52. 
El frío me invade en este cuarto sin ventanas. Aguardo al cabo Rojas. El mundo exterior está lejos. Mi padre, mis hermanos, mis pacientes, la clínica; toda esa vida minuciosa cargada de ritos que parecían imprescindibles. De improviso una pregunta surge en mi mente con tal claridad que me estremece: “¿Por qué soltaste los pájaros?”.
No se me ocurrió que tal vez Tommy tenía un motivo para hacer lo que hizo. Debí preguntarle. Debí escuchar lo que tuviera que decirme. Y en lugar de esa monserga que solté en su cuarto, hubiéramos podido sentarnos sosegadamente a conversar. Tal vez su respuesta no me hubiera gustado, quizá me hubiese dolido o enojado, y yo no habría salido de su pieza con la satisfacción de haber cumplido una tarea, pero ahora recordaría esa tarde no como un paso más en la pulcra educación de mi hijo, ni como una de las tantas conversaciones semejantes que sostuvimos, sino como un momento genuino y esencial.
Suena mi móvil. Es Yerfa.
—Don Juan, acabo de encontrar una nota de Tommy.
—¿Qué dice?
—Dice: no se preocupen por mí, fui a ver a mamá a Los Peumos, hoy es el aniversario de su muerte. Vuelvo en el bus de las seis. Muchos besos para todos. Tommy.
—¿Dónde la encontró?
—En la despensa, cuando fui a sacar arroz para el almuerzo.
—¿En la despensa?
—Sí, ahí mismito. No entiendo por qué la dejó tan escondida.
—Para que no la encontráramos tan pronto.
—¿Y entonces dónde está, don Juan, dónde está mi niño?
—Ya lo averiguaremos, usted quédese tranquila.
El cabo Rojas abre la puerta mirando a lado y lado; pareciera que ingresara en un campo enemigo.
—Gracias, Yerfa. Ya la llamaré más tarde.
Rojas extiende la mano y oprime la mía con fuerza. Advierto el contacto de su piel áspera. Aun cuando lleva su uniforme con desaliño, es un hombre con cierta pulcritud en las formas. Salimos a un pasillo atestado de gente que espera ser atendida. Al pasar, un chico con una magulladura en el rostro me mira desafiante. Caminamos sin decir palabra. La sala refrigerada está al fondo.
El cabo Rojas vuelve el rostro. No me es difícil reconocer a Tommy en este cuerpo destrozado. Miro los pómulos hendidos de mi hijo, sus labios rotos, sus ojos abiertos y contusionados, su tórax y sus brazos hinchados. Uno de sus pies se ha desprendido del resto de la pierna y está unido a su cuerpo tan sólo por el cartílago. El hueso de su cadera se asoma entre la carne blanca.
Sus orejas, en cambio, están intactas, también el cuello, claro y liso. Su pelo azabache aún brilla. Deslizo mis dedos por el contorno de su cuerpo gélido. Alguien ríe al otro lado de la puerta. Mis labios se estremecen, y de mi garganta se escapa un gemido que acallo con rapidez. El hombre que sostiene en el aire el paño blanco me pregunta:
—¿Está usted bien?
—Puede cubrirlo —respondo.