15. 
He pasado la tarde en la sala de edición componiendo un par de escenas, y creo haber llegado a un buen resultado. Suena el teléfono y me precipito a contestarlo. Llamé a Juan varias veces para acompañarlo a su cena anual de directorio, pero él no me ha contestado. Ayer, cuando llegó por la noche, simulé dormir. Se sacó la ropa y con la luz apagada se acostó sin tocarme. Permaneció a mi lado, respirando apenas. No sé qué pasa por su cerebro, y empieza a no importarme.
El mecánico del garaje me informa que no tendrá mi camioneta para esta tarde. Sigo sus explicaciones mientras observo en la pantalla la imagen congelada de una niña. Apenas cuelgo, el teléfono vuelve a sonar. Escucho la voz de Leo.
—Hola —digo.
—¿Cómo estás?
—Aquí, trabajando.
—¿Llegaste bien a Santiago la otra noche?
—Sí, claro, me trajo un hermano de Juan. ¿Y tú?
—Todo bien. Me gustaría verte, Alma.
—Sería genial.
—Podríamos tomarnos un café, comer juntos, no sé... Hoy mismo, si tú puedes.
Hay una sincronía infame en la manera que se están dando las cosas. Pero es Maná quien cree en esto, no yo.
—Me encantaría —señalo—, pero tengo un montón de trabajo que hacer. Me voy a quedar aquí hasta tarde.
—Tenía la esperanza que aceptaras. —Hay desilusión en su voz—. Te dejo el número de mi móvil, por si te arrepientes. —Me da el número y lo anoto en un papel—. Yo también voy a estar trabajando. Llámame cuando quieras.
—De verdad, le prometí a Matías que sacaría un par de escenas más.
—Está bien. No te preocupes. Tienes mi número.
Su voz posee un tono concluyente que me confunde. No sé si es indicio de una personalidad imperiosa o de un deseo incontenible de verme. Nos despedimos. Continúo con mi trabajo. Poco a poco la oficina va quedando desierta. La última en salir es Lorena, la secretaria de Matías. Por la estrecha ventana de mi sala de edición alcanzo a ver el cielo oscureciéndose. No tengo hambre. Preparo café en la cocina. De vuelta me detengo en el pasillo. Está oscuro y las maderas del piso rechinan con cada uno de mis pasos. En el silencio oigo un susurro, como si mi espacio interior hubiera tomado posesión del exterior. Una emoción que no me es extraña —pero que había olvidado— comprime mi garganta. Quiero ver a Leo. Es un anhelo que me deja sin aire. Mi cabeza comienza a buscar aceleradamente razones para llamarlo. Y luego al revés, razones para no hacerlo. Tomo el papel donde anoté su número y lo marco.
—¿Alma? —dice, aun sin escuchar mi voz.
—Sí —afirmo avergonzada.
—¿Te arrepentiste?
—Es que terminé antes de lo que pensaba y tengo hambre.
—¡Qué bueno! ¿Te paso a buscar o nos encontramos en algún sitio?
—Tengo unas filmaciones viejísimas que estoy segura te van a divertir mucho. Podrías venir, las vemos, y después salimos a cenar.
—Perfecto. Ya estuve en la productora el otro día con Matías.
—¿Y no pasaste a verme?
—Es que ya te habías ido. Alma, qué bueno que me hayas llamado, tengo muchas ganas de verte.
—Te espero, entonces —concluyo con cierta frialdad, contrarrestando su entusiasmo.
Mientras lo aguardo, la expectativa de ver a Leo me llena de inquietud y de euforia.
Los recuerdos se mezclan en mi cabeza, me sacuden y me hieren. Cuando por fin lo oigo llegar, me encuentro con su mirada alegre y resuelta, que compensa el filo de sus rasgos. Cuánta liviandad —me digo—, cuán lejos de mis tribulaciones se encuentra Leo.
Toma mi hombro con cautela y me da un beso en la mejilla.
—Ven —lo invito mientras camino hacia la isla de edición.
Me siento frente al computador y busco la carpeta donde están guardadas las imágenes que quiero enseñarle. Matías aparece en la pantalla. Tiene diecinueve años y hace morisquetas en una concurrida calle de Barcelona.
—No ha cambiado nada, ¿verdad? Es el mismo corcho de siempre —comenta con una risa benévola.
—Mira esto —señalo.
Ahora soy yo quien hace morisquetas. Camino al estilo Caperucita Roja, declamando un manifiesto sobre nuestros principios estéticos. Llevo uno de mis atuendos de esa época: una mezcla heterodoxa de zapatos Doctor Martin, chaqueta de motociclista, pañuelo de seda al cuello y guantes de piel. Mi voz apenas se escucha en el barullo de la calle.
—Tenía diecisiete años.
—Me gustas más ahora —precisa, desprendiendo los ojos de la pantalla para mirarme con una expresión halagadora.
—Y tú, ¿qué hacías en ese tiempo? Estabas todavía en Chile, ¿no? —Esbozo una sonrisa mundana, para demostrarle que no cedo a las lisonjas tan fácilmente.
—Estaba de vuelta en una clínica, desintoxicándome. —Levanta un hombro y arquea una ceja sin abandonar su expresión vivaz—. ¿Sabes quién me salvó?
Yo hago un gesto negativo con la cabeza.
—Una chica que había intentado suicidarse dos veces. Quería ser actriz y leíamos juntos las obras de Ibsen. Era bastante buena. Ella interpretaba a Hedda Gabler, y yo a los personajes masculinos, el juez, su marido, Lovborg.
—¿Te enamoraste de ella?
—Cuando estás desesperado no te enamoras. A lo más usas a las personas —afirma. Su sonrisa resulta paradojal con sus palabras, pero aun así parece genuina. Me hace pensar que son parte de su credo de vida.
—Pobrecilla, seguro que estaba loca por ti.
—También ella estaba desesperada. La mayoría de las veces es eso lo que une a las personas —declara sin dejar de mirarme.
¿Traza acaso la línea por donde transitar sin herirnos, o está enunciando la naturaleza de su atracción por mí? Advierto sus labios gruesos que rozan mi cuello. En la oscuridad del cuarto, la luz que emana de la pantalla proyecta fulgores azules en las paredes, como el agua tocada por el sol. Acaricio su nuca. Su mano se abre paso entre mi ropa y desciende hasta el nacimiento de mi espalda. Al cerrar los ojos veo un pez que nada en el fondo de la casa de agua, cansino y ciego. De pronto un rayo de luz alcanza sus escamas. Avivado por el resplandor, el pez asciende veloz hasta llegar a la superficie, mientras mi espalda se curva hacia atrás al contacto hábil de Leo. Cuando vuelvo a mirarlo advierto que su malicia se ha acentuado y no puedo evitar sonreír. Me saco los zapatos y me siento sobre él a horcajadas. Toca mis pechos bajo la camisa. La victoria y la provocación se asoman a sus ojos. Recorre el contorno de mi pezón erecto con su dedo índice, y en cada vuelta su presión se acrecienta, como si pretendiera entrar en mí a través de esa protuberancia oscura. Ahora su mano lo envuelve y lo oprime mientras la otra abre mi pantalón. Una risa se escapa de su garganta. Toma mi cintura con ambas manos y me embiste.
Hemos llegado a los faldeos de la cordillera donde vivo. Es Leo quien me ha traído en un taxi.
—Así que es aquí donde vive la princesa Alma —dice al observar mi casa desde la ventanilla, con su entramado de vigas al estilo Tudor, sus colgantes de hiedra, todo esto coronado por dos impasibles chimeneas.
—Gracias por traerme —afirmo.
La luz del pórtico ilumina las hojas de los árboles. El perro del vecino ladra y muestra sus dientes a través de la reja. Leo pasa su brazo por mi cintura y me apresa.
—¿Te veo otra vez? —me pregunta al oído.
Tras su sonrisa, vuelvo a encontrar ese algo un tanto incierto, resquebrajado, que me atrajo en mi adolescencia.
—No sé.
—Yo quiero verte.
Le doy un beso en la frente y desciendo del auto. Leo también se baja. Le pido que no me acompañe a la puerta. Sé que he sido imprudente permitiéndole traerme hasta aquí.
En el baño me saco la ropa y me lavo. Una luz se filtra por la cortina mal ajustada y tropieza con el rostro dormido de Juan. Entro a la cama y pego mi cuerpo al suyo. Percibo el calor de su espalda en mi vientre. Lo abrazo, él enreda sus piernas con las mías sin abrir los ojos. Después de un mes hacemos el amor. Imagino que es el cuerpo de Leo. Al terminar nos desprendemos. Juan me da un beso en la mejilla. Se queda de espaldas con la mirada clavada en el techo y yo me vuelvo hacia el muro.