra les pertenecía por derecho humano y divino. Defendieron su independencia en una guerra hacía veinte años pero ahora se olía de nuevo la pólvora.

Uno de ellos, no más que un adolescente, subió al vagón. Se le veía cohibido buscando con la mirada dónde acomodarse, quizá fuera la primera vez que montaba en ferrocarril. Claudia viajaba medio dormida, con la cabeza de Wendy sobre sus rodillas. Se acercó con cuidado y se dirigió a la muchacha.

—¿Puedo sentarme aquí, señorita? —se dirigió a ella con timidez.

Claudia se despertó sobresaltada. ¿Por qué le había hablado en holandés? Allí no tenía sentido ocultar su origen. Quizá en Ciudad del Cabo pudiera alegar que su familia era «casi suiza» pero la farsa no se sostendría tierra adentro.

—Por favor, siéntese —respondió en inglés, desconcertando al muchacho.

—¿La he molestado? —Cambió de idioma con esfuerzo.

—No, por supuesto —dijo la institutriz—, pero hacía años que nadie me hablaba en holandés.

—¿Lleva mucho tiempo fuera? —se atrevió a preguntar.

—Demasiado, me temo.

—Bienvenida a casa, entonces. —Y le tendió la mano.

En ese instante, Wendy se despertó, confusa, sin saber dónde estaba, pero la imagen de su amiga la tranquilizó. Claudia temía que la hubiese oído hablar en aquella lengua maldita y sin darle importancia lo comentase con sus padres, pero vio sus ojitos medio cerrados y desterró su miedo. El chico comprendió la escena y durante el resto del trayecto que compartieron entretuvo a la pequeña con historias de leones y salvajes en un inglés deplorable. Cualquier pasajero hubiera imaginado que eran una pareja de boers con su hija, aunque la ropa de la niña parecía demasiado elegante para venir de una granja del veld.

El tren cruzó el río Orange sobre un puente de hierro. Las aguas de color gris bajaban crecidas y un aroma a humedad y plantas se extendió por el vagón durante algunos minutos antes de regresar a la aridez de la estepa. Fue entonces cuando Xander entró en el vagón de segunda en busca de su hermanita y la encontró riendo con las ocurrencias del joven granjero. Cuando ambos se encontraron se hizo el silencio. Eran solo dos chicos, uno inglés y otro bóer, hubieran podido compartir pupitre en la escuela pero, en el fondo, se sentían enemigos, quizá pronto se cruzaran en el campo de batalla y trataran de matarse. Xander sonrió y llamó a su hermana.

—Wendy ¿vienes con nosotros?

—Sí. Tengo hambre. —Se levantó atropelladamente pisando las faldas de Claudia.

—¿Vienes tú también? —le preguntó a ella.

—Preferiría dormir un poco. ¿No le importa? —respondió, como si dejar a la niña con su hermano fuera una falta reprensible.

—Descansa, por favor. No te preocupes.

Xander salió con la pequeña hacia los vagones de primera.

El chico pelirrojo miró a Claudia.

—¿Eres niñera?

—Sí.

—Mi hermana también, en casa unos comerciantes en Bloemfontein. Yo ayudo a mis padres en la granja, pronto me casaré y también tendré hijos. Mi novia se llama Elisa y se parece mucho a ti.

Claudia se ruborizó. Ahora se expresaba en su verdadera lengua.

—¿A dónde vas? —siguió preguntando.

—Vamos a Kimberley.

—Oh, la «Ciudad Diamante». Espero que seas feliz allí. ¿Has oído hablar del Big Hole? Mi padre lo vio una vez, dice que es un socavón inmenso donde trabajan miles de mineros que se ven en el fondo como hormiguitas.

El chico se bajó del tren en un lugar tan inhóspito como la estación en la que había subido, buscó a Claudia por la ventanilla y se despidió de ella agitando su gran sobrero de ala.

Sus recuerdos habían brotado con una fuerza que llegó a asustarla.

El tren parecía llegar cansado después de tantas horas de marcha. Su destino era un lugar equidistante de todos los mares, quinientas millas al oeste se abría el Atlántico, otras tantas hacia oriente el Índico, al sur el Cabo de Buena Esperanza y por fin todo un continente hacia el norte.

Viendo aquella ciudad desordenada, Xander recordaba las historias de Old Shatterhand, el emigrante alemán que recorría el oeste americano con su amigo apache. El paisaje, las casas, la mezcla de razas y lenguas respondía a la imagen del Far West que describían las novelas.

Wendy observaba el paisaje con desolación. En su inocencia, había supuesto que la aridez de la llanura desaparecería al llegar a Kimberley, un lugar fresco y lleno de flores como su antigua casa. Por su parte, Charlotte trataba de disimular su decepción aunque sin mucho éxito.

La aparición del tren se celebró con aplausos desde el andén de la estación. En él llegaban las mercancías recién salidas de los talleres de Europa: las telas, los licores, el hierro para la fundición y en los vagones traseros también el ganado y los alimentos para abastecer a una comunidad de cincuenta mil almas… blancas y un número indeterminado de negros. El ferrocarril era el cordón umbilical que daba vida a la ciudad y también por donde se marchaban sus riquezas en forma de piedras preciosas. Salir de allí por otro camino significaba perderse en la inmensidad del desierto.

—¿Señor Albertson? —Subió un empleado con traje y corbata que sudaba por todos los poros.

Se pusieron en pie de forma ceremoniosa mientras un grupo de nativos descargaba sus equipajes. Claudia sabía cuál era su lugar y se situó junto a Wendy, un paso por detrás de los señores.

Aunque aparentaban cierta indiferencia —un absurdo complejo de superioridad—, todos estaban ansiosos por conocer la casa en la que comenzaban una nueva etapa. Charlotte soñaba con casarse y establecerse algún día en Inglaterra; sin embargo, Xander consideraba su paso por Kimberley como el primer escalón de una vida de aventuras y, al mismo tiempo, el último gesto de docilidad hacia sus padres. El Imperio daba la vuelta al mundo, desde los hielos del Canadá hasta los desiertos de Sudán, de Australia o las selvas de la India. Aquella ciudad polvorienta y provinciana le serviría, al menos, para adquirir experiencia de mando y endurecerse en aquel clima. Suponía que durante los próximos años, se dedicaría a reparar los puentes del ferrocarril y a rellenar baches en los caminos. Ya llegaría su momento.

Por último, Claudia guardaba silencio. El aroma del aire, el color del cielo y el ruido de sus pisadas sobre la tierra anaranjada le resultaban extrañamente familiares. Todo aquello estaba grabado en su memoria iluminado con la luz de la nostalgia.

El carruaje se puso en marcha. La familia miraba con curiosidad unas calles en las que se mezclaban sin ningún orden los edificios elegantes y las cabañas con tejado de chapa, parques llenos de flores y descampados áridos. Kimberley era un lugar que parecía nacido de la improvisación del Señor o en un momento de despiste durante los días de la creación.

Pocos minutos después, el vehículo enfilaba Du Toitspan Road, una avenida señalada en el horizonte con la torre de una iglesia. No podía pedirse nada mejor en aquel rincón. Su nueva casa hubiera parecido encantadora en El Cabo o en cualquier otro lugar menos polvoriento, pero allí daba la impresión de ser un árbol mal trasplantado y condenado a secarse.

Claudia respiró hondo, sintiendo que se tocaban su presente y su futuro. Una casa, un trabajo, un pasado que debía callar y un porvenir que se abría lleno de oportunidades. Y en medio de todo ello, Xander con su uniforme impecable, ajeno a todo lo que no fuera hablar con sus padres y bromear con sus hermanas.

La institutriz deseaba encontrar en las plantas o en las nubes alguna señal supersticiosa del destino, como los antiguos observando el vuelo de las aves. No se atrevía a rezar por si el pedir a Dios una palabra fuese pecado —no tentarás al Señor tu Dios— pero la señal vino.

Una fuerte explosión hizo retumbar el aire y el suelo. Parecía que se hubiese derrumbado una cueva gigantesca debajo de sus pies, pero nadie allí pareció darle importancia, ni siquiera los pájaros echaron a volar.

—No se asusten —comentó el hombre de la Compañía—, son los barrenos de la mina. A esta hora es frecuente que se oigan.

—Pero ¿no ha sonado muy cerca? —se atrevió a preguntar Charlotte.

—¿Cerca? Claro, señorita. Aquí mismo, detrás de esa valla. En Kimberley las casas y las minas están mezcladas. Pero no se preocupe, que no nos tragarán.

La familia miró con inquietud el límite de la cantera, pero Claudia más que ninguno de ellos porque la señal que le enviaba el destino había sido el ruido de la pólvora.