Anecdotario (VI)

Una noche el duque de Buckingham, el conde de Rochester y lord Dorset discutían sobre la elegancia del estilo y cada uno de los tres pretendía escribir con más elegancia y eficacia que los otros dos compañeros. Se hallaba presente en la discusión el poeta Dryden y los tres estuvieron acordes en escogerle como juez y sometieron a su examen un texto escrito en aquel momento. Dryden empezó a leer y se mostraba muy satisfecho tanto de la primera como de la segunda composición, pero cuando llegó a la tercera no pudo contener su entusiasmo y proclamó que el vencedor era lord Dorset, cuyo estilo era incomparablemente mejor que el de los otros dos.

—Juzgad vosotros mismos —dijo—. Vosotros dos habéis escrito con corrección e incluso con cierta elegancia, pero sólo lord Dorset ha conseguido conmoverme escribiendo lo que sigue: «El que suscribe, lord Dorset, pagará al poeta Dryden a la presentación de este documento la suma de quinientas libras».

Una noche el compositor francés Teodoro Dubois había prometido asistir a una audición de un pianista aficionado desprovisto de todo virtuosismo, pero provisto de una considerable fortuna. Dubois llegó cuando el concierto había empezado y no le permitieron entrar en la sala.

—Pueden dejarme pasar, no haré ruido.

Pero el portero muy serio contestó:

—Piense, señor, que si abro la puerta querrán irse todos los que están ahí dentro.

El rey Francisco I de Francia quería hacer obispo de Tulle al docto sacerdote Pierre Duchâtel y le preguntó si tenía antepasados nobles. El sacerdote contestó:

—Noé en el arca tenía tres hijos; no sé precisamente de cuál de los tres desciendo.

Ni que decir tiene que fue nombrado obispo.

Charles Duclos fue un historiador y novelista francés, académico, nacido en 1704 y muerto en 1772. Por aquellos años en París se comentaba mucho la compra de un elefante con destino a los jardines públicos, y Duclos, un día en que sus amigos iniciaban una discusión de política, dijo:

—Amigos míos, hablemos del elefante, que es la única gran bestia de la cual se puede hablar libremente en estos días.

Se hablaba un día de la poca consideración que los poderosos tienen, en general, por los intelectuales. Duclos, interviniendo en la conversación, dijo:

—Es que tienen miedo de nosotros como los ladrones lo tienen de la luz.

Un día se bañaba en el Sena completamente desnudo. Y en esto cerca de donde estaba volcó un coche con una señora dentro. Duclos salió del agua con rapidez y, desnudo como estaba, ayudó a la señora a levantarse. Sólo dijo:

—Señora, perdone que no lleve guantes.

Un día en un círculo de amigos se hablaba de amor y de mujeres, y Duclos dijo:

—Todo el problema está en que nos enamoramos de las mujeres por lo que no son y las dejamos por lo que son.

El célebre actor Jean Gourgaud, más conocido con el nombre de Dugazon, de finales del siglo XVIII y muy célebre en el París de su tiempo, tuvo una discusión con su colega Desessart, que era enormemente grueso mientras Dugazon era delgadísimo. La discusión acabó en un duelo y cuando los dos contendientes se vieron frente a frente Dugazon dijo a su adversario:

—Así no podemos batirnos. Tengo demasiada ventaja sobre vos. Me ofrecéis una superficie demasiado grande para mis golpes; es necesario que igualemos las posibilidades.

Y tomando un pedazo de yeso dibujó sobre la panza de su adversario un pequeño círculo diciendo:

—Haremos esto: todos los golpes que se den fuera de este círculo serán considerados nulos.

Tanto el adversario como los padrinos se echaron a reír y el duelo terminó con un banquete en un restaurante próximo.

El célebre médico y cirujano francés Dupuytren debía casarse con la señorita Boyer. Todo estaba a punto y la familia de la novia con los invitados esperaba en la sala del ayuntamiento, donde debía celebrarse la boda. Esperaron una hora, dos y, finalmente, cansados de esperar se fueron. Dupuytren no apareció ni se excusó y la señorita, al cabo de poco tiempo, se casó con un tal Roux.

Todo el mundo acusó a Dupuytren de ingratitud y deslealtad, y él no hizo nunca nada ni dijo nunca nada para excusar su conducta. Pero tenía una excusa que le honra. La misma mañana de la boda había recibido una carta de su prometida en la que le confesaba que se casaba sólo para complacer a la familia, que no le amaba, y le suplicaba que renunciara al matrimonio, pues deseaba casarse con otro.

Un día en un salón se hablaba de espiritismo y una señora preguntó al doctor Dupuytren si creía en la manifestación de los difuntos. El doctor contestó:

—De ninguna manera; si creyera en eso hace tiempo que hubiese cambiado de oficio.