- Ocho
Cuando Alex se marchó, Allegra trató de llamar a Izzy pero le saltó el buzón de voz. Lo intentó también con Angela, pero el resultado fue el mismo. Estaba muy preocupada por Angela. La había visto hablando con un primo lejano de Alex en la fiesta y, fiel a su estilo, se había casado con él sin más.
Pero en lugar de recibir noticias de su feliz luna de miel, Allegra no paraba de recibir largos correos en los que Angela le contaba que estaba volviéndose loca atrapada en la campiña en medio de la nada. Allegra sabía cómo se sentía. Lo sabía muy bien. Pero a diferencia de su hermanastra, que le había suplicado que no le contara a nadie lo que le escribía, a Allegra se le había dicho con rotundidad que no debía confiarse a nadie. No era el miedo a las repercusiones lo que la mantenía en silencio; era el peso que recaería sobre cualquier miembro de su familia al que le contara cómo eran en realidad las cosas. Al final se llevó el té al balcón y llamó a su padre.
—Son gente muy rara— dijo Bobby cuando la conversación giró hacia la fiesta y todas las cosas que había pasado desde entonces—. ¿Sabías que Ben está todavía en Santina y que ha convencido a Natalia, la hermana de Alessandro, para que trabaje para él?
—¡No!— ¿cómo era posible que no lo supiera?—. ¿Por qué no me cuenta nadie nada?
—Supongo que imaginan que estás muy ocupada— respondió Bobby. Guardó silencio un instante antes de seguir—. Ese novio tuyo es un témpano.
—Solo cuando está con su familia— aseguró ella.
Y era cierto, porque cuando Alex estaba simpático… Se miró el anillo y recordó el beso que le había acompañado.
—En cambio Zoe es muy simpática.
—¿Zoe?— Allegra frunció el ceño—. ¿Te refieres a la reina? No puedes llamarla Zoe.
—Ella me dijo que podía— aseguró Bobby—. Tomamos juntos el té. Me perdí cuando salí a correr la mañana después de la fiesta.
Allegra no pudo evitar reírse. Era la primera vez que lo hacía desde hacía años.
—Estaba tomando el té en su balcón privado— continuó Bobby—. Sola.
Allegra abrió entonces los ojos de par en par y dejó la taza que estaba sosteniendo. Tuvo una repentina visión de su futuro.
—Si quieres saber mi opinión, a mí me parece un crimen— afirmó su padre—. Una mujer tan guapa como ella…
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, el rey no estaba a la vista. Solo estaba ella con su minúsculo camisón de seda.
—¡Papá!— susurró Allegra escandalizada—. No puedes hablar así.
—¡Cómo! ¿No puedo hablar con mi propia hija?
—No coquetearías con ella, ¿verdad?
—No hice nada— dijo Bobby—. Solo nos tomamos una taza de té y charlamos un poco. Es una dama maravillosa.
—No debes hablar de esto con nadie, papá— le pidió Allegra.
—No estoy hablando con cualquiera, estoy hablando contigo. Pero bueno, tengo que irme. Me van a hacer una entrevista.
—¿Una entrevista?
—Ya te contaré cuando sepa más.
Allegra odiaba no saber lo que estaba pasando. Estaba cansada de estar allí encerrada, así que cuando la doncella regresó, le preguntó si podía conseguirle un coche para dentro de quince minutos.
La joven parpadeó.
—¿Un chofer?
Allegra sabía que no debía romper completamente con la tradición, al menos dentro de los muros de palacio.
—Sí, un chofer. Me gustaría conocer un poco la isla. Gracias.
Por supuesto, su teléfono sonó unos instantes después. Uno de los asistentes quería clarificar algunos detalles.
—No quiero guardaespaldas. Solo quiero un chofer y un coche discreto para poder dar una vuelta por Santina.
Media hora más tarde estaba sentada en un coche no oficial de cristales tintados con el que pasó por delante de la playa y atravesó los pueblos hasta llegar a la ciudad. Quería abrir la ventanilla, oler las hierbas y el ajo, escuchar la charla de la gente de Santina.
—Aquí está bien— abrió la puerta en un semáforo en rojo y le dirigió al conductor una sonrisa radiante—. Volveré andando —salió a toda prisa del coche y entró en una tienda, la atravesó y salió por el otro lado. Se encontró en un mercado. Empezó a caminar mirando de vez en cuando hacia atrás y confiando en no haberle creado un problema al pobre chofer. El aire era dulce, y el simple hecho de entrar en un café le resultaba maravilloso.
Pero el anonimato duró veinte segundos. El dueño del café parpadeó en cuanto la vio entrar.
—Benvenuta!
La recibió con mucho cariño y le dijo que se sentara, pero Allegra quería ver por si misma la selección de tartas y era un placer estar allí de pie y escoger. El dueño tuvo una actitud maravillosa: estaba encantado de contar con tal invitada de honor y no quería que la gente arruinara la visita, así que cerró el café y solo permitió que se quedaran los clientes que ya estaban.
Allegra escogió la especialidad de la casa, una especie de canutillos llenos de helado de nuez y espolvoreados con azúcar glas. Y se tomó el mejor café con leche que había probado en su vida. Se sentó sola leyendo una revista y fue maravilloso. Maravilloso escuchar las charlas de la gente que la rodeaba cuando a la gente se le pasó el impacto inicial.
—Mi dispiace— una madre se acercó para detener a su hija, que había sacado las flores del jarrón de su mesa y se las estaba ofreciendo a Allegra—. Lo siento. Supongo que querrá usted un poco de intimidad.
—Son preciosas— Allegra aceptó el ramo—. Grazie —era su primera palabra pública en italiano.
—La dejaremos para que disfrute de su espacio— dijo la mujer—. Pero estamos encantados de verla aquí, entre nosotros.
—Yo también estoy encantada de estar aquí.
Allegra lo estaba de verdad. Aquellos cincuenta y ocho minutos de libertad eran lo mejor que le había pasado desde hacía semanas, pero sabía que no podía durar. No quería ni imaginarse el caos que debía haber provocado en palacio cuando el chofer contara lo que había hecho, así que se esperaba la aparición del coche plateado que pasó a su lado cuando caminaba por las calles pavimentadas con bolsas en la mano. Incluso se las arregló para sonreír cuando se abrió la ventanilla.
—Entra— ordenó un Alex con cara de palo.
—¿Cómo dices?— preguntó Allegra con dulzura.
—No montes una escena, Allegra— tenía una sonrisa pintada en la cara cuando paró el coche. Y al ver que ella no se subía, que seguía andando, abrió la puerta, se bajó y la abrazó.
Allegra saboreó brevemente la boca que anhelaba, pero le resultó fría y dura y su voz, glacial cuando le dijo al oído:
—Entra ahora mismo en el coche. Hablaré contigo cuando estemos de regreso en palacio.
—No quiero volver al palacio.
Alex la miró. Tenía la barbilla alzada en gesto desafiante y le brillaban los ojos de rabia contenida. Le recordó a la noche de su compromiso, a la pequeña fiera que él había acallado con sus besos. Pero en ese momento era imposible. Había gente allí reunida, asombrada de ver al príncipe y a su prometida enfrascados en una conversación.
—Quiero caminar.
—No puedes caminar por aquí. Si quieres podemos caminar por el palacio.
—Estoy harta de estar encerrada.
Alex sabía que estaba a punto de marcharse echando humo. Sabía que lo haría si él insistía en que volviera y, aunque hubiera preferido meterla a rastras en el coche, se le ocurrió una solución rápida.
—Caminaremos— a Alex nunca le habían desafiado así. Nadie se le había enfrentado nunca. Podía liderar un ejército, pero no era capaz de hacerla entrar en el coche. Se quedaron mirándose en silenciosa batalla pero sin dejar de sonreír. Alex vio el brillo de las lágrimas en sus ojos verdes y supo dónde debía llevarla—. Iremos a verde bosco.
—¿Es un pueblo?— preguntó Allegra.
—No, es un bosque— Alex sonrió—. Allí es donde iremos —dijo Alex.
Ella frunció ligeramente el ceño.
—Cuando necesito escaparme, voy a verde bosco.
Era lo más cerca que había estado de admitir que él a veces también se sentía así.
Y también fue la razón por la que ella entró en el coche.