51. 
Mientras prepara café, Maná me observa con una de sus abominables expresiones de sabia. Camino a su casa, la llamé para contarle lo de Tommy. El resto no puedo decírselo. Sería como entregar mis armas al enemigo. Tampoco ella me pregunta por qué estoy aquí en vez de estar con Juan, buscando a Tommy. Sentada a la mesa de su cocina aguardo la hora de ir a buscar a Lola al colegio. Quiero abrazar a mi hija. Tengo el bolso que trajo a casa de Maná en mis rodillas. Su pijama de manzanas se asoma a través del cierre eclair a medias abierto. Siento el impulso de tomarlo y llevármelo a la nariz, pero me contengo.
La mesa está cubierta de cajitas de mostacillas con las cuales Maná borda una figura de torso humano, cabeza de gallo y dos serpientes como piernas. Barro con la mirada cada uno de sus rincones, sus muebles de madera que atesoran decenas de canastos y vasijas. Intento imaginar sus historias, pero es inútil, no logro sacarme de la cabeza a Tommy. Maná se sienta junto a mí. Sirve dos tazas de café y luego extiende sobre su regazo un paño bordado.
—Es Abraxas. Una deidad que une lo divino y lo demoníaco. ¿Sabes por qué la estoy bordando?
Hago un gesto negativo con la cabeza.
—Para no olvidarme de un principio básico. Que debo aceptar las tinieblas dentro de mi ser si quiero alcanzar una mínima cuota de paz. Éste fue uno de los grandes temas de Jung —me explica. Se detiene al constatar que apenas la escucho.
Tommy alguna vez me mencionó que Maná le hacía pensar en las brujas buenas. Yo quise saber a qué se refería, y él me respondió que eran aquellas que podían hacer tanto el bien como el mal, una habilidad que las volvía doblemente poderosas. Maná toma unas cuantas mostacillas doradas y las pasa por una aguja. Sus movimientos son pausados y atentos. Las nubes de la mañana comienzan a disiparse y unos agujeros azules emergen por aquí y por allá. De tanto en tanto, Maná levanta la mirada de su labor y me observa. Me detengo en su cabello cano, en las arrugas que circundan sus ojos y que, en lugar de marchitarla, le otorgan una apariencia reposada. Se diría que ella misma las ha dejado asentarse en su rostro. No había reparado en ello, pero Maná carece de esa sombra de resignación que suelen proyectar las mujeres llenas de surcos y piel laxa, como ella. Escuchamos el eco de una máquina a lo lejos. El resto es silencio. El sosiego de su cocina y de su mundo.
Y entonces ocurre. La casa de agua se desmorona. Ya no tengo donde ocultarme. Rompo a llorar con el cuerpo agitado por convulsiones. Me doblo en dos y sepulto la cabeza entre mis manos. Lloro encorvada hacia delante, expulsando de mi cuerpo un veneno. Mi madre me envuelve y me atrae hacia su pecho. Escucho su corazón en mi oído. No sé cuánto tiempo permanezco así, gimiendo entre sus brazos, hasta que logro despegarme de su camisa mojada. Levanto la cabeza y me paso las manos por la cara.
—Lo eché todo a perder —digo en un susurro.
—Eso es imposible. Mira el esfuerzo que hice yo por echarlo todo a perder y aquí estás tú.
—Yo lo logré. Hice todo lo que pude para ser diferente a ti. Juré nunca herir a nadie como tú me heriste.
Maná cruza las manos, las comprime una contra la otra y se las lleva a los labios.
—Fui construyendo todo a conciencia. Pensé que lo lograría. Pensé que lo había logrado... —Hago un gesto de desaliento con la mano y mi voz se apaga.
Maná respira hondo. Nunca antes la había encarado de esta forma. Desprenderme de su influencia era también ignorar la responsabilidad que le cabía en mi vida.
—Alma, a veces... —murmura, y deja la frase inacabada. Mira hacia la ventana sin respirar y luego exhala un suspiro que llena el espacio—. A veces, por más esfuerzos que hagamos, la vida pasa por sobre nosotros. Nuestras conductas y sentimientos no nos pertenecen por completo. Están determinados también por lo que los otros nos dan o nos quitan, por lo que nos callan, lo que nos dicen, por nuestra historia. Tantas cosas...
—Si creyera lo que estás diciendo podría paliar la maldita culpa, ¿pero y el dolor, cómo alivias el dolor?
—Es que hay un espacio, un ínfimo espacio que nos pertenece. Y es ahí donde radica nuestra esencia. Es el que nos hace lo que somos, el que nos permite cambiar el curso del viaje. Como las velas de las fragatas. A veces basta un movimiento imperceptible para que las cosas cambien. —Adopta un tono de voz cuidadoso y profético que me crispa los nervios.
—Qué mala suerte, porque ésas también las quemé —intervengo.
—Ah, no. Eso sí que no. Las velas son indestructibles. Incluso siguen flameando cuando has muerto, en el recuerdo de las personas que te quisieron.
No puedo creer que esté hablando estas estupideces, ni escuchando las metáforas baratas de mi madre.
—Maná, mientras Juan sufría lo indecible por la desaparición de Tommy, yo estaba con otro tipo. De eso te estoy hablando. No de tus putas velas ni de tus barquitos.
¡¿Te das cuenta?! —grito—. Mientras él me llamaba una y otra vez, yo estaba en la playa, feliz, tirando. Tommy se dio cuenta de todo, por eso se escapó. Juan también lo sabe.
¿Te enteras? De esta mierda hablo. —Aparto la mirada para controlar el torbellino de rabia y miedo que me asalta.
Maná baja la vista y oprime mis dedos. Procuro calmarme. Me paso el dorso de la mano por la nariz y respiro.
—Si Tommy se escapó, ésa no fue la razón, no la única, al menos —dice cautelosa.
—¿Cómo puedes estar tan segura? —indago con aprensión.
—Porque las cosas nunca son así. Nunca están aisladas. Tommy es un chico muy sensible, no digamos que su padre lo ayuda mucho con eso, pero además era víctima de agresión en el colegio.
—¿Cómo sabes tú?
—Lo sé porque la madre de uno de sus compañeros, a quien le hago clases de meditación, me lo comentó. Al parecer, uno de los niños, arrepentido, le contó a su mamá lo que estaba ocurriendo, y así se enteraron unos cuantos apoderados, entre ellos la mujer que yo conozco.
—¿Cómo no me lo advertiste?
—Me enteré hace tan sólo un par de días, estaba esperando el momento adecuado para decírtelo.
—Todos lo saben menos nosotros.
—De seguro, Tommy no quiere que ustedes lo sepan. Es terriblemente vejatorio.
—¿Y qué más sabes? —averiguo con resentimiento.
—Que las situaciones nunca son lo que aparentan. No del todo, al menos. Que hacemos lo que podemos, aunque muchas veces resulte insuficiente. —Sus ojos se arrugan como si fueran a llorar.
—¿A qué te refieres?
—Lo que voy a decirte no es una forma de redimirme. ¿Está claro? Quiero que puedas analizar las cosas desde otro punto de vista, eso es todo. ¿Recuerdas el pasaje a Barcelona? ¿De dónde crees que salió?
—¿Tú?
Maná asiente con un gesto de la cabeza. De pronto recuerdo la postal de Edith que llegó a su casa. Fue ella quien le dio mis señas a Edith y le pidió que me contratara. Debió conocerla en alguna de sus andanzas antes de casarse con mi padre. Mi viaje y Edith, los dos grandes milagros que me salvaron la vida y que yo atribuí a mis propios designios, son su responsabilidad. Un fino tejido de apoyo que fue urdiendo a mis espaldas. Sólo falta Juan. Juan llegó al restaurante porque alguien deslizó mi nombre junto con una crítica del diario El País en su pasaje. Tengo el vago recuerdo de haberle escuchado decir a Maná que trabajó en una agencia de viajes. Se lo pregunto.
—Un tiempo, sí. Pero eso fue hace años.
—Entonces tú enviaste a Juan al restaurante de Edith. Maná hace un gesto negativo con la cabeza y baja los ojos para tomar una mostacilla. Sé que está mintiendo. Tan sólo ayer, las revelaciones de mi madre hubieran echado abajo mis cimientos. Pero qué importancia tiene todo esto ahora si Tommy está desaparecido.
—Lo que hicimos o no hicimos, lo bueno y lo malo que heredaste de nosotros, es el legado que te dejamos. Ahora es tu turno.
—No puedo dejar de pensar en Tommy, no puedo dejar de pensar que tal vez está sufriendo, que no sé dónde está. No sé cómo hacerlo, mamá... —confieso, pronunciando la palabra impronunciable.
—Yo tampoco sé. En eso estamos solas, Alma. No sabes cuánto quisiera... —Su mentón tiembla y las lágrimas empiezan a resbalar por sus mejillas. Aun así, no esconde el rostro.
Llora por mí. Éste es acaso uno de esos cambios de rumbo de los cuales me habla. A pesar de sus certezas, Maná siente menos temor que yo ante las ironías de la vida y las preguntas sin respuesta.
Ambas miramos hacia afuera, hacia el rectángulo de cielo que se divisa por su ventana. Al parecer, es así como sobreviene el perdón, no con los bombos y platillos de las grandes revelaciones, sino que introduciéndose sigilosamente a través de las ventanas de las cocinas.