Más curiosidades
«Cuando ha de celebrarse alguna fiesta en cualquier iglesia, desde la víspera se clavan en el suelo grandes mástiles, encima de los cuales se colocan unas parrillas bastante hondas en forma de cazoleta y llenas de teas impregnadas en aceite y azufre, que al arder producen por algunas horas una hermosa claridad. Forman calle los mástiles colocados en fila, y resulta una iluminación muy agradable, de la cual se hace uso también en toda clase de festejos públicos.
»Las mujeres que van a la iglesia por la mañana oyen una docena de misas; pero sus muchas distracciones dejan claramente comprender que otros pensamientos las preocupan más que los rezos. Llevan manguitos de media vara fabricados con ricas pieles de marta, por lo cual cuesta cada manguito cuatrocientos o quinientos escudos, y es necesario que la que lo lleva extienda todo el brazo para poder introducir en el hueco la punta de los dedos. Como las españolas, en general, tienen poca estatura, sus manguitos resultan casi tan altos como ellas, que llevan además un abanico, y tanto en invierno como en verano, mientras dura la misa, no dejan de abanicarse. Se sientan como los moros, sobre las piernas cruzadas, y toman con frecuencia polvo de tabaco, sin avergonzarse, porque para esto, como para todo, tienen maneras muy finas y apropiadas. Cuando se levanta la Hostia, las mujeres y los hombres se dan muchos golpes de pecho, y producen tal ruido, que al oírlo por primera vez volví sobresaltada la cabeza, temerosa, al pensar que algunos reñían y se daban feroces puñetazos.
»Los caballeros (y aludo a los más galantes, que llevan una gasa en el sombrero), terminada la misa, van a colocarse junto a la pila del agua bendita, y al acercarse las damas a tomar agua para repetir la señal de la cruz, se la ofrecen con la mano, a la vez que les dicen requiebros. Ellas, agradecidas, contestan con breves palabras, pues necesario será convenir en que las españolas dicen sólo aquello más prudente y oportuno sin esforzarse mucho en pensarlo; su fácil ingenio les prepara la respuesta repentinamente. Pero monseñor el Nuncio de Su Santidad ha prohibido, bajo pena de excomunión, que los hombres ofrezcan a las señoras agua bendita, y se asegura que tan prudente medida obedece a reclamaciones formuladas por los maridos celosos. Lo cierto es que se observa el mandato, y los caballeros ni siquiera se permiten ya ofrecerse unos a otros el agua de las pilas de las iglesias.
»Cualquiera que sea el rango de las españolas, nunca usan almohadones para arrodillarse y sentarse en los templos. Cuando entramos nosotras con nuestras costumbres francesas, todos los concurrentes nos rodean; pero lo que más incomoda es la consideración que aquí es necesario tener a las mujeres embarazadas, que suelen mostrarse más curiosas que las demás. Me aseguran que si una mujer en tal estado pretende una cosa y no la consigue porque le sea negada, es víctima de una dolencia que la hace malparir, y por esto, para evitarles disgustos, se las concede el derecho de molestar a todos como les plazca.
»Las primeras veces que a mí se dirigieron no anduve con reparos, y hablé secamente a las que se proponían abusar de mi paciencia; se retiraron algunas llorosas y sin atreverse a insistir. Pero, en cambio, hubo muchas obstinadas que quisieron ver mis zapatos, mis ligas y lo que llevaba en los bolsillos. Cuando me resistía, mi prima me rogaba que cediera, porque si las mujeres plebeyas notaran mi proceder, serían capaces de apedrearme por el poquísimo caso que hago de lo que tan respetable les parece. Y mis doncellas vense mucho más importunadas que yo, porque aquí no tiene límites la necia curiosidad de las embarazadas.
»Hanme referido que un joven caballero de la corte enamorado de una señora muy hermosa, para tener ocasión de hablar con ella burlando la vigilancia del marido, se disfrazó de mujer embarazada y fue a casa de su amor con el antojo de hablar a solas con la señora. El marido, sin caer en sospecha, aun cuando era celoso y no se apartaba de su mujer un solo instante, accedió a la súplica, con lo cual dio tiempo a una prolongada y sabrosa entrevista.
»Cuando las mujeres embarazadas desean ver al Rey, se lo hacen saber por algún criado palaciego, y el Rey sale al balcón, donde permanece mientras ellas le miran.
»Hace algún tiempo que una española recién llegada a Nápoles pidió al Rey que se dejara ver, y cuando le hubo mirado bastante, cruzó las manos, y en un transporte de admiración dijo: “Ruego al cielo, Señor, que os conceda la gracia de nombraros algún día virrey de Nápoles”; pero se cree, y acaso con fundamento, que alguien organizó esa comedia para informar al monarca de que la magnificencia desplegada por el virrey de Nápoles, odioso a la mayoría, era superior con mucho a la de los Reyes de España.
»Con frecuencia llegan a nuestras habitaciones algunas damas que no conocemos, y a las que mi prima recibe con mucho agasajo porque están embarazadas».