• Dos

 

—La escogieron para mí.

Allegra había oído hablar de los matrimonios concertados, pero le sorprendió escuchar que eso podría ser un problema para él. No parecía un hombre capaz de hacer algo que no quisiera hacer, y no era precisamente un adolescente.

—¿Cuántos años tienes?— le preguntó sin pensar.

—Treinta y tres —respondió Alex sonriendo antes de suspirar—. Y sí, soy completamente capaz de tomar mis propias decisiones. Pero es más complicado. Al parecer mi etapa de diversión en Londres ha tocado a su fin —se encogió de hombros—. Así es como mi familia lo ve. Lo cierto es que he estado trabajando mucho, pero mis padres me han dicho que ya es hora de que vuelva y me enfrente a mi deber —apuró la copa—. Tengo que casarme.

—¿La amas?

—No es una cuestión de amor, pero sí encajamos bien. Nuestros padres son amigos, y esto se decidió hace mucho tiempo— trató de explicarle lo que estaba pensando antes de que ella entrara en el bar—. Soy feliz aquí en Londres. Todavía hay muchas cosas que quiero hacer en el mundo de los negocios.

—Y no podrás hacerlas una vez que te cases.

—Una vez casado debo asumir los deberes reales a tiempo completo. Producir herederos.

Allegra parpadeó.

—¿Te he ofendido?

—No, en absoluto —aseguró ella—. Es que nunca había oído la expresión «producir herederos». Normalmente se dice «tener hijos».

—No cuando algún día serás rey.

—Ah— Allegra no supo qué decir. No podía imaginarse un mundo así.

—Me han dicho que no puedo poner fin al compromiso.

—¿Por qué?

—Sería una vergüenza para ella si digo que no quiero casarme. No se lo merece.

—¿Y eso te preocupa?— Allegra estaba muy intrigada—. Quiero decir, si no la amas, ¿no te preocupa que…?

Quería que Alex terminara la frase por ella, pero por supuesto él no lo hizo.

—Bueno, leo las revistas. No sabía que eras príncipe, pero conozco tu apellido y, si no recuerdo mal, tienes fama de conquistador. ¿No te preocupa sentar la cabeza?

—¿Te refieres a la fidelidad?

Fue tan directo al grano que Allegra no pudo evitar estremecerse. Se rascó la sien y asintió.

—Eso no será un problema siempre y cuando sea discreto.

Allegra arrugó la nariz.

—¿Vas a casarte sabiendo que vas a ser infiel?

—Es un matrimonio de conveniencia. Anna fue escogida porque algún día será una buena reina. No es una cuestión de amor— se explicó—. ¿No lo apruebas? —preguntó al ver que ella arrugaba la nariz.

—No— tenía derecho a ser sincera y a dar su opinión—. No veo sentido en casarse si piensas así.

Hablaba de corazón. Tenía una opinión muy firme al respecto. Adoraba a sus padres, pero la interpretación que le daban a sus votos matrimoniales la había llevado a llorar muchas noches cuando era pequeña, así que no se callaría. —Somos muy distintos. Yo nunca…

Alex no hablaba nunca de aquellas cosas ni su familia tampoco, pero había unas normas no escritas y su prometida las conocía.

—No espero que lo entiendas. Solo estoy hablando, no pidiendo una solución.

Alex observó cómo el puchero de Allegra era sustituido por una sonrisa reacia.

Touchée— dijo asintiendo como si ya estuviera preparada para escuchar sin juzgar.

—Mi familia está siempre en el punto de mira.

—Créeme, esa parte la entiendo— murmuró ella.

Y le habló un poco de aquello. Desde luego mucho más de lo que le hubiera contado a otra persona. Después de todo él era un príncipe y tenía mucho más que perder con las indiscreciones que ella. No era la media botella de champán ni las nueces; era la compañía, el estar allí sentados juntos hablando de la vida. Se trataba de una pequeña pausa antes de regresar al mundo exterior.

—A mi familia le encanta la farándula. Mi hermana Izzy estuvo en un programa de televisión en el que buscaban estrellas de pop.

Alex sacudió la cabeza. Apenas veía la televisión y cuando lo hacía solo ponía las noticias.

—¿Y eso que tiene que ver contigo?

—No es solo Izzy. Mi padre jugaba al fútbol en primera división— se explicó—. Es toda una celebridad aquí.

Allegra vaciló y entonces le miró a los ojos. Alex asintió y ella siguió hablando.

—Es un escándalo detrás de otro. El año pasado se publicó una biografía no autorizada sobre él— Allegra se sonrojó—. Fue espantoso.

—¿No era fiel a la verdad?

—No —Allegra sacudió la cabeza—. Sí —reconoció—. Casi todo era verdad, pero ya sabes cómo se pueden retorcer las cosas.

—¿Por eso no quieres denunciar a tu jefe?

Allegra pensó que era muy perspicaz. Y tenía razón.

—Ya han hablado demasiado de los Jackson últimamente— le habló de los escándalos, de su madre, Julie, de la aventura que su padre había tenido con Lucinda y de que ahora estaba casado con Chantelle aunque seguía viendo a Julie. Le habló de Angela, que era la hija de Chantelle, y de Izzy, que era hija de Bobby y Chantelle. Incluso hizo un árbol genealógico en el posavasos—. El libro lo pintó como si fuera todo muy escabroso.

Y tal vez lo fuera, pensó Allegra al mirar el árbol.

—Mi padre sufrió mucho, aunque lo negara. Así que yo quiero arreglar las cosas.

—¿Cómo?

—Quiero escribir una biografía autorizada. Ya he empezado a hacerlo. Tengo muchos recuerdos y miles de fotos.

Alex distinguió en sus ojos algo que conocía muy bien, una mezcla de determinación y pasión con la que él se encontraba cada mañana frente al espejo.

—Quiero contar la verdad.

—Bueno, has trabajado en el mundo editorial, así que tienes los contactos adecuados— afirmó Alex—. Escríbela.

Ella se rio.

—Como si fuera tan fácil. No sabes cuánto trabajo…

—¡No tienes empleo!— Alex sonrió.

Allegra sacudió la cabeza. Él no lo entendía ni lo iba a entender. Le dolía estar allí sentada hablando de sueños imposibles, así que le preguntó:

—¿Y qué hay de tu árbol familiar? Estoy segura de que es mucho menos complicado que el mío y mucho menos escandaloso.

—En realidad…— Alex se detuvo entonces. Durante un extraño instante había estado a punto de contárselo, de hablarle de algo que estaba prohibido incluso dentro de los muros de palacio. El persistente rumor de que su hermana Sophia era fruto de la aventura de la reina Zoe con un arquitecto británico. Se miró en los ojos verdes de Allegra y se dijo que habría estado bien contárselo, admitir con la misma sinceridad que ella que tal vez su familia no fuera tan perfecta—. Es muy normal —dijo en cambio.

—Qué suerte —Allegra suspiró—. Yo soy la aburrida, la predecible, por supuesto. No van a creerse que haya perdido el trabajo —cerró los ojos—. Si no consigo un empleo pronto, no podré pagar el alquiler y tendré que volver a casa de mi padre y verme otra vez en la vorágine.

Alex entendía aquella sensación. Se inclinó hacia delante y le sostuvo la mirada.

—Así me siento yo también. Por eso no quiero volver todavía. Sé que en cuanto regrese…

—Ya sé— dijo Allegra.

Y siguió hablando, pero él la escuchaba solo a medias. Tenía la cabeza en otra parte. Miró hacia la mesa en la que había estado sentado tan solo una semana atrás con un hombre a punto de cumplir sus sueños y que, en esos momentos, yacía bajo tierra. Miró por la ventana y vio la lluvia. Él no quería estar bajo tierra con una vida a medio vivir y sueños inconclusos. Quería más para su negocio, un par de años más, antes de volver al redil. Pero ¿cómo conseguirlo?

—¿No puede hacerlo tu hermano?— Allegra le arrancó de sus pensamientos—. Si tú no quieres ser rey…

—Yo no he dicho que no quiera ser rey —la corrigió él—. Solo he dicho que me gustaría tener más tiempo —frunció el ceño—. Matteo y yo hemos crecido de forma muy distinta. Por supuesto, si algo me ocurriera a mí, él se haría cargo, pero… —trató de explicarlo aunque pensó que ella no lo entendería—. Antes has dicho que la gente se pone triste en los funerales.

—Por supuesto— afirmó Allegra—. A todo el mundo le pasa.

—No— Alex negó con la cabeza—. Mi abuela murió cuando yo tenía siete años. Acudió mucha gente al funeral. En el cementerio…

No sabía muy bien por qué le estaba contando aquello, no había pensado en ello desde hacía años. Pero quería que lo entendiera.

—Matteo estaba triste y mi padre lo alzó en brazos. Lo recuerdo porque fue una de las fotos que salieron en el periódico. Yo empecé a llorar— continuó Alex—. No mucho, solo un poco. Estaban bajando el ataúd, yo oía a mi hermano sollozar y… empecé a llorar. Mi padre me tomó la mano y me la apretó con fuerza.

Alex tomó aire.

—Pero no me sujetaba la mano para consolarme. Cuando volvimos al palacio, antes de que llegara la gente, mi padre me llevó a su despacho y se quitó el cinturón— no se lo estaba contando para conseguir su compasión. Se limitaba a exponer los hechos—. Dijo que no pararía hasta que dejara de llorar.

—¡Eras un niño de siete años!— Allegra parecía más abatida que él.

—Era un príncipe de siete años que algún día sería rey— se explicó Alex—. Tuvo que enseñarme lecciones difíciles. Los reyes no lloran, los reyes no muestran emociones…

—Eras un niño.

—Un niño que algún día sería rey— repitió Alessandro—. Puedes despreciar a mi padre por ello, pero era una lección que tenía que darme. Y lo hizo. Soy el primogénito. Yo tengo lo que hay que tener para ser rey, me educaron con ese propósito.

—No me sorprende que quieras más tiempo— Allegra sopló para apartarse el flequillo—, antes de volver a…

—Siempre podría enamorarme— su voz interrumpió la frase de Allegra—. Nuestra gente sabe que no es un matrimonio por amor, y Anna lo sabe también. Si conozco a alguien y me enamoro sería un escándalo, pero acabaría por olvidarse.

Allegra le miró fijamente.

—Podrías intentar hablar con Anna— señaló hacia la mesa que tenían detrás, donde estaban las mujeres que le habían estado mirando—. Tal vez sea ella la elegida de tu corazón.

Aquello hizo reír a Alex.

—No me voy a enamorar— afirmó—. No tengo tiempo para esas cosas. Pero si dijera que me ha pasado…

Allegra escuchó una lejana alarma, pero sonó muy bajo y muy a lo lejos.

—¿Decir que te ha pasado qué?

—Que me he enamorado locamente. Tanto que me he prometido— Alex sonrió ante lo ridículo de semejante idea—. Por supuesto, en cuestión de semanas recuperaría la cordura y me daría cuenta de que he cometido un error, de que mi nueva prometida y yo no estamos hechos el uno para el otro. Pero para entonces Anna y yo ya habríamos terminado y mi familia querrá que me quede en Londres un par de años más, hasta que las aguas vuelvan a su cauce y todo se olvide.

—Bueno…— Allegra sentía de pronto la garganta muy seca—. Te deseo buena suerte en tu plan.

Alex fue a rellenarle la copa, pero la botella estaba vacía. Llamó a la camarera, pero Allegra negó con la cabeza.

—No quiero más— necesitaba espacio, su mente estaba bordeando el ridículo. Durante un instante pensó que Alex se estaba refiriendo a ella, que estaban planeando aquello juntos.

Se disculpó y corrió al servicio. Se dijo que debía calmarse, pero cuando se miró al espejo vio que tenía las mejillas sonrojadas y los ojos le brillaban como nunca. Tenía el flequillo pegado a la frente por la lluvia y se puso debajo del secador de manos. Luego se echó un poco de polvos en la cara para tratar de disimular la euforia.

¿Le estaba proponiendo Alex que…? Allegra no quiso seguir por ahí, porque era ridículo pensar algo así. Y sin embargo, ¿quién hubiera pensado cuando entró en el bar o cuando salió del trabajo que unas horas más tarde estaría compartiendo una botella de champán con el príncipe heredero de Santina?

Se habría quedado más tiempo escondida en el aseo de señoras para ordenar sus pensamientos, pero dos de las mujeres del grupo que Alex había estado evitando entraron entonces y no le dirigieron una mirada precisamente amable.

—He dicho que no quiero más champán— la camarera estaba a punto de abrir otra botella cuando Allegra regresó a la mesa.

—Déjela ahí sin abrir— indicó Alessandro a la joven mientras Allegra se sentaba—. Tal vez luego tengamos algo que celebrar.

—No, conmigo no— afirmó Allegra.

—Podríamos ir a mi…

—Creo que te has llevado una impresión equivocada de mí— aseguró ella con altanería. Esperaba que así Alex no pudiera adivinar los pensamientos salvajes que le cruzaban por la mente. Porque le encantaría agarrar esa botella, meterse en un taxi y que Alex la fuera besando de camino a su casa antes de llegar y beber champán entre las sábanas.

Había bebido demasiado. Y el champán, mezclado con Alex hacía que le costara pensar con claridad.

—Media botella de champán es bastante más de mi límite normal. Y no me voy de los bares con hombres a los que acabo de conocer.

—Era una broma— mintió Alex, porque sí tenía esperanzas—. ¿Y qué te parece mi otra sugerencia? ¿Quieres ser mi prometida?

—Alex, si no quiero ni tomarme otra copa contigo, ¿por qué crees que se me pasaría por la cabeza…?

—Un millón de libras.

Allegra se rio. Esas cosas no pasaban, tenía que tratarse de una broma. Cuando Alex sacó la chequera se rio todavía más: era una locura. Pero cuando le tendió el cheque lo hizo con mano firme y no se reía.

—No tendrás que hacer nada. Mañana volaré a Santina y se lo contaré a mi familia y a Anna. El pueblo se sentirá ultrajado. Poco después me dirán que me eche atrás en tan estúpida decisión y que vuelva a Londres hasta que pase el escándalo.

—Entonces ¿por qué me pagas?

—Tal vez tengas que reunirte conmigo en Santina en algún momento— Alex se anticipó a su reacción porque vio cómo abría la boca—. Tendrías tu propia suite, las parejas no pueden dormir juntas hasta que se casen. Lo único que tendrías que hacer sería sonreír y asentir a todo lo que diga.

—¿Hasta cuando?

—Hasta que el pueblo quiera— Alex se encogió de hombros—. Podrían pasar días o semanas.

Allegra miró el cheque y pensó en ello. Lo pensó de verdad. No le estaba pidiendo que se acostara con él, solo que sonriera y le tomara de la mano. Y con todo aquel dinero podría conseguir un apartamento, un trabajo… De hecho, podría hacer lo que de verdad quería hacer.

—Podrías escribir ese libro— dijo Alex como si le hubiera leído el pensamiento—. Di que sí.

Allegra volvió a mirarle y pensó no solo en el libro que podría escribir, sino también en aquel hombre tan guapo que había irrumpido en su vida. Y sencillamente, no estaba preparada para dejarle ir.

—Supongo que sí.

Salieron a la calle. Allegra se había equivocado respecto a lo del taxi, porque les estaba esperando un coche que les llevó unas cuantas calles más abajo.

—¿No deberías ingresar el cheque?— preguntó Alex al bajar.

—De acuerdo.

Allegra entró en una oficina de su banco que había en la acera de enfrente y observó cómo el cajero alzaba las cejas.

—Los fondos no estarán disponibles hasta que el cheque no aparezca reflejado en cuenta.

—Llame a mi banco y que lo reflejen ahora— ordenó Alex.

El cajero le miró e hizo lo que le pedía. Allegra sintió algo extraño en el estómago cuando el empleado le entregó un extracto de su cuenta. Era como si le hubieran quitado de encima un peso que no sabía que estaba cargando.

—Y ahora vamos de compras. Una prometida necesita un anillo.

Volvieron a entrar en el coche y el vehículo arrancó. Ellos se reían.

—¿No debería tener joyas reales?

Dios, estaba achispada.

—Deberías, pero al menos esta podrás venderla más tarde— estaban en la puerta de una joyería muy elegante—. La actuación empieza aquí —le advirtió Alex pulsando un timbre. La puerta se abrió.

Allegra se quedó allí de pie mirando los anillos mientras el joyero salía a atenderlos. Y la actuación empezó allí, porque Alex la tomó de la mano mientras hablaba con el joyero.

—¿Qué te parece este?— Alex se giró hacia su prometida.

Pero ella ya no le prestaba atención. No miraba el diamante que él estaba sosteniendo, sino otro anillo que le parecía mucho más exquisito.

—Ese es una preciosidad— lo levantó.

Era una esmeralda brillante, tan grande que parecía de atrezzo. Pero Alex sacudió la cabeza.

—Debería ser un diamante.

—Ah— Allegra volvió a dejar el anillo y recordó cuál era su lugar, que aquello no era real. Solo estaba interpretando un papel.

—Los diamantes son más valiosos— le susurró Alex al oído.

—Tal vez.

Alex se dio cuenta de que quería aquella esmeralda, vio el musgo de Santina en el verde de sus ojos. Tal vez le iría mejor que un diamante. Alex vaciló un instante. Después de todo, ¿qué importaba? Pronto todo habría terminado y Allegra se marcharía. ¿Por qué no comprarle el anillo que le gustaba?

Se lo puso en el dedo.

—Lo ajustaremos— dijo el joyero.

—No hace falta— aseguró Alex—. Le queda perfecto.

—Lo limpiaré un poco y lo meteré en una caja— dijo el joyero.

Pero las manos de Alex todavía sostenían las suyas y parecían una joven pareja enamorada a punto de iniciar su vida juntos. Allegra sintió una oleada de emoción por todo lo que no eran.

—No quiero quitármelo— admitió.

Estaba confundida y un poco avergonzada cuando salieron a la calle.

—Bien hecho— dijo Alex—. Casi me convences incluso a mí, aunque no es el anillo que escogería una futura reina.

—Es precioso.

—Es tuyo— afirmó él—. Vamos a llevarte a casa.

Allegra le dio al chofer su dirección. Por supuesto, no podían hablar del tema en el coche, así que cuando se detuvieron frente a su apartamento, como era supuestamente su prometido, la acompañó al portal.

—Preferiría que no subieras. Está todo muy desordenado. No esperaba…

—No me importa— aseguró Alex.

No le importaba y Allegra lo sabía. Ni el desorden del apartamento ni el follón que estaba montando. Ni tampoco le importaba ella y no debía olvidarlo.

—¿Y ahora qué va a pasar?

—Tú escribe tu libro— Alex sonrió—. Yo volaré a Santina los próximos días y soltaré la noticia. Supongo que deberíamos intercambiar números de teléfono.

Allegra grabó el suyo y, cuando hubo terminado, él le tomó la mano y miró el anillo que ya lucía en el dedo.

—La verdad es que es precioso— lo miró más de cerca sin soltarle la mano y luego la miró a ella. Parecía muy nerviosa, como si se arrepintiera de lo que había hecho—. Solo será algo temporal. Gracias, Allegra.

Y ella supo que venía el beso. Era un beso de despedida, un beso para sellar el acuerdo. Alex inclinó la cabeza. Su boca era cálida, firme y deliciosamente experta. Allegra aspiró su aroma, sintió sus labios y supo que acabaría en un segundo. Solo era un beso para sellar el acuerdo, se dijo.

Alex echó la cabeza hacia atrás y retiró los labios de los suyos. Allegra vio que los apretaba como si la estuviera saboreando otra vez. Sonrió un poco, como a modo de advertencia, y luego volvió a inclinar aquella noble cabeza hacia la de ella. Y fue un beso eufórico, se dijo Allegra. Porque no era a ella a quien estaba besando, sino al atisbo de libertad que anhelaba. Y ella le besó a su vez porque a su lado se sentía débil, porque el embate de su lengua resultaba absolutamente sublime. Alex le puso la mano en la parte baja de la espalda, como si quisiera estabilizarla, y menos mal que lo hizo. Porque si el beso anterior podía haber sido el sustituto de un apretón de manos, este estaba completamente fuera de lugar.

Alex tenía la lengua fresca y la mano cálida, y cuando no bastó con una mano para sujetarla, cuando necesitaba algo que la anclara a la tierra, Alex la colocó contra la pared. Fue un baile de labios y manos, de dos bocas pegadas y la fuerza de la pared sosteniéndoles mientras Alex la besaba como nunca había podido ni soñar.

Era un beso tan apasionado que, por decencia, debía ponerle fin. Allegra le miró a los ojos, que brillaban, traviesos, como si supiera con certeza lo que tenía que hacer con ella. Pero ella no se lo podía permitir.

—Lo que dije antes respecto a nosotros —tragó saliva— lo dije en serio. No quiero que te lleves la impresión equivocada —sabía que con aquel beso se la había llevado—. Creo que he bebido demasiado champán…

—Eres una mezcla extraña— la mano de Alex estaba todavía en su abrigo. Quería levantárselo, deslizarle la mano sobre la piel, pero también era un hombre sensible y estaba acostumbrado a que las mujeres se enamoraran de él. En una situación como aquella no podía ser—. Tienes razón. Podría confundir las cosas.