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—¿Qué te pasa, mamá? —escucho que me pregunta Lola. Arruga la nariz y levanta los hombros.

Estamos en su cuarto, y mientras ella devuelve a su sitio los juguetes que llevó a casa de mi madre, yo la observo. Tommy lleva treinta y cuatro horas desaparecido. Lola preguntó por él apenas entramos y yo le respondí que había salido con Juan. Lamentó no haber estado aquí para acompañarlos. De vuelta en casa me siento como un soldado solitario, parapetado tras un arbusto, aguardando a que algo suceda. Tomo a Lola por la cintura y la vuelco sobre la cama.

—Esto me pasa, que tengo ganas de comerte enterita, como a un chanchito.

—Ay, mamá, yo no soy un chanchito —me rebate, aferrándose a mí.

—Sí lo eres. —Le doy besos en el cuello, ese lugar tan suave donde todavía perdura su temprana infancia.

—No. No lo soy, soy un conejo, acuérdate —dice firmemente asida a mi torso.

—Lo sé, pero es que los conejos no son tan ricos. Nos damos vueltas en la cama con nuestros cuerpos unidos. Llegamos hasta el borde y luego rodamos hacia el lado opuesto; los movimientos se hacen cada vez más rápidos, hasta que en uno de los giros caemos al suelo, abrazadas. Ella abre los ojos con aire travieso y ríe imitando a los personajes de los dibujos animados. Son unos sonidos intermitentes y agudos que nos provocan más risa.

Me impresiona ser capaz de reír de esta forma y a la vez sentir lo que siento. Recuerdo haber jugado así con Tommy cuando era más pequeño. Si Juan nos encontraba, me advertía que tuviera cuidado y volvía a cerrar la puerta. Pienso que le hubiese gustado jugar así con su hijo, pero él no conocía el camino que lleva hasta estos abrazos sin propósito. Ahora Tommy ha crecido, y ambos se perdieron esta experiencia para siempre. Tal vez Juan y yo, sin saberlo, estamos atrapados en lo que Maná llamó “el legado”. Hay una parte de nosotros de la cual nos es difícil desprendernos, aun cuando nos hiera, y que define nuestra vida en una medida tan grande que preferimos ignorarla. Ante su visión fugaz, nuestro instinto cierra la puerta —como Juan al verme cogida al cuerpo de su hijo— y pensamos que somos nosotros quienes hemos elegido cerrarla. Estrecho con más fuerza a Lola.

Vuelve a mi memoria la serpiente que, tras atravesar las piedras cortantes para desprenderse de su piel, descubre que las llagas no han desaparecido. Me impresiona no haber pensado en esto antes: sanarlas no es un ejercicio solitario, no guarda relación tan sólo conmigo. Ahora lo veo con tal claridad que me dan ganas de gritarlo.

—¿Es que no nos vamos a levantar nunca del suelo? —pregunta Lola.

Mi móvil suena dentro de mi cartera. Me reincorporo y lo busco con desesperación hasta encontrarlo. En la pantalla surge el nombre de Leo. Me parece que hubiera transcurrido un largo tiempo desde que lo dejé esta mañana. Lola se sienta sobre su cama y clava en mí sus ojos pardos, consciente de mi ansiedad.

—Espérame un poco, ¿ya? Es una llamada importante de la oficina.

Ella me hace una mueca con la boca abierta, como preguntándome: “¿Desde cuándo me das explicaciones por una llamada telefónica?”.

Entro a mi pieza. Veo mi bolso de viaje a medio abrir en el suelo. El resto de la habitación tiene un aspecto pulcro, como si en mi ausencia me hubieran desterrado.

—Alma, ¿estás ahí?

—Sí.

—¿Encontraron a Tommy?

—No.

Leo enmudece por unos segundos. De fondo se escucha el rugido de un auto al pasar.

—Lo siento.

—Es horrible, Leo.

—Estás en tu casa, ¿verdad?

—¿Cómo lo sabes?

—Estoy afuera, frente a tu camioneta.

El frondoso árbol ante mi ventana me impide verlo.

—¿Por qué volviste a Santiago?

—No tenía mucho sentido que me quedara. Quiero hablar contigo.

—No es fácil para mí salir ahora.

Leo no dice palabra. Me doy cuenta de que no va a cejar.

—Espérame, ya salgo —le anuncio.

Desde el umbral veo a Leo al otro lado de la acera. Su presencia, tan cerca de mi mundo, me conmociona. Abro la puerta de la camioneta y le indico:

—Ven, súbete antes de que esto se vuelva un escándalo.

Leo cruza la calle y se monta de un brinco. Mientras me alejo a toda velocidad de mi barrio, Leo pone su mano en mi muslo. Permanecemos callados. Siento una fatiga demoledora. Avanzo sin rumbo determinado, evitando las avenidas principales. Abro la ventana, la atmósfera es templada.

—¿Podemos ir a algún lado? —prorrumpe en un tono brusco.

No sería capaz de entrar en un lugar público y ver que la vida de los otros sigue su curso mientras Tommy está en algún sitio que desconozco. Me detengo en una esquina cualquiera, descendemos de la camioneta y comenzamos a caminar. Es una calle de viviendas acicaladas, algunas sin estrenar. En el fondo se divisa una avenida de palmeras trasplantadas y varios edificios oscuros. La tarde desvaneciéndose tiene la textura de la casa de cristal: la de un mundo ficticio suspendido en el tiempo. Un mundo al cual ya no pertenezco.

—Han pasado tantas cosas desde la mañana —me animo a decir.

—Me imagino —conviene Leo. Percibo cautela en su voz.

Seguimos caminando sin tocarnos. La quietud a nuestro alrededor se vuelve densa, como una mordaza.

—Lo siento, Leo. —Observo la profunda sombra que cruza su rostro—. De verdad lo siento.

—No necesitas decidir ahora, puedo esperar. —Me conmueve su desolación y su humildad—. Yo no tengo apuro —añade.

Lo estrecho con fuerza. Leo me besa, el contacto de su piel me hiere. No puedo soportarlo. Me desprendo de él.

—Es la culpa, ¿verdad? —inquiere.

—No. No es la culpa. Lo más probable es que me arrepienta. Cuando tú estés instalado de vuelta en Bogotá, con otra mujer, yo voy a estar sola.

No puedo explicarle lo que ha sucedido con Juan.

—¿Recuerdas lo que me dijiste cuando nos encontramos en el matrimonio de Julia? —me pregunta.

—No.

—Me dijiste que te contentabas con no sentirte sola. Parece que ya no piensas lo mismo.

—Sí, todavía lo pienso.

—¿Te sientes sola conmigo, acaso?

Los días compartidos con Leo me parecen lejanos, ajenos incluso.

—Respóndeme, ¿te sientes sola conmigo?

—A veces.

—¿Y con Juan?

—Casi siempre.

—¿Entonces?

—¿Acaso tú no sientes lo mismo, acaso no estás pidiéndome que vivamos juntos porque estás cansado de esa soledad y tienes la ilusión de que juntos podremos mitigarla de alguna forma? ¿No fuiste tú quien me dijo que lo que unía a las personas era la desesperación? Lo dejaste muy claro la primera noche que estuvimos juntos, para que no hubiera malos entendidos.

—Cambié de opinión. ¿Y sabes por qué? Porque contigo no me siento desesperado. Pensé que tú sentías lo mismo. Pero creo que me equivoqué.

Llegamos hasta el lugar donde se yerguen las palmeras. Nada de esto tiene sentido mientras Tommy no aparezca. Aun así, sigo hablando.

—Al rato vamos a estar todavía más solos. Después de intentarlo y fallar, vamos a estar mucho más solos.

—Mira, Alma, los acontecimientos en sí mismos no significan gran cosa, son tan afortunados o desafortunados como los que nunca ocurren. La única diferencia es que cuando suceden tenemos la opción de cargarlos de sentido. Eso es lo que te propongo, darle a esto un sentido para ambos.

Nuestro diálogo se me antoja una pantomima, un remedo de la realidad. Siento el impulso de salir corriendo.

—Cargarlos de sentido... —murmuro.

—Exactamente —afirma Leo. Una sonrisa se insinúa en la comisura de sus labios.

—Perdóname, nada de esto tiene sentido ahora, no sé qué hago aquí. Tommy desapareció, algo terrible puede haberle sucedido, no sé dónde está, y te juro que soy incapaz de pensar en algo que no sea él.

Se hace un silencio.

—Entiendo.

—Todo cambió, Leo —afirmo estremecida.

—¿De forma definitiva?

La oscuridad escala el cielo y me hunde. Ya no tenemos nada que compartir. Leo toma mi mano y la oprime, como queriendo manifestar un sentimiento extenso y a la vez último.