XXIV

La visita a los Muthill permitiría a Charlotte confirmar sus sospechas, aunque ella las hubiera convertido ya en certidumbres sin más prueba que su resentimiento.

Cuando su hermano llegara a la cita ¿buscaría a la niñera? ¿Se atrevería a preguntar por ella? Charlotte estaría atenta a cada palabra y cada expresión de su rostro. Ese primer impulso siempre descubre la verdad aunque se oculte en lo más hondo.

Mucho antes de la hora del té, los Albertson ya estaban acicalados y con el carruaje en la puerta. Wendy sufría bajo un vestido celeste cuajado de lazos que la hacía sentirse disfrazada. Su hermana mayor y su madre competían en adornos y puntillas mientras el padre las miraba con infinito aburrimiento. Él hubiera deseado quedarse en su despacho leyendo los periódicos o disfrutar de la compañía de su hijo.

Cuando terminó de asear a Wendy, Claudia regresó a su cuarto para cambiarse de ropa. Ignoraba que Xander fuera a acudir a la velada así que lo hizo con desinterés.

Toda su atención giraba entonces alrededor de su padre. Los prisioneros habían empezado a recibir algo de alimento y cuidado e incluso en el periódico había leído alguna columna denunciando su abandono. A medida que se alejaba la guerra parecía regresar la cordura, por eso la caridad no ocupaba ya el primer lugar entre sus preocupaciones. Ahora todo se reducía únicamente a su padre, aquel anciano abatido que, sin embargo, llevaba el apellido que ella había decidido ocultar.

No había tenido el valor de escribir a su madre dándole la noticia de su reencuentro. Hubiera sido capaz de tomar el primer tren y presentarse en Kimberley con la intención de cumplir su vieja promesa, la de seguir a su lado hasta que la muerte los separase. Sin embargo, aunque su salud y su destino la preocupaban, las palabras de aquel hombre no habían causado mella en el ánimo de Claudia. Estaba segura del amor de Xander. Él no era como esos jóvenes que mantienen esposa y amante y que consideran a las mujeres del servicio como una propiedad más. No necesitaba pruebas, su corazón le infundía una seguridad desconocida, con solo una mirada suya hubiera dado un paso en el vacío o hubiera salido de la barca para caminar sobre las aguas. La serpiente de la duda no se atrevía a aparecer en el mundo feliz de una mujer enamorada porque ella la aplastaba con fuerza apenas asomaba la cabeza.

—Claudia —escuchó la vocecita de Wendy desde el pie de la escalera.

—Voy. Ya estoy lista —se apresuró a contestar mientras se alisaba el cuello de la blusa, saliendo de su cuarto.

Llegó a la sala donde todos se daban también los últimos retoques. Charlotte la miró con falsa condescendencia y dijo:

—Oh, no es necesario. Hemos pensado que Wendy debería ir sola esta vez. Puedes tomarte la tarde libre. Hermanita —se dirigió a la pequeña engolando la voz—, tienes que empezar a ser más independiente.

Claudia se quedó desconcertada. La madre asintió con autoridad mientras el ingeniero deambulaba por el salón con la mirada perdida.

—Si Wendy necesitase algo, yo…

—Vamos, no insistas —añadió con un tono más autoritario mientras se volvía hacia un espejo, deseaba ver el rostro de Claudia antes de añadir la puñalada al corazón—. Seguro que Xander juega con ella. Wendy no te necesitará esta tarde.

—¿Xander? ¿Va a venir? —exclamó la niña dando un brinco.

Charlotte no respondió, se limitó a contemplar llena de gozo la expresión de Claudia. No hubiera cambiado aquel instante por nada del mundo. ¡Qué placer sintió!

—Adiós. Volveremos después de cenar.

Sin decir una palabra más, salió por la puerta con la pequeña de la mano y una sonrisa de triunfo que nadie hubiera sabido explicar.

Claudia aún tuvo que sufrir la tortura de verlos subir al coche y despedirlos, sabiendo que dentro de poco escucharían la voz cálida de Xander mientras ella debía conformarse con el silencio de su alcoba.

Una hora después, sentado en una butaca, el señor Albertson hablaba de política con un hombre delgado e inexpresivo, tanto como su hija, una joven de la edad de Charlotte que parecía conservada en vinagre.

Las esposas charlaban sobre mil nimiedades, como si las privaciones no tan lejanas de la guerra las hubieran leído en una novela de viajes. Charlotte trataba de hilvanar, sin mucho interés, retazos de conversación con la otra muchacha.

Providencialmente, sonó la campanilla de la entrada.

—Señor —se acercó un criado africano—, es un oficial. Debe de ser el señor Albertson, quiero decir… el señor hijo del señor Albertson —corrigió azorado.

—Sí, claro. Vamos. —Y los dos caballeros, evitando la risa, se levantaron al mismo tiempo para recibir al héroe.

Xander entró con su uniforme impecablemente cepillado. Los botones dorados relucían tanto como sus ojos y su sonrisa. Tras las cortesías de rigor, buscó con la vista a Wendy, imaginando que Claudia estaría a su lado. Pero la niña apareció por la puerta de un cuarto donde jugaba sola.

—Wendy, hermanita —abrió los brazos para que acudiera corriendo a cobijarse entre ellos.

—Pero ¿qué modales son esos? —exclamó la madre fingiendo escandalizarse—. Hijo, que ya no estás en el frente—. Concluyó la frase con una sonrisa de orgullo.

—Vamos, no te molestes —intervino la señora Muthill—, seguro que llevan mucho tiempo sin verse y al fin y al cabo es solo una niña.

Wendy se acercó a su hermano, midiendo los pasos y el tono de voz y él se limitó a darle un beso en la frente aunque hubiera deseado echarse al suelo y revolverle todos aquellos espantosos tirabuzones. Las palabras salieron de su boca sin poder contenerlas.

—¿Y Claudia?

Charlotte escuchó la pregunta mientras se fijaba en su rostro.

—No ha venido —respondió Wendy ingenuamente.

—Oh, vaya… —gimió Xander, sin poder ocultar algo más que una decepción.

Durante unos segundos quedó mudo, ajeno a la voz de la niña que le hablaba. Abatido, bajó la vista y dibujó una sonrisa amarga que disipó todas las dudas de Charlotte. Xander la amaba.

Esperó a que Wendy se alejara unos pasos y añadió, sin que la pequeña lo oyera:

—Ha decidido quedarse, nos ha dicho que no se encontraba bien.

Con la llegada del teniente todas las conversaciones empezaron a girar sobre la guerra, como si aquella atrocidad formara parte de un hermoso poema épico en el que los ingleses superasen en valor a Héctor y Aquiles. Pero Xander no intervenía aunque en más de una ocasión pidieran su parecer. Hubiera deseado hablar de los piojos, de las amputaciones, del ruido de una bayoneta cuando se clava en el vientre de otro hombre y el gemido de los agonizantes. Aquello no tenía nada de glorioso pero prefería callar antes que ensuciar con mentiras la memoria de los que se fueron. Su gesto era triste, pero no solo por el recuerdo de la guerra. Claudia no había venido. ¿Acaso no le habían dicho que él llegaría más tarde? ¿Estaría reamente enferma? ¿Qué otro motivo podría haber tenido para quedarse en casa?

Charlotte, mientras tanto, afilaba el puñal.

—Vamos, Aída. —El señor Muthill se levantó de su asiento cuando terminaron las pastas—. Siéntate al piano, los Albertson estarán desando oírte.

—Claro, por supuesto —mintieron todos mientras ella se sonrojaba mirando a Xander.

Pasaron a un cuarto contiguo al salón donde se encontraba un piano cubierto de encajes y marcos de estampas.

—Pero papá —habló la chica con frases ensayadas—, solo soy una aficionada. Creo que los señores se merecen una interpretación mucho mejor que la mía.

—Vamos, vamos —intervino el ingeniero—. Tu padre nos ha hablado maravillas de tu voz y tu virtuosismo con el piano.

—De acuerdo —consintió, mientras pedía permiso con la mirada para sentarse y levantar la tapa del teclado.

La única afición del señor Muthill, aparte de ganar dinero, parecía ser la ópera. Junto al piano se veía un fonógrafo y una buena colección de grabaciones en cilindros de cera. No era casual que su propia hija llevara un nombre tan exótico.

Después de repasar las partituras, la joven tomó aliento y empezó a tocar. El oído musical del padre —si es que realmente lo tenía— no había saltado a la siguiente generación y la pobre muchacha apretaba las teclas del instrumento como hubiera podido hacerlo con una máquina de escribir. Al mismo tiempo, sin demasiado recato, dirigió al oficial un par de miradas tiernas que a punto estuvieron de hacerle soltar una buena carcajada.

Después de haber interpretado varias piezas, su padre le puso la mano sobre el hombro.

—Vamos, hija. ¿No nos dejarás oír tu voz?

—¡Qué vergüenza!

Después de insistir sin convicción, carraspeó, entornó los ojos y volvió a tocar.

Sonaron unos acordes lentos y finalmente se escuchó la voz:

Me pellegrina ed orfana,

lungi dal patrio nido,

un fato inesorabile

sospinge a stranio lido;

colmo di tristi immagini,

da’ suoi rimorsi affranto,

è il cor di questa misera

dannato a eterno pianto.

Después de los oportunos aplausos a la pianista y las felicitaciones a sus padres, la muchacha se levantó del taburete, roja como la grana.

—No he entendido nada —se atrevió a susurrar Wendy a su hermano tirándole de la manga.

—No hace falta, la música hay que sentirla, no importa si no comprendes la letra.

Aída, pendiente de las palabras del oficial, intervino rápidamente:

—¿Quieres saber lo que significa? Es bastante triste. Leonora, la protagonista, echa de menos su país y se lamenta: «Yo, peregrina y huérfana, lejos del nido paterno…»

—Qué pena, yo creía que era algo más alegre, una canción divertida.

Charlotte trataba de contener la risa. La interpretación había dejado mucho que desear y aquella aria trágica de La Forza del Destino había sonado más como una tonadilla ligera.

—Claro —intervino el señor Muthill, molesto por el comentario de la chiquilla—. No entendemos la letra porque está en italiano.

—¿En italiano? Qué pena que no haya venido Claudia. Ella habla italiano ¿no es verdad, Xander?

—Eh… sí, claro —no supo qué responder. El nombre de Claudia había aparecido en aquella conversación como por arte de magia y su sonido le había dejado perplejo.

—Tenías que haberla dejado venir, Charlotte, en vez de mandar que se quedase. Qué pena.

Xander se puso tenso y miró a su hermana. Charlotte no movió un solo músculo del rostro.

¿Por qué había mentido? ¿No estaba indispuesta?

En ese momento Xander se dio cuenta de todo. Charlotte sabía la verdad y ella al mismo tiempo supo que había sido descubierta.

Ya no había margen. Esa misma noche debía dar el golpe definitivo. Miró a la pequeña con una pena lejana: ella sería el arma.

Al caer la noche las familias se despidieron con el alivio del compromiso cumplido. Aída, la hija de los Muthill, pronto se envanecería ante sus amigas por haber hecho brotar las lágrimas de un guapo oficial gracias a su música. Al menos aquella sería una más de las fantasías con las que llevaba años consumiendo su juventud.

Sin embargo, cuando Xander dejó a su familia para regresar al cuartel ¿qué vio en la mirada de Charlotte? ¿Peligro? ¿Celos? En todo caso, la decisión de declarar públicamente su amor por Claudia no podía demorarse más. Se besaron con una extraña frialdad que solo ellos dos percibieron y que aumentó aún más el odio que Charlotte sentía hacia la niñera. Tampoco ella estaba dispuesta a esperar, debía mover la ficha antes de que Xander o Claudia se adelantasen.

Se sentó en el coche junto a Wendy, de forma que pudiese hablar con ella en voz baja mientras sus padres cambiaban impresiones de la velada. La pequeña daba cabezadas de cansancio, normalmente a esa hora hubiera estado dormida en su camita pero Charlotte la necesitaba despierta. La zarandeó con delicadeza y le susurró al oído:

—¿Qué te ha parecido Aída?

—¿Quién? —contestó sacudiendo la cabeza.

—La hija de los Muthill, la que tocaba el piano.

—Ah, sí… —No supo qué añadir.

—¿Tú crees que hace buena pareja con Xander? —y apostilló la pregunta con una risita maliciosa.

Wendy se despejó al escuchar aquellas palabras.

—¿Con Xander?

—Claro. ¿No has visto cómo se miraban?

—No, no lo sé. Me pareció que Xander no estaba muy atento.

—Eso es porque eres aún muy pequeña para darte cuenta de esas cosas. Yo creo que se gustan. ¿Te figuras que pronto tuviéramos boda?

—¿Boda? —Elevó la voz, aunque sus padres no se dieron cuenta, enfrascados en su propia conversación.

—Puede ser —respondió Charlotte con acento de misterio—. Los Muthill son una de las familias más ricas de la ciudad. Creo que hacen muy buena pareja y mamá y papá estarían encantados. Yo iría pensando en el vestido.

—Pero a mí ella no me gusta.

—Cuando seas mayor tú también encontrarás a un chico, entonces nadie podrá decirte si le gusta o no, porque seréis tú y él quienes decidáis. Si Xander y Aída están enamorados no hay más que añadir. Sí, estoy segura de que pronto tendremos boda —sentenció—, pero ahora trata de dormirte, que es muy tarde.

Mientras esperaba el regreso de los Albertson, Claudia intentó conciliar el sueño, pero sus pensamientos volaban de las palabras de su padre a la sonrisa de Xander con velocidad de vértigo.

¿Ponerlo a prueba? ¿Para qué? ¿Para que él percibiera duda o desconfianza? No podía haber un consejo más absurdo aunque lo dictara el cariño de un padre. Sí, un hombre que la abandonó, que no quiso seguir al lado de su esposa y su hija pero de cuya sinceridad no tenía motivos para dudar. ¿Qué sería ahora de él? ¿Permanecería más tiempo encerrado en Kimberley o lo deportarían a alguna lejana colonia en ultramar? No solo se veía impotente para remediar su situación sino incluso para adivinar su destino. Y entre tanto ¿movilizarían a Xander? ¿Volvería a oír el ruido de las balas o el tronar de los cañones sobre su cabeza?

Sus dudas se aferraban al vientre impidiéndole respirar. Un ejército de temores la asaltaba por varios flancos a la vez: su padre, Xander, la soledad de su madre y finalmente ella. ¿Cuándo declararían su amor? Él estaba dispuesto a hacerlo pero ella le había rogado que fuera prudente. ¿Hasta cuándo? ¿Y si Xander se cansaba de esperarla? Pero a partir de entonces ¿podría permanecer como niñera bajo el techo de los Albertson? Y en caso contrario ¿de qué viviría?

Su mente anduvo aquel camino cien veces, entre el cuartel, el campo de prisioneros, la buhardilla de El Cabo y la alcoba de Wendy, sin hallar respuesta ni consuelo.

Entrada ya la noche escuchó el paso lento del caballo y el chirriar de los ejes. Se compuso la ropa y bajó a la puerta. Empezaba a soplar un aire desagradable, presagio de uno de los vendavales que en esa época del año azotaban el veld. En cuanto Claudia salió a la puerta del jardín, el viento apagó el farol del carruaje dejando la escena iluminada solo por una luna polvorienta y rojiza.

Sin decir una palabra, tomó el cuerpecito inerte de Wendy, lo envolvió en una manta de viaje y con ella en brazos, sin despertarla, subió los escalones. Los demás miembros de la familia también fueron desapareciendo tras las puertas de sus alcobas.

Claudia reguló la luz con la clavija del quinqué dejando solo la mínima claridad que le permitiera poner el camisón a la pequeña y depositar al lado su ropa doblada. La niña respiraba plácidamente hasta que el contacto suave con los labios de Claudia la hizo entreabrir sus ojos y sonreír.

—Buenas noches, Wendy —susurró Claudia mientras dejaba el dormitorio a oscuras.

—Qué pena que no hayas estado conmigo —contestó con una voz casi imperceptible—. Ha sido una tarde espantosa. He estado todo el tiempo jugando sola.

Claudia no pudo contenerse.

—¿No ibas a estar con Xander?

—Sí, pero como ahora tiene novia, no me ha prestado atención.

La joven se quedó petrificada. Un cuchillo en el corazón no hubiera causado un efecto como el de la frase de la niña.

—¿Novia?

—Sí, la hija de esos señores. Toca el piano muy mal y es fea pero dicen que es de buena familia. Xander y ella ahora son novios.

Y sin dar mayores explicaciones, cerró de nuevo los ojos y se volvió contra la pared recuperando el sueño al instante.

Claudia intentó levantarse pero las piernas se negaron a responder.

Su mente se quedó en blanco, incapaz de reaccionar. Así permaneció sentada a los pies de la cama de Wendy durante algunos minutos, en la oscuridad, escuchando solo la respiración de la niña y el vendaval que se desataba al otro lado de la ventana. Por fin, apoyándose en la mesa y en las paredes, logró llegar a su habitación. Cerró la puerta tras de sí y se tendió en la cama.

La mente de la muchacha no fue capaz de resistir más tensión, soportar tanto dolor. No soñó, no llegó a delirar siquiera, sencillamente se quedó a oscuras, se apagó como la lámpara de Wendy y así permaneció durante las horas de aquella noche de tormenta.