27. 
Evadir: evitar un daño o peligro inminente. Eludir con arte y astucia una dificultad prevista. Fugarse. Escaparse.
Es lo que hago al encender los motores, oprimir el acelerador y al cabo de unos minutos elevar la nariz de mi avioneta. El arte de volar enmascara el aún más complejo y delicado arte de la fuga. En justo rigor, podría decir que tenía todo organizado de antemano y no estaría mintiendo. Antes de salir rumbo a la clínica esta mañana eché en el maletero de mi automóvil la chaqueta de vuelo y otros enseres que llevo conmigo en estos cortos paseos. Y aquí estoy, volando a lo largo de la costa, buscando la palabra precisa que describe el color de la franja de arena, o la distancia exacta entre un barco carguero y la orilla. Sutilezas de la evasión. A unos cincuenta kilómetros, una miríada de nubes se aproxima desde el mar. Podría también decir que sigo aturdido, que ésta es una forma de ordenar mis pensamientos, de mirar los últimos sucesos con perspectiva. Y tampoco estaría mintiendo.
Cristóbal está muerto. Recuerdo a Emma con las manos sujetas a la baranda metálica de su cama, la mirada fija en el monitor, aguardando mis palabras. Vi la escena desde fuera de mí mismo, como tantos otros momentos a lo largo de mi vida, siempre convencido de que la razón es la única salida posible.
—Murió, ¿verdad? —me preguntó sin despegar los ojos del monitor.
La desgracia está dentro de lo posible cuando trabajas en el límite afilado que separa la vida de la muerte. Por eso comienzas a construir un engranaje de defensas el mismísimo día que decides meterte al quirófano y echas a andar la sierra sobre el tórax de un ser humano. Un trabajo minucioso el de ponerse fuera del alcance de la culpa, del sufrimiento y, de paso, de los afectos.
¿Dónde está Dios? Desde niño creí que si cumplía su voluntad todo iría bien. He procurado actuar con mesura, con bondad, con rigor. Aun así, Cristóbal está muerto. Soledad está muerta. Y yo estoy lejos de todo. Procuro rezar, pero toda esa monserga y la espesa oscuridad que de ella brota me producen rechazo. Es imposible que Dios sea omnisciente y que disponga la muerte de seres como ellos. Es una contradicción que destruye los cimientos de mi fe.
Protegido por mis armaduras, me parece haber caminado largo tiempo por una superficie congelada, y aquellas grietas que de tanto en tanto aparecían y que yo sorteaba con destreza, eran nada menos que la vida.
De ese fondo emergen las imágenes y me sacuden. De repente sucedía. Soledad se paralizaba. Si buscaba un teléfono en su agenda, o ponía en orden su escritorio, o mudaba de ropa a Tommy, interrumpía su quehacer, y su mirada vidriosa se perdía en un lugar de la pared, como si de pronto se hubiese dejado vencer por una fuerza que la avasallaba desde su interior. Recuerdo el vacío apostado en sus ojos, su expresión sombría e impenetrable.
Episodios que fueron haciéndose más y más frecuentes hasta detonar un lunes por la mañana, cuando recibí la llamada de la dueña del local que Soledad había rentado para su galería de arte. Hacía tres meses que ella no pagaba la renta. Por la tarde fui al local para ver los adelantos. Había estado ahí con Soledad en los inicios de su proyecto. El acceso estaba obstruido, y a través de las ventanas se divisaba el mismo espacio amplio y vacío que vi esa vez. Todas esas reuniones a las cuales Soledad partía por las mañanas con el arquitecto, con el constructor, con sus múltiples asesores, no habían llegado a nada. O quizá —me planteé recién entonces— nunca habían existido.
Decidí seguirla. Tenía que saber dónde iba Soledad cada día con nuestro hijo, con quién se encontraba, qué tramaba. A la mañana siguiente estacioné el auto en una esquina y la esperé. Alrededor de las diez la vi pasar en su automóvil. Al cabo de un rato estábamos en el barrio donde había vivido con sus padres. Se detuvo frente a la plaza donde solía corretear de niña y bajó a Tommy en sus brazos. Sentada en una banqueta permaneció largo rato mirando hacia al frente, sin moverse, las rodillas juntas y ambas manos ocultas entre ellas. Tommy, en tanto, jugaba a sus pies en la tierra. En un momento se arrimó a su madre y no volvió a moverse. Era una mañana helada y desde mi automóvil podía ver el aliento de ambos flotar en el aire. Temí que Tommy padeciera de hipotermia. No comprendía cómo, conociendo su fragilidad, ella lo exponía al frío. Quise tomar a mi hijo y alejarlo de esa mujer que ya no me parecía la misma de quien me había enamorado. Pero tenía que llegar hasta el final. Necesitaba ver cómo Soledad me había engañado los últimos tres meses. Tal era mi rabia que no medí la verdadera dimensión de lo que estaba ocurriendo. Después de al menos una hora, Soledad entró a su automóvil y enfiló hacia el oriente. Conducía de forma temeraria. Parecía que todo ese tiempo de desidia de pronto hubiese explotado en su cabeza. Estacionó frente al local, sacó a Tommy de su silla y llenándolo de besos lo despertó. Esa expresión de afecto, tan usual en ella, me trajo de vuelta a la Soledad que yo conocía. Cuando estuvo frente a la entrada levantó un par de tablas que debían estar desprendidas, se agachó y entró con Tommy. Una vez dentro volvió a ponerlas en su sitio. Dejé pasar un rato antes de bajarme del auto y espiarla por uno de los ventanales. La imagen que divisé a través del vidrio sucio y empañado desbarató todo lo que hasta entonces yo daba por cierto. Soledad estaba echada en el piso con el cuerpo encogido; Tommy, acurrucado en su regazo. Golpeé el vidrio con violencia hasta casi romperlo, pero Soledad siguió quieta, oprimiendo los ojos, como si rehuyera el estruendo de un bombardeo. Entré por el orificio. La llamé por su nombre. Tommy se largó a llorar. Soledad lo oprimió contra sí para impedir que se escabullera. Arranqué a mi hijo de sus brazos. Tommy chillaba. Soledad empezó a gritar, propinándome patadas y golpes con los puños. La tomé de ambas muñecas. La expresión que vi en ella me demudó. Continuaba gritando con la boca abierta y los ojos en blanco, en otro mundo.
Los llevé a casa. Sentada en el automóvil a mi lado, con la cabeza gacha, Soledad tenía la apariencia de una marioneta. De pronto se puso a temblar. Un mal había sitiado a mi mujer, y una nueva versión de la realidad se había instalado en nuestras vidas. Desde ese momento en adelante —pensé— tal vez nunca más sabría qué decirle.
Tommy vivió las siguientes semanas en casa de mi padre. Tanto para protegerlo como para ayudar a Soledad a romper la simbiosis que había generado con él. La presión de los últimos años se había acumulado, al punto de romper los cimientos de su ego, de su ser. Esa fue la explicación que nos dio el psiquiatra. Al principio, Soledad se pasaba el día frente a la televisión, en un estado de penosa inexpresividad. Poco a poco —con la ayuda de los medicamentos— fue recobrando su semblante familiar, hasta volver a nuestro mundo, a su propia vida. Por eso bajamos la guardia, y cuando una tarde subió a Tommy a su auto para “dar un paseo”, Yerfa, que tenía estrictas órdenes de no permitirle salir con Tommy, la dejó partir.
Se estrelló contra el muro de un paso bajo nivel. Eran las tres de la tarde y la autopista estaba casi desierta. No había otra manera de colisionar con el muro que no fuera con la firme intención de hacerlo. Tommy no iba sentado en su asiento de seguridad. En el suelo encontramos sus lápices de colores. Debió inclinarse para recogerlos en el instante en que Soledad impactó su auto contra el murallón. Ese movimiento le salvó la vida. Ella terminó en el hospital con varios huesos quebrados y lesiones en su rostro. Cuando se recuperó de sus heridas la internamos en una clínica psiquiátrica. Nunca le perdoné que quisiera llevarse a Tommy.
Mi avioneta se sacude. Tengo la impresión de navegar sobre la superficie erizada del océano. He traído la botella de vidrio con el barco en su interior. La miro al trasluz. Tiene detalles que no había advertido, como un ancla colgando de la proa. El zumbido del motor resuena en mis oídos. La empuño con tanta fuerza que acabo por quebrarla. Estoy sangrando. Levanto la mano y las gotas caen sobre mi pantalón. Advierto la ráfaga de ese sentimiento que conozco: el de haber roto algo irreparable. Recuerdo las palabras de Alma el día del matrimonio de Miguel: “Lo que más gozas es abrir las puertas del quirófano y encontrarte con esas caras que te miran como a un dios”. Y tiene razón. Lo que ella no sabe es que esas miradas agradecidas me ayudan a olvidar al hombre colmado de rabia, de culpa y pequeñez que llevo dentro. Una pequeñez que temo se derrame en los demás.
Cuando Emma me preguntó si su hijo estaba muerto, la atraje hacia mí. “Puedes llorar. Yo nunca pude”, le dije.
Mientras Soledad nos abandonaba lentamente en la clínica, yo construí una coraza, bajo la cual un solo deseo me alimentaba: no dejarme avasallar por la tristeza. Había que transmutarlo todo en fuerza, en rabia. Era la única forma de sobrevivencia que conocía, y la última convicción que me quedaba.
Emma no lloró. Se quedó con el rostro sepultado en mi pecho. Así nos encontró el padre de Cristóbal unos minutos después. Comenzó a gritar. Emma se desprendió de mí y le tomó de los hombros. Yo cogí el barco del velador de Cristóbal y salí de la pieza.
De repente tengo una visión que jamás había tenido. Mientras el sol se apronta a ponerse en el mar, la luna se asoma entre las laderas del frente, nívea, inmensa. Una figura que en otros tiempos me hubiese hecho pensar en la grandeza de Dios. Pero no ahora. Me he preparado la vida entera para experimentar la gracia y la revelación, pero nada sucede. Él permanece ausente, una y otra vez.