47. 
En la cama, cubierto hasta la nariz por las coberturas, Leo se despereza. Lo miro desde el umbral de la puerta con el móvil en la mano.
—¿Qué haces ahí? —Pestañea con fuerza para lograr abrir los ojos.
—Tommy desapareció. Al parecer huyó de casa. Tengo que irme, Leo.
—¿Qué dices?
—Tengo que irme —repito, volteando el rostro para evitar su mirada inquisitiva. Un miedo funesto se ha instalado en mi estómago.
—¿Pero cómo es esto, no eran ustedes una familia feliz? —apunta con esa mezcla de jactancia y burla que le he oído decenas de veces, pero que jamás había dirigido hacía mí.
El amante solícito me ataca con sus dardos. Una arista de la cual no sé cómo protegerme. Me doy vuelta y saco mi bolso del armario.
—Disculpa —le oigo decir a mis espaldas—, a veces no sé lo que digo. —Se levanta, me rodea los hombros con los brazos y me atrae hacia él—. Es que me hubiera gustado que nos quedáramos hasta tarde en la cama —aclara y me da un beso—. ¿Cuándo ocurrió?
—Ayer. No llegó del colegio. Juan me ha estado llamando desde anoche. Dejé el móvil en la camioneta ayer en la mañana, cuando hablaba con Lola. No sé cómo, jamás se me olvida. Cuando desperté fue lo primero que pensé, que no tenía mi móvil. Y ahí estaban sus llamadas. Pobre Juan.
Al decir esto me doy cuenta de que a lo largo de las últimas semanas había olvidado la posibilidad de que él pudiera conmoverme.
—Tengo que irme ahora —digo, al tiempo que me salgo de su abrazo.
Comienzo a vestirme. Leo se pone sus jeans, una camiseta, y se sienta sobre la cama. Me observa. Entro al baño y dejo la puerta entreabierta. Mientras me lavo los dientes lo miro por el espejo. Tiene los codos sobre las piernas, la mirada fija en la única ventana de la cabaña. Al detenerme en su rostro capto una huella de zozobra en la curva de sus labios.
—¿Quieres que vaya contigo?
—No sé. Como tú quieras.
—No. Como tú quieras. Me asomo a la puerta.
—De verdad no sé —recalco, y creo ser honesta.
Una parte de mí desea que Leo ni siquiera se plantee esta disyuntiva, que siga a mi lado con una voluntad férrea, a prueba de todo, incluso contra mi propio parecer, que su necesidad de estar conmigo sea más fuerte que cualquier acontecimiento, mientras que la otra quiere viajar de vuelta los ciento cincuenta kilómetros pensando en Tommy, recordándolo, mascullando a solas la culpa que sé me cabe en este asunto.
—Llegando a tu casa no creo que pueda serte muy útil. A menos que quieras que yo conduzca y así vas más tranquila —propone, alzando la vista hacia mí.
Sus ojos me atraviesan.
—No es necesario, Leo, y tienes razón. Una vez allá no hay nada que puedas hacer. No tiene sentido que arruines estos días.
Leo aparta la mirada y se frota el mentón. Desde el primer día en la carretera que no mencionamos su propuesta. Supongo que ha estado aguardando a que yo me pronuncie. Imaginé que hoy hablaríamos.
—Puedes escribir —agrego.
—Ciertamente.
Lo veo echarse sobre la cama. Su camiseta gris se recorta contra las sábanas. Todo a mi alrededor parece vaciarse.
Cuando estoy pronta a partir, Leo coge mi bolso. Lo tomo del brazo y caminamos juntos hacia la camioneta, como dos amigos. Es una mañana despejada. Unas pocas nubes pasan lentamente sobre nuestras cabezas. La brisa es tan mansa y el ambiente tan sereno que mis tribulaciones parecen ser de otro mundo. Leo me abraza. Advierto su contención. Pienso en Tommy y un estremecimiento me sacude.